No tratábamos, ni mucho menos, con esta saña
a todos los animales. En el tiempo de las nidadas, por ejemplo, vigilábamos las
puestas y el nacimiento de los pajarillos para, si alguno se cayera, reponerlo
de nuevo en su sitio.
Cuando los
polluelos echaban a volar seleccionábamos los mejores nidos de la temporada y
los llevábamos a la sección de ornitología del laboratorio de Ciencias
Naturales del colegio. A cada nido se le ponía el nombre de su fabricante y la
fecha de su construcción.
En el
momento en que aparecían las primeras
parejas de cigüeñas, rondando ya la primavera, cazábamos al lazo serpientes en
los arroyos y lagartijas por las tapias
de las huertas para ponérselas al pie de las ruinas de la abadía.

Protegíamos
a las cigüeñas y a las abubillas porque decían que eran beneficiosas para la
agricultura. Aunque éstas últimas olían muy mal
y podían pegarte la tiña si llegabas a tocarlas.
Todo perro
sarnoso lo era seguramente por haberse comido una abubilla. Por eso, hasta
expulsarlos, la emprendíamos a palos y pedradas con todos los canes tiñosos y
esqueléticos que aparecían por el pueblo.
Aunque los
perros que sufrían las mayores vejaciones eran sin duda aquellos a los que la
chiquillada sorprendía “enganchados”.
Macho y hembra corrían a ocho patas, de lado, aullando, el rabo enhiesto, los
pelos erizados y sin poder soltarse.
“Zalito”,
experto en el mundo animal, explicaba:
-Eso sucede
porque, con el susto de verse sorprendidos, los “conductos” de la perra se han
“atrofiado”.
Nunca
entendí por qué esta situación concreta
producía tal reacción de burla, asco y aversión hacia los perros.
Sobre todo
porque en cuestiones de apareamiento conocíamos prácticamente los de todos los
animales de la zona. Hasta de las mariposas y de las hormigas. Y nunca había chanzas ni violencia ante el
espectáculo. Más bien un halo de misterio, subrayado por un silencio ruboroso y
algún que otro comentario, breve pero subido de tono, del que la mayoría no
pedía explicaciones.

Sobre la
orilla sesteaban con frecuencia estas reses peligrosas, sin que hasta el
momento hubieran causado percance alguno. Eran
gordos y relucientes.
Nosotros los contemplábamos desde la otra orilla, donde
lavaban ropa las mujeres para luego extenderla a secar en la pradera verde.
Las
lavanderas colocaban cantos en las
esquinas de las piezas, para que no se las volcara el viento.
Casi todas
las mujeres del pueblo lavaban la ropa a la orilla del río. Al bajar llevaban
las herradas de ropa sucia contra la cadera y una plancha de madera ondulada
bajo el brazo.

Los críos
pequeños se quedaban una o dos horas al cuidado de la ropa tendida. Nos
sentábamos lejos detrás de las mujeres, como si estuviéramos castigados, para
que no les oyéramos conversar sobre sus cosas. Me imagino que de ahí viene la
expresión familiar: “Hay ropa tendida”.
Equivalente a aquella otra de tintes más guerreros: “Hay moros en la costa”
O
esperábamos a que alguna se le fuera un calcetín o una braga río abajo.
Entonces era la estampida. Chapoteando, resbalando en el verdín de los cantos
rodados, aprovechábamos para tomar un chapuzón y luego, marcando el paso -“plis-plas, plis-pasa las bragas de la tía
Colasa”- devolver a su dueña el trofeo repescado y colgado en la punta de
una vara.
Luego nos
sentábamos de nuevo y nos divertíamos escogiendo entre los toros los ejemplares
que más nos gustaban para que los lidiaran en el pueblo en las próximas ferias
de San Rafael o de San Mateo.
Un día el semental de la manada se puso a montar
tranquilamente a una de las vacas. Un chico llamado “Floren” tuvo una idea de
lo más perversa. Le vimos armar su tirachinas. Era un verdadero experto.
Siempre nos ganaba en las apuestas con tiradores. Tenía varios. Construidos por
él mismo; con su lanzadera de piel de vaca,
gomas negras de cubiertas de bicicleta y horquillas de acebuche
preciosamente torneadas. Los llevaba prendidos en la cintura, como si fuera un
guerrillero de los Picos de Europa.

El bicho
dirigió furioso su mirada hacia la otra
orilla, donde estaban las lavanderas y
los críos que las acompañábamos, y empezó a cruzar el río a grandes
saltos.
Era como si
volara. A veces se hundía en alguna poza unos segundos, salía unos metros más
abajo, y a contracorriente retomaba la dirección hacia nosotros. A penas
tuvimos tiempo para refugiarnos todos en dos de las casas más cercanas. El toro
hozaba, pateaba y bramaba por los alrededores como una bestia acorralada.
Al poco
llegaron unos hombres a caballo con el mayoral y dos cabestros. También
apareció una pareja de la guardia civil con los fusiles a punto, por si acaso.
Pero no fue necesario. Redujeron por fin al agraviado energúmeno y le hicieron
atravesar de nuevo el río para adentrarlo en la dehesa.
Sólo entonces
salimos del escondite.
Los caballos y los toros habían pateado toda la ropa de
las lavanderas.
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