martes, 1 de septiembre de 2015

VILLAMEZ ( 1 septiembre 15 )

Una grata sorpresa nos esperaba al terminar el desayuno de nuestro segundo día de curso. Apareció el Padre Rector para anunciar un día de campo en la finca de Villamez.

La casa de campo de Villamez se convirtió enseguida en uno de los mejores recuerdos de la vida colegial en Carrión.  Era una pequeña quinta con un viejo caserón, a  seis  kilómetros del colegio. Tenía un frontón. Un campito de fútbol. Un riachuelo donde se podía pescar. Una extensa arboleda, una de esas choperas de hojas cantarinas que en los calurosos mediodías acompañaban como fondo a la cantilena estridente de los grillos y de las chicharras.
Comíamos al aire libre. Las mesas de madera vieja renqueaban penosamente si te apoyabas demasiado. En el fondo un fogón a leña para calentar la comida. La comida se preparaba en las cocinas de San Zoilo. En un carro la transportaba hasta Villamez en grandes peroles la mula de la vaquería del colegio.

A finales de cada mes de  abril apuntaba ya el buen tiempo. El viento suave del norte que acariciaba los visillos de las ventanas anunciaba el fin de los rigurosos inviernos carrioneses. En el primer día soleado de la primavera era costumbre despertar a los colegiales con la luminosa noticia: “Hoy, día de campo”.  
A partir de esa fecha se iba regularmente a pasar el día en Villamez los jueves, día semanal en que no había clases.

Inolvidables seis kilómetros por la Vega del Carrión, tan diferente de la Loma reseca que se extendía al otro lado del pueblo. El recorrido duraba casi una hora. Camino de Saldaña, entre regatos, tierras de barbecho y la amarilla alfombra de hojas secas en otoño. O bordeando trigales salpicados de amapolas, huertas a penas florecidas y cerezos en flor a partir de la primavera. 
Y… ¡cuidado con no patear los sembrados!, para no mosquear a los labradores de la vega.

En la época del verano, ya entrado julio, los que no lo conocían se lo pasaban  estupendo dando vueltas y más vueltas  en la era sobre el trillo. 

Adosado a la casa de campo de Villamez estaba el redil con un rebaño de más de un centenar de ovejas. El pastor era Ventura, amigo del tío Vidal.

-¿Pero qué “te se”  perdió por aquí, chiquillo?, dijo al verme, fingiendo ignorar mi ingreso en los jesuitas

Me encogí de hombros. Sin respuesta. Porque seguro que fingía. Lo mío lo sabía ya de sobra. Se veía con el tío Vidal casi todos los días en el bar “La Espuela”, a la subida del puente. Además añadió a continuación:

-Hace escasamente tres días “vinon” por el pasto todos tus amigotes. ¿Sabes “cualos”?

De hecho la pandilla iba a ver a Ventura con frecuencia. Para que nos indicara en qué ribazos estaban las moras más carnosas o en qué remanso de un cuérnago se asentaban los cangrejos más opulentos.

-Ellos me “dijon” –insinuó Ventura con aire fullero- lo de tu entrada en San Zuil
-¿Y qué más? -le pregunté aparentando el mayor desinterés
-Pues…división de pareceres, como en los toros. Unos que qué chorra. Otros que “pai” mentira. La más afectada, “ende luego” era la rubita esa, que no podía disimular que bebía por ti los vientos. Que ya podías habérselo dicho. Que es una perrada que te fueras a la inglesa sin “en siquiera” decir ni “mu”

Eché a correr furioso.

-Me esperan -le grité de lejos- tengo un partido de fútbol, ¿Sabes?...

Y era verdad. Jugábamos los pipiolos del nuevo curso contra los del año anterior. En la contienda desfogué toda mi rabia. El balón, sin actividad durante todo el verano, estaba reseco, duro como un pedrusco. Porque nadie había tenido tiempo de engrasarlo con sebo para que se ablandara. Yo jugaba de defensa. Creó que propiné más patadas de las que recibí. Que no fueron pocas. En una arrancada desde la defensa hasta conseguí meter un gol. De los escasísimos que he conseguido en mi vida en toda mi modesta carrera futbolística. Nos ganaron por 7 goles a 4.

A la vuelta, en grupos de ocho a diez, rezamos por vez primera el Rosario diario. El rezo del "santo Rosario" era otro de los  rituales más arraigados en  la vida del colegio.
¡Ay, el rezo del “santo rosario”!... Paseando por el campo, todavía se soportaba su reiterada monotonía de mantra oriental.  No así diariamente  dentro de la gran casona.
Creo que el mayor suplicio de los años que pasamos en San Zoilo fue ese rosario diario a primeras horas de la tarde.
Llegábamos a la sala de estudio agotados y resudados por las carreras del largo recreo después de la comida de mediodía  El primer misterio se rezaba de pie junto al pupitre de cada uno. Los cuatro restantes sentados, intentando no cabecear ni rendirse al sueño traicionero. Un tormento.

Los atardeceres, a la vuelta de Villamez eran de una belleza deslumbrante. Espectacular.
Cada uno interpretaba el inmenso lienzo de la naturaleza a su manera.
El mismo paisaje era un fantástico navío boyando entre nubes tornasoladas. Y a los pocos minutos se alborotaba en una feroz batalla entre monstruos…
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Durante el primer  día de campo en la finca, los chicos mayores habían fabricado   grandes pértigas y zancos con los que vadeaban maravillosamente los arroyos y regatos del camino. Quisieron enseñarnos a los nuevos. Pero como el primero que lo intentó cayó de plomo en medio del regato y salió más calado que un barbo, ninguno se atrevió a repetir el remojón.

El chapuzón, sin problemas, nos lo dimos media hora después en la particular piscina del colegio.
Fue un bautismo en toda regla. Como una ablución tonificante a la entrada del intricado boscaje de la disciplina diaria donde penetraríamos a partir del día siguiente.

Es difícil toparse con una piscina más original y natural como la que teníamos en San Zoilo.
Por la parte del colegio que daba hacia la carretera de León entraba en la huerta un ramal del río Carrión. Todos lo conocían como “El Cuérnago”.
Desaparecía bajo la calzada, atravesaba oculto el edificio de un viejo molino convertido en central eléctrica y resurgía majestuoso en el interior del colegio. La corriente se filtraba a través de unas tupidas rejas que recogían la hojarasca y las ramas secas arrastradas desde el exterior.

A partir de ahí, el cuérnago, ensanchado artificialmente se remansaba en una balsa de unos doce por veinte metros. Las paredes eran de cemento. El piso seguía siendo de cantos y tierra. En la entrada se formaba un profundo  pozo. 
Era  frecuente  poder pescar, buceando en este lugar, algún barbo,  o cangrejos y bastantes truchas. 
Unas compuertas de salida regulaban el caudal del agua de la balsa-piscina. 
El cuérnago se estrechaba entonces y atravesaba, plagado de patos, la huerta entera hasta la vaquería del fondo por donde se perdía, camino de otras huertas de la  fértil vega carrionesa.
Disfrutábamos así de un agua constantemente renovada que fluía fresca y natural como la del  río.
De vez en cuando se vaciaba la piscina, y hacíamos una limpieza general del fondo. En el pozo de entrada se llenaba una buena cesta de pesca.
Esta alberca gigante representaba el gran alivio para los calurosos días de junio, julio y septiembre. Los que vivíamos en Carrión podíamos disponer de la piscina incluso en el tórrido agosto castellano.

Las normas eran estrictas. Nos las explicó el padre Prefecto desde el primer día. Bañarse con camiseta de tirantes. No zambullirse antes de que suene el pitido de un vigilante. Los mayores podrán saltar  desde la escalera de seis peldaños sobre el pozo. Los pequeños, si no saben nadar, estarán sentados en el borde con los pies en el agua.

-¿Y no podremos bajarnos nunca? -dijo uno de los pipiolos
-Podréis entrar acompañados por algún mayor que os enseñe a nadar. Pero por aquí, cerca de las compuertas, donde hay poco más de un metro de profundidad.  ¿Lo dicho? Venga… al agua, patos!!

Cierto día, en que se le ocurrió a un menudo saltar en lo hondo, se vio casi engullido por el ligero remolino que formaba el agua al entrar en el pozo. Al rescate se lanzó con sotana y todo el maestrillo vigilante de turno. Detrás de él se echaron en tromba todos los mayores. Nunca sonó mejor aquello de que “se las pasó moradas” porque, aunque no fue nada grave, le sacaron más violáceo que un lirio.

En esa segunda noche de internamiento, agotados por el trajín del día de campo, se esfumaron, por cierto de manera definitiva, los sollozos y los gimoteos de la natural morriña del primer día.

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