lunes, 31 de agosto de 2015

PRIMEROS PASOS (31 agosto 15 )

Sabemos que la memoria es altamente selectiva. Tanto picotear en los arenales del recuerdo para luego recuperar sólo algunos privilegiados granitos, sin que alcancemos los  motivos de  tal arbitrariedad en el desenlace.
Me di cuenta, durante el viaje de regreso de Velilla a Carrión, que no había insistido casi nada, únicamente de pasada, en contarle a don Teobaldo mis primeros pasos en el colegio. Los andares inquietos del día de ingreso y  de los casi dos meses que le sucedieron. Días que, sin duda alguna, fueron decisivos, para superar los prejuicios que sobre el convento yo me traía encima.
¿Sería posible vivir en un lugar tan insólito y distinto como era el vetusto monasterio de San Zoilo?

Eran las diez de la mañana. El caserón estaba aún desierto. Mi hermana, el último eslabón de la cadena familiar que me había acompañado hasta la inmensa puerta de entrada, estaría ya subiendo el puente con andar cansino y apesadumbrado por la encerrona de su hermano pequeño.

Desdibujado por la cortina de mis lágrimas, percibía yo apenas el patio de entrada, conocido como “El Cobertizo”, hacia el que suavemente me había empujado el frailecito portero

-Anda, anda… deja ahí contra pared maleta -me dijo el  Hermano- y date vuelta hasta llegada de otros chicos.

Por su habla, seguro que era de origen vasco.
  
Desde dentro la mole de la casona impresionaba aún más que desde el exterior.
El monasterio de San Zoilo era un enigma para la chiquillada del pueblo. Lo contemplábamos con respeto al bajar por el puente. La iglesia, fea y cuadradota, -la “mayor panera de Castilla” la había bautizado alguien- taponaba el horizonte de la vega con su cementerio monástico al pie y la interminable ristra de ventanales del aburrido edificio a ella adosado. Dentro había un centenar largo de muchachos cautivos a quienes mirábamos como bichos raros en sus escasas salidas por el pueblo. ¿Qué harían atrapados y sin salida dentro de la fortaleza?
Ahora era yo el que me hallaba en la panza de la ballena.

En el patio interior se veían las clases, cubiertos aún de polvo los pupitres y las pizarras.
En el centro una estatua del Corazón de Jesús. Sentado a sus pies estuve largo rato contemplando las andadas de una ristra de hormigas negras que se afanaban entre los pinillos medio resecos del jardín. Bastó un sencillo palitroque que les deshiciera el camino  para verlas desorientadas, azoradas y sin rumbo entre los hierbajos. 
¿No me pasaba a mí lo mismo?
El portero había dejado entreabierta la cristalera. A un tris estuve de colarme por ella y escaparme hacia la libertad. Sólo me detuvo la idea de tener que arrastrar yo solo puente arriba la pesada maleta.

Me atreví al fin a atravesar una especie de túnel al fondo del cobertizo. El pasadizo, después de unos tétricos rincones, daba a un campo de fútbol de tierra y, enfrente, a la inmensa huerta del monasterio.

La llamada “Huerta de los Frailes”, rodeada por altísimas tapias, tenía para las pandillas del pueblo un singular atractivo. En lo más alto de sus muros centelleaban al sol multitud de cristalitos, gruesos y puntiagudos, para protegerla de incómodos visitantes. Así y todo había chicos que se atrevían a trasponerlas, saltar dentro, llenar algún saquito de sabrosísimas peras  y echarlo al otro lado de las tapias donde esperaban sus compinches.

El Hermano, también vasco, que cuidaba la huerta sorprendió un día a dos de ellos. Les atrapó antes de que consiguieran saltar  la tapia. En la mano llevaba una hoz que blandía amenazante sobre los dos rapaces muertos de miedo.

-Fuera  pantalones!...vamos. O cuello cortado. A escoger, desvergonsados!
-No lo haremos más, padre, gimoteaba el más pequeño
-Padre yo no soy…venga, fuera trapos! 
-Por Dios se lo juro -decía el otro cruzando los dedos temblorosos.
-¡Eh! ¡eh!..  y a no jurar, chiquillo, que es pecado…

Con la hoz les hizo tiras los pantalones y les dejó luego saltar las tapias que, con las dentelladas de sus vidrios afilados, acabaron por dejárselos inservibles.

-Digan a madres que apañen calsonesAgur, sinvergüensas...

Pasó una temporada sin atracos a la huerta hasta que algunos desaprensivos saltaron de nuevo para hacer acopio de unas cerezas gigantes en los inmensos árboles que se veían desde fuera de las tapias. Esta vez les sorprendió el Hermano apuntándoles con una escopeta de postas de sal. Nueva bajada de pantalones. Uno de ellos, al ver el arma apuntándole la cara, se había ensuciado encima.  El Hermano apartó los pantalones con la punta de la escopeta.

-Seresas han descompuesto antes que las comerías, chico -dijo al ver la prenda manchada del aterrorizado chiquillo.

Les obligó así,  semidesnudos, a encaramarse al muro. Y cuando estaban en lo más alto, “pompis en pompa” les espetó dos sonoras descargas de sal en plenas posaderas. Los chicos cayeron entre aullidos al otro lado de la tapia.

-Si madres no quisieron coser  calsones -sentenció el Hermano gendarme- que remienden ahora culos… poca vergüensa

Hacia las doce del mediodía llegaron los primeros alumnos. Venían desde las estaciones de ferrocarril más cercanas donde les esperaba uno de los maestrillos del colegio.        
Gran parte del viaje lo hacían sentados sobre sus maletas en camiones o en la baca de los coches de línea que metían tres horas para hacer los cuarenta kilómetros desde Palencia a Carrión.

Los más antiguos iban animando a los novatos contándoles lo bien que se lo pasaban en el colegio.
Todos los alumnos nuevos habían superado los exámenes de entrada en sus pueblos respectivos. Allá donde surgiera la mínima demanda, en Galicia, León, Castilla, Asturias, Santander… acudían al comienzo del verano los Padres o Maestros examinadores.

Yo, gran y único privilegio en el colegio, estuve exento de tal selección. Siempre me quedó una duda. ¿Habría  superado esa prueba?

-¿A ti qué te pidieron? -le pregunté unos días después a Diego, gallego de Padrón,  en una de nuestras excursiones al campo
-Cosas. Primero hablan con tus padres… el cura del pueblo… a ver si cumples y cómo te comportas. Y en la escuela, a ver cómo andas de cuentas, si lees bien, cómo estás en las clases…
-¿Contigo no charlaron?
-Jolín que no…! Y tuve que hacer aritmética, y leer, y escribir una plana, a ver si era verdad lo que en la escuela les habían dicho
-¿Sólo eso?
-¡Qué va! Más de dos horas pasaron  luego sonsacándome cosas
-¿Como qué?
-Que si me gustaba rezar, comulgar o jugar a decir misa, que si quería ser misionero, que si me dormía rezando el rosario… Y otras cuestiones que no entendía mucho. Lo que yo decía se lo escribían  todo en sus libretas. Por último el maestro más joven me preguntó: ¿Te gustan las niñas?
-¿A que te adivino tu respuesta?
-¡Hombre! No es difícil. A las otras demandas iba yo contestando a casi todo francamente que sí o que no. A esta me puse colorado como un tomate… y ¿qué quieres?... pues naturalmente les dije que “no”. ¿O les puedes decir que “sí”?

La duda sobre la posibilidad de no haber aprobado la prueba de acceso al colegio quedó ahí suspendida. oscilando irónica, como la legendaria espada de Damocles.

Bajaron sudorosos y cubiertos de polvo, boquiabiertos ante el inmenso edificio: la colosal mole de la iglesia adosada a la mansión, las columnas de la entrada, la descomunal puerta guarnecida con clavos.
El recibidor se convirtió en pocos minutos en el andén de una estación de viajeros.

Era el 15 de septiembre de 1944.

-Tú no vienes de lejos, guaje -me dijo uno de ellos
-Pues no.  ¿Cómo lo sabes?
-Por esa tu maleta  más limpia que la calva de un fraile
-Soy de aquí, del pueblo -le aclaré
-¡Qué suerte, guaje! -dijo llevándose las manos a la cabeza- t’as librao de una buena. De Pola de Laviana hasta aquí llevo yo casi dos días, los lomos hechos trizas y más mareao que un besugo

Era asturiano. Se llamaba Pablo. Juntos formamos las primeras filas camino del piso más alto, hacia el dormitorio corrido de San Estanislao que era el de los pequeños. Los mayores tenían sus camarillas individuales en los pisos de abajo.

Algunos  de ellos vinieron a ayudar a los “pipiolos” o “pipis”, como se conocía a los recién llegados, a transportar sus fardos hasta el pie de cada cama.

Daban las doce en el reloj de la imponente torre de la iglesia. Como si fueran de soldaditos autómatas, las filas se pararon de golpe.
Uno de los mayores comenzó el rezo del “angelus”.Nos pareció algo raro. Pero era una vieja costumbre en el colegio.Siempre que sonaran las campanadas de las horas  en el reloj de la torre, si te encontrabas en patios o pasillos, había que pararse, rezar un Ave María y continuar  la marcha  luego como si tal cosa. A mediodía se recitaba el ·"angelus".

La siguiente ocasión en que vivimos esta norma fue esa misma tarde durante un partido de fútbol improvisado en el patio. “¡La hora, la hora!” gritó alguien a la primera campanada de las seis.
Los  equipos se detuvieron en el acto, excepto el delantero, uno de los nuevos, que tenía la pelota y de un tiro cruzado la metió por la misma escuadra izquierda de la portería. Al terminar el rezo surgieron airadas las protestas. El maestro vigilante amonestó al abusón. Anuló el tanto. Y marcó un bote neutro en el centro del campo.

Los alumnos mayores se encargaron de informar a los pipiolos despistados y desorientados. Nos iban mostrando  despacito las clases, los patios y salas de juego, la huerta y la piscina, el comedor, la capilla, la enfermería, la imponente iglesia.


Lo que más me impresionó fue el claustro plateresco. Nunca había visto una filigrana en piedra tan extraordinaria. Estábamos embaucados.

-Fijarse si San Zoilo es grande que pasamos  hasta la noche viendo cosas nuevas -les decía yo a la familia el día en que, a la semana siguiente, pasé un momento por casa, cuando me mandaron a por unos papeles al ayuntamiento.
-Ya verás, ya verás… -recordó patético una vez más el pesado de mi hermano Chus- cuando con la perra gorda en ascuas te hagan el redondel de la coronilla
  
Tampoco en esos primeros días nos soltaron grandes sermones de introducción. Nadie se metió con los nuevos. Ni nos hicieron novatada alguna, como las que estábamos acostumbrados a hacer en los maristas, que algunas se pasaban de castaño oscuro.

A los pocos días vimos que se trataba sólo de seguir los pasos al centenar de muchachos, silenciosos cuando tocaba estarlo y bullangueros cuando era necesario, y adaptarse a la “distribución” establecida desde los primeros días.

La naturalidad en el recibimiento y la constante ayuda de profesores y compañeros influyeron en nuestra rápida integración al ritmo de la vida colegial.

Sólo se dieron cinco casos de chicos que a las pocas semanas del ingreso volvieron a sus casas por miedo o por no poder adaptarse al orden y disciplina que la nueva vida les marcaba. Alguien les acompañó de nuevo a sus domicilios antes de que llegara noviembre y con él las primeras nieves.
A partir de esas fechas nadie podría salir de San Zoilo.
Porque Castilla quedaba incomunicada casi hasta el fin de la primavera siguiente con todo el norte de la península.

Ese era el motivo por el que el curso escolar no tenía interrupción ni vacaciones de los  alumnos en sus casas.
Diez largos meses seguidos. Interminables.
Los cortos períodos de Navidades y Pascua se pasaban enteramente en el colegio. Excepto para los que  vivíamos en Carrión o en los pueblos cercanos.

La primera noche fue de morriña a penas disimulada, de llantos silenciosos difícilmente contenidos y de alguna que otra pesadilla que sobresaltaba más aún a los que no podíamos pegar ojo.

Tres o cuatro veces oí las recelosas campanadas de la torre. Arrebujado bajo las sábanas recité las Ave Marías correspondientes. Había que acomodarse a los nuevos tiempos.


viernes, 28 de agosto de 2015

A.M.D.G. ( 28 agosto 15 )

Teobaldo tardó mucho tiempo en decirme por qué se interesaba tanto en que yo le contara cosas del colegio de San Zoilo.

En largos paseos, hasta Camporredondo y el Hayedo de Peña Lampa o sentados sobre las adustas piedras del borde del lago Curavacas que desde lejos parecían un rebaño de corderos abrevándose en sus aguas, indagaba sin cesar sobre los profesores que teníamos, sus métodos de enseñanza, el trato a los alumnos, la convivencia entre unos y otros, la disciplina y los castigos.

Yo le describía mi experiencia de esos dos primeros años. Los primeros pasos titubeantes, el acomodo a una vida extrañísima en los primeros momentos pero cada vez más tolerable e incluso, en   muchos momentos, absorbente y atractiva para un chico de mi edad.

-Me lo temía. Has caído en sus redes como cualquier conejillo de estos altozanos sucumbe a los ardides de sus ojeadores
-Bueno, bueno…-le repliqué yo enseguida- excepto cierta emboscada  que me tendió mi tía la monja en casa de la abuela María, y que por eso estoy donde estoy, yo no me he visto metido en otra ratonera. En San Zoilo nos lo dicen bien claro. “Todas las mañanas pasa por la puerta del colegio el coche de línea Guardo-Palencia. El que no quiera seguir aquí, coja el pescante y…agur !”
-¿Cuántos lo han hecho?
-Quince este año. Veinte el anterior
-De un total…?
-De ciento treinta más o menos

Estaba esperando que me preguntara cuándo me tocaría a mí hacer lo mismo.
Pero no. Me invitó a que nos acercáramos a su “bohío” como él decía. Era una casita apartada del pueblo. Con dilatadas vistas a la cordillera por un lado y al bucólico Valle del Brezo, por el otro.
Sobre la chimenea del comedor, el lienzo entero del muro  estaba totalmente recubierto de libros. Más de dos centenares, seguro. La mayor parte parecían antiguos.

-He tenido que ponerlos -dijo mirándolos con mimo- ahí, en el testero. Al regazo de la lumbre.  Para que no claudiquen ante las celliscas de todos los demonios que nos embisten durante el invierno. Ahora en verano les abro todas las ventanas. Así tomarán hálito de estas brisas que son las mejores del planeta.

Luego bajó la voz, en tono casi confidencial.

-Hay que mimar a los libros, muchacho. Más, si cabe, que a los mortales. Cualquiera de ellos es menos veleta y farsante que los humanos. Un libro es siempre fiel a sí mismo y nunca se desdice ni trapichea con su alma.

Hice ademán de tomar un grueso volumen encuadernado en piel burdeos y cantos dorados. Me paró en seco.

-Nooo!. Ni se te ocurra. Si aquí estuviera el piadoso juez Palacios, se te hubiera abalanzado como una fiera. Para impedirte  que ni siquiera quitaras el polvo a uno solo de esos volúmenes
-¿Por qué?
-¿Sabes lo que es el   Índice de los Libros Prohibidos por la Santa Madre Iglesia?
-Sí… bueno, algo nos mentaron un día en clase
-Pues casi todos los que ves en esa pared están metidos en ese saco. Los he ido rescatando en las viejas librerías de lance madrileñas. Hasta he conseguido un ejemplar valiosísimo del “Index Librorum Prohibitorum”, del Papa Gregorio XVI.

Extrajo un pálido volumen en rústica. Mientras lo hojeaba con no disimulado desaire fue comentando:

-Está editado en Italia. Figúrate que aquí dice que por primera vez aparece en la lista uno de tus jesuitas llamado di Goberti. Bueno, no te voy a escandalizar con nombres. Un día llegarás tú a ellos. Tal vez entonces estén ya libres de los grilletes a los que una supina  insensatez les ha encadenado.

En el lomo de algunos volúmenes pude descifrar desde la distancia ciertos autores: Voltaire, Rousseau, V.Hugo, Zola…En la esquina derecha de la chimenea reposaban dos libros algo más nuevos del escritor valenciano Blasco Ibáñez.

-En realidad he venido a buscar éste

Encaramado en una vieja cepa que le servía de taburete cogió de la estantería más alta  un pequeño libro.

Ya en el exterior, sentados bajo una gran chaparra, me mostró sus tapas  amarillentas, RAMÓN PÉREZ DE AYALA, A.M.D.G, LA VIDA EN LOS COLEGIOS DE LOS JESUITAS, NOVELA, al tiempo que me preguntaba con  pícaros ojuelos

- Vamos…¿A que sí que sabes el sentido de esas cuatro letras:  AMDG?
-Seguro. La mayor parte de nuestras composiciones o ejercicios literarios los empezamos en el colegio con IHS (esquina superior izquierda) y los terminamos así, con AMDG (centro inferior de la página) “Ad Majorem Dei Gloriam”
-Puesto que deduzco, por lo que me has contado, que ya dominas los latines con cierta soltura no necesito que me des la traducción corriente de ese lema jesuítico
-Mi compañero Salvador, en unos de sus primeros ejercicios de traducción latina, lo tradujo: “A Gloria le dieron la mayor”

La carcajada de Teobald0 llegó a hacer eco en la cercana sierra.

-El pobre Salva -añadí yo- lo hizo con todo el hígado, sin malicia. Pero el profesor creyó que le estaba tomando el pelo y le endilgó una página de “pensum” latino para aprender de memoria que le costó los recreos de tres días.

Cuando Teobaldo se repuso de su ataque de risa inició una larga explicación de la novela.

-Te contaré.  Si te interesa, claro…
-Hombre…Sólo con ver el título…

Se arrellanó bien sobre la hojarasca que cubría las raíces del inmenso árbol. Lo cual me daba a entender que el discurso iba para largo. Y prosiguió.

-Hace apenas medio siglo, cuando en 1910, publicó Don Ramón esta novela, o  panfleto mejor dicho, la expresión latina AMDG, “A Mayor Gloria de Dios”, revelaba sólo una cosa. Para la mayoría de los progresistas de medio pelo de entonces el latinajo era algo así como el paraguas de la  corrupción, del oscurantismo y  abusos de todo tipo que los jesuitas  infligían a sus  feligreses  y especialmente a los niños encerrados en sus escuelas.
-Pues a mí me parece…-dije yo perplejo-  Bueno, ahora…
-Que  ahora de todo eso nada. Y me alegro de haberlo oído de un joven testigo como tú. Ese era el interés  que me guiaba al preguntarte tantas cosas sobre tu escuela y sus moradores. Porque debes conocer además  una coincidencia chocante. Gran parte de la novela de Pérez de Ayala está escrita en los escenarios del San Zoilo de Carrión de los Condes. Allí vivieron muchos de sus protagonistas durante los cursos 1889 a 1891.
-Qué interesante, oiga. Una novela de mi colegio.
-Muchas páginas coinciden con lo que tú me has ido describiendo de la casona y  de la organización de la vida colegial en San Zoilo.  Otras…

Entonces se explayó sobre el escándalo que supuso la  descripción que la novelita hace de un curso escolar en un internado de los jesuitas. Alumnos glotones, pendencieros o borregos. Curas rigurosos y crueles, místicos, seductores y afeminados. Energúmenos prepotentes algunos y analfabetos  casi todos. Descripciones tétricas sobre ejercicios espirituales. El marido de una mujer se suicida porque la ve enamorada de uno de los padres del colegio, precisamente el místico. Un alumno, Coste -dijo que se llamaba- murió como consecuencia de uno de los frecuentes y brutales castigos. A un tal Bertuco, alumno protagonista, logran por fin sacarle de tan lóbrego escenario y tras él hasta el mismo rector jesuita se sale de la Compañía de Jesús.

-Como ves, un argumento edificante y modélico
-Y que lo diga…
-Aunque lo más grave estaba aún por venir -siguió Teobaldo- Ocurrió veintiún años después. En el año 1931. Estaba yo entonces en Madrid. Una mediocre adaptación teatral de de la novela AMDG se estrenó el 7 de noviembre de ese año en el teatro Beatriz. El escandalazo que le acompañó fue de volteo de campanas. Bastonazos. Bofetones. Una butaca volandera me pasó rozando la cabeza. Intervino la guardia de asalto. Se llevaron a cerca de cuarenta amotinadores projesuitas a los calabozos.

Teobaldo apuntalaba su narración con gestos exagerados que le dejaban a uno boquiabierto.

-Yo vi a D. Ramon al día siguiente -añadió a modo de confidencia -  en casa de unos amigos. Estaba apesadumbrado. Porque entonces  Pérez de Ayala era embajador de España en Londres y temía la repercusión de los disturbios del teatro Beatriz en la sociedad inglesa. Por de pronto Ayala aclaró que la obra AMDG no reflejaba el ambiente de todos los colegios de jesuitas, como,  si miras al título, indicaban las primeras ediciones de la misma. Se trataba sólo de la vida en un colegio concreto, situada de inicio en San Zoilo de Carrión de los Condes, en la provincia de Palencia, y luego en el Colegio de los Jesuitas de Gijón en Asturias.
-O sea que es verdad -le interrumpí yo- parte de los horrores que ahí se cuentan tuvieron lugar donde yo vivo.
-Y donde habitó el mismísimo Pérez de Ayala.-¡Anda! ¿Ayala vivió en San Zoilo? ¿De veras?
-Sí. Pero tienes que saber, mocito, que lo que ahí se cuenta son sólo hechos novelados. Toda novela es una ficción. Manufactura de la imaginación de su creador. Si aceptamos que la imaginación es en gran parte fruto de nuestros recuerdos podemos deducir que Ramoncín Pérez de Ayala no debió pasarlo bien en los tiernos años de infancia que estuvo en tu colegio. Adóbalo luego con el beligerante ambiente antijesuítico de  años posteriores… y de la coctelera puede salirte un bodrio como el que tengo ahora entre  manos.
-¿Y todo eso les hizo daño a los jesuitas?
-Que si les hizo…! -prosiguió Teobaldo con las manos en la cabeza-. En ese mismo año 31, en el mes  de mayo, se habían incendiado cerca de un centenar de sus casas en España. No me acuerdo en qué ciudad un cartelón rezaba: “A las once y media de la noche, carrera de frailes en la Gran Vía”.
-¿Qué brutos! -dije yo.
-Pero faltaba la guinda final
-Más aún…?!
-Sí, guapo, sí. El 23 de enero de 1932…
- Justo quince días antes de que yo naciera
-Pues ya ves, naciste casi con el decreto oficial -por mandato constitucional- de disolución de la orden de los jesuitas y la incautación de todos sus bienes.  Todos los estudiantes se fueron al exilio y  el resto se dispersó por donde buenamente pudo.
-Pues de todo eso -dije recapacitando un instante- no nos han mentado ni pizca en las clases, ni fuera de ellas. Y fíjese que ahora me acuerdo que uno de esos “dispersados” que usted dice fue un tío abuelo mío jesuita. Que lo despeñaron en 1936 las hordas marxistas desde el faro de Santander con un peñasco atado a las piernas según cuenta a todo el mundo su hermana monja, y tía mía, Sor Doretea.
-Eso les honra. A tus profesores. ¿Para qué emponzoñar a oos niños y jóvenes con recuerdos de insensatas calaveradas?! Tiempo habrá en que las descubráis por vosotros mismos y las paséis por el tamiz de vuestras experiencias. La infancia y la adolescencia son épocas de ensoñación. Un vivir en la realidad sin haber entrado todavía en ella. Pretender volar sin  tener aún la nervadura de las alas. Soñar semidespiertos. Contarse a sí mismo la existencia de todo, reducido a la estatura de cada uno. Nefasto será el educador que ignore tal circunstancia. Que irrumpa empotrando diques en esa corriente natural con el devaneo estúpido  y tan frecuente de formar seres “a su imagen y semejanza”.

Le pedí, casi le supliqué, que me dejara el libro. Yo leía muy rápido. Podía sin duda acabarlo en los dos días que aún me quedaban de estancia en Velilla.

-Vade retro, Satanas, -replicó vehemente- Ya le he dicho, muchacho, en qué “Sagrada Colección”, prohibida a  todos los cristianos grandes o chicos, se encuentra esta novela.

Y añadió, ya un poco más relajado:
-Ni a usted, amigo, le conviene aún su lectura. Ya llegará el día. Además que el escándalo que a mí me salpicaría, si se la dejara, sería más sonado que la batalla de Lepanto.
-Pues no haberme encandilado con la dichosa obrita -le dije muy enfadado- Usted sí que se ha aprovechado de todo lo que le he contado

Cambió de color su rostro. Estuvo unos instantes con la mirada perdida en el nevado horizonte. Se quitó el sombrero. Puso el libro dentro y lo tiró a mis pies. Y se arrodilló a dos pasos, la cabeza gacha y los brazos caídos como un penitente.

-Cierto, chaval. La verdad excluye toda contrarréplica -susurró mansamente- Estoy abatido. No me queda sino manifestarle la más sentida de todas mis excusas…

Nunca me había visto en tal aprieto. La situación era por un lado de un cómico subido. Por otro yo intuía haberme pasado en la reflexión que le hice al bueno de Don Teobaldo. Sin pensarlo más cogí el chambergo con el libro y se lo encajé en la cabeza medio pelona.
Todo terminó en una doble y estrepitosa risotada. Teobaldo entró luego en su casa para dejar la novela. Salió enseguida con un papel en la mano. Me lo entregó y echó a correr, trotando como un potrillo revoltoso.
El papel decía en grandes caracteres: “A.M.D.G.”  =“A Merendar De Gorra”. Desde los cincuenta metros con los que se había adelantado, gritó, blandiendo en el aire su cayado:

-Allá vamos, carrionés. A merendar de gorra en casa del Juez Palacios, que tiene los mejores torreznos y la cecina más exquisita de todas las Castillas.

Llegué a su altura y nos perdimos entre los regatos florecidos hacia la casa del señor Juez.

EL ERMITAÑO DE PEÑA LABRA ( 28 AGOSTO 15 )

En el espléndido paisaje de la montaña palentina encontré  un verano a dos personas que recuerdo  con especial estima.
Eran las segundas  vacaciones estivales después de mi ingreso en  San Zoilo. La familia me mandó a pasar una larga temporada en casa de unos parientes de mi madre, en el pueblo de Velilla de Guardo, al norte de la provincia de Palencia.
Se trataba de alejarme de los peligros del verano en Carrión, no fuera que me aliara con mis antiguos pandilleros o me arrimara demasiado a algunas niñas del pueblo.

El entorno, en las estribaciones de la cordillera cántabra, aunque más agreste, era comparable a los extraordinarios parajes que pocos años antes tanto me impresionaron en las vascongadas.

El primero de esos personajes, que ya conocía desde niño, fue mi primo Camilo.
Camilo llevaba ya varios años metido a dominico. Era una persona muy suya. Muy introvertido.
Estaba en el convento de los dominicos en Ocaña, en la provincia de Toledo


-Te fuiste muy lejos, tú, Fray Camilo.
-Ya
-A mí, por lo menos, me dejaron en mi pueblo de Carrión, a dos pasos de  casa
-Lejos o cerca… a mí se me daba igual
-¿Y eso?
-Porque solo era salir lo que yo quería -dijo mi primo- Que se lo advertí a mi padre:  “0yes, a mi pasar mi vida entre vacas y olor a boñigas no se me figura”. “Pues -me dijo el patriarca- no veo otros posibles, mocito”
-Más o menos lo de todos 
-Hasta que una terna de padres dominicos pasó un día por Guardo a predicar una Misión. Se prendaron de mí y yo de ellos. Mi padre vendió dos terneras, mi madre me preparó los bártulos y…ala, pa  Toledo, que fíjate si está lejos.
-¿Y te hace? -le pregunté- ¿Estás bien?
-Pues no te diré que no. Trajinar sí que trajinamos. Desde la mañanita al atardecer. Mucho libro. Pero me gusta. ¿Ves las águilas posadas en aquel chaparro?
-Bonitas.
-¡Vaya ejemplares majos!
-Son las primeras -le confesé-  que veo tan de cerca en mi vida
-¡Qué pelusa me daban hace ya casi cuatro años!
-¿Y ahora?

-Las miro como cómplices. Me aguijaron a buscar horizontes nuevos. Porque observaba  cómo al final de cada otoño dejaban de picotear por las bostas y de hozar por los légamos de los arroyos. Y se iban. Majestuosas. A enseñar a los aguiluchos otras quebradas.

       
Daba gusto escuchar a mi primo. A penas tres años mayor que yo. Independiente. Apasionado por la lectura y por la averiguación de lo más recóndito de las cosas. Desde el principio me dijo que no le gustaban nada las niñas.

-Y no es por nada. Sino porque no me va que alguien pueda encadenarme por los siglos…

Ya de crío tenía Camilo una extraña costumbre.  Íbamos  con frecuencia de correrías por las florestas cercanas al pueblo. Varias veces sintió la necesidad de hacer de vientre. Se paraba con naturalidad al borde de cualquier cuneta. Al terminar la labor, cogía siempre un palito y hurgaba con atención en las heces todavía humeantes.
Es algo que hacía desde que tenía cinco años. Se tragó entonces una perra chica. De color verde, porque estaba llena de  venenoso cardenillo. Y estuvo muy malo durante más de veinte días. Cada evacuación suya era removida con zozobra por la familia. Hasta que salió la perra chica limpia y reluciente, como si acabaran de acuñarla en la Casa de la Moneda.

-Mírala – dijo Camilo señalando la alacena que había al entrar en casa - ahí está la perra chica, colgada de la mano de la estatuilla de San Roque que debe ser el patrono de los males de barriga.
-Pero por qué sigues…
-¿Escarbando la mierda? Ya lo hago cada vez menos. Y sólo en el campo. Siempre encontré interesantes las curvas, circunvoluciones y  filamentos que forman ciertos diseños, constantemente repetidos, en todas las deposiciones. Su estudio metódico daría para montar alguna teoría sobre la salud de las personas. O, quizás, sobre su  porvenir y su destino… ¿No era eso lo que leían los sacerdotes en las tripas  y bandullos de los pollos romanos?

Sólo estuvimos juntos dos semanas. Al despedirse dijo:

- Mira que meterse en los jesuitas
-¿Qué quieres? A ti te salieron  tres frailes dominicos al camino. A mi una tía monja pitonisa  que tuvo un hermano jesuita mártir
-¿Sabes que dominicos y jesuitas han sido siempre acérrimos enemigos? ¿Y que hace siglos, se liaban a mamporros por las callejuelas de Salamanca? Espero que cuando nosotros lleguemos a mayores ya se les habrá pasado.

Las historias de las trifulcas entre dominicos y jesuitas se las había contado a  Camilo mi segundo personaje de aquellas vacaciones: Don Teobaldo, el ermitaño de Peña Labra.

-Es un excéntrico -me había dicho mi primo- pero a mí me divierte mucho

Sólo la manera de vestir destacaba ya a Teobaldo del resto de los mortales. Bata blanca a media pierna, a veces naranja, sobre unos pantalones verdes, a veces ocres.  Ceñida  la cintura por grueso cíngulo garzo descolorido. Alpargatas de esparto. Barba larga entrecana. El pelo, ya escaso e igual de lacio y desvaído que la barba, se lo recogía en una coleta que terminaba como las tusas de una escoba. El gorro de fieltro y  un cayado de nudos acababan de rematar la estampa.

-¿Se habrá escapado -me pregunté a primera vista- de alguna cueva de anacoretas, de los que vivían en los antiguos tiempos de los Padres de la Iglesia?

Después descubrí que este aspecto chocante se desmoronaba solo al cuarto de hora de hablar con Teobaldo. Era locuaz. Y muy divertido. De verbo ampuloso y cautivador. A ratos apabullante.

-Ganas tenía de conocerte, chiquillo. Me lo dijo mi amigo, el Juez Palacios. “Va a venir un estudiante de Carrión de los Condes. De San Zoilo, nada menos. A casa de Santiago, el de la vaquería”. Enseguida  me fui a tu tío, a demandarle la venia para  establecer contacto con tan insigne huésped

Trazó con el chambergo hasta sus rodillas un  círculo  que abarcaba el inmenso anfiteatro de la cercana cordillera cantábrica y se presentó pomposo:

-Teobaldo Rabanal Gil, para servirle a usted y… a nadie más.

Se irguió. Hierático. Hubiera soltado yo una carcajada, de no contemplarle enjuto, inmenso y estilizado, siguiendo la línea del valle, hasta proyectarse contra los riscos azulados de los montes.

En Velilla nadie sabía su historia. No se le conocían mujeres ni hablillas escabrosas. Decían, por el apellido, que si había nacido en el pueblo de Rabanal de los Caballeros, cercano a Cervera de Pisuerga y por eso le apodaban el ermitaño de Peña Labra. Otros, murmuraban escandalizados, que era un cura que había ahorcado los hábitos. Por el atuendo, comentaban en casa de mis tíos, debe haber viajado allá por la India.
Eso sí. Cada tres meses se aseaba la barba y la cabellera,  se enfundaba un terno gris antracita y desde Guardo emprendía  viaje de una semana, trescientos sesenta kms., a Madrid. Alguien que le siguió le vio perderse en la Plaza Mayor de la capital por las escalerillas que dan hacia Las Cuevas de Luis Candelas.

-¿A que te parezco un bicho raro…! -me dijo a poco de saludarme.
-Hombre…
-Y más con estos  estrafalarios ropajes ¿no?
-Bueno, a mí ya me han enseñado que el hábito no hace al monje
-Sabia réplica, rapaz. De las pocas sesudas que he oído desde que me perdí por estos parajes, hace casi un lustro. Si entendemos por perderse el dar ciento ochenta grados a la manivela y volver a donde uno dio sus primeros vagidos. A ver si, en la ironía de estas fuentes cercanas que aparecen y desaparecen cuando les viene en gana, encuentra  uno el principio o el fin de tantos y tantos entresijos incompresibles de la vida.

Las fuentes a las que aludía Teobaldo abundan en la cordillera cantábrica. Desaparecen y vuelven a brotar sin explicación aparente. Van acompañadas de  leyendas y consejas a veces espeluznantes. Entre ellas la de su carácter  de admonición y peligro. Decían que si, cuando se visita una de estas fuentes por primera vez, se la encuentra seca es presagio de una muerte próxima


A pocos metros de donde nos encontrábamos está la más famosa de todas, la Reana de Velilla de Guardo. Tiene un ara  en su testero. Todas las fuentes romanas la tienen, dedicada a la Ninfa particular     de cada manantial.
Un arco, aletargado desde siglos en  sus escasas aguas, sin argamasa ni mortero alguno, remedaba en miniatura  a otras famosas edificaciones romanas como el Acueducto de Segovia. Un hilillo de agua salía en esos días del manadero, se remansaba en  un pequeño aljibe e iba a perderse metros más abajo entre flores y matojos al cercano río Carrión.

-Los celtas llamaron a este pueblo Tamaria. De esa misteriosa e intermitente fuente -me explicaba Teobaldo- y de sus virtudes medicinales,  habló en su época  el historiador romano Plinio el Joven. “Fontes Tamarici” la denominó.

A continuación se lanzó a una entusiasmada perorata:      

-Por algo sería, digo yo, cuando los mejores colonizadores de la Historia se asentaron en estos parajes de alucinante belleza. Si de algo entendían los romanos era de agua. De esos picachos de cordillera cantábrica que tienes ahí delante brotan los nacientes que llevan el agua a más de media España. A dos mil metros de altura, hacia la izquierda, surge el río Carrión. Más a la derecha, en la Cueva del Cobre, en un valle que llaman los Redondos, nace el Pisuerga. Y unos kilómetros más allá, al otro lado de Peña Labra, el Ebro.  El Carrión y el Pisuerga se funden en un abrazo cántabro cerca de Valladolid, camino del río Duero. Del Ebro, hasta que entrega su alma al mar en Cataluña, qué te voy a decir.

Detuvo un instante la recargada gesticulación con la que acompañaba su exposición hidrológica.
Y añadió, extendiendo  como  un bíblico profeta su brazo acusador desde la cordillera, investida aún con un solideo blanco en las crestas más altas, hacia el sur, hacia la meseta castellana:

-A veces pienso qué sucedería si a todos los veneros que por aquí brotan se les ocurriera replegarse un día en sus entrañas como lo hacen estas fuentes caprichosas. ¡Qué pu…, perdón, qué patada en el trasero a algunos que yo me sé! Una buena lección para los de ahí abajo. Se quedarían sin pan ni agua. A ver si en vez de mamar tanto de las ubres de nuestros montes, sin compensación alguna, se decidían a ocuparse un poco de estos andurriales abandonados. Sería una rebelión admirable y…hasta épica, qué corcho !!    

Era un entusiasta de la pintura de Goya. Te hablaba con una facilidad pasmosa   de  toda la producción del  pintor. Caprichos, Desastres, Pinturas Negras, las obras clásicas del pintor aragonés.
Había dibujado un libro de esos que tienen movimiento. Como los que existían entonces sobre Franco, que empezaban sólo con el rostro aquel del gorro militar y pasando rápido las páginas terminaba con el Generalísimo brazo en alto y dando vivas a España. Su libro era sobre las Majas de Goya.
 Comenzaba con la Maja Vestida y  poco a poco iba desapareciéndole la ropa hasta transformarse en la Maja Desnuda, con su fealdad  y esa postura de caderas que, según él me comentaba, alguien ha comparado con las ancas de una rana. Y a continuación hizo un comentario que se me quedó grabado para siempre.
            
-Fíjate -dijo-  que hasta lo feo puede llegar en algún momento a ser bello. Es una de las grandes ironías del Arte.

De paso aprovechó también para precisar que la hechura de su libro de imágenes estaba  inspirado en Goya y en la misma duquesa Cayetana de Alba que,  como es sabido,  parecía tener sus relaciones “estéticas y estáticas” con el pintor de la Corte. La tal señora tenía expuesta únicamente la Maja Vestida. Sólo para los más íntimos hacía deslizar el cuadro. Detrás aparecía el pícaro doble camuflado de la Maja Desnuda.

sábado, 22 de agosto de 2015

LA CONSPIRACIÖN ( 22 agosto 15 )

Llegamos a Carrión a mediodía. Desde San Sebastián me acompañó mi hermana, libre por unos días de las señoras de alcurnia y de la mala baba de su perrito faldero. 
Estaba ya avanzado el mes de septiembre. Por eso en mi primera siesta no pude ya entrever las imágenes agosteñas que desde el lienzo medieval de la muralla se proyectaban cada tarde en la blanca pared de mi habitación.

Mi  particular "cine de alcoba" consistía ahora en rememorar, mirando al techo, los detalles de mi primer viaje a la tierra vasca
.
Primero los contrastes. El desfiladero de Pancorbo, entre Burgos y Alava, que el tren franqueaba envuelto en volutas de humo cansado, marcaba las diferencias.

Hacia abajo la monotonía inmensa de las llanuras. 
Sol absoluto. 
Los secos terrones del barbecho. Las colinas amarillentas  de  los campos cosechados en verano. 
Las largas hileras de chopos y castaños de indias, guardianes de las carreteras de Castilla.

De Pancorbo hacia arriba una  cadena interminable de árboles y bosques. Es que no veías ni un pedazo de terruño baldío en una tira de kilómetros. 
Sobre las colinas o en la falda de los empinados montes surgían a voleo los caseríos, los pueblos y los rebaños, sin estridencias, arropados por la mañana en el vaho de la neblina espesa y acompañados con frecuencia durante gran parte del día por el chirimiri de  las nubes bajas.

Y luego el mar. Recostado en mi cama me sentía mecido, sin engorrosos mareos, por el suave balanceo del estuario del Bidasoa o las temerosas olas de la barra de la Concha de San Sebastián.

Hasta el punto de irme adormeciendo, sentado en lo alto del monte Jaizquíbel, intentando traerme para el pueblo a toda mi familia vasca enmarcada en un cuadro marinero que abarcaba la bahía entera de Txingudi, el Bidasoa, las tres villas famosas de Irún, Hendaya y Fuenterrabía.

En lo alto de una barca verdinegra, que mis tíos, Carlos y el Portugués, empujaban mar adentro, iba Encarna, vestida de cantinera, tía Manuela que con su mole hacía zozobrar
peligrosamente la embarcación, el metro y medio de tía Irune mirando al cielo y tía Valentina despotricando en vasco contra una chalupa de nazis que en esos momentos zarpaba de la orilla opuesta.
No sé qué pintaba una chalupa de nazis en un cuadro de familia, pero el caso es que de pronto lanzó un cañonazo. Su estruendo fue dando tumbos por todas las montañas del amplio anfiteatro que forma el estuario del río Bidasoa. Una bandada de patos pringados de barro surgió graznando bajo los ojos del puente internacional. Y un toro de cornamenta descomunal salió de estampida de entre los lodazales de la Isla de los Faisanes. Bufaba desafiante todo a lo largo de la costa francesa hasta que apareció una patrulla alemana. El astado ensartó uno detrás de otro a los dos vehículos y al sidecar con los nazis dentro y los estrelló contra los peñascos de los dos Gemelos en la playa de Hendaya.
La chalupa ya no era un barco nazi. Se había transformado en una preciosa trainera con mis dos primos a bordo. Nicolás enarbolaba el remo de patrón de la barca y Carlos ondulaba la Bandera de la Concha, el flamante trofeo de las regatas de San Sebastián.

El toro gigante se había acostado mansamente sobre el río. Su inmensa mole cubría casi las dos orillas y de su belfo reluciente empezó a brotar un escuadrón de animalitos redondos y rojizos que rápidos corrían hacia mí copando la montaña. Eran chinches. Quise huir pero mis pies, como sucede en todas las pesadillas, estaban firmemente clavados en el suelo.

Me desperté dando un gran alarido. En la mano tenía la caja de cerillas gigantes de la casa de la higuera. La acaricié suavemente. Cuántas cosas tenía que contar a mis amigos. Y a Anita la primera. Para decirle ante todo que no me había encariñado con ninguna otra ni a este lado ni al otro de las dos fronteras.

Pero… los renglones ya estaban trazados y apuntaban a derroteros muy distintos. Esa misma tarde fuimos a casa de la abuela María. Allí estaba su hermana, Sor Dorotea, la monja de la Caridad. Estaba también un cura alto y fuerte, ya mayor, de rostro amable y de mirada alegre.

-Es el Padre Rector de los Jesuitas de San Zoilo, me dijo por lo bajo tía Carmen. Anda, bésale la mano.

La escena siguiente se desarrolló con una insospechada rapidez. Sin más preámbulos ni presentaciones la monja levantó el  crucifijo del gran rosario que llevaba colgado a la cintura, lo puso luego sobre mi cabeza y, con los ojos cerrados, profetizó dirigiéndose al jesuita:

-Este, padre, será el sucesor de nuestro hermano mártir, del jesuita Valentín Mayordomo, vilmente asesinado por los republicanos sólo por proclamar su fe en el ejercicio de su menester sacerdotal. Así nos lo ha concedido la Providencia
-Amén Jesús, dijo persignándose tía Carmen
-Esperamos que el chico cumpla con creces vuestras expectativas, añadió solemnemente el señor Rector

Mi hermana y la sra. Feli contemplaban el cuadro sin demasiado entusiasmo. El  sopetón me había dejado a mí, el protagonista de esta solemne investidura al estilo de las mejores páginas de un libro de caballerías, sin opción a la palabra. Era sin duda una encerrona. Una conspiración.
La conjura se había perpetrado en mi ausencia durante las semanas anteriores. Los conspiradores: tía Carmen, Sor Dorotea y el jesuita Padre Abarquero, allí presente. La  Providencia, a la que la monja invocaba, había movido muy bien los hilos del azar o de las coincidencias del momento.
Tía Carmen trabajaba entonces en la lavandería de los jesuitas de San Zoilo. El Rector de ese colegio había sido durante largos años compañero de estudios y ministerio del mártir Padre Valentín Mayordomo. Sor Dorotea “de la Providencia” supo aprovechar una vez más las circunstancias. Ya lo hizo, años atrás, al terminar la guerra, para mi ingreso en el colegio de huérfanos de Palencia.
Ahora acababa de ponerme mesa, cama y pupitre en el flamante y reconocido Colegio-Seminario del Sagrado Corazón de los jesuitas de Carrión de los Condes.

Antes de marcharse el P. Rector me dejó el último número de “Carrión”,  la revista del colegio,  para que fuera “enterándome” de algunas cosas de allá dentro.

-Las clases empiezan la semana que viene –dijo con una sonrisa amable al despedirse- te esperamos

El portón de entrada medía más de tres metros. Tenía otra puerta más pequeña, incrustada en su lateral izquierdo. Mi hermana tocó el aldabón. Yo no llegaba todavía. 

Además estaba cargado con la maleta atestada de ropa. 

Las mudas y la ropa blanca iban marcadas todas con el número 23.

-No te apures por tus sábanas o por tu ropa -había dicho tía Carmen- Yo te las cambiaré cuando toque y te mandaré las limpias a tu camarilla.

Madre no quiso venir. Habíamos hablado varias veces en esos días. Yo la notaba triste.

-Hay muchas familias como la nuestra - me dijo- que nunca podrán costearse los estudios para sus hijos. Por eso los seminarios y conventos están de bote en bote.

Y era verdad. En Velilla de Guardo teníamos un primo de mi edad, Camilo, que se había metido en los dominicos. Yo mismo en las Vascongadas había oído que había pueblos como Azcoitia o Azpeitia que, entre monjas y frailes, tenían más de cien de sus habitantes en casas religiosas.

-¡Qué potra tienes, rediola!  -me había comentado Alonso, uno de los raros de la pandilla con quien pude contactar en esos pocos días-  Jobar…!! ¿Qién pudiera?!

También me habló  Alonso del disgusto que tenía Anita, que se consideraba algo así como burlada y dejada en la estacada por un desertor.

Por supuesto que madre me planteó también la posibilidad de renunciar a esa oportunidad que tantos anhelaban. Creo que ambos no teníamos, ni mucho menos, las cosas claras.

Arrastrando los pies, no sé si por el peso del maletón o de un fardo interno que me aplastaba desde el cogote hasta las mismas plantas, franqueé a duras penas el portón de aquella descomunal fachada.

Aunque el Hermano portero corrió  discreto y con suavidad el cerrojo de la puerta, algo en mi interior, atrancando muchas cosas, se deslizó estruendoso.

Pasar página pensé. El primer capítulo había terminado.
El fraile diminuto tuvo que empujarme suavemente para transponer la cristalera que daba al patio de entrada al colegio.

Y allí me quedé paralizado un largo rato. Llorando como lo que naturalmente era todavía. Como un niño.