domingo, 9 de agosto de 2015

EL TORO DE LA DEHESA ( 9 agosto 15 )

No tratábamos, ni mucho menos, con esta saña a todos los animales. En el tiempo de las nidadas, por ejemplo, vigilábamos las puestas y el nacimiento de los pajarillos para, si alguno se cayera, reponerlo de nuevo en su sitio.
Cuando los polluelos echaban a volar seleccionábamos los mejores nidos de la temporada y los llevábamos a la sección de ornitología del laboratorio de Ciencias Naturales del colegio. A cada nido se le ponía el nombre de su fabricante y la fecha de su construcción.

En el momento en que aparecían  las primeras parejas de cigüeñas, rondando ya la primavera, cazábamos al lazo serpientes en los arroyos  y lagartijas por las tapias de las huertas para ponérselas al pie de las ruinas de la abadía.
En lo que quedaba de espadaña tenían plantado las cigüeñas el nido más monumental de toda la Tierra de Campos. El macho bajaba planeando y se llevaba una tras otra todas las piezas. Al  terminar él y su hembra crotoraban desde las alturas. Su particular graznido  sonaba  como un aplauso de agradecimiento.
Protegíamos a las cigüeñas y a las abubillas porque decían que eran beneficiosas para la agricultura. Aunque éstas últimas olían muy mal  y podían pegarte la tiña si llegabas a tocarlas.  
Todo perro sarnoso lo era seguramente por haberse comido una abubilla. Por eso, hasta expulsarlos, la emprendíamos a palos y pedradas con todos los canes tiñosos y esqueléticos que aparecían por el pueblo.
Aunque los perros que sufrían las mayores vejaciones eran sin duda aquellos a los que la chiquillada sorprendía  “enganchados”. Macho y hembra corrían a ocho patas, de lado, aullando, el rabo enhiesto, los pelos erizados y sin poder soltarse.
“Zalito”, experto en el mundo animal, explicaba:

-Eso sucede porque, con el susto de verse sorprendidos, los “conductos” de la perra se han “atrofiado”.

Nunca entendí por qué esta situación  concreta producía tal reacción de burla, asco y aversión hacia los perros.
Sobre todo porque en cuestiones de apareamiento conocíamos prácticamente los de todos los animales de la zona. Hasta de las mariposas y de las hormigas. Y nunca  había chanzas ni violencia ante el espectáculo. Más bien un halo de misterio, subrayado por un silencio ruboroso y algún que otro comentario, breve pero subido de tono, del que la mayoría no pedía explicaciones.

Sí que hubo cierta vez un incidente que  pudo costarnos caro. En la margen derecha del río Carrión, enfrente del Plantío, había entonces una dehesa de toros bravos.
Sobre la orilla sesteaban con frecuencia estas reses peligrosas, sin que hasta el momento hubieran causado percance alguno. Eran gordos y relucientes. 
Nosotros los contemplábamos desde la otra orilla, donde lavaban ropa las mujeres para luego extenderla a secar en la pradera verde.  
Las lavanderas colocaban  cantos en las esquinas de las piezas, para que no se las volcara el viento.
Casi todas las mujeres del pueblo lavaban la ropa a la orilla del río. Al bajar llevaban las herradas de ropa sucia contra la cadera y una plancha de madera ondulada bajo el brazo.

Lavaban de rodillas, apoyada la tabla entre dos grandes cantos. Enjabonaban las prendas, las retorcían dándoles fuertes golpes contra las piedras de la orilla y después de aclararlas las tendían sujetas con pinzas en una cuerda entre dos árboles o las extendían sobre el verde del prado. Les echaban azulete. Para que cogieran un blanco más bonito y fueran la envidia de las otras lavanderas.

Los críos pequeños se quedaban una o dos horas al cuidado de la ropa tendida. Nos sentábamos lejos detrás de las mujeres, como si estuviéramos castigados, para que no les oyéramos conversar sobre sus cosas. Me imagino que de ahí viene la expresión familiar: “Hay ropa tendida”. Equivalente a aquella otra de tintes más guerreros: “Hay moros en la costa”
 En revancha, con la cabeza entre las rodillas, acechábamos con malicia las ondulaciones del viento por ver si en un instante se les alzaban las sayas y nos mostraban sus nalgas sonrosadas.
O esperábamos a que alguna se le fuera un calcetín o una braga río abajo. Entonces era la estampida. Chapoteando, resbalando en el verdín de los cantos rodados, aprovechábamos para tomar un chapuzón y luego, marcando el paso -“plis-plas, plis-pasa las bragas de la tía Colasa”- devolver a su dueña el trofeo repescado y colgado en la punta de una vara.

Luego nos sentábamos de nuevo y nos divertíamos escogiendo entre los toros los ejemplares que más nos gustaban para que los lidiaran en el pueblo en las próximas ferias de San Rafael o de San Mateo.
Un día  el semental de la manada se puso a montar tranquilamente a una de las vacas. Un chico llamado “Floren” tuvo una idea de lo más perversa. Le vimos armar su tirachinas. Era un verdadero experto. Siempre nos ganaba en las apuestas con tiradores. Tenía varios. Construidos por él mismo; con su lanzadera de piel de vaca,  gomas negras de cubiertas de bicicleta y horquillas de acebuche preciosamente torneadas. Los llevaba prendidos en la cintura, como si fuera un guerrillero de los Picos de Europa.
Así que armó uno de ellos, ojeó unos momentos, tensó las gomas y tiró con fuerza apuntando al morlaco entretenido en su faena. El proyectil fue a dar de lleno en la bolsa que le colgaba al toro entre las patas traseras espatarradas.  El animal saltó un bramido de dolor que se oyó por toda la dehesa. La vaca salió despedida varios metros.
El bicho dirigió furioso su mirada  hacia la otra orilla, donde estaban las lavanderas y  los críos que las acompañábamos, y empezó a cruzar el río a grandes saltos. 
Era como si volara. A veces se hundía en alguna poza unos segundos, salía unos metros más abajo, y a contracorriente retomaba la dirección hacia nosotros. A penas tuvimos tiempo para refugiarnos todos en dos de las casas más cercanas. El toro hozaba, pateaba y bramaba por los alrededores como una bestia acorralada.

Al poco llegaron unos hombres a caballo con el mayoral y dos cabestros. También apareció una pareja de la guardia civil con los fusiles a punto, por si acaso. Pero no fue necesario. Redujeron por fin al agraviado energúmeno y le hicieron atravesar de nuevo el río para adentrarlo en la dehesa.
Sólo entonces salimos del escondite.
Los caballos y los toros habían pateado toda la ropa de las lavanderas. 

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