Estábamos
pasando por tiempos difíciles. No era preciso que nos lo recordaran los
adultos. La infancia, en su inconsciencia, soporta airosa todos los
contratiempos. Pero esto no quita para que en la tabla rasa de nuestros
primeros años no fueran poco a poco grabándose a cincel las penurias y las
privaciones que nos tocó vivir.
Los
costurones martirizaban la piel al que no llevaba calzoncillos y, si se
sentaba, tenía que cambiar mil veces de postura para que no se le enrojecieran
las ingles o la rabadilla.
Trajes de
domingo había sólo uno. Con sus correspondientes zapatos de charol.
Las ropas
domingueras se estropeaban poco. Y duraban... Tanto que, como nadie podía
cortar el crecimiento de sus dueños, el llevarlas al cabo de un año o más era un suplicio. Especialmente los
zapatos.
Se llevaban
mucho los vestidos “crecederos”, sobre todo las niñas. Eso hacía que, excepto
en los pocos meses intermedios, que era cuando su anatomía se adaptaba a la
hechura de la ropa, parecían unos adefesios, sólo atractivas por los lacitos y
los entorchados que las mamás de buen gusto les iban añadiendo.
En la Capital había una casa de
trueque de ropa usada. Las madres iban con la ropa vieja que por un duro se
cambiaba por otra de una talla mayor. No se admitían piezas sucias, demasiado
parcheadas o remendadas.
-Es que, fíjate, lo que más tiempo
me lleva es repasar la ropa. Estos niños son unos destrozones…
-Y los que no son niños… -comentaban
las mujeres sentadas al atardecer en corrillos a la puerta de las casas sobre
pequeñas sillas de asiento de boba-
Porque en
los hogares una de las faenas más comunes era remendar la ropa.
Siempre me llamaron la atención aquellos huevos de madera que servían para repasar las medias y zurcir los calcetines.
Llegué a tener una colección de ellos. Desde algunos chiquitos, infantiles, hasta uno que no cabía en un cazo y que debió servir, en mi imaginación, para reparar los tomates que tuviera en sus pies descomunales un personaje que vivía cerca del cementerio al que unos llamaban el tío “Zapatones” y otros “El siete Leguas”.
Siempre me llamaron la atención aquellos huevos de madera que servían para repasar las medias y zurcir los calcetines.
Llegué a tener una colección de ellos. Desde algunos chiquitos, infantiles, hasta uno que no cabía en un cazo y que debió servir, en mi imaginación, para reparar los tomates que tuviera en sus pies descomunales un personaje que vivía cerca del cementerio al que unos llamaban el tío “Zapatones” y otros “El siete Leguas”.
El Hermano Anselmo puso en formación cierto día a todos los alumnos en el patio de la escuela
-Alguien tiene -dijo muy enfadado- la fea costumbre de tirar en
los matojos del final del campo de fútbol restos de bocadillos. Algunos casi enteros.
Envueltos en
papel de estraza, el Hermano blandía dos ejemplares, uno de pan blanquísimo con
tortilla francesa y finas lonchas de cecina y otro de pan moreno con dos
sardinillas de conserva.
Durante
media hora larga, insistió en afearnos el despilfarro que eso significaba.
-Cuando la nación entera pasa por el hambre y las necesidades del
final de nuestra guerra, no tiene ni el mínimo sentido este desperdicio. Si no te lo vas a comer no traigas el chusco.
Si lo traes y no te lo comes, guárdatelo y se lo das a la salida al primer
pobre que encuentres por la calle.
Al final nos
recordó que las autoridades nacionales habían ordenado últimamente medidas
austeras para dar ejemplo y evitar abusos de ese tipo creando los viernes el
“Día Semanal de Plato Unico” y los lunes
el “Día Semanal Sin Postre”.
-¿Y quién puede hacer eso? -me sugirió Sixto desde atrás- En mi
casa todos los días son de sólo un plato. Y el postre “ni pintao”
En el camino
hacia la clase Alonso nos aclaró además que lo del día sin postre era un camelo
porque no era gratis, ya que, encima de la privación, tenías que enviar en
perras, el precio equivalente para ayudar a los soldados mutilados.
Mientras
tanto Zalito iba cavilando a media voz:
-Los viernes “D S P U” (día semanal de plato único). Los lunes “D
S S P” (día semanal sin postre)... al paso que van -concluyó alzando la voz-
cualquier día estos sabiondos se inventan la “S S C”: “Semana Sin Comer” y nos
jodieron..
-Gonzalo, las palabrotas no engordan! dijo el Hermano que pasaba
en ese momento a nuestro lado.
En las
tiendas escaseaba todo o lo tenían en pocas cantidades.
-Anda
hijo -me decía madre- Un poco de sal, un cuartillo de lentejas y tres cuartos
de patatas tempraneras. Vete a “los Pelos
Blancos”
El
ultramarinos debía un nombre tan
singular a dos de sus propietarios. Dos albinos miopes con las cejas blancas y
enormes ojos azules que se parecían como dos huevos a los de los conejos
blancos que criábamos en el pajar de nuestra casa.

Cada semana se recortaban los cupones de la cartilla, marcados con grandes números romanos, para obtener pequeños lotes que incluían garbanzos, bacalao, aceite, azúcar moreno y doscientos gramos diarios por persona de pan de centeno.
Llamábamos
a este pan “el Africano” o “el Mulato” según la pigmentación de su miga rasposa
y amarga, devastadora de dientes
frágiles y de estómagos cansinos. Raro era el día que repartían carne
magra, media docena de huevos, y un litro de leche más aguada que la de la tía
Rosaura en sus peores días.
Eso era
antes de que llegara el invento americano de la leche en polvo que todavía
salía más aguada que la anterior y tenía
el sabor de las algarrobas.
Todos esos
productos se canjeaban en privado por otros que procedían del estraperlo. La
tía Petra solía recibir, no se sabía cómo ni interesaba tampoco el conocerlo,
grandes sacos de alubias pintas o de mantecosos garbanzos de Fuentesaúco.
Madre
cocinaba como los ángeles o por lo menos tan bien como las monjitas de los
conventos, que daba gusto pasarse por los alrededores de las casas de las
clarisas, las agustinas o las carmelitas a la hora de los guisos.
De los
ventanucos de sus cocinas salía un tufillo de ollas caseras apetitosas y
excitantes.
El capellán
de Santa Clara decía:
-El olorcito ese, es porque las monjas ponen mucho amor al
cocinar. Yo mismo me encargo para que así sea de recordarles lo que con
frecuencia les repetía Sta. Teresa a sus monjitas, y que así lo dejó escrito en sus obras: “que
Dios también está entre las ollas y los pucheros”
-Sí, sí -comentaba Rubio- lo que el curita saca con sus angélicas
palabras, además de santificar a las hermanas, es que le hagan, con mucho amor,
una comida de rechupete
-“Naíta” son los lamparones que lleva en la pechera de la sotana,
de lo a gusto que tiene que engullir los guisos celestiales de sus monjitas
-remachaba Sixto-
Para mí que la Sra. Feli , sin tantas
motivaciones místicas ni predicaciones con segundas intenciones, le debía poner
un gran cariño a la cocina. Porque sacaba
cocidos y estofados que le daban sopas con honda a los peroles y a las
ollas conventuales.
Toda una
mañana llevaba hacer aquellas comidas, a fuego lento, en los fogones de la
cocina económica de carbón de coq.
Y se
necesitaban, claro está, buenas alubias de Burgos y los mejores garbanzos de
Zamora. De aquellos que no se sabía de dónde los sacaba para venderlos de
hurtadillas la tía Petra. Un celemín de esas leguminosas representaba el trueque por un conejo de dos kilos y medio
y una docena de huevos de las gallinas que criábamos en el pajar de nuestra
casa.
Me encontré
un día con Pepín en la plazoleta detrás de la iglesia de Santiago, donde parece
que en tiempos antiguos estaba la floreciente judería de Carrión.
Ahora vivían
en grandes soportales contiguos a la
iglesia algunas familias gitanas de tronío y, según comentaban, de mucha
influencia y mando entre los de su raza.
A Pepín se
le notaba que llevaba algo escondido bajo la camisa.
-¿Qué tienes ahí? le pregunté, señalando el bulto que llevaba bajo el brazo
-Pues, ya ves…un saquito con dos kilos de garbanzos de esos de
estraperlo, que le he comprado ahí, en el bojío de la señá Petra.
En ese
momento Pepín tropezó con un canto y cayó de bruces a pocos metros de la tienda
de la estraperlista.
La mercancía
se desparramó toda por la calle. Parecía un ejército de canicas rodando en
todos los sentidos.
Llevábamos
varios minutos recogiéndolos, soplándoles
el polvo de uno en uno, cuando alguien se detuvo a nuestro lado. Una
bota negra y reluciente machacaba sin piedad los últimos ejemplares.
Desde lo
alto nos miraba la estatua ingente de un guardia, de los del charol. Había otro
al lado con un gran mostacho que movía como el rabo de un conejo.
-¿Y eso..? ¿Dónde los “encontrastes”,
so guaperas?...
No fue
necesaria la respuesta. El portazo seco de la casa cercana delató la
procedencia. Hacia ella se dirigieron los dos guardias.
Ignoro si
hubo arresto, multa o cualquier otro escarmiento. Además de confiscar todo lo
que encontraban era frecuente llevar al cuartel a la infractora y cortarle el pelo al cero.
Por cierto,
una canción se cantaba en esa época que
decía: Pelona / sin pelo / cuatro pelos que tenías / los vendiste al estraperlo.
En fin, sólo
supimos que el comercio clandestino de la Petra y la carnicería de su hija, a donde iban a
parar los conejitos, gallinas y huevos de los canjes, no abrieron más sus
puertas.
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