martes, 4 de agosto de 2015

LOS AZTECAS ( 4 agosto 15 )

Eran ocho volúmenes. Narraban la Historia de la Conquista de Méjico por Hernán Cortés. Me los iba dejando uno por uno nuestra vecina de al lado, la señora Marce.
Ella era el ama de llaves y sacaba los libros de la biblioteca de la casa del Ilustrísimo Señor Prelado, que era algo casi como un obispo que ejercía de capellán castrense en Madrid. Por eso, excepto algunas temporadas cortas, Monseñor estaba siempre en  la capital.

Aprovechábamos sus ausencias para sacar y reponer libro por libro.  Repetí varias veces el tomo quinto para releer las páginas  donde  se contaban la Noche Triste y la batalla de Otumba.

Y llegué a copiar párrafos enteros que describían la quema de las naves por el gran conquistador para impedir que se le volviesen  los soldados a Cuba.
Eran tomos de mucho cuidado. De cuatrocientas páginas cada uno. Tardé casi  año y medio en  plancharme los siete primeros.

La vecina me dejó entrar varias veces a la biblioteca. Yo caminaba de puntillas sobre las mullidas alfombras. Rozaba a penas, con reverencia, el mobiliario del más puro estilo castellano. Y me quedaba boquiabierto ante los lomos de cientos de volúmenes, tiesos como soldados, en las estanterías de la pared que justamente lindaba medianera con nuestra casa.

En una de sus visitas se encontró el obispo a la puerta de casa con la señora Feli.

-Me ha dicho Marce que tiene usted un gran lector en casa
-Sí, Monseñor
-Muy interesante, señora Feli, pero que muy interesante
-El chiquillo no tiene otra querencia. Como que me cuesta a veces mandarle a hacer recados y a jugar con los amigos. Le aficionó a los libros su padrino desde crío, y así va...
-Muy bueno, señora Feli,  pero que muy bueno. Un don del cielo. Es un primer paso para que hagamos de él algo de provecho el día de mañana.  Ya le haré un regalito un día de estos.

No entendí los proyectos del Monseñor a mi respecto “pal día de mañana”.


Dos días más tarde me trajo la señora Merche un opúsculo de parte del señor obispo. Narraba la vida de San Tarsicio, el niño que mandaron a llevar la hostia consagrada a un enfermo y que fue martirizado a pedradas en el camino por unos desalmados que le salieron al paso.

La buena educación hizo que algunos días después, a la salida del colegio, me vistiera de domingo y fuera a darle las gracias a Monseñor.

Le dije azorado que me había gustado mucho el librito. Y en un alarde de  osadía sin par le pedí que me dejara el octavo volumen, el último que me faltaba por leer, de La Conquista de Méjico.
La cara del prelado cambió de súbito de aspecto, entre cetrino y cárdeno, y me espetó una perorata de bandera.

-Los niños de tu edad, amiguito, no deben leer libros licenciosos. Libros que describan costumbres paganas y aberrantes, contrarias a la fe y a las buenas costumbres. Pues sólo faltaba eso.

¡Trágame tierra! Empecé a temblar  como una jalea de membrillo. Se me puso la cara más blanca que la pared sobre la que se proyectaba la figura del prelado inquisidor.

-Vaya semilla. Meterte en la mollera los amoríos y el canibalismo de la obra que me dices. ¿Tú has hecho ya la primera comunión?
-Sí, Monseñor
-Pues tendrás que confesarte. Ahora mismo. Venga. ¿Te arrepientes de haber leído, a tu edad, lo que no debiste, contrario a la moral y doctrina de la santa Fe católica?
-Lo que usted diga, padre.

Yo continuaba sin saber qué hacer, si hincarme de rodillas o salir corriendo aunque fuera hacia el infierno...

-¿Y prometes no volver a repetirlo?
-Bueno
-Rezarás como penitencia siete padre nuestros con los brazos en cruz. Ego te absolvo...
-Amén…

En lugar de besarlo, me dieron ganas de morder y triturar el grueso anillo que me presentaba el obispo perdonavidas. ¿Qué había hecho yo de malo?

Subí a mi habitación. Detrás del mismo muro donde en las tardes veraniegas proyectaba el sol mis sueños medievales estaban las historias que habían encandilado mi imaginación durante largos meses.
¡Cómo quisiera que esa pared fuera  de cristal!  Para seguir viendo lo de las naves en llamas.

Y a Marina, la acompañante de Cortés que primero se llamaba Malinche e iba vestida con plumas y ropas indias y luego llevaba trajes y sombreros de copete como las grandes damas.


Y a Moctezuma, el coloso emperador que, aunque humillado, murió como un gigante de una pedrada que le dio en la frente uno de los suyos.
Y a los Sumos Sacerdotes en lo alto de la Pirámide del Sol, ofreciéndole el corazón de indómitos guerreros...
Todo era maravilloso. Y que le den al Monseñor.  Yo no veía en ello nada licencioso, ni contrario a la fe ni a la urbanidad que nos daban en el colegio.

Por la tarde se lo conté a los comparsas de la pandilla. Reían como enanos. Uno de ellos se puso una especie de bufanda en la cabeza. Con una castaña pilonga se plantó un grueso anillo en el dedo corazón de la mano izquierda. Iban todos doblando la rodilla delante de él y con la otra mano les daba un buen capón mientras decía:

-Te prohíbo que leas a San Tarsicio, o morirás a pedradas en el río !!!

Precisamente a orillas del río Carrión, un poco más allá de las cuevas de Belén, inspirados en la descripción de Tenochtitlan, la antigua capital de los aztecas, estábamos construyendo con troncos y ramajes las chozas de una “ciudad lacustre” para nuestras reuniones y aventuras.
Fue entonces cuando Zalito, como siempre, salió con una de sus famosas ocurrencias.

-Tengo una idea. De ahora en adelante, la pandilla tendrá otro nombre: ¡¡“Los Aztecas”!!.







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