miércoles, 19 de agosto de 2015

LA OTRA GUERRA ( 19 agosto 15 )

Mi hermana estaba de doncella en una casa de alto copete de la nobleza madrileña. Durante el verano venían a  San Sebastián. Estuve en esa casa apenas unas horas. En la cocina. Con un perrito lanudo que, de tan feo, hasta resultaba gracioso.
Entró en algún momento la señora condesa o duquesa, o algo así. Venía a supervisar el horno con los bollitos de pan que ella misma solía preparar. Los blancos, de harina candeal, para la familia. Los negros, de centeno, para el servicio.

-¿Es su hermanooo? -dijo la dama al verme, acompañando con un ringorrango de la mano izquierda el eco de su voz temblona.
-Qué monooo! -ahora quien ringorroneaba  era la mano izquierda.
-Y qué valienteee!! -añadió ahuecando la boquita de piñón con las dos manos sobre los rubios bucles de su cabellera.
-Hacerse solito un viaje tan largo. Seriecito el chicooo... uuhm!!...

Sin dar tiempo a que dijéramos ni un monosílabo, la señora de alcurnia pasó su fina y noble mano por mi pelo, como si fuera por el perrito de lanas, y desapareció altiva,  personaje de opereta, por el largo pasillo alfombrado de su mansión veraniega.
El chucho, presa de un ataque de celos, me enseñó sus dientes de fierecilla mimada, soltó un vagido extraño, y se lanzó en pos de su ama profiriendo suaves jipíos parecidos al terciopelo de voz de la señora noble.

Poco antes de salir hacia Fuenterrabía, la solemne dama quiso hacerme un regalito.

-Nuestro amado Rey Alfonso ha muerto en Roma recientemente. Toma, niño, para que siempre guardes en tu memoria el recuerdo de Su Majestad, el Rey de los españoles.


Y me extendió un recordatorio de la muerte real con el escudo, el anagrama y una foto del Rey Alfonso XIII, fallecido en Roma el día 28 de febrero de 1941 bajo el manto de la Virgen del Pilar.

              
El Topo nos llevó al atardecer desde San Sebastián hasta Irún. Un viaje en el  tren Topo de aquellos tiempos era indescriptible.
Yo conocía los trenes de vía estrecha de La Robla, al norte de Palencia. Trenes bucólicos que, aunque escupían carbonilla y resoplaban agónicos al remontar las cuestas como cansinos abuelos, te paseaban lentamente por parajes bellísimos de las estribaciones de los Picos de Europa.
El Topo iba de continuo bajo tierra,  supongo que de ahí le vendría su nombre, por túneles estrechos como los del tren de la bruja de las barracas de feria. Traqueteaba endiablado a velocidad de vértigo. Chirriaban los frenos con lamentos atiplados en las interminables curvas.
Y las paradas secas en las numerosas estaciones te zarandeaban unos segundos: atrás, adelante...parón y agárrate que te estampo!!. Así veinte kilómetros. Al bajar era como si te hubieran manteado sin cesar durante casi una hora.

Fin de etapa. El tranvía de Irún llegó al último rincón del barrio de La Marina en Fuenterrabía.
Era un rincón precioso. Casas de  dos o tres pisos. Fachadas polícromas: verde, rojo, azul, ocre. Balcones atestados de geranios. Y unos listones de madera marrón a flor de las fachadas que las hacían muy bonitas.
La casa más florecida, en el primer piso, era la de tío Anselmo y tía Manuela.  Manuela era la mayor de los hermanos después de mi padre.
En Fuenterrabía vivía también el tío Carlos. En la vecina Hendaya las tías Valentina e Irune. Y en  París tía Josefa y Bárbara, la más joven de todos los hermanos. Hermosa familia.

Ya me lo había recomendado mi hermano.

-Si pasas por Fuenterrabía, vete siempre a casa de  tía Manuela. Y no te asustes del recibimiento

Pues menos mal que me lo dijo. Porque al despuntar la empinada escalera del primer piso se oyó una voz chillona:

-Anda, pues. Llegó último maketo... Pasa ya chico, no quedes ahí atontolinao pues... y sierra boca, si no entrar todas moscas de este pueblo..
.
La verdad que era para “atontolinarse” cuando te plantabas por primera vez ante aquella humanidad desbordante. Ciento veinte kilos. De lado tenía que salir para pasar de  la cocina al angosto pasillo de la casa. Y ya en el pasillo no podía cruzarse con ningún otro viandante.
Se diría que estaba en estado de malhumor continuo, mascullando sin cesar improperios en un sonoro vascuence, que a decir verdad no se compaginaba en absoluto con la bondad de su rostro y sus ojillos vivos y picarones.

-Aquí alcoba tuya. No orinas cama, verdad muchacho..?

Siempre era directa y espontánea. Cualidad que le produjo más de un disgusto cuando tenía que enfrentarse con los carabineros que vigilaban los pasos entre Navarra y Guipuzcoa.

Eran los tiempos del estraperlo. Tía Manuela se desplazaba dos veces por semana  a los vecinos pueblos de Navarra. Volvía de ellos con una ingente cantidad de saquitos de legumbres, harina o azúcar blanco y con botellines de aceite de oliva pegados bajo los pechos o estratégicamente colgados en el interior de los refajos.
Al bajar del autobús le preguntó cierto día un guardia qué era lo que llevaba bajo los ropones.

-¿Qué apetese que lleve, so jodido..?! Kilo de higas frescas quisás...¿quieres ver alguna?...

Sin darle tiempo para reaccionar echó mano bajo la faltriquera y dijo con una risa burlona:

-Anda, toma maketo, paquete asúcar para tu mujer. Dijo ayer que no tenía..

Tía Manuela tejía su red de clientes por las mañanas. Cuando, después de una noche de faena en el golfo, llegaba tempranito la barca de pesca de la familia, enfilaba a todo gas la bocana y depositaba presto en el muelle  la media docena de  cajas de pescado.
Los peces daban aún relucientes cabriolas en el fondo con las bocas abiertas y los ojillos ya vidriosos. El tío Anselmo y mis primos, Carlos y Nicolás, limpiaban los fondos y se retiraban a descansar.

Mientras tanto Manuela cargaba dos cajas sobre un rollo de tela que le protegía la cabeza y corría al portal de San Pedro. Hacía así varios viajes. Con una habilidad y una rapidez sorprendentes.

- Arrai ozkirri, fresco, fresquito...!! Ozkirri, ozkirri txardin...sardinas frescas..!

En el puesto de venta, camuflados bajo las cajas que componían el mostrador, estaban los artículos de contrabando       que se despachaban de tapadillo envueltos en el papel de estraza de los pescados.
El puesto, en ausencia de Manuela, lo regentaba su hija, mi prima Encarna, la moza más guapa de Fuenterrabía, que por algo había sido elegida ese año “Cantinera” en sus fiestas anuales más importantes.

Las fiestas comenzaron tres días después de mi llegada a Fuenterrabía. Durante la semana siguiente no salían a faenar los pescadores. Eso significó que  esos días tanto tío Anselmo como tío Carlos me llevaron por todos los vericuetos y rincones de la histórica ciudad.

Y subimos al santuario de la Virgen de Guadalupe para de allí seguir hasta el monte Jaizquíbel. Las vistas sobre la bahía, el Bidasoa   y la vecina Francia  espectaculares.
                                                                                   
También, en horas de pleamar salimos a pasear en barca por el estuario del Bidasoa. Yo, marinero de tierra adentro, comencé a marearme a los primeros metros y pesqué mi primera merlucilla al compás de las inocentes olas de la bahía.
Pues qué sería, pensaba yo sin decírselo a nadie, si nos adentráramos por aquellas montañas de espuma que  a lo lejos el oleaje del Cantábrico levantaba contra el faro de la bocana.

-Allí está Fransia, Hendaya -dijo tío Carlos- señalando unas pequeñas colinas a una distancia de un kilómetro apenas.
-Jodíos están ahora los gabachos pues, ocupados por nazis alemanes. Hitler estuvo conversando con general Franco en estasión de Hendaya. Generalísimo plantó cara y dijo que nanai de pasar tropas nazis a Africa por tierras nuestras.

Me impresionó mucho el encontrarme a tan sólo un kilómetro de la segunda guerra mundial. El Hermano Roger había intentado explicarnos en las largas conversaciones de nuestro campamento azteca a la vera del Carrión la barbarie que significaba esta contienda. Según él nuestra cruel guerra civil no había sido más que el prólogo, algo así como el ensayo general de la tragedia que entonces comenzaba.
Creo que, pocas horas antes de dejar el colegio, fue a mí al único a quien comentó que en el fondo no le preocupaba tanto la persecución a que le habían sometido los timoratos de fuera y de dentro de los Maristas de Carrión. Porque sentía que Francia, su país, le necesitaba en estos momentos. Pensaba enrolarse cuanto antes contra los alemanes en cierto movimiento “antiboss” que llamaban la Resistencia.

Mi admiración por Roger aumentó entonces hasta los confines de la heroicidad. Lo experimenté especialmente ahora cuando las palabras de Carlos sobre la guerra cortaron en seco mi mareo y me imaginé vivaqueando por entre la tupida vegetación de los montículos que bordeaban la costa francesa por sí de pronto aparecía la espigada silueta de Roger disfrazado de maquis y armado hasta los dientes.

Mi entusiasmo creció más aún cuando Carlos me dijo que los tíos de Francia querían conocerme. Que dos días después, como todos los jueves al atardecer, la barca del Portugués, marido de tía Irune, se acercaría a nosotros en medio de la bahía. La vista gorda de los carabineros de ambas orillas permitía de esta manera que la familia residente en Francia se avituallara semanalmente de provisiones escasas en sus tiendas por culpa de la guerra. 

Y así fue. El sol empezaba a desaparecer tras la mole inmensa del Urquiola.
Todavía sus últimas melenas se desparramaban por las laderas del pico más alto. Fuenterrabía y toda la costa vasca estaban en penumbra mientras la costa del estuario del Bidasoa en Hendaya  se veía  aún envuelta en una tenue luz dorada que se reflejaba en el pacífico oleaje de la playa.
Había una media docena de barcas haciendo como si pescaran. De entre ellas surgió una verde oscuro. “Marianne”, tenia escrito en la proa con grandes letras amarillas.
Carlos y el Portugués apenas si intercambiaron palabras. Hola, agur, aprisa, vite, los fardos... y el muchacho.
Al ir a saltar de una embarcación a otra yo resbalé patosamente y me agarré como pude al borde de la barca del Portugués. La barca zozobró peligrosamente.

-Oh putain de merde -fue su primer saludo, mientras me izaba sin aspavientos hasta el asiento trasero.

Acababa justito mi tío de amarrar  la barca a uno de los pilones del puerto de pescadores de Hendaya cuando el sol desapareció por completo tras los montes del país vasco español. Este se cubrió enseguida de multitud de lucecitas en sucesión continua desde  Fuenterrabía hasta Irún y en desordenada profusión por los dispersos caseríos de las montañas.
El contraste me pareció angustioso. El litoral francés estaba totalmente oscuro. Ni la más tibia luz en calles o ventanas.

-Allons, -dijo el Portugués-  dans una media hora será toque de queda.

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