El mes de
agosto era siempre el de mayor trajín en los pueblos castellanos. Todo giraba
en torno a la cosecha de los cereales, el centeno, la avena y sobre todo el
trigo. Para la siega venían grandes cuadrillas del norte, especialmente
gallegos.
Los recién
llegados desde comienzos de julio se iban ajustando para “el agosto” con la
docena de terratenientes del pueblo. Cobraban en dinero, unas ciento y pocas
pesetas y la manutención.
Los del
pueblo y alrededores percibían la mitad en dinero y la otra en costales de
trigo, cosa mal vista por los funcionarios del fielato que plantaban la
oreja a partir de ese momento para
descubrir a quién revendían su trigo los jornaleros o a qué molino llevaban sus
costales para la molienda doméstica.
Por
eso llevar a los molinos el trigo del agosto era una odisea indescriptible. Lo
llevábamos por la noche, a partir de las doce. Se iba a la molienda todo el
tiempo que duraban los costales ganados
por el trabajo en agosto y por lo que
casi todo el mundo obtenía yendo a “respigar” en los campos vacíos después del acarreo de las nías.
La molinera
no admitía más de quince kilos por
familia. Cuando almacenaba lo suficiente de varias familias lo molía a
escondidas y acudíamos, por lo general una semana más tarde, a retirar la harina blanquísima para el pan candeal y
un saquito de salvado para dar de comer a los animales.
La
obsesión de todos era que no faltase el pan y que las hogazas fueran de la
mayor blancura posible. ¡Pero cuántos sudores nos costaba!
Tanto a la ida como a la vuelta de los molinos
era preciso esquivar la ronda de los motoristas que patrullaban por los campos.
Aparecían de pronto a lo lejos dos
potentes faros. Emergían de las largas
hileras de chopos como los ojos rojizos de legendarios dragones (había
precisamente una de las máquinas de un guardia a la que llamaban “dragón”).
Y todos
echábamos cuerpo a tierra agazapándonos en los recodos de los arroyos o
cubiertos de hojarasca en las cunetas de la carretera.
Ayudábamos también a las cosechas
en las eras. A los chavales nos encargaban parte de la trilla en los
calores del mediodía. Pasábamos horas y horas sobre el trillo tras la cansina y
soñolienta pareja de vacas, azuzando con el rejón a los perezosos animales,
dando vueltas y vueltas al redondel de la mies extendida en el suelo desde las
primeras horas de la mañana. Hasta que
el grano se soltara de la paja triturada.
El Hermano
Roger nos había comentado en clase.

Desde
entonces, por lo atrasados que me parecían, les tomé manía a esos
artefactos. ¿Tan pobre era la evolución e inventiva de nuestra civilización
durante siglos?

Llegué a admirar sus recias tablas de madera durísima, y los silex incrustados como escamas bajo su piel estriada.
Pude contar en algún trillo hasta trescientos de esos pedernales, diminutas piezas de piedra duras y cortantes como cuchillas. Se fabricaban la mayor parte de ellos en Cantalejos, un pueblo de la provincia de Segovia.
De pie como
un auriga en el centro del trillo o sentado en el fondo sobre una
banqueta, seguía largo tiempo el
chirrido monótono de sus piedrecitas
talladas sobre la paja desmenuzada. Era como una música lejana que viniera de
las fértiles llanuras entre el Tigris y el Eufrates...
-Chiquillo, que se aflojan..!! -gritaba alguien desde debajo del
carro donde estaba echando la siesta- ¡que se te cagan, leche..!!
Y despertabas
azorado de la histórica ensoñación. Porque eso era lo peor que te podía pasar,
que “se aflojaran las vacas”.
En ese
momento había que operar con la máxima rapidez y en varios frentes. Te lo
habían advertido repetidas veces.
- Cuando
veas que una vaca se espatarra, lo primero tienes que parar el trillo. “Sooo
Linda…Sooo Romera…!
-¿Y por qué?
-Es que si
las bestias “se hacen” sobre la mies,
las bostas embozan los pedernales, y hacen resbalar la tabla, sin más, sobre la trilla.
-Ah! vale…
-Enseguida coges
aprisa el serón de esparto y se lo aplicas entre el rabo y las dos patas
traseras.
Omito la
detallada descripción del evento. Cerrabas los ojos y agachabas la cabeza bajo
el cesto hasta oír el chapoteo del pastelón en su caída. Y como los males no
suelen venir separados lo normal era que la vaca compañera de la yunta se
animara a continuación a hacer las mismas obligaciones forzándote a repetir
idéntica liturgia.
El único
consuelo era imaginar, al tiempo que le dabas un par de rejonazos furibundos a
la yunta de desvergonzadas vacas, que
seguramente los rapazuelos de Mesopotamia debían haber pasado hacía siglos por
los mismos trances. “La
Historia siempre se repite”, que nos decía Roger.
Ir a
“respigar” era otra de las faenas duras de la temporada. Al filo de la
madrugada se vaciaban de mieses todos los días algunos campos. Los carros
cargados hasta los topes salían de ellos
bamboleándose como enormes pasos de Semana Santa. Su silueta se perfilaba en el
horizonte sobre la luna y las nubes color naranja del amanecer.
Los
rastrojos estaban a veces lejos, a tres o más kilómetros del pueblo. Llegar
pronto era importante. Había que hacerlo antes de que llegaran los pastores que
también hacían madrugar a sus magros rebaños para alimentarlos con las espigas
huérfanas a menudo enterradas bajo los
terrones duros y pedregosos.
Al volver a
casa, las espigas recogidas se extendían
al sol en los corrales o sobre las aceras de las calles hasta la media
tarde. Luego se machacaban con un mazo para separar el grano y se aventaban con
bieldos a la brisa del atardecer, al mismo tiempo que lo hacían las grandes
parvas de las eras.
Las calles
del pueblo se cubrían con un polvillo fino sobre el que se marcaban los pasos
de los transeúntes y las líneas paralelas de las ruedas de las carretas. Como
si fuera la nieve del invierno.
Lo normal
era ir a espigar los rastrojos de la vega. Hubo un día sin embargo en que nos
juntamos cuatro amigos de la pandilla en un campo de arriba del pueblo, hacia la Loma. A la espera,
sacudiendo contra el ribazo los pies aletargados por el frío, estaban cuatro
cuadrillas de respigadoras. Una de ellas venía del cercano villorrio de San
Mamés de Campos.
Una voz
destacaba por encima de las demás del grupo. Y una silueta, alta y
redondeada se dibujaba contra la luna
agosteña.
-Es Lina”
-dijo Sixto- la Linaza.. !
-La Fiera de la Loma -confirmó Rubio
Surgió
espontáneo el recuerdo de Floren y su partida del pueblo sin que la pandilla se
hubiera vengado de la sucia Catalina.
-¡Llegó su
hora!! -sentenció Rubio, mientras trazaba el plan de la venganza.
Hacía varios
meses que habíamos olvidado a esta “personaja”, como la llamaba Zalito. La
pandilla había conseguido entonces librar a Floren de las garras de la malvada
limpiadora. Eso ocurrió mientras yo me
encontraba en el hospital palentino, convaleciente de la caída desde la
balaustrada del primer piso de casa de Floren, al huir del achuchón que le
estaba dando al chico la despechugada
infame.
Al día
siguiente del accidente, según me
contaron mis amigos, se dirigieron todos en comisión al Francés, el Hermano
Roger. Le espetaron de pe a pa el problema de Florencio.
La solución
sólo tardó dos días. El Hermano Roger esperó al padre de Floren a pie de
camioneta, a su llegada desde Frómista. Le explicó los hechos. Le tuvo que
calmar y convencerle para que no fuera de inmediato al pueblo de la harpía a deslomarla.
Y le sugirió que se llevara consigo a la
abuela y al muchacho. Con la distancia amainarían las pesadillas del chico y el
tiempo borraría los recuerdos bochornosos.
Así fue.
Floren partió con la familia al pueblo burgalés de Villarcayo. Nos escribió dos
meses más tarde. Estaba contento porque había encontrado una nueva madre. Era
una buena mujer que desde hacía poco tiempo vivía con su padre.
Pensaban
casarse, pero todavía no podían hacerlo. Hasta que se arreglaran unos papeles
que declararan a su primera madre definitivamente desaparecida, como a tantos otros, en los aciagos días de
las batallas del Norte.
Luego de la
partida de Floren, la pandilla quiso tomarse la justicia por su mano. Había que
lapidar a la culpable. Por “adúltera”. Que así lo ordenaba y lo describía la Biblia , según Pepín.
Menos mal
que se les ocurrió ir a preguntar al Hermano Roger cuál era el ritual bíblico
para lapidar a las féminas que habían “abusado del adulterio”.
El Francés
tuvo que aplicarse a fondo para evitar la tropelía y explicarles que no se trataba de ningún
adulterio y que nadie podía tomar la justicia “por sus manos”, o sea convertirse
por sí mismo en la mano de la justicia.
-Pues si no es por las manos, que sea por los pies, a palos o a pedradas..
-¡Esto no
puede quedar así...!!
-A esa
“Linaza” hay que aplicarle dos buenos
tánganos de “aceite de ricino”!
-Pues, hala!
en camino... -les dijo ya harto y en
un potable castellano el Hermano Roger que para entonces había asimilado
bastante nuestra lengua-
-Pero cuando
lleguéis –añadió- y eso sin que
previamente os vean los Civiles,
acordaos de lo que un día en un caso “paresido”
dijo Jesucristo: “El que de vosotros sea sin pecado que tire la primera
piedra”!!
-Jope con
los frailes...-susurró alguien- ¡siempre el freno!!
-Y
jodiéndote las iniciativas...
-Las
palabrotas no dan la razón a nadie, Gonzalito...
-Ya lo sé,
Hermano, ni tampoco engordan, no te...
jiba!!
Pero ahora,
en esta dulce y fresquita madrugada de verano, no estaba presente, por fortuna,
el sentenciero de Roger. Así que manos a la obra.
La
estrategia se urdió en pocos segundos A
la derecha del terreno había un escarpado terraplén sobre un arroyo reseco
lleno de ortigas y zarzales. Rubio y Sixto se colocaron al borde del ribazo.
-Eh!, aquí...venir
chavales -gritó el Rubio- he encontrado una poza a rebosar de espigas!
La primera
en precipitarse hacia la trampa fue la avariciosa Catalina. Y era verdad. Había
de espigas para llenar una talega.
Dando
codazos a todo el mundo, “Linaza” se afanaba en recoger más que ninguno. Su
orondo trasero apuntaba respingón hacia la luna. Sixto fingió de maravilla un
brusco tropezón sobre un terrón cercano y cayó de lleno sobre el voluminoso
pandero.
La guapa se
desequilibró. Al otro lado Rubio, inclinado sobre la orilla del talud, le hizo
la cama y ella dobló en redondo. Rodó entre zarzas y maleza unos tres metros
hasta el fondo del arroyo.
La
recogieron con un brazo desportillado,
con las manos y la cara llenas de
rasguños de las espinas e infladas y amoratadas por las caricias de las ortigas
venenosas. Todavía alcanzaron la última carreta que la llevara al pueblo.
-Pobrina...
-decían Sixto y Rubio con cara compungida- no pudimos hacer nada por ella
-Está mu
malica...-lamentaba una mujer mayor- tendrán que llevársela sin más al hospital
-Eso, eso
-decía yo para mis adentros- y que allí
le pongan un barril de cloroformo. Que sepa lo que es bueno!!
Al día
siguiente mandamos una carta a Villarcayo, a nuestro amigo Floren.
Decía
escuetamente y en francés para que nadie se enterara: “Justice est faite”. Que quiere decir: “Se ha hecho justicia”.
Porque eso
era lo que nos decía el Hermano Roger cuando acabábamos de cumplir el castigo
merecido por alguna de nuestras fechorías.
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