miércoles, 12 de agosto de 2015

DE GALLOS Y OTROS ANIMALES (12 agosto 15 )

Los recursos que cada familia se inventaba para sacar adelante la esmirriada economía doméstica de los hogares de la posguerra eran de lo más pintoresco. Y los niños, mal que nos pesara, teníamos que contribuir, además de nuestros compromisos escolares, con lo que nos tocara. Ayudar a la trilla  o “respigar” en verano. Buscar hierba para los conejos todo el año. Ir a moler trigo al molino para poder comer pan blanco en vez del cochambroso “africano” del racionamiento.

Nuestra casa de la calle de Santa María tenía al fondo un amplio pajar. El local daba para apilar en los últimos días del verano unos doscientos sacos de paja de trigo, de avena o de centeno. La paja almacenada servía para  calentar en invierno la glorieta, un espacio de treinta o cuarenta centímetros por debajo del suelo de la cocina o de la salita de estar en los pueblos castellanos.
La glorieta comunicaba con la chimenea de la cocina.  En la esquina más alejada del fogón se atizaba un saco de paja diario. Yo era el encargado de poner todas las mañanas el costal de paja en su sitio. El secreto estaba en regular el tiro de la chimenea y  en hacer durar el rescoldo sin permitir que la corriente se lo llevara convirtiéndose en lo que en dicho vulgar se decía “humo de pajas”. De esa forma las baldosas rojas de la estancia se calentaban  con un tenor suave que se esparcía por la casa entera.

El espacio que quedaba libre en el pajar era como una  verdadera granja en miniatura. En ella se criábamos dos cerdos, diez o doce gallinas, y una docena de conejos. Era la forma de subsistir con unos cuantos animales domésticos en aquellos tiempos de carestía generalizada.
           
Las gallinas ocupaban sobre la tierra un espacio central  acotado por una alambrada. La mitad  de ellas eran  ponederas y las otras de engorde. Estas se consumían en las fiestas o cuando caía alguno enfermo en casa y necesitaba de caldos gordos para reponerse.

En una esquina de la alambrada estaba el corralito para el gallo “Moctezuma”.
Yo le llamaba así por su  empaque y  orgullo de emperador. Siempre erguido, con la cresta roja
empinada y dos pendientes a cada lado de la cara, plumaje lustroso, colorido y abundante que se desparramaba desde la gola por sus lomos y se abría en la cola en forma de penacho o abanico gigante. Y para terminar, la estampa de sus poderosos espolones, fuertes como la greba de la armadura de un apuesto caballero andante.
Por lo general el gallo permanecía encerrado en su estrecho recinto para que engordara y además porque suelto llevaba a todas las gallinas al retortero. Sólo se le soltaba unos tres ratos por semana porque, según se decía, las gallinas “picadas” ponían mejores huevos y daban carne con mejor sustancia.

Cuando el primer rayo del amanecer se filtraba por una tronera del pajar que daba al corral de la señora Merche...bueno, al del obispo vecino, el gallo “Moctezuma” arqueaba el cuello y de su corvo pico salía el clarinazo más sonoro y zumbón de la alborada:

-¡¡Quiquiriquíii...!!
-¡¡Gallo comïii...!! -respondía el gallo tuerto de las eras detrás de los Maristas.
-¿¡Quién te lo dióoo...!? -preguntaba el  opulento de la huerta de San Zoilo.
-¡¡Yo lo cojíii..!! -decía  el gallo enano, pero matón, de un corral de San Andrés.
-¡¡Ya te las arreglaré yo a tíii...!! -sentenciaba el chivato y servil gallo cenizo desde el próximo corral del cuartel de la Guardia Civil.
Y así tres veces seguidas, en las que se iban sumando como a una estridente coral polifónica todos los gallos del contorno.

El final de “Moctezuma” sobrevino cuando por Pascua acudió Monseñor a descansar en la casa de al lado.

-Señora Merche -dijo el prelado a su ama de llaves- hay por ahí un gallo cantarín que no me deja pegar ojo al amanecer.  Si parece que lo tenga dentro de la habitación al condenado!

Por obra y gracia de aquel obispo manifiestamente antiazteca, como me lo había demostrado con ocasión del último tomo de la Historia de Méjico que casi me excomulga por haberle pedido que me lo dejara, mi admirado emperador “Moctezuma” terminó sus días en una vulgar cazuela de pollo al chilindrón.
Sólo guardé  tres preciosas plumas de su penacho que me sirvieron durante mucho tiempo para señalar las páginas de mis lecturas.

A los gorrinos, engordados durante meses, les llegaba, a mediados de noviembre, el día de la matanza. Su San Martín, como el refrán decía. El cerdo es el animal más cundidor porque de él todo se aprovecha, desde el morro hasta las pezuñas.

- Sujétale bien, muchacho. Así, mira…las patas traseras contra la artesa. Y aguanta firme, que esto se despacha en un ratico…verás.

Me lo decía el matarife. En una de las matanzas de San Martín. Cuando me encargaron de sujetar las patas traseras de uno de los animales. Pero fue tal la impresión que me produjeron los berridos de la víctima y el gesto del matachín al intentar hincar el  enorme cuchillo en el flanco de la bestia que solté  despavorido sus patas.

-¡Ay…Ay…Ay! Que se me suelta!... Que se escapa!... Que se va…Que se…

Que se fue. El bicho se escabulló rapidísimo, encontró abierta la puerta de la calle y enfiló calle Santa María abajo por la acera del asilo hacia el convento de las Claras.
En pocos minutos había cinco perros y más de veinte personas en persecución del fugitivo. Como si quisiera acogerse a lugar sagrado,  el cuitado fue a refugiarse en un rincón de la puerta principal de las monjas.
Allí le cercaron. Salió en ese momento la hermana portera, y se le iluminaron las mejillas porque pensó que era un regalo que le llevaban al convento.
Hubo que explicarle deprisa lo sucedido y prometerle una buena ristra de chorizos para que no se le ocurriera aplicar al chancho las prerrogativas de la ley de asilo en el lugar sacro.

No era difícil alimentar a las gallinas. Bastaban varios sacos de grano almacenados cada verano, mendrugos de pan mojado y algunas hojas diarias de lechuga muy verde para que fueran más sueltas y no tuvieran tanto olor los excrementos.
Los cerdos comían las mondas cocidas de las patatas y verduras, los salvados y todos los restos de las comidas.

El trabajo más ingrato venía sin duda alguna por parte de los conejos.

-Estos bichos son unos finolis, corcho
-Ya lo creo. Más difíciles de alimentar -me decía Ruiz, al tiempo que nos preparábamos para salir al campo- que los señoritos de capital.

Y era cierto. Había que  acertarles sus hierbas preferidas. Porque de lo contrario cuando se las echabas, después de olerlas, te miraban con sus ojuelos despectivos, revolvían a un lado y a otro el hocico como las comadres de los corrillos de chismosas y con las patas traseras emitían un taconazo seco y duro antes de retirarse mohínos al fondo de la conejera.
Por eso, “ir a por hierba para los conejos” era una de nuestras tareas más frecuentes. 
Con una azadilla y un saquito de cuarto recorríamos hasta llenarlo las cunetas de los caminos, las   orillas de los cuérnagos y las lindes de los sembrados.
Era el momento para atracarse de moras y endrinas, de bayas o de guindas silvestres y con frecuencia,  despistando previamente a los guardas del campo, de cerezas o frutas de los huertos. Y de pescar de paso algunos cangrejitos de  río.

El tío Vidal  me había enseñado una de sus grandes especialidades: pescar cangrejos en los arroyos. Mientras buscaba la hierba para los caprichosos lepóridos del pajar, yo montaba tres reteles en algún remanso del riachuelo con unos diez metros de separación.
Los reteles eran unos aros de hierro con una red tupida en cuyo fondo se ataba como cebo   un buen pedazo de carnaza, roja de preferencia. El aro pendía de una larga cuerda que se amarraba a un arbusto de la orilla.

-Baja el retel en un sitio no muy hondo y sombreado del arroyo -me decía el tío Zepelín- Cada cinco minutos te acercas. Con cuidado y muy despacito. Un ruidito de nada, o la más pequeña sombra que se mueva sobre el agua del remanso les hace huir como alma que lleva el diablo

El pescaba los cangrejos a mano. Iba a buscarlos en sus mismos escondrijos. Por eso tenía siempre los más gordos y carnosos. Que luego los llevaba al Mesón de Villasirga, donde acudían expresamente a comerlos el Gobernador de la provincia y el primo Guillermo, camisa vieja y secretario  muchos años de la Cámara de Comercio palentina.
La pesca del cangrejo de río era peligrosa porque la especie estaba muy protegida. Se necesitaba un permiso del ayuntamiento que sólo se daba para los meses de junio a octubre.

Los arroyos y riachuelos de la vega tenían un guarda que se encargaba de retirar los reteles piratas.
El guarda ese no nos daba miedo. Porque era el pobre tío Emeterio, un mutilado de guerra de los de izquierdas, a quien le faltaba parte de la mano derecha y cojeaba de la pierna del mismo lado.
Pero tenía una costumbre muy depravada, que manifestaba muy especialmente cuando en nuestras correrías nos acompañaban algunas niñas.
En el momento más inesperado surgía a nuestro lado del fondo de un cañaveral o de entre las ramas tupidas de un sauce llorón con la bragueta abierta y agitando el cacahuete a toda velocidad.

Se presentaron quejas al juzgado. Pero no llegaron a atenderse. Porque en un atardecer, en pleno verano, descubrimos aterrorizados al guarda colgado de una morera.
Alguien, creo que fue Rubio, apuntó cruelmente que parecía tener dos lenguas; una que surgía tiesa de la cara amoratada y otra, no menos violácea, que al deslizársele los pantalones hasta los pies le pendía lacia de entre las piernas.

Dijeron que el hombre estaba desquiciado por los malos tratos que recibió, como tantas otras víctimas de chivatazos incontrolados, en los meses posteriores a la guerra.
Y que tal vez lo que pretendió ahora al ahorcarse fue evitar, si le enchironaban por su proceder, que se repitieran, al ir de nuevo a prisión, las palizas y las humillaciones que entonces le propinaron en los calabozos de la provincia.



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