Sabemos que la memoria es altamente
selectiva. Tanto picotear en los arenales del recuerdo para luego recuperar
sólo algunos privilegiados granitos, sin que alcancemos los motivos de tal arbitrariedad en el desenlace.
Me di cuenta, durante el viaje de
regreso de Velilla a Carrión, que no había insistido casi nada, únicamente de
pasada, en contarle a don Teobaldo mis primeros pasos en el colegio. Los
andares inquietos del día de ingreso y de
los casi dos meses que le sucedieron. Días que, sin duda alguna, fueron
decisivos, para superar los prejuicios que sobre el convento yo me traía
encima.
¿Sería posible vivir en un lugar
tan insólito y distinto como era el vetusto monasterio de San Zoilo?
Eran las diez de la mañana. El
caserón estaba aún desierto. Mi hermana, el último eslabón de la cadena
familiar que me había acompañado hasta la inmensa puerta de entrada, estaría ya
subiendo el puente con andar cansino y apesadumbrado por la encerrona de su
hermano pequeño.
Desdibujado por la cortina de mis
lágrimas, percibía yo apenas el patio de entrada, conocido como “El Cobertizo”,
hacia el que suavemente me había empujado el frailecito portero
-Anda, anda… deja ahí contra
pared maleta -me dijo el Hermano- y date
vuelta hasta llegada de otros chicos.
Por su habla, seguro que era de
origen vasco.
Desde dentro la mole de la casona
impresionaba aún más que desde el exterior.
El monasterio de San Zoilo era un
enigma para la chiquillada del pueblo. Lo contemplábamos con respeto al bajar
por el puente. La iglesia, fea y cuadradota, -la “mayor panera de Castilla” la
había bautizado alguien- taponaba el horizonte de la vega con su cementerio
monástico al pie y la interminable ristra de ventanales del aburrido edificio a
ella adosado. Dentro había un centenar largo de muchachos cautivos a quienes
mirábamos como bichos raros en sus escasas salidas por el pueblo. ¿Qué harían
atrapados y sin salida dentro de la fortaleza?
Ahora era yo el que me hallaba en la panza de la ballena.
En el centro una estatua del Corazón de Jesús.
Sentado a sus pies estuve largo rato contemplando las andadas de una ristra de
hormigas negras que se afanaban entre los pinillos medio resecos del jardín. Bastó
un sencillo palitroque que les deshiciera el camino para verlas desorientadas, azoradas y sin
rumbo entre los hierbajos.
¿No me pasaba a mí lo mismo?
El portero había dejado entreabierta la cristalera.
A un tris estuve de colarme por ella y escaparme hacia la libertad. Sólo me
detuvo la idea de tener que arrastrar yo solo puente arriba la pesada maleta.
Me atreví al fin a atravesar una especie de túnel
al fondo del cobertizo. El pasadizo, después de unos tétricos rincones, daba a
un campo de fútbol de tierra y, enfrente, a la inmensa huerta del monasterio.
La llamada “Huerta de los Frailes”, rodeada por
altísimas tapias, tenía para las pandillas del pueblo un singular atractivo. En
lo más alto de sus muros centelleaban al sol multitud de cristalitos, gruesos y
puntiagudos, para protegerla de incómodos visitantes. Así y todo había chicos
que se atrevían a trasponerlas, saltar dentro, llenar algún saquito de sabrosísimas
peras y echarlo al otro lado de las
tapias donde esperaban sus compinches.
El Hermano, también vasco, que cuidaba la huerta
sorprendió un día a dos de ellos. Les atrapó antes de que consiguieran
saltar la tapia. En la mano llevaba una
hoz que blandía amenazante sobre los dos rapaces muertos de miedo.
-Fuera pantalones!...vamos. O cuello cortado. A escoger,
desvergonsados!…
-No lo haremos más, padre, gimoteaba el más
pequeño
-Padre yo no soy…venga, fuera trapos!
-Por Dios se lo juro -decía el otro cruzando los
dedos temblorosos.
-¡Eh! ¡eh!.. y a no jurar, chiquillo, que es pecado…
Con la hoz les hizo tiras los pantalones y les
dejó luego saltar las tapias que, con las dentelladas de sus vidrios afilados,
acabaron por dejárselos inservibles.
-Digan a madres que apañen calsones… Agur, sinvergüensas...
Pasó una temporada sin atracos a la huerta hasta
que algunos desaprensivos saltaron de nuevo para hacer acopio de unas cerezas
gigantes en los inmensos árboles que se veían desde fuera de las tapias. Esta
vez les sorprendió el Hermano apuntándoles con una escopeta de postas de sal. Nueva
bajada de pantalones. Uno de ellos, al ver el arma apuntándole la cara, se había ensuciado encima. El
Hermano apartó los pantalones con la punta de la escopeta.
-Seresas
han descompuesto antes que las comerías,
chico -dijo al ver la prenda manchada del aterrorizado chiquillo.
Les obligó así,
semidesnudos, a encaramarse al muro. Y cuando estaban en lo más alto, “pompis
en pompa” les espetó dos sonoras descargas de sal en plenas posaderas. Los
chicos cayeron entre aullidos al otro lado de la tapia.
-Si madres no quisieron coser calsones
-sentenció el Hermano gendarme- que remienden ahora culos… poca vergüensa…
Hacia las doce del mediodía llegaron los primeros
alumnos. Venían desde las estaciones de ferrocarril más cercanas donde les
esperaba uno de los maestrillos del colegio.
Gran parte del viaje lo hacían sentados sobre sus
maletas en camiones o en la baca de los coches de línea que metían tres horas
para hacer los cuarenta kilómetros desde Palencia a Carrión.
Los más antiguos iban animando a los novatos contándoles
lo bien que se lo pasaban en el colegio.
Todos los alumnos nuevos habían superado los
exámenes de entrada en sus pueblos respectivos. Allá donde surgiera la mínima
demanda, en Galicia, León, Castilla, Asturias, Santander… acudían al comienzo
del verano los Padres o Maestros examinadores.
Yo, gran y único privilegio en el colegio, estuve
exento de tal selección. Siempre me quedó una duda. ¿Habría superado esa prueba?
-¿A ti qué te pidieron? -le pregunté unos días
después a Diego, gallego de Padrón, en
una de nuestras excursiones al campo
-Cosas. Primero hablan con tus padres… el cura del
pueblo… a ver si cumples y cómo te comportas. Y en la escuela, a ver cómo andas
de cuentas, si lees bien, cómo estás en las clases…
-¿Contigo no charlaron?
-Jolín que no…! Y tuve que hacer aritmética, y
leer, y escribir una plana, a ver si era verdad lo que en la escuela les habían
dicho
-¿Sólo eso?
-¡Qué va! Más de dos horas pasaron luego sonsacándome cosas
-¿Como qué?
-Que si me gustaba rezar, comulgar o jugar a decir
misa, que si quería ser misionero, que si me dormía rezando el rosario… Y otras
cuestiones que no entendía mucho. Lo que yo decía se lo escribían todo en sus libretas. Por último el maestro
más joven me preguntó: ¿Te gustan las niñas?
-¿A que te adivino tu respuesta?
-¡Hombre! No es difícil. A las otras demandas iba
yo contestando a casi todo francamente que sí o que no. A esta me puse colorado
como un tomate… y ¿qué quieres?... pues naturalmente les dije que “no”. ¿O les
puedes decir que “sí”?
La duda sobre la posibilidad de no haber aprobado la prueba de acceso al colegio quedó ahí suspendida. oscilando irónica, como la legendaria espada de Damocles.
Bajaron sudorosos y cubiertos de polvo, boquiabiertos
ante el inmenso edificio: la colosal mole de la iglesia adosada a la mansión, las
columnas de la entrada, la descomunal puerta guarnecida con clavos.
El recibidor se convirtió en pocos minutos en el
andén de una estación de viajeros.
Era el 15 de septiembre de 1944.
-Tú no vienes de lejos, guaje -me dijo uno de
ellos
-Pues no.
¿Cómo lo sabes?
-Por esa tu maleta
más limpia que la calva de un fraile
-Soy de aquí, del pueblo -le aclaré
-¡Qué suerte, guaje! -dijo llevándose las manos a
la cabeza- t’as librao de una buena.
De Pola de Laviana hasta aquí llevo yo casi dos días, los lomos hechos trizas y
más mareao que un besugo
Era asturiano. Se llamaba Pablo. Juntos formamos
las primeras filas camino del piso más alto, hacia el dormitorio corrido de San
Estanislao que era el de los pequeños. Los mayores tenían sus camarillas
individuales en los pisos de abajo.
Algunos de
ellos vinieron a ayudar a los “pipiolos” o “pipis”, como se conocía a los recién
llegados, a transportar sus fardos hasta el pie de cada cama.
Daban las doce en el reloj de la imponente torre
de la iglesia. Como si fueran de soldaditos autómatas, las filas se pararon de
golpe.
Uno de los mayores comenzó el rezo del “angelus”.Nos pareció algo raro. Pero era una vieja
costumbre en el colegio.Siempre que sonaran las campanadas de las
horas en el reloj de la torre, si te
encontrabas en patios o pasillos, había que pararse, rezar un Ave María y
continuar la marcha luego como si tal cosa. A mediodía se recitaba
el ·"angelus".
La siguiente ocasión en que vivimos esta norma fue
esa misma tarde durante un partido de fútbol improvisado en el patio. “¡La
hora, la hora!” gritó alguien a la primera campanada de las seis.
Los equipos
se detuvieron en el acto, excepto el delantero, uno de los nuevos, que tenía la
pelota y de un tiro cruzado la metió por la misma escuadra izquierda de la
portería. Al terminar el rezo surgieron airadas las protestas. El maestro vigilante amonestó al abusón. Anuló el
tanto. Y marcó un bote neutro en el centro del campo.
Los alumnos mayores se encargaron de informar a
los pipiolos despistados y desorientados. Nos iban mostrando despacito las clases, los patios y salas de
juego, la huerta y la piscina, el comedor, la capilla, la enfermería, la
imponente iglesia.

Lo que más me impresionó fue el claustro
plateresco. Nunca había visto una filigrana en piedra tan extraordinaria. Estábamos
embaucados.
-Fijarse si San Zoilo es grande que pasamos hasta la noche viendo cosas nuevas -les decía
yo a la familia el día en que, a la semana siguiente, pasé un momento por casa,
cuando me mandaron a por unos papeles al ayuntamiento.
-Ya verás, ya verás… -recordó patético una vez más
el pesado de mi hermano Chus- cuando con la perra gorda en ascuas te hagan el
redondel de la coronilla
Tampoco en esos primeros días nos soltaron grandes
sermones de introducción. Nadie se metió con los nuevos. Ni nos hicieron
novatada alguna, como las que estábamos acostumbrados a hacer en los maristas,
que algunas se pasaban de castaño oscuro.
A los pocos días vimos que se trataba sólo de
seguir los pasos al centenar de muchachos, silenciosos cuando tocaba estarlo y
bullangueros cuando era necesario, y adaptarse a la “distribución” establecida
desde los primeros días.
La naturalidad en el recibimiento y la constante
ayuda de profesores y compañeros influyeron en nuestra rápida integración al
ritmo de la vida colegial.
Sólo se dieron cinco casos de chicos que a las
pocas semanas del ingreso volvieron a sus casas por miedo o por no poder
adaptarse al orden y disciplina que la nueva vida les marcaba. Alguien les
acompañó de nuevo a sus domicilios antes de que llegara noviembre y con él las
primeras nieves.
A partir de esas fechas nadie podría salir de San
Zoilo.
Porque Castilla quedaba incomunicada casi hasta el
fin de la primavera siguiente con todo el norte de la península.
Ese era el motivo por el que el curso escolar no
tenía interrupción ni vacaciones de los
alumnos en sus casas.
Diez largos meses seguidos. Interminables.
Los cortos períodos de Navidades y Pascua se
pasaban enteramente en el colegio. Excepto para los que vivíamos en Carrión o en los pueblos
cercanos.
La primera noche fue de morriña a penas
disimulada, de llantos silenciosos difícilmente contenidos y de alguna que otra
pesadilla que sobresaltaba más aún a los que no podíamos pegar ojo.
Tres o cuatro veces oí las recelosas campanadas de
la torre. Arrebujado bajo las sábanas recité las Ave Marías correspondientes.
Había que acomodarse a los nuevos tiempos.