Al amanecer de mi primera noche de estancia en
Hendaya, estaba yo acurrucado en un butacón y con una enorme caja de cerillas en
la mano como arma defensiva.
Tía Irene me
había advertido seriamente que no se podía encender luz alguna durante la noche
so pena de recibir la visita de los gendarmes franceses o la ráfaga de una
ametralladora alemana apostada en la esquina cercana.
-Si tienes
que levantarte para algo ensiendes…allumette
de esta caja y caminas bajito, piernas dobladas como enanitos

Al acostarme puse las cerillas debajo de la almohada. El silencio nocturno era sobrecogedor. Me dormí pensando cómo una guerra podía ser tan silenciosa, con una sensación de ahogo y de amenaza de algo que pudiera surgir en cualquier momento de la oscuridad entre el fragor de los obuses y el tableteo de las ametralladoras.
El enemigo
tardó a penas diez minutos en aparecer. Algo, en efecto, subía por mis piernas,
por mis brazos y hasta por la nuca. Pataleando frenético me deshice de la
sábana y del pesado edredón que cubría la cama. Salté al suelo. Las baldosas
estaban frías y ásperas. Exploré de arriba abajo cuello, brazos y piernas por
si alguna cuerda los estuviera atenazando.
A palpas
llegué como pude a la cabecera y, aún de rodillas, encendí la primera cerilla.
El humo y un
penetrante olor a azufre me atontaron unos instantes. Solté la caja y estuve
estornudando y lagrimeando sin parar un buen rato. En algún sitio había oído
que los alemanes usaban gases asfixiantes y lacrimógenos en los combates. Trepé
como pude y me quedé hecho un ovillo en medio de la cama.
Esta vez fue
todo mucho más rápido. A los primeros síntomas de cosquilleo en los pies y
codos bajé sigilosamente al suelo. Tanteando recuperé las cerillas y con los
brazos estirados, para alejarlos de la cara, encendí una cerca de la cama. Un
escuadrón de bolitas parduzcas y alargadas con ágiles patas y boca puntiaguda
se desparramó instantáneamente por la blanca llanura hasta perderse en los
laterales. Eran chinches.
No tuve más
remedio que buscar otro refugio más seguro. En el bunker elevado de aquel
butacón y encendiendo a ratos, por si acaso, alguna de aquellas apestosas
cerillas pasé como pude mi primera noche en el extranjero.
La casa
adonde mis tíos me habían llevado para dormir llevaba algún tiempo deshabitada.
Mis aventuras de la noche anterior dieron mucha risa a todos. Pero a las pocas
horas la casa había sido desinfectada de arriba abajo. Sacaron todas las camas
y muebles sospechosos a la “corte”
como decía tía Irune, es decir al corral de la casa que estaba cubierto casi
entero por una monumental higuera. Por eso todos la conocían como “la casa de
la higuera”. Aplicaron chorros de agua hirviendo a somieres, catres y largueros
y pasaron por zotal todos los rincones de escaleras y habitaciones.
-Oh…punaises!!
¿Cómo se dise en español?
-Chinches,
tío
-Pourvu que eu pudera eliminar -murmuraba entre
dientes el Portugués- así de fásilmente,
como chinches, aos que não quero ni nomear
-Chut…silensio
y au boulot -replicaba aún más
bajo tía Irune- que aquí, mismo las
paredes oyen
La casa, de
dos plantas, había servido de paso de ida y vuelta a muchos de los que huyeron
a Francia en los primeros meses de la guerra civil española.
A Irune, una
gran mujer de apenas metro y medio de estatura, le apenaba en aquellos días la
suerte de muchos españoles que huían hacia ninguna parte, apenas con lo puesto,
solo con el miedo y la preocupación grabada en sus rostros demacrados, deseando
cuanto antes alejarse del horror de los bombardeos que avanzaban desde los
montes de Navarra o de las colinas de la Rioja y de los saqueos y abusos que contra la
población, sobre todo contra las mujeres, llevaban a cabo la soldadesca y en
especial los moros venidos de África.


Hubo un día en que aparecieron a una velocidad de vértigo dos vehículos atestados de soldados alemanes precedidos de una moto con sidecar. Hablaron rápidamente con los gendarmes y dieron media vuelta a todo trapo mientras sus voces de mando resonaban como latigazos en los ribazos del río.
-Buscan
prófugo, o elemento de Resistensia,
¿quién sabe?, dijo Irune.
Este mismo
puente estaba totalmente abierto en los primeros días de la guerra civil, julio
de 1936. La policía de uno y otro lado hacía por lo general la vista gorda. Un
sello de los funcionarios de una y otra parte servía no se sabía bien para qué
sino para poder ponerse a salvo por el tiempo que fuera y seguir viviendo.
Los fugitivos que estaban más comprometidos, en general por motivos políticos, pasaban a Francia de noche en pequeñas embarcaciones por el estuario del Bidasoa hasta las playas de Hendaya o de San Juan de Luz, o cruzaban el río, monte a través, más allá del puente de Behobia.
Pero la
mayor parte, ante la mirada curiosa o compasiva de numerosos veraneantes
franceses que abarrotaban las playas en esos días, lo hacían por este puente
internacional.
Tía Irune
les esperaba en territorio francés. Sabía distinguir a simple vista, para
evitar posibles problemas en el futuro, a los inocentes, a quienes impulsaba el
auténtico terror, de los que llegaban forzados por circunstancias personales
como la pertenencia a cualquier partido, sindicato o familia con antecedente
políticos.
Hubo una masiva afluencia de fugitivos durante los dos o tres días que duró el incendio de Irún.
-“Fue espantable” -me decía, queriendo decir
espantoso
Dicen que
empezó con los cañonazos de la ermita de arriba que se vislumbra desde este
lado del río, pero otros afirman que fue intencionadamente provocado porque se
le vio empezar desde tres focos diferentes a la vez. Al compás de la inmensa
hoguera parecían danzar todos los montes cercanos como si se hubieran desplazado
a ellos los aquelarres y sus brujas del cercano Zugarramendi.
En las
paredes y sobre los muebles del comedor de
la casa de la higuera se veían numerosas fotos de los que durante largos
meses se refugiaron allí. Siete familias llegaron a guarecerse en la casa
durante varios días. Hasta que conseguían contactar con algún conocido o
encontraban cualquier apaño para ir tirando en las cercanas ciudades de San
Juan de Luz, Biarritz o Bayona.
No les
cobraba la estancia. Algunos insistían en pagar y le dejaban algunas pesetillas
de las de la República
o, con cierta frecuencia, le regalaban joyas de oro del pequeño tesoro familiar
con el que pensaban sobrevivir algún tiempo en el extranjero. Sin decirme dónde
la tenía escondida, Irune me enseñó una gran cacerola llena de estas joyas. Por
el momento nada podía hacer con el pequeño tesoro.
-Antes de
venir alemanes, nadie, ni bancos ni
prestamistas, querían saber de oro de
los españoles –me decía Irune- Ahora, con los nazis aquí dentro “hasta en la soupe”,
mejor es que no se “enterarían”
porque requisarían todo lo que “reluse”
para su armamento o sus elegantes putaines.
Pasados
algunos meses, cuando los nacionales ya habían tomado casi todo el norte de la
península, la gran mayoría de los refugiados comenzó el camino de vuelta.
Muchos lo hacían encorvados bajo el peso del cruel interrogante de un futuro
incierto. Pero lo preferían a la incomprensión del destierro en extrañas
tierras.
Los que no
regresaban era porque se habían instalado en otros lugres de Francia,
especialmente en París, o habían cruzado el charco hacia Méjico, Brasil o
Argentina. Iniciaban así su penosa y larga odisea de exiliados políticos que,
con la llegada y ocupación de los nazis, sería especialmente trágica para los
que se quedaron en Francia.
Antes de
atravesar de vuelta la frontera, casi todos los que habían reposado en horas
difíciles a la sombra de la frondosa higuera de la casa de mis tíos pasaron a
saludarles. Algunos insistían aún en pagarles lo que, según ellos, les debían
de aquellos aciagos días.
-Adiós “Santa Irene" siempre le estaremos agradecidos, le dijo como
despedida un antiguo notario de Tolosa al iniciar desde el viejo puente
internacional su regreso a la patria.
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