Floren vivía
en el segundo piso del edificio del Banco de Santander, al lado del teatro
Sarabia, enfrente de la casa donde, según indicaba una placa, había nacido el
Marqués de Santillana. En el mismo edificio, piso tercero, vivían entonces la
abuela María y tía Carmen.
Floren
procedía de la comarca leonesa del Bierzo. Durante la guerra, en el año 37, su
madre, de origen carrionés, había desaparecido de manera extraña. Fue a buscar
a su marido a Asturias, donde, según las referencias, tenía que encontrarlo
luchando en el sitio a la ciudad de Oviedo. No se supo más de ella.
Su padre,
por cierto, no estaba en ese sitio sino un poco más lejos en el cinturón de
hierro de Bilbao donde un obús enemigo estuvo a punto de segarle la vida.
Cuando acabó
la guerra, ya repuesto, vinieron padre e hijo a instalarse en Carrión, el
pueblo de sus antepasados. Ahora el padre trabajaba en una cantera cerca de
Burgos. Venía los últimos días de cada mes e ingresaba en el banco de la planta
baja lo necesario para que Floren y la abuela fueran tirando buenamente.

Se llamaba
Lina. Les tenía, eso sí, la casa como los chorros del oro. Floren se quedaba
embobado viéndola sacar el brillo de la tarima de madera con las dos bayetas en
los pies descalzos. Zis,zás,zis,zás..., el movimiento de grupa y de caderas le
turbaban el ánimo y algo más al chaval, y tenía que esconderse en una alcoba
para seguir espiando, a pesar suyo y rojo como una guindilla, aquellas
ondulaciones deliciosas.
La mozuela
se percató muy pronto de esa pícara curiosidad. Un día en que la abuela asistía
a una reunión de la parroquia, se encontró Floren solo, a su vuelta del
colegio, con “aquel cacho tía” –así nos lo dijo en una de nuestras
reuniones- en bragas escuetas y sin nada de cintura para arriba.
Zis,zás
,zis, zás..., ondulaba a sus anchas el pandero y...cuando se dio la vuelta, dos
cuévanos de nata, como las ubres de la vaca Lucinda de la lechería, oscilaban
rítmica y peligrosamente de norte a sur y de este a oeste.
Floren echó
a correr escalones abajo, de cuatro en cuatro. Se refugió en los soportales de
la plaza y no volvió a casa hasta que, apostado detrás de la columna que da al
estanco, vio cómo bajaba la Lina, haciéndose la ingenua, y se perdía calle de
Santa María abajo camino de su pueblo.
El acoso al
pobre chico fue desde entonces aumentando sin piedad. Lina cambió de
táctica y empezó a encerar los pisos de rodillas.
Floren
intentaba en vano estudiar en la mesita de la alcoba. Imposible. El rabillo del
ojo se le iba sin piedad a las orondas redondeces, a veces desnudas, que,
tarareando pasodobles –“¡Florencio Alegre y olé...mi corazón!!”- le enseñaba
sin recato aquella fierecilla.
Día hubo en que
se acercó a él, le estrechó fuerte contra su mullida delantera y estampó en su
nuca dos largos y sonoros besos que le estremecieron desde el cogote a las
puntas de los pies.
Florencio no
dormía. Tenía raras pesadillas y se despertaba gritando, empapado en un sudor
frío. Tenía los ojos como dos moras. Con frecuencia debíamos espabilarle a
codazos en la escuela, cuando su cabeza caía como una calabaza sobre el libro
abierto en cualquier página encima del pupitre.
-A ti te pasa algo, Floren -le dijo Pepín.
-Nada. Que no he dormido bien, y estoy cansado...
-Nos dices de una vez qué es lo que tienes...lechuguino!!, dijo gritando Rubio.
-A ti te pasa algo, Floren -le dijo Pepín.
-Nada. Que no he dormido bien, y estoy cansado...
-Nos dices de una vez qué es lo que tienes...lechuguino!!, dijo gritando Rubio.
Primero
entre mocos y pucheros, y luego más sereno, nos contó de pe a pa toda la
historia.
-No se lo puedo contar esto a mi abuela, porque le pasaría algo..
-Y ¿por qué no se lo dices a tu padre?
-La muy zorra mentirosa me dijo ayer que quiere a mi padre, que un día se casará con él y que yo seré entonces hijo suyo!!!
-No se lo puedo contar esto a mi abuela, porque le pasaría algo..
-Y ¿por qué no se lo dices a tu padre?
-La muy zorra mentirosa me dijo ayer que quiere a mi padre, que un día se casará con él y que yo seré entonces hijo suyo!!!
Sixto dijo
entonces por lo bajo que “nanai”
-Eso no está nada claro -añadió Alonso
-Pues alguna decisión hay que tomar -afirmó Rubio
-Y “de seguida” -sentenció Zalito
-Eso no está nada claro -añadió Alonso
-Pues alguna decisión hay que tomar -afirmó Rubio
-Y “de seguida” -sentenció Zalito
Antes que la
pandilla decidiera la estrategia para liberar a Floren del cerco de lujuria de la “Fiera de San Mamés” me sucedió
un percance que me apartó casi veinte días de la pandilla y del colegio.
Fue
en el mismo edificio en el que vivía Floren. Llegábamos juntos de los Maristas.
El entró en su casa del segundo. Yo subí hasta el tercero.
La tía
Carmen o en su ausencia la abuela María, me preparaban casi todos los días la
merienda. Una
rebanada de pan de hogaza con miel y un tazón de leche hervida.
Yo extendía sobre la miel la capa de nata que subía hasta el borde de la taza.

La abuela
María hervía siempre la leche antes de tomarla. Tenían que aparecer dos dedos
de nata en la superficie del cazo. De lo contrario la leche había sido
bautizada. El espesor de la nata denotaba el mayor o menor trapicheo de la
lechera de turno. ¡Ay de la tramposa, si la nata no afloraba al romper el hervor
y no se estancaba espesa y untuosa, dos dedos
y no menos, en lo alto!
A sus
setenta años la abuela tenía más malas pulgas que un perro callejero. Yo creo
que eran esos ácaros los que la mantenían en vigor, siempre más tensa que un
arco de ballesta.
Un día en el
que la leche estaba claramente adulterada se
plantó en jarras delante de la lechera, sin respetar la cola de los
asistentes, y le dijo bien alto, para
que todo el mundo se enterara:
-Rosaura, no nos vendas gato por liebre...
-Pero qué dice...!
-Que si sigues echándole agua a la leche, te llevaré a los consumeros, mona
-El agua se la pondrá usted, mancheguina mohína. Para que le cunda más a sus nietucos...so roñosa1
-Rosaura, no nos vendas gato por liebre...
-Pero qué dice...!
-Que si sigues echándole agua a la leche, te llevaré a los consumeros, mona
-El agua se la pondrá usted, mancheguina mohína. Para que le cunda más a sus nietucos...so roñosa1
Lo de
mancheguina venía de lejos. Nunca pude averiguar su procedencia. Sólo sé que
era algo que a la abuela le sacaba aún más de sus casillas.
Así que se
quitó la zapatilla derecha y se la endilgó violentamente a la lechera por
encima del mostrador. La tía Rosaura esquivó el artefacto que fue a aterrizar
en una de las tinas.
La leche
tintó de estrías blancas la pared azulada de la tienda. Dos vecinas apartaron a
la abuela que salió erguida y cojeando del establecimiento.
-Señora María, que se deja usted la zapata...
-Para ella. Que la guarde y se la pudra dentro de la mercancía. A ver si así da más sustancia
-Señora María, que se deja usted la zapata...
-Para ella. Que la guarde y se la pudra dentro de la mercancía. A ver si así da más sustancia
A pesar de
su evidente mal genio, yo tengo que romper una lanza en defensa de la abuela
María y decir que no era verdad lo de que ella aguara en casa la leche que
compraba. La prueba era la espesa capa
de nata que yo extendía todas las tardes sobre la miel y el pan de la merienda.
Y que sabía a gloria.
Y lo de
mohína y triste tampoco me cuadraba. Porque tenía en la memoria las veces que
allá en el norte de Palencia, en Villalba de Guardo, la abuela cogía el pandero
y arrastraba a las eras del molino, al otro lado del puente, a las mozas y
mozos del pueblo para amenizar las
joticas y las zarabandas de los buenos
tiempos.
La merienda
nos duraba un poco más de media hora. Luego bajaba yo a esperar a Floren en el
descansillo del segundo. Lo hacía, mal que le pesara a los consejos de mi
abuela, resbalando con el vientre sobre la barandilla de la escalera, a todo
trapo, en dos embestidas.
Ese día
tardaba el chico en salir más de lo
debido. Se oía desde el interior algún que otro grito confuso, como de
protesta.
La puerta se
abrió bruscamente. Floren trataba de escaparse aterrorizado. Detrás de él
apareció la criada. Tenía al descubierto uno de aquellos pechos imponentes.
Asió por los pelos sin clemencia al muchacho arrastrándolo hacia adentro, y dio
un portazo que hizo temblar de abajo arriba las escaleras de la casa.
Mi reacción
instintiva fue echarme de bruces contra la balaustrada y deslizarme a toda
prisa por la pendiente como de costumbre. Al llegar a la altura del primero
intenté frenar y mirar hacia arriba, por
si Floren hubiera conseguido escabullirse de aquella arpía, con tan mala suerte
que debí inclinarme demasiado hacia adelante, me fallaron las manos y salí
despedido hacia el vacío.
Yo mismo oí
el choque brusco de mi humanidad sobre las losas del zaguán. Se abría una
puerta y una voz, a no sé cuantos kilómetros, preguntaba: “¿Pasa algo?”.
El
atontamiento duró, quizás, una o dos horas. Cuando me incorporé estaba
anocheciendo. Decidí no subir a casa de la abuela. Primero porque el dolor de
todo el cuerpo no me lo hubiera
permitido. Segundo porque temía una bronca descomunal de la susodicha.
Salí a la
calle. La nalga derecha, hasta la rodilla, parecía de corcho. Me daba vueltas
la cabeza. La mano del mismo lado estaba
descolgada, tal como si fuera la de un muñeco de trapo.
-Chiquillo, qué pasó?. Si “pai” que estés borracho...
-Chiquillo, qué pasó?. Si “pai” que estés borracho...
Marcelo, un
primo del tío Vidal, me llevó en brazos hasta casa. Llamaron a don Fernando, el
médico de la familia. Fractura de la muñeca derecha y otras zarandajas de
contusiones varias, dictaminó.
-Habrá que ir mañana al Hospital Provincial. Rayos X de todo el cuerpo y operación del brazo roto. Mientras tanto le dais dos aspirinas y varias tomas de leche muy caliente.
-¿Con nata o sin ella?, ¿y de qué teta?...! -parece que pregunté yo medio adormilado-
-Este niño está delirando. Cama y que descanse. Hasta mañana.
-Habrá que ir mañana al Hospital Provincial. Rayos X de todo el cuerpo y operación del brazo roto. Mientras tanto le dais dos aspirinas y varias tomas de leche muy caliente.
-¿Con nata o sin ella?, ¿y de qué teta?...! -parece que pregunté yo medio adormilado-
-Este niño está delirando. Cama y que descanse. Hasta mañana.
La línea de
autobuses Aja, que cubría el trayecto de Guardo hasta Palencia, acababa de
estrenar el coche nuevo en sustitución de la tartana antigua, la de los
continuos sofocones y sobresaltos al traspasar la cuesta de la Mora. Valía la pena
viajar ahora, aunque fuera aún con aire doloroso y el brazo en cabestrillo.
La señora
del asiento del fondo le preguntó a madre:
-¿Qué le ha cogido al chico? Le veo mu sufriente, el pobrecito…
-¿Qué le ha cogido al chico? Le veo mu sufriente, el pobrecito…
Y la señora
Feli:
-Resbaló de la baranda del ayuntamiento. Casi dos metros. Un milagro. Sólo se ha desgraciado la muñeca.
-Resbaló de la baranda del ayuntamiento. Casi dos metros. Un milagro. Sólo se ha desgraciado la muñeca.
Era mi
versión camuflada, y sin testigos, de los hechos. Porque a ver el guapo que
contaba en familia lo de Floren, mi deslizamiento archiprohibido por la
barandilla del piso de la abuela, la furcia descocada y el odioso
secuestro de la criatura impúdicamente
arrastrada por los pelos.
La estancia
en el hospital provincial de Palencia tuvo dos fases. La primera nada más
llegar. Pasaron por rayos X todo el
cuerpo, menos la mano, porque así lo
decía el parte del médico del pueblo.
Luego dos
médicos muy jóvenes, de estreno, se ocuparon de la fractura a su manera.
Palpoteaban sin miramientos la mano escacharrada y yo bramaba de dolor, sin que
aquellos banderilleros le dieran la mínima importancia. En cierto momento uno
sostuvo con firmeza mi brazo y el otro tiró con fuerza de la muñeca dislocada y
la encajó en su sitio en un segundo. Casi me desmayé. Creo que vi más estrellas
que un telescopio de Canarias que, según decían, era de los más potentes de la Tierra. Uno ordenó que
me vendaran hasta el codo. Y el otro dijo a la monjita de la Caridad :
-De hoy en ocho días, le echaremos un vistazo.
Pasó la
semana en la espera de que llegaran las primeras radiografías. Como no había
nada de importancia, desaparecieron al poco tiempo las moraduras y los
escorzones de las piernas. Pero la mano seguía doliendo. De tal manera que el
jefe de los médicos ordenó al quinto día un nuevo retrato urgente de la mano
rebelde.
Esta última
radiografía llegó al octavo día, a la hora exacta del “vistazo” anunciado por
los dos médicos banderilleros. Recibieron un rapapolvo de bandera. Desde la
sala de espera oíamos los gritos y denuestos del jefe a los dos pipiolos. El
antebrazo, en su unión con la muñeca, estaba astillado. Había que efectuar
nueva ruptura y recomponer en el quirófano el desaguisado.
-Esta vez -les decía yo- fue con cloroformo. Te ponen una careta. Te dicen que cuentes hasta siete. Tú no llegas ni a cuatro, y empiezas a flotar, atrás, “alante”... y pasan nubes grises y luego estrellitas que salen de un agujero negro como la pelusa de los chopos al acabar la primavera. Y al final te quedas quieto, acurrucado en un lejano túnel, sin sentir, ni ver, ni oír. En el vacío. Así tres horas.
-Sigue, sigue…que parece una película de intríngulis
-Lo malo viene al despertar. Tienes que vomitar el éter que te has tragado. Y como no tienes nada en el estómago, porque no te permiten comer doce horas antes de la operación, ni te dan ni agua siquiera hasta doce horas después, sólo tienes arcadas huecas y arrojones fingidos que te dejan como un pingo.
-Eh, sooo… para, que me dan ganas de devolver…!
-Eso último es lo peor. A mí me duraron las ansias tres días y tres noches. Y todavía tengo ahora el éter pegado a las narices.
-Esta vez -les decía yo- fue con cloroformo. Te ponen una careta. Te dicen que cuentes hasta siete. Tú no llegas ni a cuatro, y empiezas a flotar, atrás, “alante”... y pasan nubes grises y luego estrellitas que salen de un agujero negro como la pelusa de los chopos al acabar la primavera. Y al final te quedas quieto, acurrucado en un lejano túnel, sin sentir, ni ver, ni oír. En el vacío. Así tres horas.
-Sigue, sigue…que parece una película de intríngulis
-Lo malo viene al despertar. Tienes que vomitar el éter que te has tragado. Y como no tienes nada en el estómago, porque no te permiten comer doce horas antes de la operación, ni te dan ni agua siquiera hasta doce horas después, sólo tienes arcadas huecas y arrojones fingidos que te dejan como un pingo.
-Eh, sooo… para, que me dan ganas de devolver…!
-Eso último es lo peor. A mí me duraron las ansias tres días y tres noches. Y todavía tengo ahora el éter pegado a las narices.
Así les
describía yo a los pandilleros mis días de internado en el hospital de la
provincia. Gonzalo le daba con los nudillos a la escayola que llegaba casi
hasta el codo. Y se reía porque sonaba a hueco, como cuando dábamos con una piedra al viejo tronco de un árbol
carcomido para que salieran los bichitos refugiados en su interior, mientras
decía:
-¡A ver lo que te encuentras ahí dentro cuando te quiten la cáscara, volantinero!
-¡A ver lo que te encuentras ahí dentro cuando te quiten la cáscara, volantinero!
Sobre
la rugosa piel de la escayola que empezaba a amarillear una semana antes de
cortarla, tenía estampada la firma de todos mis amigos, y la de Anita –cómo no-
, y algún que otro dibujo malicioso. Anita, en cambio, había puesto una flor de
margarita con una cara sonriente en la corola.
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