
Eran las segundas vacaciones estivales después de mi ingreso en
San Zoilo. La familia me mandó a pasar
una larga temporada en casa de unos parientes de mi madre, en el pueblo de
Velilla de Guardo, al norte de la provincia de Palencia.
Se trataba de alejarme de los
peligros del verano en Carrión, no fuera que me aliara con mis antiguos
pandilleros o me arrimara demasiado a algunas niñas del pueblo.
El entorno, en las estribaciones
de la cordillera cántabra, aunque más agreste, era comparable a los
extraordinarios parajes que pocos años antes tanto me impresionaron en las
vascongadas.
El primero de esos personajes,
que ya conocía desde niño, fue mi primo Camilo.
Camilo llevaba ya varios años
metido a dominico. Era una persona muy suya. Muy introvertido.
Estaba en el convento de los dominicos en Ocaña, en la provincia de Toledo
Estaba en el convento de los dominicos en Ocaña, en la provincia de Toledo
-Te fuiste muy lejos, tú, Fray Camilo.
-Ya
-A mí, por lo menos, me dejaron
en mi pueblo de Carrión, a dos pasos de casa
-Lejos o cerca… a mí se me daba
igual
-¿Y eso?
-Porque solo era salir lo que yo
quería -dijo mi primo- Que se lo advertí a mi padre: “0yes,
a mi pasar mi vida entre vacas y olor a boñigas no se me figura”. “Pues -me
dijo el patriarca- no veo otros posibles, mocito”
-Más o menos lo de todos
-Hasta que una terna de padres
dominicos pasó un día por Guardo a predicar una Misión. Se prendaron de mí y yo
de ellos. Mi padre vendió dos terneras, mi madre me preparó los bártulos y…ala,
pa Toledo, que fíjate si está lejos.
-¿Y te hace? -le pregunté- ¿Estás
bien?

-Bonitas.
-¡Vaya ejemplares majos!
-Son las primeras -le confesé- que veo tan de cerca en mi vida
-¡Qué pelusa me daban hace ya
casi cuatro años!
-¿Y ahora?
Daba gusto escuchar a mi primo. A
penas tres años mayor que yo. Independiente. Apasionado por la lectura y por la
averiguación de lo más recóndito de las cosas. Desde el principio me dijo que
no le gustaban nada las niñas.
-Y no es por nada. Sino porque no
me va que alguien pueda encadenarme por los siglos…
Ya de crío tenía Camilo una extraña
costumbre. Íbamos con frecuencia de correrías por las florestas
cercanas al pueblo. Varias veces sintió la necesidad de hacer de vientre. Se
paraba con naturalidad al borde de cualquier cuneta. Al terminar la labor,
cogía siempre un palito y hurgaba con atención en las heces todavía humeantes.
Es algo que hacía desde que tenía
cinco años. Se tragó entonces una perra chica. De color verde, porque estaba
llena de venenoso cardenillo. Y estuvo
muy malo durante más de veinte días. Cada evacuación suya era removida con
zozobra por la familia. Hasta que salió la perra chica limpia y reluciente,
como si acabaran de acuñarla en la
Casa de la
Moneda.
-Mírala – dijo Camilo señalando
la alacena que había al entrar en casa - ahí está la perra chica, colgada de la
mano de la estatuilla de San Roque que debe ser el patrono de los males de
barriga.
-Pero por qué sigues…
-¿Escarbando la mierda? Ya lo
hago cada vez menos. Y sólo en el campo. Siempre encontré interesantes las
curvas, circunvoluciones y filamentos
que forman ciertos diseños, constantemente repetidos, en todas las deposiciones.
Su estudio metódico daría para montar alguna teoría sobre la salud de las
personas. O, quizás, sobre su porvenir y
su destino… ¿No era eso lo que leían los sacerdotes en las tripas y bandullos de los pollos romanos?
Sólo estuvimos juntos dos semanas.
Al despedirse dijo:
- Mira que meterse en los
jesuitas
-¿Qué quieres? A ti te salieron tres frailes dominicos al camino. A mi una tía
monja pitonisa que tuvo un hermano
jesuita mártir
-¿Sabes que dominicos y jesuitas
han sido siempre acérrimos enemigos? ¿Y que hace siglos, se liaban a mamporros
por las callejuelas de Salamanca? Espero que cuando nosotros lleguemos a
mayores ya se les habrá pasado.
Las historias de las trifulcas
entre dominicos y jesuitas se las había contado a Camilo mi segundo personaje de aquellas
vacaciones: Don Teobaldo, el ermitaño de Peña Labra.
-Es un excéntrico -me había dicho
mi primo- pero a mí me divierte mucho
Sólo la manera de vestir
destacaba ya a Teobaldo del resto de los mortales. Bata blanca a media pierna,
a veces naranja, sobre unos pantalones verdes, a veces ocres. Ceñida la cintura por grueso cíngulo garzo descolorido.
Alpargatas de esparto. Barba larga entrecana. El pelo, ya escaso e igual de lacio
y desvaído que la barba, se lo recogía en una coleta que terminaba como las tusas
de una escoba. El gorro de fieltro y un
cayado de nudos acababan de rematar la estampa.
-¿Se habrá escapado -me pregunté
a primera vista- de alguna cueva de anacoretas, de los que vivían en los
antiguos tiempos de los Padres de la
Iglesia ?
Después descubrí que este aspecto
chocante se desmoronaba solo al cuarto de hora de hablar con Teobaldo. Era
locuaz. Y muy divertido. De verbo ampuloso y cautivador. A ratos apabullante.
-Ganas tenía de conocerte,
chiquillo. Me lo dijo mi amigo, el Juez Palacios. “Va a venir un estudiante de
Carrión de los Condes. De San Zoilo, nada menos. A casa de Santiago, el de la
vaquería”. Enseguida me fui a tu tío, a demandarle
la venia para establecer contacto con
tan insigne huésped
-Teobaldo Rabanal Gil, para
servirle a usted y… a nadie más.
Se irguió. Hierático. Hubiera
soltado yo una carcajada, de no contemplarle enjuto, inmenso y estilizado, siguiendo
la línea del valle, hasta proyectarse contra los riscos azulados de los montes.
En Velilla nadie sabía su
historia. No se le conocían mujeres ni hablillas escabrosas. Decían, por el
apellido, que si había nacido en el pueblo de Rabanal de los Caballeros,
cercano a Cervera de Pisuerga y por eso le apodaban el ermitaño de Peña Labra. Otros,
murmuraban escandalizados, que era un cura que había ahorcado los hábitos. Por
el atuendo, comentaban en casa de mis tíos, debe haber viajado allá por la India.
Eso sí. Cada tres meses se aseaba
la barba y la cabellera, se enfundaba un
terno gris antracita y desde Guardo emprendía viaje de una semana, trescientos sesenta kms.,
a Madrid. Alguien que le siguió le vio perderse en la Plaza Mayor de la capital por las
escalerillas que dan hacia Las Cuevas de Luis Candelas.
-¿A que te parezco un bicho
raro…! -me dijo a poco de saludarme.
-Hombre…
-Y más con estos estrafalarios ropajes ¿no?
-Bueno, a mí ya me han enseñado
que el hábito no hace al monje
-Sabia réplica, rapaz. De las
pocas sesudas que he oído desde que me perdí por estos parajes, hace casi un
lustro. Si entendemos por perderse el dar ciento ochenta grados a la manivela y
volver a donde uno dio sus primeros vagidos. A ver si, en la ironía de estas
fuentes cercanas que aparecen y desaparecen cuando les viene en gana, encuentra
uno el principio o el fin de tantos y
tantos entresijos incompresibles de la vida.
Las fuentes a las que aludía
Teobaldo abundan en la cordillera cantábrica. Desaparecen y vuelven a brotar
sin explicación aparente. Van acompañadas de
leyendas y consejas a veces espeluznantes. Entre ellas la de su
carácter de admonición y peligro. Decían
que si, cuando se visita una de estas fuentes por primera vez, se la encuentra
seca es presagio de una muerte próxima
A pocos metros de donde nos encontrábamos está la más famosa de todas,
Un arco, aletargado desde siglos
en sus escasas aguas, sin argamasa ni
mortero alguno, remedaba en miniatura a
otras famosas edificaciones romanas como el Acueducto de Segovia. Un hilillo de
agua salía en esos días del manadero, se remansaba en un pequeño aljibe e iba a perderse metros más
abajo entre flores y matojos al cercano río Carrión.
-Los celtas llamaron a este
pueblo Tamaria. De esa misteriosa e intermitente fuente -me explicaba Teobaldo-
y de sus virtudes medicinales, habló en
su época el historiador romano Plinio el
Joven. “Fontes Tamarici” la denominó.
A continuación se lanzó a una
entusiasmada perorata:
-Por algo sería, digo yo, cuando
los mejores colonizadores de la
Historia se asentaron en estos parajes de alucinante belleza.
Si de algo entendían los romanos era de agua. De esos picachos de cordillera
cantábrica que tienes ahí delante brotan los nacientes que llevan el agua a más
de media España. A dos mil metros de altura, hacia la izquierda, surge el río Carrión.
Más a la derecha, en la Cueva
del Cobre, en un valle que llaman los Redondos, nace el Pisuerga. Y unos
kilómetros más allá, al otro lado de Peña Labra, el Ebro. El Carrión y el Pisuerga se funden en un
abrazo cántabro cerca de Valladolid, camino del río Duero. Del Ebro, hasta que
entrega su alma al mar en Cataluña, qué te voy a decir.
Detuvo un instante la recargada gesticulación
con la que acompañaba su exposición hidrológica.
Y añadió, extendiendo como un
bíblico profeta su brazo acusador desde la cordillera, investida aún con un
solideo blanco en las crestas más altas, hacia el sur, hacia la meseta
castellana:
-A veces pienso qué sucedería si a
todos los veneros que por aquí brotan se les ocurriera replegarse un día en sus
entrañas como lo hacen estas fuentes caprichosas. ¡Qué pu…, perdón, qué patada
en el trasero a algunos que yo me sé! Una buena lección para los de ahí abajo. Se
quedarían sin pan ni agua. A ver si en vez de mamar tanto de las ubres de
nuestros montes, sin compensación alguna, se decidían a ocuparse un poco de
estos andurriales abandonados. Sería una rebelión admirable y…hasta épica, qué
corcho !!
Era un entusiasta de la pintura
de Goya. Te hablaba con una facilidad pasmosa
de toda la producción del pintor. Caprichos, Desastres, Pinturas
Negras, las obras clásicas del pintor aragonés.
Había dibujado un libro de esos
que tienen movimiento. Como los que existían entonces sobre Franco, que
empezaban sólo con el rostro aquel del gorro militar y pasando rápido las
páginas terminaba con el Generalísimo brazo en alto y dando vivas a España. Su
libro era sobre las Majas de Goya.
Comenzaba con la Maja Vestida y poco a poco iba desapareciéndole la ropa
hasta transformarse en la
Maja Desnuda , con su fealdad
y esa postura de caderas que, según él me comentaba, alguien ha
comparado con las ancas de una rana. Y a continuación hizo un comentario que se
me quedó grabado para siempre.
-Fíjate -dijo- que hasta lo feo puede llegar en algún
momento a ser bello. Es una de las grandes ironías del Arte.
De paso aprovechó también para precisar
que la hechura de su libro de imágenes estaba
inspirado en Goya y en la misma duquesa Cayetana de Alba que, como es sabido, parecía tener sus relaciones “estéticas y
estáticas” con el pintor de la Corte. La tal señora tenía expuesta únicamente la Maja Vestida. Sólo
para los más íntimos hacía deslizar el cuadro. Detrás aparecía el pícaro doble
camuflado de la Maja
Desnuda.
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