La plaza del
ayuntamiento era el primero y casi el
único lugar de reunión de chicos y chicas juntos, a la vista de todo el mundo.
En los bajos del edificio estaban las escuelas nacionales. Niños y niñas por
separado.
Teníamos por
norma no meternos con las amigas ni con las hermanas de nuestros compañeros.
Por contra, si se ponía a tiro alguna otra, especialmente de las escuelas
nacionales, era seguro el estirón de pelo,
la palmada en el trasero o la artera zancadilla que hacía rodar por
tierra a la indefensa criatura.
A renglón
seguido aparecían los machitos del otro bando dispuestos a blanquear la honra
de su ofendida dama. Las cuentas se dirimían a pedrada limpia, a escasos metros
de la plaza, en la bajada hacia el plantío, hasta que aparecía el alguacil y
dispersaba la algarada.
En una de
esas refriegas yo recibí un cantazo fenomenal en la ceja derecha. Sangraba como
un pato degollado. En casa, la
Sra. Feli puso azúcar en cantidad sobre la herida hasta
cortar la hemorragia. Luego vendó toda la frente.
Y así me
presenté al día siguiente en el colegio, con mi turbante sarraceno ganado en
pleno campo de batalla.
Todos los
profesores afearon nuestra conducta.
El Hermano
Roger nos recordó algunas escenas de pinturas rupestres de la prehistoria que habían descubierto hacía poco en unas
cuevas, cerca de su pueblo francés.
Estaban
dibujadas en el centro de una pared de roca viva unas cuantas mujeres asustadas. A ambos lados, dos
grupos de salvajes se peleaban por ellas
lanzándose mutuamente palos y pedruscos.
-Una de
aquellas piedrgas le ha dado hoy en
la cabesa a vuestrgo amigo. ¿Paga qué
han pasado tantos siglos de sivilisasión,
si ustedes siguen aún en la “Edad de las Piedrgas”,
como aquellos “Trgogloditos”?!.
Yo sé que
bajé un peldaño en la opinión de niño bueno que todos me tenían. Tan sólo me
consoló el sentir el calor de todos los compañeros de pandilla que no me
dejaron ni a sol ni a sombra en todo el día.
Algunas
chicas de nuestra edad se escapaban con nosotros en las tardes calurosas de los
sábados de julio. Ibamos lejos, a bañarnos clandestinamente, en algún remanso
del río Carrión, casi en el límite con
Torre de los Molinos.
De los
numerosos palomares redondos que hay
entre los huertos salían a veces parejas de mozos y
mozas, que intentaban zafarse a nuestra vista como si tuvieran vergüenza.
Ellas iban arreglándose las melenas despeinadas.
Ellos con la cara congestionada, del color de las ricas moras que nosotros íbamos cogiendo en los setos de las veredas.
Ellas iban arreglándose las melenas despeinadas.
Ellos con la cara congestionada, del color de las ricas moras que nosotros íbamos cogiendo en los setos de las veredas.
Fuimos de baño cierta vez a un recodo tranquilo donde el río se remansaba en un pequeño lago. Al final de esta especie de piscina natural, el río, con un murmullo de cascada, se despeñaba uno o dos metros sobre la calva de inmensos y relucientes cantos rodados

Las niñas
guardaban puestas sus ropas íntimas. Sus formas incipientes se insinuaban
apenas bajo las telas transparentes. Hacíamos lo posible porque resbalaran en
las piedras del fondo para acudir presto a levantarlas y sentir su mínimo pero
inquietante roce pasajero.
Y no hubo
más. Entre otras cosas porque apareció un guarda forestal en la orilla de
enfrente. El hombre vociferaba hasta desgañitarse. Pero el rumor del agua no
nos dejaba oír lo que decía. Lo más seguro era que estaba prohibido bañarse en
ese sitio.
Como no le
hacíamos ni caso, el hombre desenfundó su carabina de postas de sal. Sonó un
estampido seco y corto. Y nos cayó a pocos metros la primera salva. Al resbalar la sal por la superficie tersa
del agua se formó a contraluz un gran abanico de colores. Parecía la cola de un gran pavo real.
En la
desbandada perdimos parte de la ropa. Volvimos de puntillas media hora después
a rescatarla. Estaba hecha unos zorros. Embarrada e impresentable. Así que la
entrada en casa al anochecer fue de antología.
Para
abreviar. Primero cumplir con la tradición familiar: a la cama sin cenar.
Segundo: al día siguiente, domingo, ni propina ni salir de casa en todo el día.
Tercero: a media tarde se coló un avioncillo de papel por mi ventana. “Te echamos de menos. Si bajas, estamos en
el templete del Salón”. Firmaba “Anita”
¡!...
Me supo a gloria la lectura que en ese momento
estaba haciendo del libro “Corazón” de Edmundo de Amicis. Porque pensaba que,
si ella se perdiera, yo también iría en pos de Anita, aunque fuera de los
Apeninos a los Andes.
Eramos ocho.
Siete de los Maristas, y uno de la escuela del ayuntamiento. Zalito cambió el
nombre de la pandilla por el de “Los Aztecas”.

Antes se
llamaba “Los ocho de la Fama ”.
Como aquellos de Francisco Pizarro, que eran algunos más, y que a mí me
intrigaban porque a fuerza de leer
tantas historias de españoles -Numancia,
los barcos de Cortés, los trece de Pizarro, Filipinas...y luego y más reciente lo de Franco- me había llegado a
preguntar cómo debíamos de ser los españoles que siempre tenía alguien que
llevarnos al límite para meternos “en razón”.


Se lo llegué a exponer así al Hermano Roger. Y él recuerdo que me respondió que no era para tanto.
-Los
españoles sois un pueblo más de Europa –dijo- muy paresido y con una historia, aunque muy vuestra, muy “semblable” también a la de los demás.
Y comentó
luego con su jerga francesa que todas las naciones tienden a considerarse el
ombligo del mundo y a pensar que son como una especie de noria, de esas que se
ven en nuestros campos castellanos, con un movimiento sin fin donde se
encuentra todo lo peor y lo mejor del mundo.
Cuando sus
canjilones están en lo más alto, no hay quien les aguante su soberbia y
fanfarronería.
Cuando están
hundidos en el fango, da pena ver lo miserables y desastrosas que se sienten.
Como si la Historia no fuera a girar
nunca y a poner a cada cual en su
parcela.
Bueno, me
dije yo, ya vendrán, pues, tiempos mejores. Y que los veamos.
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