domingo, 16 de agosto de 2015

EL POSO DE LA VIOLENCIA ( 16 agosto 15 )

El primero que descubrió nuestro escondite fue el hermano Roger. Fue de vuelta de una de sus correrías por la vega. Venía de visitar a los campesinos de la zona.

El Francés no pudo sorprendernos en el peor momento. Precisamente el “Pupas” estaba fabricando media docena de cigarrillos al estilo indio. Lo hacía con una habilidad pasmosa.
Seleccionaba  hierbas aromáticas y las hojas más grandes y resecas de los chopos plataneros. Las lavaba en el río. Las ponía a secar al sol sobre las piedras de la orilla. Las desmenuzaba luego y liaba magistralmente unos orondos pitos con el auténtico papel de fumar de  librillo.

-Anda. ¿Y de dónde  lo sacaste ?
-¿El librillo?... Pues en el estanco... Le dije a la Quica que era para mi padre

Fumábamos los cigarrillos despacio, en corro, en una especie de canutos de abedul que simulaban pipas. Con un ceremonial que se nos antojaba parecido al de los concilios aztecas.
El refugio se llenaba de humo y  de cierto perfume mitad ácido y mitad meloso que milagrosamente ni nos hacía carraspear ni nos sentaba mal.

-Allô muchachos... saludos!...oh... zut... es muy bien todo esto... -dijo el gabacho Roger con exagerados aspavientos- ¿es todo vuestro?
-Aún no “mosiú”. Esperábamos algún invitado forzudo para ayudarnos a tapar la entrada con una rueda de molino!! no te jiba...!
-Mon cher Sixto, no te enfades shico. Además que si molesto, adiós les enfants...!

Hizo ademán de largarse, pero como nadie dijo nada...entró y se dirigió justo al final de la estancia donde Arsenio tenía el lote de cigarrillos recién acabado.
Nadie osaba ni respirar. El Francés cogió uno de los rollitos blancos  perfectamente engomados. Lo partió en dos. Examinó el contenido. Lo olió aspirando dos o tres veces. Luego se lo entregó de nuevo al Pupas.

-Líalo otra vez, le dijo.

No sabíamos cómo reaccionar. Porque el Francés te desarmaba casi siempre con sus salidas desconcertantes. Nos fue mirando uno por uno, sin que nadie levantara los ojos del suelo. Al fin dijo:

-No creo que os haga daño. Otra cosa estaría si meteríarais  ahí restos de colillas llenas de miasmas y microbios. O la picadura áspera esa que dicen “matarratas” o “mataquintos...”

La atmósfera se distendió en unos segundos. Gonzalo estaba a punto de gritar hurra y de lanzarse a una pirueta aérea. Roger le paró en seco. Apuntándole con un dedo autoritario dijo desde la puerta de la cabaña:

-Pero de algo quiero preveniros. No está bueno que  comencéis tan pronto a coger unas costumbres  idiotas. Costumbres nefastas para la salud de vosotros y de los otros “personajes”.

Y se fue de estampida farfullando cosas en francés, malhumorado.

Al día siguiente tres  “personajes” de la pandilla fuimos al colegio. Sabíamos que el hermano Roger no nos traicionaría.  Le prometimos sin embargo suprimir de nuestros rituales comunes la fumada. El se interesó y hasta se entusiasmó con la idea de nuestra ciudad imperial.

Desde entonces el Francés nos visitaba con frecuencia. Participaba incluso en nuestras confidencias. Excepto en los temas “escabrosos” que ni se tocaban. Porque desde hacía mucho tiempo que los adultos nos habían convertido esas cosas en un coto cerrado, impenetrable.

Eran frecuentes los comentarios sobre la violencia que pasaba en las casas de vecinos del pueblo o de algunos familiares.
Y también las venganzas originadas en todos los rincones del país por causa de la guerra civil.

-Venancio, ¿sabéis?... el que se casó hace una semana. Pues esta mañana, su Petra amaneció con un ojo amoratado,  tal  una ciruela roja.”
-Y eso ¿por qué?
-Lo más seguro es que estaría “regao”..
-Ni hablar. Mi tía dice que la zurró porque la Petra no le dejaba hacer las cosas esas que los casados tienen que hacer de noche... Porque ahora se sabe que ella se casó ya con  un “pepino” dentro...y no era del huerto de Venancio ¿sabes?
-¿Y para qué se casaron?
-Pues hombre, para que la chica no tenga que llevar el niño a la inclusa. ¿A ti te gustaría ser inclusero?-A mi lo que sigue sin entrarme en  la mollera es pa qué cirios se casa la gente...!

Sin que nadie diera respuesta a la incógnita, una más de las de Pepín, éste mismo contó otro caso. Los escándalos mensuales que armaba un hombre por la noche en una de las casas de la plaza del mercado viejo.

Tenían lugar los diecinueve o veinte de cada mes. Volaban los muebles. Los platos y las sartenes salían por las ventanas.
Facunda, la mujer, y su hijo de apenas siete años tenían que huir  “de seguida” para evitar la tunda que les esperaba si no lo hacían. A veces, acurrucados los dos, pasaban largas horas hasta el amanecer debajo de uno de los bancos del mercado viejo o en la cocina de alguno de los vecinos.

El juez de paz llamó al marido alborotador. Le intrigaba por qué los arrebatos del hombre eran mensuales y por las mismas fechas. Después de muchas conversaciones el juez dio con la explicación.
El buen hombre había sido acusado de complicidad en determinados ajustes políticos en el pueblo al terminar la guerra. Le llevaron a la prisión provincial. Fue un veinte de octubre. Al cabo de varios meses le sacó un primo suyo que era uno de los altos cargos de la Falange  en Palencia evitando que acabara en el paredón.

Pero lo que no se pudo evitar fue la brutal paliza que recibió al entrar en la cárcel aquel veinte de octubre. Ni el haber pasado un invierno de un frío cruel.
Ni el que se complicara la situación cuando a la brutalidad generalizada de los carceleros se añadió la actuación del capellán de la prisión que, porque no quería confesarse, abofeteó a uno de los condenados a muerte. Otro de los presos le echó sus manos al cuello y poco faltó para que el cura inquisidor muriera estrangulado.
El suceso acarreó una represión  ejemplar para todos los reclusos. Palizas, castigos, comida racionada e infecta.
Con razón el pobre hombre, al llegar la fecha en que se reproducía su atroz experiencia, perdía la cabeza y no podía dominar el horror de sus recuerdos.

Rubió recordó  entonces  al tío Emeterio, aquel guarda forestal que protegía la pesca del cangrejo y que, como el hombre del que hablaba Pepín, que así lo vimos todos, prefirió colgarse a vivir de nuevo las experiencias de la cárcel.

Y Sixto dijo entonces muy acalorado:

-Lo que no hay que hacer, ni en broma... ni aunque te pregunten o te amenacen, es comentar nada de ninguno. Que si fulano fue del sindicato o de las hermandades...que si  tienes un primo fugitivo en Francia... na de na... ¿entendido?, chitón y abur...  Ya os acordáis de  lo que  pasó en el campamento de Peña Labra.

El hermano Roger quiso saber lo sucedido en el campamento de Flechas en los montes de Peña Labra al que, durante tres semanas, habíamos ido varios del grupo.

Teníamos un excelente recuerdo de aquella estancia entre las montañas cántabras, algunas todavía nevadas, recién brotada la primavera, con las tiendas alineadas en cuadro, alrededor de un mástil altísimo donde ondeaba una inmensa bandera de España.
Se izaba la bandera al amanecer y se arriaba al caer la tarde. Con el mismo ceremonial. Las escuadras en formación. La oración a José Antonio fundador de La Falange. Las arengas. El “Cara al sol”. Los vivas de siempre.



Había una pequeña biblioteca con cuantiosos libros de héroes y conquistadores de la España Imperial desde Viriato hasta "Los Últimos de Filipinas".

Las páginas más gloriosas de la reciente Cruzada: "El  cuartel de la Montaña", "Santa María de la Cabeza", "El Alcázar de Toledo·...

Y muchos ejemplares de la revista "Flechas y Pelayos.


Durante el día se hacían largas marchas por el monte, entre riachuelos y riscos poblados de florecillas nuevas.

Se cantaba a todo pulmón: “Montañas nevadas, banderas al viento...” lo cual estaba muy acorde con el escenario; o “Lánzate al cielo, Flecha de España...”  lo que respondía a las charlas diarias sobre patriotismo dadas por los instructores a cada escuadra.

Yo estaba entusiasmado con las  recias botas de cuero que calzábamos para estas excursiones. Había que untarlas con sebo cada tarde para que se conservaran flexibles. 

Nos las regalaban al fin de la acampada. Y luego las usábamos en el pueblo como botas de fútbol  que siempre causaban respeto a los equipos contrarios.

Anochecía. El cornetín tocaba a silencio. Se oía a ratos el aullido de lobos lejanos o el graznido de las aves rapaces sobre los picos cercanos. En el fondo de la explanada se consumían las últimas ascuas del fuego de campamento.
Era entonces cuando uno de los instructores llamaba a algún chico para, paseando  alrededor de la fogata moribunda, comentar sus impresiones sobre el día o sonsacarle algunas informaciones comprometedoras sobre su familia o sus conocidos. 

Fue así cómo un chaval de las escuelas, Rafa “el Melenas”, dijo que un tío suyo comunista estaba escondido en un pueblo cercano desde que empezó la guerra civil.
El chivatazo ingenuo tardó a penas una semana en surtir su efecto. Se presentaron en la casa del tío del “Melenas” un par de guardias y un inspector de policía. Registraron  sin éxito durante dos largas horas. Pusieron todo  patas arriba. Habían arrancado el fondo de varios armarios y desmontado algunas alacenas.
Uno de los guardias amenazó con llamar a algunos dinamiteros y volar la vivienda para que apareciera el “topo clandestino”. Cuando a mediodía llegó del campo el tío del “Melenas” hicieron ademán de esposarle de inmediato para llevarlo al cuartelillo.

De un falso fondo de la escalera que subía al primer piso surgió entonces de improviso una figura macilenta, canosa.
El hombre estaba bien vestido, mas su piel parecía como la de una cebolla, estriada y blanquecina, los ojos cegados por el resplandor del sol y por el pánico. Avanzó vacilante pero digno y extendió sus manos hacia los grilletes que el policía estaba a punto de ponerle a su hijo.
Era la primera vez, emparedado durante largos meses, que el viejo delegado comunista de la comarca encaraba la luz o, mejor dicho, que iba derecho a otras tinieblas bien diferentes a las que él mismo se había encadenado de por vida. Durante los meses siguientes a su ejecución, varios miembros de la familia pasaron por juicios y duras condenas por encubridores.

Puestos a contar horrores de la reciente guerra, yo recordé el caso del jesuita padre Valentín, hermano de mi abuela, a quien lanzaron con otros diez más al fondo del mar en la bahía de Santander con un gran pedrusco atado a los pies.
No faltaron los macabros detalles sobre los cadáveres bailando tiesos en las profundidades, según describió un buzo a Sor Dorotea, la monja de la caridad, hermana del jesuíta.
Alonso confesó al día siguiente que no había dormido en toda la noche. En sus pesadillas aquellos muertos flotantes se convertían  en enormes pulpos que le perseguían en la oscuridad. Y eso que tenía un tío que había estado largos meses en una checa comunista de Madrid de la que contaba experiencias  aún más espeluznantes.

-Son cosas que arrastraréis durante largos años,  nos comentaba  el hermano Roger. Las guerras, sobre todo las civiles entre compatriotas, a veces entre hermanos, crean en los niños que las vivieron un poso duradero y amargo, como el de los vinos añejos ya picados.

Sus palabras caían como una lluvia fina y escalofriante sobre la pandilla.

-Es la cosecha, mis amigos, que, sin buscarla, os ha tocado recoger. Una cosecha pobre. Porque en una lucha como la que habéis vivido nadie gana. Ni los vencidos, por supuesto. Ni tampoco los vencedores a pesar de las apariencias...Son “esos que han muerto” de uno y otro lado los verdaderos perdedores.
-Vaya, Hermano...¿De veras que  los que quedamos nunca olvidaremos estos líos?
-Será difícil, “mon cher” Alonso. Muy difícil. Ahora estamos en un nubarrón denso. En la oscuridad del odio. Nada vemos de futuro. Los horrores y violencias que unos cometieron tratan de superarse con las barbaridades de los otros... Con frecuencia pagan justos por pecadores... Estáis aún bajo la tiranía del rencor y el miedo. El rencor tal vez pase, el miedo os durará siempre. Os hablo claro. Espero que nadie se nos chive...!
-Está usted, hermano, en la pandilla de los Aztecas; no en un campamento de Flechas, dijo enfadado Zalito.
-Bueno. Sin picarse. Lo que yo creo es que el tiempo, que todo hace olvidar, es como una goma de borrar de esas que usáis en la escuela. Quita lo gordo. Pero deja el papel gastado y flojo, como el fino velo de una cicatriz sobre la piel.

Paró un momento, mientras  dibujaba extraños círculos en el suelo.

-Lo importante es no volver a escribir sobre esa llaga idénticos errores. Espero que vosotros, los que habéis sufrido horribles experiencias de uno y otro signo, seáis algo así como una costra sólida que cierre el paso a nuevos enconos; algo definitivo que, sin olvidar la cruel historia de estos días, ayude a que no se repita lo mismo en el futuro.

El silencio duró algunos minutos. Tan denso como las palabras del bueno de Roger. Al fondo Arsenio Gómez, “el Pupas”, soltaba unas lágrimas como almendras que caían mansamente sobre el polvo de la cabaña.

-Yo sé que es duro de entender lo que os he dicho. Pero es la verdad. “Es esto que  deseo” de corazón para  vuestro bello País, añadió el Francés. Lo que pasa, concluyó, y es lo grave para el futuro, es que a cada uno de vosotros le ha correspondido estar a un lado y a algunos en los dos lados a la vez. Y hay que sobrevivir en tal estado...

El “Pupas” intentaba reprimir los sollozos sin conseguirlo, recostado sobre el telar donde liaba sus cigarros, arrebujado en sí mismo, jipando con los chillidos de un conejillo acorralado.
Era muy difícil pedirle a este niño que olvidara. Con lo que ahora estaba pasando. Con lo que traía a las espaldas desde Valladolid, antes de que sus padres vinieran medio fugitivos a nuestro pueblo.
En las escuelas nacionales le perseguían todos. El maestro fue el primero en fomentar los malos tratos.

-Mañana nos mandan un rojillo a la escuela, dijo a los chicos. Cuidado con el menda. Estos traen la sarna a donde acampan.

Le sentó en el último rincón. En el pupitre más desvencijado. Y se olvidó de él. Como si formara parte del mismo mueble carcomido, destinado a ser quemado en la estufa durante el próximo invierno.
Los que no cesaban en insultos, zancadillas, patadones y hasta escupitajos eran los demás muchachos. Claro, tenían bula del maestro...

Los padres de Arsenio, como desplazados “no adictos”, debían presentarse cada quince días en el cuartel de la guardia civil y  comunicar cada  uno de sus movimientos a la autoridad. Las gentes les evitaban como si fueran leprosos. Había quien les provocaba. Pero ellos no tenían más remedio que aguantar y carcomerse por dentro.

-Hazte el sordo, hijo. No te pelees -le recomendaba el padre- Déjalo correr. El tiempo lo compondrá todo... Ten cuidado, no se repitan los malos tragos que pasamos...

Eran esos malos tragos lo que Arsenio no podía olvidar. Malos recuerdos que empezaron cuando a su padre le encarcelaron por haber sido anarquista antes de la guerra. Para no amargar más la vida de su hijo nunca el hombre  mencionó su triste experiencia carcelaria. Pero al “Pupas” le tocó seguir, con apenas seis años, los pasos de su madre presa por ser la mujer de un subversivo.

Fue en una antigua y cochambrosa fábrica de maderas convertida en prisión. Su madre le llevaba en brazos mientras caminaba con los pies atados a la cadena que formaban unas quince mujeres más con sus niños pequeños.
Los niños, agrupados al fondo de la gran nave, contemplaron paralizados por el terror cómo desnudaban a sus madres y a empujones las introducían en otra sala más lejana. A ellos los instalaron en un cuarto estrecho y sucio. Tres niños por camastro. Sobre jergones de paja de maíz, húmeda y maloliente.
A la mañana siguiente vino a verle su madre durante unos veinte minutos. Vestía un extraño ropón anudado a la cintura. La cabeza rapada. Tenía algunas manchas de sangre en la espalda y en el pecho izquierdo.
Esta pesadilla duró tres meses. Salieron libres, aunque sometidos a una vigilancia estricta. Pero prefirieron marcharse de Valladolid. Para evitarle al niño los espectáculos  de terror que se organizaban cerca de donde vivían, en el Campo de San Isidro.

Era el lugar en el que tenían lugar las ejecuciones públicas. Iban muchos curiosos a presenciarlas. Tantos que  algunos aprovechados llegaron a montar puestos de bebidas y bocadillos por los alrededores.
Su madre encerraba a Arsenio en la última habitación de la casa. Esto no evitaba que el chico oyera el tableteo de las descargas y a continuación el ruido escueto y seco de los tiros de gracia  El pánico le producía  en brazos y espalda sarpullidos y pústulas  que no se le iban. Ahora le sucedía lo mismo cuando pensaba, o cuando soñaba, que sus padres y él podían en cualquier momento correr una suerte semejante.

Aquella tarde el Hermano Roger prometió visitar al maestro de la escuela pública. Para pedirle que suavizara su desdén por el chiquillo y frenara las tropelías de los demás alumnos. Cosa que, sin esperar más tiempo, hizo a la mañana siguiente.

Esto y la definitiva admisión en la pandilla azteca mejoraron  poco a poco notablemente la salud de Arsenio. Hasta las heridas  se le iban cicatrizando.

-Oye, ¿y cómo te llamaremos ahora, si se te van las “pupas”?!...

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