jueves, 20 de agosto de 2015

LA CASA DE LA HIGUERA ( 20 agosto 15 )


Al  amanecer de mi primera noche de estancia en Hendaya, estaba yo acurrucado en un butacón y con una enorme caja de cerillas en la mano como arma defensiva.
Tía Irene me había advertido seriamente que no se podía encender luz alguna durante la noche so pena de recibir la visita de los gendarmes franceses o la ráfaga de una ametralladora alemana apostada en la esquina cercana.

-Si tienes que levantarte para algo ensiendes…allumette de esta caja y caminas bajito, piernas dobladas como enanitos

Era una caja descomunal con cerillas de madera y una exagerada cabezota roja cada una que dejaban en ridículo a nuestros diminutos mixtos de cera de la fosforera española.
Al acostarme puse las cerillas debajo de la almohada. El silencio nocturno era sobrecogedor. Me dormí pensando cómo una guerra podía ser tan silenciosa, con una sensación de ahogo y de amenaza de algo que pudiera surgir en cualquier momento de la oscuridad entre el fragor de los obuses y el tableteo de las ametralladoras.

El enemigo tardó a penas diez minutos en aparecer. Algo, en efecto, subía por mis piernas, por mis brazos y hasta por la nuca. Pataleando frenético me deshice de la sábana y del pesado edredón que cubría la cama. Salté al suelo. Las baldosas estaban frías y ásperas. Exploré de arriba abajo cuello, brazos y piernas por si alguna cuerda los estuviera atenazando.
A palpas llegué como pude a la cabecera y, aún de rodillas, encendí la primera cerilla.
El humo y un penetrante olor a azufre me atontaron unos instantes. Solté la caja y estuve estornudando y lagrimeando sin parar un buen rato. En algún sitio había oído que los alemanes usaban gases asfixiantes y lacrimógenos en los combates. Trepé como pude y me quedé hecho un ovillo en medio de la cama.

Esta vez fue todo mucho más rápido. A los primeros síntomas de cosquilleo en los pies y codos bajé sigilosamente al suelo. Tanteando recuperé las cerillas y con los brazos estirados, para alejarlos de la cara, encendí una cerca de la cama. Un escuadrón de bolitas parduzcas y alargadas con ágiles patas y boca puntiaguda se desparramó instantáneamente por la blanca llanura hasta perderse en los laterales. Eran chinches.
No tuve más remedio que buscar otro refugio más seguro. En el bunker elevado de aquel butacón y encendiendo a ratos, por si acaso, alguna de aquellas apestosas cerillas pasé como pude mi primera noche en el extranjero.

La casa adonde mis tíos me habían llevado para dormir llevaba algún tiempo deshabitada. Mis aventuras de la noche anterior dieron mucha risa a todos. Pero a las pocas horas la casa había sido desinfectada de arriba abajo. Sacaron todas las camas y muebles sospechosos a la “corte” como decía tía Irune, es decir al corral de la casa que estaba cubierto casi entero por una monumental higuera. Por eso todos la conocían como “la casa de la higuera”. Aplicaron chorros de agua hirviendo a somieres, catres y largueros y pasaron por zotal todos los rincones de escaleras y habitaciones.

-Oh…punaises!! ¿Cómo se dise en español?
-Chinches, tío
-Pourvu que eu pudera eliminar -murmuraba entre dientes el Portugués- así de fásilmente, como chinches, aos que não quero ni nomear
-Chutsilensio y au boulot -replicaba aún más bajo tía Irune- que aquí, mismo las paredes oyen

La casa, de dos plantas, había servido de paso de ida y vuelta a muchos de los que huyeron a Francia en los primeros meses de la guerra civil española.
A Irune, una gran mujer de apenas metro y medio de estatura, le apenaba en aquellos días la suerte de muchos españoles que huían hacia ninguna parte, apenas con lo puesto, solo con el miedo y la preocupación grabada en sus rostros demacrados, deseando cuanto antes alejarse del horror de los bombardeos que avanzaban desde los montes de Navarra o de las colinas de la Rioja y de los saqueos y abusos que contra la población, sobre todo contra las mujeres, llevaban a cabo la soldadesca y en especial los moros venidos de África.

Fui varias veces con tía Irune hasta el puente internacional sobre el Bidasoa. En estos momentos, acabada ya la contienda civil española, el puente estaba cerrado con una tupida red de espinos metálicos en el centro.
Ni un alma al otro lado, en la frontera española. En la parte francesa unos cuantos gendarmes.

Hubo un día en que aparecieron a una velocidad de vértigo dos vehículos atestados de soldados alemanes precedidos de una moto con sidecar. Hablaron rápidamente con los gendarmes y dieron media vuelta a todo trapo mientras sus voces de mando resonaban como latigazos en los ribazos del río.

-Buscan prófugo, o elemento de Resistensia, ¿quién sabe?, dijo Irune.

Este mismo puente estaba totalmente abierto en los primeros días de la guerra civil, julio de 1936. La policía de uno y otro lado hacía por lo general la vista gorda. Un sello de los funcionarios de una y otra parte servía no se sabía bien para qué sino para poder ponerse a salvo por el tiempo que fuera y seguir viviendo.

Los fugitivos que estaban más comprometidos, en general por motivos políticos, pasaban a Francia de noche en pequeñas embarcaciones por el estuario del Bidasoa hasta las playas de Hendaya o de San Juan de Luz, o cruzaban el río, monte a través, más allá del puente de Behobia.
Pero la mayor parte, ante la mirada curiosa o compasiva de numerosos veraneantes franceses que abarrotaban las playas en esos días, lo hacían por este puente internacional.

Tía Irune les esperaba en territorio francés. Sabía distinguir a simple vista, para evitar posibles problemas en el futuro, a los inocentes, a quienes impulsaba el auténtico terror, de los que llegaban forzados por circunstancias personales como la pertenencia a cualquier partido, sindicato o familia con antecedente políticos.

Hubo una masiva afluencia de fugitivos durante los dos o tres días que duró el incendio de Irún.

-“Fue espantable” -me decía, queriendo decir espantoso

Dicen que empezó con los cañonazos de la ermita de arriba que se vislumbra desde este lado del río, pero otros afirman que fue intencionadamente provocado porque se le vio empezar desde tres focos diferentes a la vez. Al compás de la inmensa hoguera parecían danzar todos los montes cercanos como si se hubieran desplazado a ellos los aquelarres y sus brujas del cercano Zugarramendi.

En las paredes y sobre los muebles del comedor de  la casa de la higuera se veían numerosas fotos de los que durante largos meses se refugiaron allí. Siete familias llegaron a guarecerse en la casa durante varios días. Hasta que conseguían contactar con algún conocido o encontraban cualquier apaño para ir tirando en las cercanas ciudades de San Juan de Luz, Biarritz o Bayona.
No les cobraba la estancia. Algunos insistían en pagar y le dejaban algunas pesetillas de las de la República o, con cierta frecuencia, le regalaban joyas de oro del pequeño tesoro familiar con el que pensaban sobrevivir algún tiempo en el extranjero. Sin decirme dónde la tenía escondida, Irune me enseñó una gran cacerola llena de estas joyas. Por el momento nada podía hacer con el pequeño tesoro.

-Antes de venir  alemanes, nadie, ni bancos ni prestamistas, querían saber  de oro de los españoles –me decía Irune- Ahora, con los nazis aquí dentro “hasta en la  soupe”, mejor es que no se “enterarían” porque requisarían todo lo que “reluse” para su armamento o sus elegantes putaines.

Pasados algunos meses, cuando los nacionales ya habían tomado casi todo el norte de la península, la gran mayoría de los refugiados comenzó el camino de vuelta. Muchos lo hacían encorvados bajo el peso del cruel interrogante de un futuro incierto. Pero lo preferían a la incomprensión del destierro en extrañas tierras.
Los que no regresaban era porque se habían instalado en otros lugres de Francia, especialmente en París, o habían cruzado el charco hacia Méjico, Brasil o Argentina. Iniciaban así su penosa y larga odisea de exiliados políticos que, con la llegada y ocupación de los nazis, sería especialmente trágica para los que se quedaron en Francia.

Antes de atravesar de vuelta la frontera, casi todos los que habían reposado en horas difíciles a la sombra de la frondosa higuera de la casa de mis tíos pasaron a saludarles. Algunos insistían aún en pagarles lo que, según ellos, les debían de aquellos aciagos días.

-Adiós “Santa Irene" siempre le estaremos agradecidos, le dijo como despedida un antiguo notario de Tolosa al iniciar desde el viejo puente internacional su regreso a la patria.

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