sábado, 22 de agosto de 2015

LA CONSPIRACIÖN ( 22 agosto 15 )

Llegamos a Carrión a mediodía. Desde San Sebastián me acompañó mi hermana, libre por unos días de las señoras de alcurnia y de la mala baba de su perrito faldero. 
Estaba ya avanzado el mes de septiembre. Por eso en mi primera siesta no pude ya entrever las imágenes agosteñas que desde el lienzo medieval de la muralla se proyectaban cada tarde en la blanca pared de mi habitación.

Mi  particular "cine de alcoba" consistía ahora en rememorar, mirando al techo, los detalles de mi primer viaje a la tierra vasca
.
Primero los contrastes. El desfiladero de Pancorbo, entre Burgos y Alava, que el tren franqueaba envuelto en volutas de humo cansado, marcaba las diferencias.

Hacia abajo la monotonía inmensa de las llanuras. 
Sol absoluto. 
Los secos terrones del barbecho. Las colinas amarillentas  de  los campos cosechados en verano. 
Las largas hileras de chopos y castaños de indias, guardianes de las carreteras de Castilla.

De Pancorbo hacia arriba una  cadena interminable de árboles y bosques. Es que no veías ni un pedazo de terruño baldío en una tira de kilómetros. 
Sobre las colinas o en la falda de los empinados montes surgían a voleo los caseríos, los pueblos y los rebaños, sin estridencias, arropados por la mañana en el vaho de la neblina espesa y acompañados con frecuencia durante gran parte del día por el chirimiri de  las nubes bajas.

Y luego el mar. Recostado en mi cama me sentía mecido, sin engorrosos mareos, por el suave balanceo del estuario del Bidasoa o las temerosas olas de la barra de la Concha de San Sebastián.

Hasta el punto de irme adormeciendo, sentado en lo alto del monte Jaizquíbel, intentando traerme para el pueblo a toda mi familia vasca enmarcada en un cuadro marinero que abarcaba la bahía entera de Txingudi, el Bidasoa, las tres villas famosas de Irún, Hendaya y Fuenterrabía.

En lo alto de una barca verdinegra, que mis tíos, Carlos y el Portugués, empujaban mar adentro, iba Encarna, vestida de cantinera, tía Manuela que con su mole hacía zozobrar
peligrosamente la embarcación, el metro y medio de tía Irune mirando al cielo y tía Valentina despotricando en vasco contra una chalupa de nazis que en esos momentos zarpaba de la orilla opuesta.
No sé qué pintaba una chalupa de nazis en un cuadro de familia, pero el caso es que de pronto lanzó un cañonazo. Su estruendo fue dando tumbos por todas las montañas del amplio anfiteatro que forma el estuario del río Bidasoa. Una bandada de patos pringados de barro surgió graznando bajo los ojos del puente internacional. Y un toro de cornamenta descomunal salió de estampida de entre los lodazales de la Isla de los Faisanes. Bufaba desafiante todo a lo largo de la costa francesa hasta que apareció una patrulla alemana. El astado ensartó uno detrás de otro a los dos vehículos y al sidecar con los nazis dentro y los estrelló contra los peñascos de los dos Gemelos en la playa de Hendaya.
La chalupa ya no era un barco nazi. Se había transformado en una preciosa trainera con mis dos primos a bordo. Nicolás enarbolaba el remo de patrón de la barca y Carlos ondulaba la Bandera de la Concha, el flamante trofeo de las regatas de San Sebastián.

El toro gigante se había acostado mansamente sobre el río. Su inmensa mole cubría casi las dos orillas y de su belfo reluciente empezó a brotar un escuadrón de animalitos redondos y rojizos que rápidos corrían hacia mí copando la montaña. Eran chinches. Quise huir pero mis pies, como sucede en todas las pesadillas, estaban firmemente clavados en el suelo.

Me desperté dando un gran alarido. En la mano tenía la caja de cerillas gigantes de la casa de la higuera. La acaricié suavemente. Cuántas cosas tenía que contar a mis amigos. Y a Anita la primera. Para decirle ante todo que no me había encariñado con ninguna otra ni a este lado ni al otro de las dos fronteras.

Pero… los renglones ya estaban trazados y apuntaban a derroteros muy distintos. Esa misma tarde fuimos a casa de la abuela María. Allí estaba su hermana, Sor Dorotea, la monja de la Caridad. Estaba también un cura alto y fuerte, ya mayor, de rostro amable y de mirada alegre.

-Es el Padre Rector de los Jesuitas de San Zoilo, me dijo por lo bajo tía Carmen. Anda, bésale la mano.

La escena siguiente se desarrolló con una insospechada rapidez. Sin más preámbulos ni presentaciones la monja levantó el  crucifijo del gran rosario que llevaba colgado a la cintura, lo puso luego sobre mi cabeza y, con los ojos cerrados, profetizó dirigiéndose al jesuita:

-Este, padre, será el sucesor de nuestro hermano mártir, del jesuita Valentín Mayordomo, vilmente asesinado por los republicanos sólo por proclamar su fe en el ejercicio de su menester sacerdotal. Así nos lo ha concedido la Providencia
-Amén Jesús, dijo persignándose tía Carmen
-Esperamos que el chico cumpla con creces vuestras expectativas, añadió solemnemente el señor Rector

Mi hermana y la sra. Feli contemplaban el cuadro sin demasiado entusiasmo. El  sopetón me había dejado a mí, el protagonista de esta solemne investidura al estilo de las mejores páginas de un libro de caballerías, sin opción a la palabra. Era sin duda una encerrona. Una conspiración.
La conjura se había perpetrado en mi ausencia durante las semanas anteriores. Los conspiradores: tía Carmen, Sor Dorotea y el jesuita Padre Abarquero, allí presente. La  Providencia, a la que la monja invocaba, había movido muy bien los hilos del azar o de las coincidencias del momento.
Tía Carmen trabajaba entonces en la lavandería de los jesuitas de San Zoilo. El Rector de ese colegio había sido durante largos años compañero de estudios y ministerio del mártir Padre Valentín Mayordomo. Sor Dorotea “de la Providencia” supo aprovechar una vez más las circunstancias. Ya lo hizo, años atrás, al terminar la guerra, para mi ingreso en el colegio de huérfanos de Palencia.
Ahora acababa de ponerme mesa, cama y pupitre en el flamante y reconocido Colegio-Seminario del Sagrado Corazón de los jesuitas de Carrión de los Condes.

Antes de marcharse el P. Rector me dejó el último número de “Carrión”,  la revista del colegio,  para que fuera “enterándome” de algunas cosas de allá dentro.

-Las clases empiezan la semana que viene –dijo con una sonrisa amable al despedirse- te esperamos

El portón de entrada medía más de tres metros. Tenía otra puerta más pequeña, incrustada en su lateral izquierdo. Mi hermana tocó el aldabón. Yo no llegaba todavía. 

Además estaba cargado con la maleta atestada de ropa. 

Las mudas y la ropa blanca iban marcadas todas con el número 23.

-No te apures por tus sábanas o por tu ropa -había dicho tía Carmen- Yo te las cambiaré cuando toque y te mandaré las limpias a tu camarilla.

Madre no quiso venir. Habíamos hablado varias veces en esos días. Yo la notaba triste.

-Hay muchas familias como la nuestra - me dijo- que nunca podrán costearse los estudios para sus hijos. Por eso los seminarios y conventos están de bote en bote.

Y era verdad. En Velilla de Guardo teníamos un primo de mi edad, Camilo, que se había metido en los dominicos. Yo mismo en las Vascongadas había oído que había pueblos como Azcoitia o Azpeitia que, entre monjas y frailes, tenían más de cien de sus habitantes en casas religiosas.

-¡Qué potra tienes, rediola!  -me había comentado Alonso, uno de los raros de la pandilla con quien pude contactar en esos pocos días-  Jobar…!! ¿Qién pudiera?!

También me habló  Alonso del disgusto que tenía Anita, que se consideraba algo así como burlada y dejada en la estacada por un desertor.

Por supuesto que madre me planteó también la posibilidad de renunciar a esa oportunidad que tantos anhelaban. Creo que ambos no teníamos, ni mucho menos, las cosas claras.

Arrastrando los pies, no sé si por el peso del maletón o de un fardo interno que me aplastaba desde el cogote hasta las mismas plantas, franqueé a duras penas el portón de aquella descomunal fachada.

Aunque el Hermano portero corrió  discreto y con suavidad el cerrojo de la puerta, algo en mi interior, atrancando muchas cosas, se deslizó estruendoso.

Pasar página pensé. El primer capítulo había terminado.
El fraile diminuto tuvo que empujarme suavemente para transponer la cristalera que daba al patio de entrada al colegio.

Y allí me quedé paralizado un largo rato. Llorando como lo que naturalmente era todavía. Como un niño.



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