Mi hermana estaba de doncella en una casa de
alto copete de la nobleza madrileña. Durante el verano venían a San Sebastián. Estuve en esa casa apenas unas
horas. En la cocina. Con un perrito lanudo que, de tan feo, hasta resultaba gracioso.
Entró en
algún momento la señora condesa o duquesa, o algo así. Venía a supervisar el
horno con los bollitos de pan que ella misma solía preparar. Los blancos, de
harina candeal, para la familia. Los negros, de centeno, para el servicio.
-¿Es su
hermanooo? -dijo la dama al verme, acompañando con un ringorrango de la mano
izquierda el eco de su voz temblona.
-Qué monooo!
-ahora quien ringorroneaba era la mano
izquierda.
-Y qué
valienteee!! -añadió ahuecando la boquita de piñón con las dos manos sobre los
rubios bucles de su cabellera.
-Hacerse
solito un viaje tan largo. Seriecito el chicooo... uuhm!!...
Sin dar
tiempo a que dijéramos ni un monosílabo, la señora de alcurnia pasó su fina y
noble mano por mi pelo, como si fuera por el perrito de lanas, y desapareció
altiva, personaje de opereta, por el
largo pasillo alfombrado de su mansión veraniega.
El chucho,
presa de un ataque de celos, me enseñó sus dientes de fierecilla mimada, soltó
un vagido extraño, y se lanzó en pos de su ama profiriendo suaves jipíos
parecidos al terciopelo de voz de la señora noble.
Poco antes
de salir hacia Fuenterrabía, la solemne dama quiso hacerme un regalito.


Y me
extendió un recordatorio de la muerte real con el escudo, el anagrama y una
foto del Rey Alfonso XIII, fallecido en Roma el día 28 de febrero de 1941 bajo
el manto de la Virgen
del Pilar.
El Topo nos llevó al atardecer
desde San Sebastián hasta Irún. Un viaje en el
tren Topo de aquellos tiempos era indescriptible.
Yo conocía
los trenes de vía estrecha de La
Robla , al norte de Palencia. Trenes bucólicos que, aunque
escupían carbonilla y resoplaban agónicos al remontar las cuestas como cansinos
abuelos, te paseaban lentamente por parajes bellísimos de las estribaciones de
los Picos de Europa.
El Topo iba
de continuo bajo tierra, supongo que de
ahí le vendría su nombre, por túneles estrechos como los del tren de la bruja
de las barracas de feria. Traqueteaba endiablado a velocidad de vértigo.
Chirriaban los frenos con lamentos atiplados en las interminables curvas.
Y las
paradas secas en las numerosas estaciones te zarandeaban unos segundos: atrás,
adelante...parón y agárrate que te estampo!!. Así veinte kilómetros. Al bajar
era como si te hubieran manteado sin cesar durante casi una hora.
Era un rincón precioso. Casas de
dos o tres pisos. Fachadas polícromas: verde, rojo, azul, ocre. Balcones
atestados de geranios. Y unos listones de madera marrón a flor de las fachadas
que las hacían muy bonitas.
La casa más
florecida, en el primer piso, era la de tío Anselmo y tía Manuela. Manuela era la mayor de los hermanos después
de mi padre.
En
Fuenterrabía vivía también el tío Carlos. En la vecina Hendaya las tías
Valentina e Irune. Y en París tía Josefa
y Bárbara, la más joven de todos los hermanos. Hermosa familia.
-Si pasas por Fuenterrabía, vete siempre a casa de tía Manuela. Y no te asustes del recibimiento
Pues menos
mal que me lo dijo. Porque al despuntar la empinada escalera del primer piso se
oyó una voz chillona:
-Anda, pues.
Llegó último maketo... Pasa ya chico, no quedes ahí atontolinao pues... y sierra boca, si no entrar todas moscas
de este pueblo..
.
.
La
verdad que era para “atontolinarse” cuando te plantabas por primera vez ante
aquella humanidad desbordante. Ciento veinte kilos. De lado tenía que salir
para pasar de la cocina al angosto
pasillo de la casa. Y ya en el pasillo no podía cruzarse con ningún otro
viandante.
Se diría que
estaba en estado de malhumor continuo, mascullando sin cesar improperios en un sonoro
vascuence, que a decir verdad no se compaginaba en absoluto con la bondad de su
rostro y sus ojillos vivos y picarones.
-Aquí alcoba
tuya. No orinas cama, verdad muchacho..?
Siempre era
directa y espontánea. Cualidad que le produjo más de un disgusto cuando tenía
que enfrentarse con los carabineros que vigilaban los pasos entre Navarra y
Guipuzcoa.
Eran los
tiempos del estraperlo. Tía Manuela se desplazaba dos veces por semana a los vecinos pueblos de Navarra. Volvía de
ellos con una ingente cantidad de saquitos de legumbres, harina o azúcar blanco
y con botellines de aceite de oliva pegados bajo los pechos o estratégicamente
colgados en el interior de los refajos.
Al bajar del
autobús le preguntó cierto día un guardia qué era lo que llevaba bajo los
ropones.
-¿Qué apetese que lleve, so jodido..?! Kilo de
higas frescas quisás...¿quieres ver
alguna?...
Sin darle
tiempo para reaccionar echó mano bajo la faltriquera y dijo con una risa
burlona:
-Anda, toma maketo, paquete asúcar para tu mujer. Dijo ayer que no tenía..
Tía Manuela tejía su red de clientes por las mañanas. Cuando, después de una noche de faena en el golfo, llegaba tempranito la barca de pesca de la familia, enfilaba a todo gas la bocana y depositaba presto en el muelle la media docena de cajas de pescado.
Los peces
daban aún relucientes cabriolas en el fondo con las bocas abiertas y los
ojillos ya vidriosos. El tío Anselmo y mis primos, Carlos y Nicolás, limpiaban
los fondos y se retiraban a descansar.
Mientras
tanto Manuela cargaba dos cajas sobre un rollo de tela que le protegía la
cabeza y corría al portal de San Pedro. Hacía así varios viajes. Con una
habilidad y una rapidez sorprendentes.
- Arrai ozkirri, fresco, fresquito...!! Ozkirri, ozkirri txardin...sardinas
frescas..!
En el puesto
de venta, camuflados bajo las cajas que componían el mostrador, estaban los
artículos de contrabando que se
despachaban de tapadillo envueltos en el papel de estraza de los pescados.
El puesto,
en ausencia de Manuela, lo regentaba su hija, mi prima Encarna, la moza más
guapa de Fuenterrabía, que por algo había sido elegida ese año “Cantinera” en
sus fiestas anuales más importantes.
Las fiestas
comenzaron tres días después de mi llegada a Fuenterrabía. Durante la semana
siguiente no salían a faenar los pescadores. Eso significó que esos días tanto tío Anselmo como tío Carlos
me llevaron por todos los vericuetos y rincones de la histórica ciudad.
Y subimos al
santuario de la Virgen
de Guadalupe para de allí seguir hasta el monte Jaizquíbel. Las vistas sobre la
bahía, el Bidasoa y la vecina
Francia espectaculares.
También, en
horas de pleamar salimos a pasear en barca por el estuario del Bidasoa. Yo,
marinero de tierra adentro, comencé a marearme a los primeros metros y pesqué
mi primera merlucilla al compás de las inocentes olas de la bahía.
Pues qué
sería, pensaba yo sin decírselo a nadie, si nos adentráramos por aquellas
montañas de espuma que a lo lejos el
oleaje del Cantábrico levantaba contra el faro de la bocana.
-Allí está Fransia, Hendaya -dijo tío Carlos- señalando unas pequeñas colinas a una distancia de un kilómetro apenas.
-Jodíos están ahora los gabachos pues,
ocupados por nazis alemanes. Hitler estuvo conversando con general Franco en estasión de Hendaya. Generalísimo plantó
cara y dijo que nanai de pasar tropas
nazis a Africa por tierras nuestras.
Me impresionó mucho el encontrarme a tan sólo
un kilómetro de la segunda guerra mundial. El Hermano Roger había intentado
explicarnos en las largas conversaciones de nuestro campamento azteca a la vera
del Carrión la barbarie que significaba esta contienda. Según él nuestra cruel
guerra civil no había sido más que el prólogo, algo así como el ensayo general
de la tragedia que entonces comenzaba.
Creo que,
pocas horas antes de dejar el colegio, fue a mí al único a quien comentó que en
el fondo no le preocupaba tanto la persecución a que le habían sometido los
timoratos de fuera y de dentro de los Maristas de Carrión. Porque sentía que
Francia, su país, le necesitaba en estos momentos. Pensaba enrolarse cuanto
antes contra los alemanes en cierto movimiento “antiboss” que llamaban la Resistencia.
Mi
admiración por Roger aumentó entonces hasta los confines de la heroicidad. Lo
experimenté especialmente ahora cuando las palabras de Carlos sobre la guerra
cortaron en seco mi mareo y me imaginé vivaqueando por entre la tupida
vegetación de los montículos que bordeaban la costa francesa por sí de pronto
aparecía la espigada silueta de Roger disfrazado de maquis y armado hasta los
dientes.
Mi
entusiasmo creció más aún cuando Carlos me dijo que los tíos de Francia querían
conocerme. Que dos días después, como todos los jueves al atardecer, la barca
del Portugués, marido de tía Irune, se acercaría a nosotros en medio de la
bahía. La vista gorda de los carabineros de ambas orillas permitía de esta
manera que la familia residente en Francia se avituallara semanalmente de
provisiones escasas en sus tiendas por culpa de la guerra.
Y así fue.
El sol empezaba a desaparecer tras la mole inmensa del Urquiola.
Todavía sus últimas melenas se desparramaban por las laderas del pico más alto. Fuenterrabía y toda la costa vasca estaban en penumbra mientras la costa del estuario del Bidasoa en Hendaya se veía aún envuelta en una tenue luz dorada que se reflejaba en el pacífico oleaje de la playa.
Todavía sus últimas melenas se desparramaban por las laderas del pico más alto. Fuenterrabía y toda la costa vasca estaban en penumbra mientras la costa del estuario del Bidasoa en Hendaya se veía aún envuelta en una tenue luz dorada que se reflejaba en el pacífico oleaje de la playa.
Había una
media docena de barcas haciendo como si pescaran. De entre ellas surgió una
verde oscuro. “Marianne”, tenia escrito en la proa con grandes letras
amarillas.
Carlos y el
Portugués apenas si intercambiaron palabras. Hola, agur, aprisa, vite, los
fardos... y el muchacho.
Al ir a
saltar de una embarcación a otra yo resbalé patosamente y me agarré como pude
al borde de la barca del Portugués. La barca zozobró peligrosamente.
-Oh putain de merde -fue su primer
saludo, mientras me izaba sin aspavientos hasta el asiento trasero.
Acababa
justito mi tío de amarrar la barca a uno
de los pilones del puerto de pescadores de Hendaya cuando el sol desapareció
por completo tras los montes del país vasco español. Este se cubrió enseguida
de multitud de lucecitas en sucesión continua desde Fuenterrabía hasta Irún y en desordenada
profusión por los dispersos caseríos de las montañas.
El contraste
me pareció angustioso. El litoral francés estaba totalmente oscuro. Ni la más
tibia luz en calles o ventanas.
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