
Los que habían visto el mar decían que era algo así como una playa. Luego choperas sin fin. Huertas, alamedas, cuérnagos y arroyos.
En frente, la mole inmensa del monasterio de San Zoilo tapaba en parte la llanura fértil.

Nuestro punto de reunión fue desde entonces el Plantío, al otro lado del puente, lejos de playas, meandros y remolinos.
Rubio era el más alto de todos nosotros. Nos llevaba casi la cabeza. Eso le daba ventaja en el particular concurso que montamos en la chopera del fondo del Plantío, junto a la puerta de una tapia que en ese lugar perdía su cobertura de enredadera y dejaba al descubierto un reluciente muro de tres por tres.
Allí se hizo la palestra del gran desafío. A ver quien meaba más alto contra la pared y quién llegaba más lejos a lo largo del muro, desde la puerta hasta el borde de la enredadera. El concurso era los lunes y los jueves a las seis de la tarde.
Rubio tenía
que doblar las piernas para soltar el chorro, hasta quedarse a la altura de
cualquiera de los demás. Alonso, que era el más pequeño, podía subirse encima
de dos ladrillos. A cada cual lo suyo.
Sujeta a un
palo, por si la hazaña superaba los dos metros, se aplicaba la cinta a la pared
o al suelo. Uno y cuarenta. Uno noventa. Dos. Tres metros. Las marcas eran
mejores a lo largo que a lo alto. En el primer mes Sixto era campeón de altura:
dos metros diez. Rubio lo era de longitud: tres con cuarenta. Había quien,
desde por la mañana, se pasaba horas sin orinar para tener más recursos a la
hora del certamen. Otros se bebían un litro o más de agua a las cuatro en la
fuente del colegio.
El concurso
no duró ni dos meses. A pesar de montar
guardia, hubo chicas que se enteraron y se chivaron, dándole una interpretación
muy diferente a nuestro inocente pasatiempo.
Además el
dueño del corral empezó a percatarse de que la puerta y el muro no olían
precisamente a rosas. Así que un buen día, abrió de sopetón la puerta y nos
soltó a un perrazo enorme. A más de uno se le cortó de cuajo la corriente.
Otros hubo que se mojaron los pantalones en la desbandada.
Por esas y
por otras razones, los perros no eran
precisamente los animales de nuestra devoción. Ni los gatos. Ni los
murciélagos.
Confieso que había algo de sadismo y un poco de ensañamiento en nuestra relación con esos animales. Pero nos retorcíamos de risa al ver los saltos, las carreras y córcovos de un gato con dos botes atados a la cola.
Y una vez
puesto, a ver quién le quitaba el bote al gato.
Uno de los
mininos, cansado de tanto correr, se tiró el pobre al río. Le seguimos corriente
abajo mientras boyaba maullando lastimero. Poco a poco los botes se llenaban de
agua y el animal se hundía sin remedio. En el paso estrecho, debajo de las eras
del matadero, alguien, al borde de una cueva a ras del agua, le arrojó una rama
y le sacó a la orilla. Estaba exhausto. Alonso y su hermanita Lauri, que le
acompañaba ese día, aprovecharon para cortarle los cordeles atados al rabo.
En cuanto el
felino se vio libre, lanzó un bufido terrorífico y saltó como un acróbata por
encima de nuestras cabezas, chocó contra el reborde de la salida de la cueva,
se agarró como pudo a las ramas de un sauce llorón y de ahí saltó
contorneándose a una roca con hierbajos en medio de la corriente. Se ganó una ovación en toda
regla.
En el punto en el que chocó el gato contra el techo de la cueva había una colonia de murciélagos dormidos, colgados como peras en la bóveda y en las paredes.
Los aplausos
a su exhibición circense nos
impidieron ver que con su impacto el
gato había derribado a uno de esos bichos repugnantes. Con tan mala suerte que
la asquerosa rata voladora fue a dar a la cabeza de la única niña presente. La
chiquilla gritaba despavorida queriendo librarse de algo viscoso que cada vez
se enredaba más en su rubia cabellera. Su hermano tuvo que sentarla en sus rodillas
e inmovilizarla para que pudiéramos
neutralizar al animal.
En primer
lugar había que pasar un nudo por la cabeza chillona, evitando que el vampiro
mordiera a nadie con esos dientecillos afilados que te podían trasmitir
infinidad de enfermedades y maldiciones del infierno.
Luego
desenredar las patas aladas y extender al final las membranas semitransparentes
y pilosas en forma de cruz para poder clavarlas con las gruesas espinas de un
rosal en
el tronco de un árbol.
Los
chillidos de la fiera se acallaban generalmente con un cigarrillo de hojarasca
encendido. El murciélago soltaba entonces grandes bocanadas de humo y parecía
repetir desvergonzado: “Puta...
puta...putaaa...¡¡¡” Alonso, para que no sufriera el honor de su hermanita, que ese día era la
única chica del grupo, le espetó al maleducado una bola de barro en el hocico con lo que consiguió
acallar sus palabrotas.
Caía la
tarde. Dejamos el lugar antes de que se pusiera el sol, y salieran en tropel el
resto de murciélagos, compañeros del ajusticiado.
Sobre las hierbas de la peña, en mitad de la corriente, tomaba el gato los últimos rayos vespertinos.
Se lamía cachazudo el rabo y las patas aún mojadas.
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