
Eso pasó un domingo, cuando estábamos en la doctrina, poco antes de la misa de doce. Con todas las puertas de la iglesia cerradas para que no entraran gatos o perros vagabundos. El pobre Silvino no se aguantaba. Salió del corro hacia el fondo de la iglesia. Y no se le ocurrió más que auparse de rodillas en el borde y aliviarse en la pila del agua bendita.
Era una pila antiquísima. De
Cuando se
abrieron las puertas para la misa, fueron pasando las beatas y demás
feligreses. Mojaban los dedos índice y anular en el agua tibia y amarillenta de
la pila y se santiguaban besando al fin piadosamente los dos dedos humedecidos.
Alguno
frunció el ceño ante el ácido olor y sabor del agua bendecida. Pero aun así
beatas hubo que repitieron varias veces la ceremonia. Porque el agua bendita de
la pila tenía la virtud de perdonar y eliminar los pecados veniales de la gente
Esa era la preocupación del chico. Que con la contaminación de sus aguas menores no se les borraran a las piadosas gentes los pecados y salieran de la iglesia tan impuros como habían entrado.
-Pues dile a tu amigo que no se preocupe -comentó el Hermano Roger- El agua bendita, aunque le caiga una rata dentro, no pierde sus atributos
-Ya se lo
diré al Silvi. Porque es que del escrúpulo le dan al pobre unas movidas de
tripas que no vive.
-Algo hizo
mal ese chico -siguió comentando
Roger- Profanar la historia de
esa pila venerable. Y ser irreverente. ¿A quién se le ocurre hacer pis precisamente en un lugar donde
inclinaron su cabeza para “estar”
bautizados tantos personajes ilustres del pasado?!
Silvino es
que era un chaval pero que muy
despistado y bastante chistoso. Cuando
recitaba en clase la lista de los
reyes godos les añadía siempre “Daoiz y
Velarde”, los héroes del 2 de mayo en Madrid. Y terminaba la retahíla de los
cabos de España con el “cabo Armendáriz” que
era uno que había hecho la mili con su padre.
Gonzalo
sugirió que le invitáramos a formar parte de la pandilla. Porque además de
gracioso y a pesar de despistado, era el que más sabía de juegos de cartas,
trueques de cromos, golpes de canicas, chapas, tacos de goma y piques de
peonza.
Sería algo
así como el hechicero de nuestra tribu. De paso nos explicaría cómo se las daba
para que le sobrara al fin de semana la mitad de los veinte céntimos de propina
que recibía en casa los domingos.
Yo tenía de
propina veinticinco céntimos en los fines de semana. Ir al cine Sarabia a una
del Oeste, comprar una manzana roja acaramelada, varios chicles para invitar y
un fajo de cromos de futbolistas. No te daba para mucho más…
El club de fútbol Español de Barcelona era mi
equipo. Tardé dos ligas en hacerme con los cromos de la alineación completa.
Luego empecé con el Valencia. Hasta juntar la “delantera eléctrica”: Epi,
Amadeo, Mundo, Asensi y Gorostiza. Y fui simultaneando a ratos con el
Castellón. Solo porque me llamaba la atención el uniforme a rayas blancas y
negras que este equipo llevaba.
Silvino no
llegó a entrar sin embargo como último
azteca en la pandilla. Nos quedamos así sin saber cómo se las agenciaba para tener tacos de
todos los equipos de Primera y además
que le sobrasen más de cien cromos, que no intercambiaba sino que vendía a toda
la chiquillada del pueblo.
-Este gachó
-pronosticaba Zalito- llegará a ser un día ministro de las finanzas
La
catástrofe nos llegó una tarde de la
primera semana de julio.
El complejo
azteca estaba terminado. Había que proceder a su inauguración. La celebración,
a grandes rasgos, era calcada de los festejos que para las grandes solemnidades
del Imperio describían los libros sobre la conquista de Méjico.
Era
necesario sacrificar a un prisionero. Arsenio partió a tender el cepo al más
lustroso conejo de campo que encontrara en las madrigueras que él sabía.
Volvió con
una liebre. Un ejemplar precioso de unos dos kilos y medio. Digna de
representar a los apuestos prisioneros a quienes los aztecas, durante los meses que precedían
a los sacrificios, acicalaban, engordaban y trataban a cuerpo de rey para
ofrecérselos al ídolo Huitzilopochtli.
Rubio se
encargó de anestesiar a la liebre con dos certeros golpes detrás de las orejas.
La procesión
ritual empezó en el lugar del Consejo Azteca que también llamábamos la Tabacalera. Era el
sitio donde “el Pupas” liaba, y donde todos saboreábamos, los cigarrillos de
hierbas y hojas de castaño de Indias.
Siguió el
desfile hasta la sala de Palacio. Cada uno cogió allí una de las coronas de
plumas preparadas de antemano durante
largas semanas. Dejamos las camisas apiladas en un rincón.
Y así,
emplumados y con el torso desnudo, llegamos a paso lento hasta el gran Templo.
La liebre-víctima quedó recostada en unas parihuelas, al fondo de la estancia.
Antes de
desollarla, y enseguida rociar con su sangre las llamas y asarla para el gran
festín, había que alumbrar una buena hoguera. Alonso había traído para luego
dos botellas de gaseosa que estaban refrescándose en el río. Y dos enormes
tortas de aceite como acompañamiento.
Para hacer
la hoguera se seguía el ritual del “fuego nuevo”. Según las tradiciones de los
aztecas cada medio siglo había que sacar una lumbre nueva desde el “Cu”, un templo edificado en una alta
montaña que llamaban “la colina de la estrella”.
Si el fuego se encendía era señal de que el mundo seguía adelante.
Si el fuego se encendía era señal de que el mundo seguía adelante.
Serían las
cuatro de la tarde. A través de la apertura dejada en el techo oblicuo de la
sala debería posarse un potente rayo de sol sobre el montoncito de maleza seca
colocado en el centro del Templo. Exacto. El rayo, cuajado de danzarinas
motitas de polvo, se posó sobre las hojas secas.
Sixto aplicó
entre el rayo y la hojarasca una lupa que él usaba para su colección de sellos.
Pasaron largos minutos.
El fuego no
venía. El rayo de sol amenazaba con desaparecer de la claraboya. ¿Se acabaría
el mundo?
Alguien sugirió que para animar la ceremonia los pontífices aztecas emplearían cánticos o fórmulas mágicas y danzarían como posesos en circunstancia semejante. No se nosocurría nada. Hasta que Zalito, gesticulando exageradamente empezó a berrear
:
“El cuscús que hacen los moros / es una pasta que no se toma
compuesta de jimijama / que no hay cristiano que se
la coma ¡
Mojama
jimijalama / mojama jamatelá
Ay mojama jimijalama / ay mojama jamatelá....¡¡¡”
Ya
llevábamos ocho o diez frenéticas vueltas vociferando la improvisada marcha
guerrera. Exhaustos.
Asomó de pronto un tenue hilillo de humo sobre la hojarasca. Echaron todos cuerpo a tierra y empezaron a soplar con fuerza. Las hojas secas volaron en todas direcciones.
Sixto logró
atrapar al vuelo una pequeña hoja aún humeante. Y para impedir que se apagara
del todo acabó de encenderla con la mecha del chisquero.
Prendió la
hoguera. Tenía cuatro troncos secos y una cepa sarmentosa de viña en el centro
de la estancia. Era el lecho final para el sacrificio. El mundo seguía su
camino.
El ritual
decía a continuación que así, emplumados pero completamente desnudos, procedía
un buen baño purificador en aguas cristalinas.
¡Cuánto
sabían aquellos aztecas! Era lo más normal que una agotadora danza sagrada
pidiera un baño reparador. Era la fusión de
lo práctico y de lo funcional.
Pero esta
vez la tal sabia fusión se convirtió en una espectacular hecatombe. Llevábamos
quince minutos de saltos y chapuzones desde una roca en promontorio a la poza
del remanso del río, cuando alguien
gritó desde la otra orilla:
-Eh!
Chicos....Fuego!! Fuegoooo!!!...
Miramos
todos en dirección al pueblo. Pero continuaron chillando a voz en grito que no
era allí... que era detrás... en la chopera (¡!)...
Fue Rubio el
primero que salió corriendo hacia el campamento. Con las manos en la cabeza.
A medio
camino, viéndose desnudo, bajó los brazos para taparse las vergüenzas. Y así,
haciendo eses, apretando compulsivamente el culo y corriendo como una señorita,
logró llegar el primero a la ciudad en llamas, rescatar algunos pantalones y
camisas y volver con la cara y el cuerpo tiznados. Medio asfixiado.
Sixto
entregó inmediatanente a Arsenio, “el Pupas”, dos prendas cualquiera.
-Márchate
-le dijo- date prisa. Tú no has estado aquí esta tarde. Ni nunca. ¿Entendido?
El chico
echó a correr y desapareció sin vestirse aún en dirección a los Viveros. Los
demás estábamos paralizados de terror. Alonso lloraba sin consuelo apoyado
contra el tronco de un árbol.
Llegaron
cuatro hombres que no lejos de allí estaban saneando un cuérnago. Traían palas,
algunos baldes desconchados y cuatro gruesos capazos de goma negra.
-Moveisus, chicos..! -vociferaba uno de
ellos- No sus quedéis ahí paraos...rediola!!!
-Venga,
lloricas, so mamones...! Con lloros no
apagaréis nada -decía otro, mientras arrancaba las ramas de las paredes de la
choza y arremetía con ellas como un toro contra las llamas
-Traed agua del río… o mead encima de las llamas… maulas!!
-Traed agua del río… o mead encima de las llamas… maulas!!
Transportamos
agua. Innumerables baldes de agua que con el azoramiento y los tropezones llegaban medio llenos a su
destino. Y también tierra que se echaba sobre las ramas y sobre los troncos y
tablones aún en ascuas esparcidos por los alrededores.
Al cabo de
media hora estaba dominado el incendio. Se había conseguido que no prendiera en
los gruesos árboles que sustentaban el tinglado de la Gran Ciudad Azteca.
Para evitar
nuevos brotes, echamos al río las ramas aún humeantes. A lomos de la corriente,
coronadas algunas por los penachos de plumas de la ceremonia, se iban perdiendo
mansamente río abajo. Subían y bajaban haciendo guiños al Padre Sol poniente.Al llegar al
último remolino giraron sobre sí mismas y se inclinaron todas hacia la orilla
desde la que mirábamos incrédulos y llorosos su escapada. Era su saludo de
despedida.
El Imperio había terminado.
El Imperio había terminado.
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