viernes, 28 de agosto de 2015

EL ERMITAÑO DE PEÑA LABRA ( 28 AGOSTO 15 )

En el espléndido paisaje de la montaña palentina encontré  un verano a dos personas que recuerdo  con especial estima.
Eran las segundas  vacaciones estivales después de mi ingreso en  San Zoilo. La familia me mandó a pasar una larga temporada en casa de unos parientes de mi madre, en el pueblo de Velilla de Guardo, al norte de la provincia de Palencia.
Se trataba de alejarme de los peligros del verano en Carrión, no fuera que me aliara con mis antiguos pandilleros o me arrimara demasiado a algunas niñas del pueblo.

El entorno, en las estribaciones de la cordillera cántabra, aunque más agreste, era comparable a los extraordinarios parajes que pocos años antes tanto me impresionaron en las vascongadas.

El primero de esos personajes, que ya conocía desde niño, fue mi primo Camilo.
Camilo llevaba ya varios años metido a dominico. Era una persona muy suya. Muy introvertido.
Estaba en el convento de los dominicos en Ocaña, en la provincia de Toledo


-Te fuiste muy lejos, tú, Fray Camilo.
-Ya
-A mí, por lo menos, me dejaron en mi pueblo de Carrión, a dos pasos de  casa
-Lejos o cerca… a mí se me daba igual
-¿Y eso?
-Porque solo era salir lo que yo quería -dijo mi primo- Que se lo advertí a mi padre:  “0yes, a mi pasar mi vida entre vacas y olor a boñigas no se me figura”. “Pues -me dijo el patriarca- no veo otros posibles, mocito”
-Más o menos lo de todos 
-Hasta que una terna de padres dominicos pasó un día por Guardo a predicar una Misión. Se prendaron de mí y yo de ellos. Mi padre vendió dos terneras, mi madre me preparó los bártulos y…ala, pa  Toledo, que fíjate si está lejos.
-¿Y te hace? -le pregunté- ¿Estás bien?
-Pues no te diré que no. Trajinar sí que trajinamos. Desde la mañanita al atardecer. Mucho libro. Pero me gusta. ¿Ves las águilas posadas en aquel chaparro?
-Bonitas.
-¡Vaya ejemplares majos!
-Son las primeras -le confesé-  que veo tan de cerca en mi vida
-¡Qué pelusa me daban hace ya casi cuatro años!
-¿Y ahora?

-Las miro como cómplices. Me aguijaron a buscar horizontes nuevos. Porque observaba  cómo al final de cada otoño dejaban de picotear por las bostas y de hozar por los légamos de los arroyos. Y se iban. Majestuosas. A enseñar a los aguiluchos otras quebradas.

       
Daba gusto escuchar a mi primo. A penas tres años mayor que yo. Independiente. Apasionado por la lectura y por la averiguación de lo más recóndito de las cosas. Desde el principio me dijo que no le gustaban nada las niñas.

-Y no es por nada. Sino porque no me va que alguien pueda encadenarme por los siglos…

Ya de crío tenía Camilo una extraña costumbre.  Íbamos  con frecuencia de correrías por las florestas cercanas al pueblo. Varias veces sintió la necesidad de hacer de vientre. Se paraba con naturalidad al borde de cualquier cuneta. Al terminar la labor, cogía siempre un palito y hurgaba con atención en las heces todavía humeantes.
Es algo que hacía desde que tenía cinco años. Se tragó entonces una perra chica. De color verde, porque estaba llena de  venenoso cardenillo. Y estuvo muy malo durante más de veinte días. Cada evacuación suya era removida con zozobra por la familia. Hasta que salió la perra chica limpia y reluciente, como si acabaran de acuñarla en la Casa de la Moneda.

-Mírala – dijo Camilo señalando la alacena que había al entrar en casa - ahí está la perra chica, colgada de la mano de la estatuilla de San Roque que debe ser el patrono de los males de barriga.
-Pero por qué sigues…
-¿Escarbando la mierda? Ya lo hago cada vez menos. Y sólo en el campo. Siempre encontré interesantes las curvas, circunvoluciones y  filamentos que forman ciertos diseños, constantemente repetidos, en todas las deposiciones. Su estudio metódico daría para montar alguna teoría sobre la salud de las personas. O, quizás, sobre su  porvenir y su destino… ¿No era eso lo que leían los sacerdotes en las tripas  y bandullos de los pollos romanos?

Sólo estuvimos juntos dos semanas. Al despedirse dijo:

- Mira que meterse en los jesuitas
-¿Qué quieres? A ti te salieron  tres frailes dominicos al camino. A mi una tía monja pitonisa  que tuvo un hermano jesuita mártir
-¿Sabes que dominicos y jesuitas han sido siempre acérrimos enemigos? ¿Y que hace siglos, se liaban a mamporros por las callejuelas de Salamanca? Espero que cuando nosotros lleguemos a mayores ya se les habrá pasado.

Las historias de las trifulcas entre dominicos y jesuitas se las había contado a  Camilo mi segundo personaje de aquellas vacaciones: Don Teobaldo, el ermitaño de Peña Labra.

-Es un excéntrico -me había dicho mi primo- pero a mí me divierte mucho

Sólo la manera de vestir destacaba ya a Teobaldo del resto de los mortales. Bata blanca a media pierna, a veces naranja, sobre unos pantalones verdes, a veces ocres.  Ceñida  la cintura por grueso cíngulo garzo descolorido. Alpargatas de esparto. Barba larga entrecana. El pelo, ya escaso e igual de lacio y desvaído que la barba, se lo recogía en una coleta que terminaba como las tusas de una escoba. El gorro de fieltro y  un cayado de nudos acababan de rematar la estampa.

-¿Se habrá escapado -me pregunté a primera vista- de alguna cueva de anacoretas, de los que vivían en los antiguos tiempos de los Padres de la Iglesia?

Después descubrí que este aspecto chocante se desmoronaba solo al cuarto de hora de hablar con Teobaldo. Era locuaz. Y muy divertido. De verbo ampuloso y cautivador. A ratos apabullante.

-Ganas tenía de conocerte, chiquillo. Me lo dijo mi amigo, el Juez Palacios. “Va a venir un estudiante de Carrión de los Condes. De San Zoilo, nada menos. A casa de Santiago, el de la vaquería”. Enseguida  me fui a tu tío, a demandarle la venia para  establecer contacto con tan insigne huésped

Trazó con el chambergo hasta sus rodillas un  círculo  que abarcaba el inmenso anfiteatro de la cercana cordillera cantábrica y se presentó pomposo:

-Teobaldo Rabanal Gil, para servirle a usted y… a nadie más.

Se irguió. Hierático. Hubiera soltado yo una carcajada, de no contemplarle enjuto, inmenso y estilizado, siguiendo la línea del valle, hasta proyectarse contra los riscos azulados de los montes.

En Velilla nadie sabía su historia. No se le conocían mujeres ni hablillas escabrosas. Decían, por el apellido, que si había nacido en el pueblo de Rabanal de los Caballeros, cercano a Cervera de Pisuerga y por eso le apodaban el ermitaño de Peña Labra. Otros, murmuraban escandalizados, que era un cura que había ahorcado los hábitos. Por el atuendo, comentaban en casa de mis tíos, debe haber viajado allá por la India.
Eso sí. Cada tres meses se aseaba la barba y la cabellera,  se enfundaba un terno gris antracita y desde Guardo emprendía  viaje de una semana, trescientos sesenta kms., a Madrid. Alguien que le siguió le vio perderse en la Plaza Mayor de la capital por las escalerillas que dan hacia Las Cuevas de Luis Candelas.

-¿A que te parezco un bicho raro…! -me dijo a poco de saludarme.
-Hombre…
-Y más con estos  estrafalarios ropajes ¿no?
-Bueno, a mí ya me han enseñado que el hábito no hace al monje
-Sabia réplica, rapaz. De las pocas sesudas que he oído desde que me perdí por estos parajes, hace casi un lustro. Si entendemos por perderse el dar ciento ochenta grados a la manivela y volver a donde uno dio sus primeros vagidos. A ver si, en la ironía de estas fuentes cercanas que aparecen y desaparecen cuando les viene en gana, encuentra  uno el principio o el fin de tantos y tantos entresijos incompresibles de la vida.

Las fuentes a las que aludía Teobaldo abundan en la cordillera cantábrica. Desaparecen y vuelven a brotar sin explicación aparente. Van acompañadas de  leyendas y consejas a veces espeluznantes. Entre ellas la de su carácter  de admonición y peligro. Decían que si, cuando se visita una de estas fuentes por primera vez, se la encuentra seca es presagio de una muerte próxima


A pocos metros de donde nos encontrábamos está la más famosa de todas, la Reana de Velilla de Guardo. Tiene un ara  en su testero. Todas las fuentes romanas la tienen, dedicada a la Ninfa particular     de cada manantial.
Un arco, aletargado desde siglos en  sus escasas aguas, sin argamasa ni mortero alguno, remedaba en miniatura  a otras famosas edificaciones romanas como el Acueducto de Segovia. Un hilillo de agua salía en esos días del manadero, se remansaba en  un pequeño aljibe e iba a perderse metros más abajo entre flores y matojos al cercano río Carrión.

-Los celtas llamaron a este pueblo Tamaria. De esa misteriosa e intermitente fuente -me explicaba Teobaldo- y de sus virtudes medicinales,  habló en su época  el historiador romano Plinio el Joven. “Fontes Tamarici” la denominó.

A continuación se lanzó a una entusiasmada perorata:      

-Por algo sería, digo yo, cuando los mejores colonizadores de la Historia se asentaron en estos parajes de alucinante belleza. Si de algo entendían los romanos era de agua. De esos picachos de cordillera cantábrica que tienes ahí delante brotan los nacientes que llevan el agua a más de media España. A dos mil metros de altura, hacia la izquierda, surge el río Carrión. Más a la derecha, en la Cueva del Cobre, en un valle que llaman los Redondos, nace el Pisuerga. Y unos kilómetros más allá, al otro lado de Peña Labra, el Ebro.  El Carrión y el Pisuerga se funden en un abrazo cántabro cerca de Valladolid, camino del río Duero. Del Ebro, hasta que entrega su alma al mar en Cataluña, qué te voy a decir.

Detuvo un instante la recargada gesticulación con la que acompañaba su exposición hidrológica.
Y añadió, extendiendo  como  un bíblico profeta su brazo acusador desde la cordillera, investida aún con un solideo blanco en las crestas más altas, hacia el sur, hacia la meseta castellana:

-A veces pienso qué sucedería si a todos los veneros que por aquí brotan se les ocurriera replegarse un día en sus entrañas como lo hacen estas fuentes caprichosas. ¡Qué pu…, perdón, qué patada en el trasero a algunos que yo me sé! Una buena lección para los de ahí abajo. Se quedarían sin pan ni agua. A ver si en vez de mamar tanto de las ubres de nuestros montes, sin compensación alguna, se decidían a ocuparse un poco de estos andurriales abandonados. Sería una rebelión admirable y…hasta épica, qué corcho !!    

Era un entusiasta de la pintura de Goya. Te hablaba con una facilidad pasmosa   de  toda la producción del  pintor. Caprichos, Desastres, Pinturas Negras, las obras clásicas del pintor aragonés.
Había dibujado un libro de esos que tienen movimiento. Como los que existían entonces sobre Franco, que empezaban sólo con el rostro aquel del gorro militar y pasando rápido las páginas terminaba con el Generalísimo brazo en alto y dando vivas a España. Su libro era sobre las Majas de Goya.
 Comenzaba con la Maja Vestida y  poco a poco iba desapareciéndole la ropa hasta transformarse en la Maja Desnuda, con su fealdad  y esa postura de caderas que, según él me comentaba, alguien ha comparado con las ancas de una rana. Y a continuación hizo un comentario que se me quedó grabado para siempre.
            
-Fíjate -dijo-  que hasta lo feo puede llegar en algún momento a ser bello. Es una de las grandes ironías del Arte.

De paso aprovechó también para precisar que la hechura de su libro de imágenes estaba  inspirado en Goya y en la misma duquesa Cayetana de Alba que,  como es sabido,  parecía tener sus relaciones “estéticas y estáticas” con el pintor de la Corte. La tal señora tenía expuesta únicamente la Maja Vestida. Sólo para los más íntimos hacía deslizar el cuadro. Detrás aparecía el pícaro doble camuflado de la Maja Desnuda.

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