Una grata sorpresa nos esperaba al terminar el
desayuno de nuestro segundo día de curso. Apareció el Padre Rector para anunciar un día de
campo en la finca de Villamez.
La casa de campo de Villamez se convirtió enseguida en uno de los mejores
recuerdos de la vida colegial en Carrión.
Era una pequeña quinta con un viejo caserón, a seis
kilómetros del colegio. Tenía un frontón. Un campito de fútbol. Un
riachuelo donde se podía pescar. Una extensa arboleda, una de esas choperas de
hojas cantarinas que en los calurosos mediodías acompañaban como fondo a la
cantilena estridente de los grillos y de las chicharras.
Comíamos al aire libre. Las mesas de madera vieja
renqueaban penosamente si te apoyabas demasiado. En el fondo un fogón a leña
para calentar la comida. La comida se preparaba en las cocinas de San Zoilo. En
un carro la transportaba hasta Villamez en grandes peroles la mula de
la vaquería del colegio.
A finales de cada mes de abril apuntaba ya el buen tiempo. El viento
suave del norte que acariciaba los visillos de las ventanas anunciaba el fin de
los rigurosos inviernos carrioneses. En el primer día soleado de la primavera
era costumbre despertar a los colegiales con la luminosa noticia: “Hoy, día de
campo”.
A partir de esa fecha se iba regularmente a pasar
el día en Villamez los jueves, día semanal en que no había clases.
Inolvidables seis kilómetros por la Vega del
Carrión, tan diferente de la Loma
reseca que se extendía al otro lado del pueblo. El recorrido duraba casi una hora. Camino de
Saldaña, entre regatos, tierras de barbecho y la amarilla alfombra de hojas
secas en otoño. O bordeando trigales salpicados de amapolas,
huertas a penas florecidas y cerezos en flor a partir de la primavera.
Y…
¡cuidado con no patear los sembrados!, para no mosquear a los labradores de la
vega.
En la época del verano,
ya entrado julio, los que no lo conocían se lo pasaban estupendo dando vueltas y más vueltas en la era sobre el trillo.
Adosado a la casa de campo de Villamez estaba el redil
con un rebaño de más de un centenar de ovejas. El pastor era Ventura, amigo del
tío Vidal.
-¿Pero
qué “te se” perdió por aquí, chiquillo?, dijo al verme,
fingiendo ignorar mi ingreso en los jesuitas
Me encogí de hombros. Sin respuesta. Porque seguro
que fingía. Lo mío lo sabía ya de sobra. Se veía con el tío Vidal casi todos
los días en el bar “La Espuela ”,
a la subida del puente. Además añadió a continuación:
-Hace
escasamente tres días “vinon” por el
pasto todos tus amigotes. ¿Sabes “cualos”?
De hecho la pandilla iba a ver a Ventura con
frecuencia. Para que nos indicara en qué ribazos estaban las moras más carnosas
o en qué remanso de un cuérnago se asentaban los cangrejos más opulentos.
-Ellos
me “dijon” –insinuó Ventura con aire
fullero- lo de tu entrada en San Zuil
-¿Y qué más? -le pregunté
aparentando el mayor desinterés
-Pues…división
de pareceres, como en los toros. Unos que qué chorra. Otros que “pai” mentira.
La más afectada, “ende luego” era la
rubita esa, que no podía disimular que bebía por ti los vientos. Que ya podías
habérselo dicho. Que es una perrada que te fueras a la inglesa sin “en siquiera” decir ni “mu”…
Eché a correr furioso.
-Me esperan -le grité de lejos-
tengo un partido de fútbol, ¿Sabes?...
Y era verdad. Jugábamos los pipiolos del nuevo
curso contra los del año anterior. En la contienda desfogué toda mi rabia. El
balón, sin actividad durante todo el verano, estaba reseco, duro como un
pedrusco. Porque nadie había tenido tiempo de engrasarlo con sebo para que se
ablandara. Yo jugaba de defensa. Creó que propiné más patadas de las que
recibí. Que no fueron pocas. En una arrancada desde la defensa hasta conseguí
meter un gol. De los escasísimos que he conseguido en mi vida en toda mi modesta
carrera futbolística. Nos ganaron por 7 goles a 4.
A la vuelta, en grupos de ocho a diez, rezamos por
vez primera el Rosario diario. El rezo del "santo Rosario" era otro de los rituales más arraigados en la vida del colegio.
¡Ay, el rezo del “santo rosario”!... Paseando por
el campo, todavía se soportaba su reiterada monotonía de mantra oriental. No así diariamente dentro de la gran casona.
Creo que el mayor suplicio de los años que pasamos
en San Zoilo fue ese rosario diario a primeras horas de la tarde.
Llegábamos a la sala de estudio agotados y
resudados por las carreras del largo recreo después de la comida de mediodía El primer misterio se rezaba de pie junto al
pupitre de cada uno. Los cuatro restantes sentados, intentando no cabecear ni
rendirse al sueño traicionero. Un tormento.
Cada uno interpretaba el inmenso lienzo de la
naturaleza a su manera.
El mismo paisaje era un fantástico navío boyando entre nubes
tornasoladas. Y a los pocos minutos se alborotaba en una feroz batalla entre
monstruos…
`
Durante el primer
día de campo en la finca, los chicos mayores habían fabricado grandes pértigas y zancos con los que
vadeaban maravillosamente los arroyos y regatos del camino. Quisieron
enseñarnos a los nuevos. Pero como el primero que lo intentó cayó de plomo en
medio del regato y salió más calado que un barbo, ninguno se atrevió a repetir
el remojón.
El chapuzón, sin problemas, nos lo dimos media
hora después en la particular piscina del colegio.
Fue un bautismo en toda regla. Como una ablución
tonificante a la entrada del intricado boscaje de la disciplina diaria donde penetraríamos
a partir del día siguiente.
Es difícil toparse con una piscina más original y
natural como la que teníamos en San Zoilo.
Por la parte del colegio que daba hacia la
carretera de León entraba en la huerta un ramal del río Carrión. Todos lo
conocían como “El Cuérnago”.
Desaparecía bajo la calzada, atravesaba oculto el edificio
de un viejo molino convertido en central eléctrica y resurgía majestuoso en el
interior del colegio. La corriente se filtraba a través de unas tupidas rejas
que recogían la hojarasca y las ramas secas arrastradas desde el exterior.

Era frecuente poder pescar, buceando en este lugar, algún barbo, o cangrejos y bastantes truchas.
Unas compuertas de salida regulaban el caudal del
agua de la balsa-piscina.
El cuérnago se estrechaba entonces y atravesaba,
plagado de patos, la huerta entera hasta la vaquería del fondo por donde se
perdía, camino de otras huertas de la
fértil vega carrionesa.
Disfrutábamos así de un agua constantemente
renovada que fluía fresca y natural como la del río.
De vez en cuando se vaciaba la piscina, y hacíamos
una limpieza general del fondo. En el pozo de entrada se llenaba una buena cesta
de pesca.
Esta alberca gigante representaba el gran alivio
para los calurosos días de junio, julio y septiembre. Los que vivíamos en
Carrión podíamos disponer de la piscina incluso en el tórrido agosto
castellano.

-¿Y no podremos bajarnos nunca? -dijo
uno de los pipiolos
-Podréis entrar acompañados por algún
mayor que os enseñe a nadar. Pero por aquí, cerca de las compuertas, donde hay
poco más de un metro de profundidad. ¿Lo
dicho? Venga… al agua, patos!!
Cierto día, en que se le ocurrió a un menudo
saltar en lo hondo, se vio casi engullido por el ligero remolino que formaba el
agua al entrar en el pozo. Al rescate se lanzó con sotana y todo el maestrillo
vigilante de turno. Detrás de él se echaron en tromba todos los mayores. Nunca
sonó mejor aquello de que “se las pasó
moradas” porque, aunque no fue nada grave, le sacaron más violáceo que un
lirio.
En esa segunda noche de internamiento, agotados
por el trajín del día de campo, se esfumaron, por cierto de manera definitiva,
los sollozos y los gimoteos de la natural morriña del primer día.
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