miércoles, 12 de agosto de 2015

GARBANZOS DE ESTRAPERLO (12 agosto 15 )

Estábamos pasando por tiempos difíciles. No era preciso que nos lo recordaran los adultos. La infancia, en su inconsciencia, soporta airosa todos los contratiempos. Pero esto no quita para que en la tabla rasa de nuestros primeros años no fueran poco a poco grabándose a cincel las penurias y las privaciones que nos tocó vivir.
 Se notaba en las ropas mil veces remendadas. Más de uno llevaba los pantalones a piezas cosidas desde el interior, de tal manera que cuando íbamos a bañarnos y dejábamos al sol los pantalones del revés algunos parecían un damero de retales.
Los costurones martirizaban la piel al que no llevaba calzoncillos y, si se sentaba, tenía que cambiar mil veces de postura para que no se le enrojecieran las ingles o la rabadilla.

Trajes de domingo había sólo uno. Con sus correspondientes zapatos de  charol.
Las ropas domingueras se estropeaban poco. Y duraban... Tanto que, como nadie podía cortar el crecimiento de sus dueños, el llevarlas al cabo de un año  o más era un suplicio. Especialmente los zapatos.

Se llevaban mucho los vestidos “crecederos”, sobre todo las niñas. Eso hacía que, excepto en los pocos meses intermedios, que era cuando su anatomía se adaptaba a la hechura de la ropa, parecían unos adefesios, sólo atractivas por los lacitos y los entorchados que las mamás de buen gusto les iban añadiendo.
 En la Capital había una casa de trueque de ropa usada. Las madres iban con la ropa vieja que por un duro se cambiaba por otra de una talla mayor. No se admitían piezas sucias, demasiado parcheadas o remendadas.

-Es que, fíjate, lo que más tiempo me lleva es repasar la ropa. Estos niños son unos destrozones…
-Y los que no son niños… -comentaban las mujeres sentadas al atardecer en corrillos a la puerta de las casas sobre pequeñas sillas de asiento de boba-

Porque en los hogares una de las faenas más comunes era remendar la ropa. 

Siempre me llamaron la atención aquellos huevos de madera que servían para repasar las medias y zurcir los calcetines.
Llegué a tener una colección de ellos. Desde algunos chiquitos, infantiles, hasta uno que no cabía en un cazo y que debió servir, en mi imaginación, para reparar los tomates que tuviera en sus pies descomunales un personaje que vivía cerca del cementerio al que unos llamaban  el tío “Zapatones” y otros “El siete Leguas”.


El Hermano Anselmo puso en formación cierto día a todos los alumnos en el patio de la escuela

-Alguien tiene -dijo muy enfadado- la fea costumbre de tirar en los matojos del final del campo de fútbol restos de bocadillos. Algunos  casi enteros.

Envueltos en papel de estraza, el Hermano blandía dos ejemplares, uno de pan blanquísimo con tortilla francesa y finas lonchas de cecina y otro de pan moreno con dos sardinillas de conserva.
Durante media hora larga, insistió en afearnos el despilfarro que eso significaba. 
-Cuando la nación entera pasa por el hambre y las necesidades del final de nuestra guerra, no tiene ni el mínimo sentido este desperdicio.  Si no te lo vas a comer no traigas el chusco. Si lo traes y no te lo comes, guárdatelo y se lo das a la salida al primer pobre que encuentres por la calle.

Al final nos recordó que las autoridades nacionales habían ordenado últimamente medidas austeras para dar ejemplo y evitar abusos de ese tipo creando los viernes el “Día Semanal de Plato Unico”  y los lunes el “Día Semanal Sin Postre”.

-¿Y quién puede hacer eso? -me sugirió Sixto desde atrás- En mi casa todos los días son de sólo un plato. Y el postre “ni pintao”

En el camino hacia la clase Alonso nos aclaró además que lo del día sin postre era un camelo porque no era gratis, ya que, encima de la privación, tenías que enviar en perras, el precio equivalente para ayudar a los soldados mutilados.

Mientras tanto Zalito iba cavilando a media voz:

-Los viernes “D S P U” (día semanal de plato único). Los lunes “D S S P” (día semanal sin postre)... al paso que van -concluyó alzando la voz- cualquier día estos sabiondos se inventan la “S S C”: “Semana Sin Comer” y nos jodieron..
-Gonzalo, las palabrotas no engordan! dijo el Hermano que pasaba en ese momento a nuestro lado.

En las tiendas escaseaba todo o lo tenían en pocas cantidades.

-Anda hijo -me decía madre- Un poco de sal, un cuartillo de lentejas y tres cuartos de patatas tempraneras. Vete a “los Pelos  Blancos”

El ultramarinos debía un nombre  tan singular a dos de sus propietarios. Dos albinos miopes con las cejas blancas y enormes ojos azules que se parecían como dos huevos a los de los conejos blancos que criábamos en el pajar de nuestra casa.

Empezaron por entonces a funcionar las cartillas de racionamiento. Unos cartones que expendía la Comisaría General de Abastecimientos y Transportes. 
Cada semana se recortaban los cupones de la cartilla, marcados con grandes números romanos, para obtener pequeños lotes que incluían garbanzos, bacalao, aceite, azúcar moreno y doscientos gramos diarios por persona de pan de centeno.  
Llamábamos a este pan “el Africano” o “el Mulato” según la pigmentación de su miga rasposa y amarga, devastadora de dientes  frágiles y de estómagos cansinos. Raro era el día que repartían carne magra, media docena de huevos, y un litro de leche más aguada que la de la tía Rosaura en sus peores días.
Eso era antes de que llegara el invento americano de la leche en polvo que todavía salía más aguada que la anterior  y tenía el sabor de las algarrobas.

Todos esos productos se canjeaban en privado por otros que procedían del estraperlo. La tía Petra solía recibir, no se sabía cómo ni interesaba tampoco el conocerlo, grandes sacos de alubias pintas o de mantecosos garbanzos de Fuentesaúco.
Madre cocinaba como los ángeles o por lo menos tan bien como las monjitas de los conventos, que daba gusto pasarse por los alrededores de las casas de las clarisas, las agustinas o las carmelitas a la hora de los guisos.
De los ventanucos de sus cocinas salía un tufillo de ollas caseras apetitosas y excitantes.
El capellán de Santa Clara decía:

-El olorcito ese, es porque las monjas ponen mucho amor al cocinar. Yo mismo me encargo para que así sea de recordarles lo que con frecuencia les repetía Sta. Teresa a sus monjitas, y  que así lo dejó escrito en sus obras: “que Dios también está entre las ollas y los pucheros”
-Sí, sí -comentaba Rubio- lo que el curita saca con sus angélicas palabras, además de santificar a las hermanas, es que le hagan, con mucho amor, una comida de rechupete
-“Naíta” son los lamparones que lleva en la pechera de la sotana, de lo a gusto que tiene que engullir los guisos celestiales de sus monjitas -remachaba Sixto-

Para mí que la Sra. Feli, sin tantas motivaciones místicas ni predicaciones con segundas intenciones, le debía poner un gran cariño a la cocina. Porque sacaba  cocidos y estofados que le daban sopas con honda a los peroles y a las ollas conventuales.
Toda una mañana llevaba hacer aquellas comidas, a fuego lento, en los fogones de la cocina económica de carbón de coq.
Y se necesitaban, claro está, buenas alubias de Burgos y los mejores garbanzos de Zamora. De aquellos que no se sabía de dónde los sacaba para venderlos de hurtadillas la tía Petra. Un celemín de esas leguminosas representaba  el trueque por un conejo de dos kilos y medio y una docena de huevos de las gallinas que criábamos en el pajar de nuestra casa.
 
Me encontré un día con Pepín en la plazoleta detrás de la iglesia de Santiago, donde parece que en tiempos antiguos estaba la floreciente judería de Carrión. 
Ahora vivían en  grandes soportales contiguos a la iglesia algunas familias gitanas de tronío y, según comentaban, de mucha influencia  y mando entre los de su raza.
A Pepín se le notaba que llevaba algo escondido bajo la camisa.

-¿Qué tienes ahí? le pregunté, señalando el bulto que llevaba bajo el brazo
-Pues, ya ves…un saquito con dos kilos de garbanzos de esos de estraperlo, que le he comprado ahí, en el bojío de la señá Petra.

En ese momento Pepín tropezó con un canto y cayó de bruces a pocos metros de la tienda de la estraperlista.
La mercancía se desparramó toda por la calle. Parecía un ejército de canicas rodando en todos los sentidos.
Llevábamos varios minutos recogiéndolos, soplándoles  el polvo de uno en uno, cuando alguien se detuvo a nuestro lado. Una bota negra y reluciente machacaba sin piedad los últimos ejemplares.
Desde lo alto nos miraba la estatua ingente de un guardia, de los del charol. Había otro al lado con un gran mostacho que movía como el rabo de un conejo.

-¿Y eso..? ¿Dónde los “encontrastes”, so guaperas?...

No fue necesaria la respuesta. El portazo seco de la casa cercana delató la procedencia. Hacia ella se dirigieron los dos guardias.
Ignoro si hubo arresto, multa o cualquier otro escarmiento. Además de confiscar todo lo que encontraban era frecuente llevar al cuartel a la infractora y cortarle  el pelo al cero.
Por cierto, una canción se cantaba  en esa época que decía: Pelona / sin pelo / cuatro pelos que tenías / los vendiste al  estraperlo.
En fin, sólo supimos que el comercio clandestino de la Petra y la carnicería de su hija, a donde iban a parar los conejitos, gallinas y huevos de los canjes, no abrieron más sus puertas.



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