Los recursos
que cada familia se inventaba para sacar adelante la esmirriada economía
doméstica de los hogares de la posguerra eran de lo más pintoresco. Y los
niños, mal que nos pesara, teníamos que contribuir, además de nuestros
compromisos escolares, con lo que nos tocara. Ayudar a la trilla o “respigar” en verano. Buscar hierba para
los conejos todo el año. Ir a moler trigo al molino para poder comer pan blanco
en vez del cochambroso “africano” del racionamiento.
Nuestra casa
de la calle de Santa María tenía al fondo un amplio pajar. El local daba para
apilar en los últimos días del verano unos doscientos sacos de paja de trigo,
de avena o de centeno. La paja almacenada servía para calentar en invierno la glorieta, un espacio
de treinta o cuarenta centímetros por debajo del suelo de la cocina o de la
salita de estar en los pueblos castellanos.
La glorieta
comunicaba con la chimenea de la cocina.
En la esquina más alejada del fogón se atizaba un saco de paja diario.
Yo era el encargado de poner todas las mañanas el costal de paja en su sitio.
El secreto estaba en regular el tiro de la chimenea y en hacer durar el rescoldo sin permitir que
la corriente se lo llevara convirtiéndose en lo que en dicho vulgar se decía “humo de pajas”. De esa forma las
baldosas rojas de la estancia se calentaban
con un tenor suave que se esparcía por la casa entera.
El espacio
que quedaba libre en el pajar era como una
verdadera granja en miniatura. En ella se criábamos dos cerdos, diez o
doce gallinas, y una docena de conejos. Era la forma de subsistir con unos
cuantos animales domésticos en aquellos tiempos de carestía generalizada.
Las gallinas
ocupaban sobre la tierra un espacio central
acotado por una alambrada. La mitad
de ellas eran ponederas y las
otras de engorde. Estas se consumían en las fiestas o cuando caía alguno
enfermo en casa y necesitaba de caldos gordos para reponerse.
En una
esquina de la alambrada estaba el corralito para el gallo “Moctezuma”.
Yo le
llamaba así por su empaque y orgullo de emperador. Siempre erguido, con la
cresta roja
empinada y dos pendientes a cada lado de la cara, plumaje lustroso, colorido y abundante que se desparramaba desde la gola por sus lomos y se abría en la cola en forma de penacho o abanico gigante. Y para terminar, la estampa de sus poderosos espolones, fuertes como la greba de la armadura de un apuesto caballero andante.
empinada y dos pendientes a cada lado de la cara, plumaje lustroso, colorido y abundante que se desparramaba desde la gola por sus lomos y se abría en la cola en forma de penacho o abanico gigante. Y para terminar, la estampa de sus poderosos espolones, fuertes como la greba de la armadura de un apuesto caballero andante.
Por lo
general el gallo permanecía encerrado en su estrecho recinto para que engordara
y además porque suelto llevaba a todas las gallinas al retortero. Sólo se le
soltaba unos tres ratos por semana porque, según se decía, las gallinas
“picadas” ponían mejores huevos y daban carne con mejor sustancia.
Cuando el
primer rayo del amanecer se filtraba por una tronera del pajar que daba al
corral de la señora Merche...bueno, al del obispo vecino, el gallo “Moctezuma”
arqueaba el cuello y de su corvo pico salía el clarinazo más sonoro y zumbón de
la alborada:
-¡¡Quiquiriquíii...!!
-¡¡Gallo comïii...!! -respondía el gallo tuerto de las eras detrás de los Maristas.
-¿¡Quién te lo dióoo...!? -preguntaba el opulento de la huerta de San Zoilo.
-¡¡Yo lo cojíii..!! -decía el gallo enano, pero matón, de un corral de San Andrés.
-¡¡Ya te las arreglaré yo a tíii...!! -sentenciaba el chivato y servil gallo cenizo desde el próximo corral del cuartel dela Guardia Civil.
-¡¡Quiquiriquíii...!!
-¡¡Gallo comïii...!! -respondía el gallo tuerto de las eras detrás de los Maristas.
-¿¡Quién te lo dióoo...!? -preguntaba el opulento de la huerta de San Zoilo.
-¡¡Yo lo cojíii..!! -decía el gallo enano, pero matón, de un corral de San Andrés.
-¡¡Ya te las arreglaré yo a tíii...!! -sentenciaba el chivato y servil gallo cenizo desde el próximo corral del cuartel de
Y así tres
veces seguidas, en las que se iban sumando como a una estridente coral
polifónica todos los gallos del contorno.
El final de
“Moctezuma” sobrevino cuando por Pascua acudió Monseñor a descansar en la casa
de al lado.
-Señora Merche -dijo el prelado a su ama de llaves- hay por ahí un gallo cantarín que no me deja pegar ojo al amanecer. Si parece que lo tenga dentro de la habitación al condenado!
-Señora Merche -dijo el prelado a su ama de llaves- hay por ahí un gallo cantarín que no me deja pegar ojo al amanecer. Si parece que lo tenga dentro de la habitación al condenado!
Por
obra y gracia de aquel obispo manifiestamente antiazteca, como me lo había
demostrado con ocasión del último tomo de la Historia de Méjico que
casi me excomulga por haberle pedido que me lo dejara, mi admirado emperador
“Moctezuma” terminó sus días en una vulgar cazuela de pollo al chilindrón.
Sólo
guardé tres preciosas plumas de su
penacho que me sirvieron durante mucho tiempo para señalar las páginas de mis
lecturas.
A los
gorrinos, engordados durante meses, les llegaba, a mediados de noviembre, el
día de la matanza. Su San Martín, como el refrán decía. El cerdo es el animal
más cundidor porque de él todo se aprovecha, desde el morro hasta las pezuñas.
- Sujétale bien, muchacho. Así, mira…las patas traseras contra la artesa. Y aguanta firme, que esto se despacha en un ratico…verás.
Me lo decía el matarife. En una de las matanzas de San Martín. Cuando me encargaron de sujetar las patas traseras de uno de los animales. Pero fue tal la impresión que me produjeron los berridos de la víctima y el gesto del matachín al intentar hincar el enorme cuchillo en el flanco de la bestia que solté despavorido sus patas.
-¡Ay…Ay…Ay! Que se me suelta!... Que se escapa!... Que se va…Que se…
- Sujétale bien, muchacho. Así, mira…las patas traseras contra la artesa. Y aguanta firme, que esto se despacha en un ratico…verás.
Me lo decía el matarife. En una de las matanzas de San Martín. Cuando me encargaron de sujetar las patas traseras de uno de los animales. Pero fue tal la impresión que me produjeron los berridos de la víctima y el gesto del matachín al intentar hincar el enorme cuchillo en el flanco de la bestia que solté despavorido sus patas.
-¡Ay…Ay…Ay! Que se me suelta!... Que se escapa!... Que se va…Que se…
Que se fue.
El bicho se escabulló rapidísimo, encontró abierta la puerta de la calle y
enfiló calle Santa María abajo por la acera del asilo hacia el convento de las
Claras.
En pocos
minutos había cinco perros y más de veinte personas en persecución del
fugitivo. Como si quisiera acogerse a lugar sagrado, el cuitado fue a refugiarse en un rincón de
la puerta principal de las monjas.
Allí le
cercaron. Salió en ese momento la hermana portera, y se le iluminaron las
mejillas porque pensó que era un regalo que le llevaban al convento.
Hubo que
explicarle deprisa lo sucedido y prometerle una buena ristra de chorizos para
que no se le ocurriera aplicar al chancho las prerrogativas de la ley de asilo
en el lugar sacro.
No era
difícil alimentar a las gallinas. Bastaban varios sacos de grano almacenados
cada verano, mendrugos de pan mojado y algunas hojas diarias de lechuga muy
verde para que fueran más sueltas y no tuvieran tanto olor los excrementos.
Los cerdos
comían las mondas cocidas de las patatas y verduras, los salvados y todos los
restos de las comidas.
El trabajo
más ingrato venía sin duda alguna por parte de los conejos.
-Estos bichos son unos finolis, corcho
-Ya lo creo. Más difíciles de alimentar -me decía Ruiz, al tiempo que nos preparábamos para salir al campo- que los señoritos de capital.
-Estos bichos son unos finolis, corcho
-Ya lo creo. Más difíciles de alimentar -me decía Ruiz, al tiempo que nos preparábamos para salir al campo- que los señoritos de capital.
Y era
cierto. Había que acertarles sus hierbas
preferidas. Porque de lo contrario cuando se las echabas, después de olerlas,
te miraban con sus ojuelos despectivos, revolvían a un lado y a otro el hocico
como las comadres de los corrillos de chismosas y con las patas traseras
emitían un taconazo seco y duro antes de retirarse mohínos al fondo de la
conejera.
Por eso, “ir
a por hierba para los conejos” era una de nuestras tareas más frecuentes.
Con una azadilla y un saquito de cuarto recorríamos hasta llenarlo las cunetas de los caminos, las orillas de los cuérnagos y las lindes de los sembrados.
Con una azadilla y un saquito de cuarto recorríamos hasta llenarlo las cunetas de los caminos, las orillas de los cuérnagos y las lindes de los sembrados.
Era el
momento para atracarse de moras y endrinas, de bayas o de guindas silvestres y
con frecuencia, despistando previamente
a los guardas del campo, de cerezas o frutas de los huertos. Y de pescar de
paso algunos cangrejitos de río.
El tío Vidal me había enseñado una de sus grandes especialidades: pescar cangrejos en los arroyos. Mientras buscaba la hierba para los caprichosos lepóridos del pajar, yo montaba tres reteles en algún remanso del riachuelo con unos diez metros de separación.
Los reteles
eran unos aros de hierro con una red tupida en cuyo fondo se ataba como
cebo un buen pedazo de carnaza, roja de
preferencia. El aro pendía de una larga cuerda que se amarraba a un arbusto de
la orilla.
-Baja el retel en un sitio no muy hondo y sombreado del arroyo -me decía el tío Zepelín- Cada cinco minutos te acercas. Con cuidado y muy despacito. Un ruidito de nada, o la más pequeña sombra que se mueva sobre el agua del remanso les hace huir como alma que lleva el diablo
-Baja el retel en un sitio no muy hondo y sombreado del arroyo -me decía el tío Zepelín- Cada cinco minutos te acercas. Con cuidado y muy despacito. Un ruidito de nada, o la más pequeña sombra que se mueva sobre el agua del remanso les hace huir como alma que lleva el diablo
El pescaba los
cangrejos a mano. Iba a buscarlos en sus mismos escondrijos. Por eso tenía
siempre los más gordos y carnosos. Que luego los llevaba al Mesón de
Villasirga, donde acudían expresamente a comerlos el Gobernador de la provincia
y el primo Guillermo, camisa vieja y secretario
muchos años de la Cámara de Comercio palentina.
La pesca del
cangrejo de río era peligrosa porque la especie estaba muy protegida. Se
necesitaba un permiso del ayuntamiento que sólo se daba para los meses de junio
a octubre.
Los arroyos y riachuelos de la vega tenían un guarda que se encargaba de retirar los reteles piratas.
Los arroyos y riachuelos de la vega tenían un guarda que se encargaba de retirar los reteles piratas.
El guarda
ese no nos daba miedo. Porque era el pobre tío Emeterio, un mutilado de guerra
de los de izquierdas, a quien le faltaba parte de la mano derecha y cojeaba de
la pierna del mismo lado.
Pero tenía
una costumbre muy depravada, que manifestaba muy especialmente cuando en
nuestras correrías nos acompañaban algunas niñas.
En el
momento más inesperado surgía a nuestro lado del fondo de un cañaveral o de
entre las ramas tupidas de un sauce llorón con la bragueta abierta y agitando
el cacahuete a toda velocidad.
Se
presentaron quejas al juzgado. Pero no llegaron a atenderse. Porque en un
atardecer, en pleno verano, descubrimos aterrorizados al guarda colgado de una
morera.
Alguien,
creo que fue Rubio, apuntó cruelmente que parecía tener dos lenguas; una que
surgía tiesa de la cara amoratada y otra, no menos violácea, que al
deslizársele los pantalones hasta los pies le pendía lacia de entre las
piernas.
Dijeron que
el hombre estaba desquiciado por los malos tratos que recibió, como tantas
otras víctimas de chivatazos incontrolados, en los meses posteriores a la
guerra.
Y que tal
vez lo que pretendió ahora al ahorcarse fue evitar, si le enchironaban por su
proceder, que se repitieran, al ir de nuevo a prisión, las palizas y las
humillaciones que entonces le propinaron en los calabozos de la provincia.
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