sábado, 12 de septiembre de 2015

LA CABRA (12 septiembre 15 )

Teobaldo, el ermitaño de Peña Labra, en un paseo por los hayedos del norte de Palencia, me expuso cierta vez, a su manera, el perfil del miedo.
           
“El miedo es la mayor debilidad con la que cohabita el hombre. El nacimiento y la muerte son el pórtico y  la puerta trasera de la vida de cada individuo.  En el dintel de ambas portadas está grabada una palabra: Miedo. Las primeras edades del hombre se hallan  plagadas de recelos y desasosiegos, fruto de la ignorancia y la indefensión ante lo desconocido. Y todo desemboca en el lecho por donde discurre, a lo largo de toda la existencia, el miedo. El secreto de la madurez y aun de la felicidad del hombre está en la respuesta que cada uno endosa a esa ineludible situación vital”.

A poco de mi entrada  en el colegio murió en la enfermería de padres un sacerdote viejo. La enfermería de padres lindaba con la de los alumnos. A aquella venían los miembros de la provincia jesuítica que necesitaban reponerse de alguna dolencia y los que, ya muy ancianos, se recluían para pasar en el paraíso carrionés sus últimos días. La cercanía de tantos padres jubilados era la única pega que le poníamos al sitio más acogedor del colegio.
Ir a la enfermería significaba disfrutar de un paréntesis de mimos y relajación en contraste total con la dura “distribución” de la vida ordinaria en el centro.
Fingíamos a veces malestares o dolores de anginas. Sólo para pasar algunas horas en una de aquellas habitaciones cálidas, cuidados por el enfermero Hermano Astudillo, prodigio de asistencia casi maternal a todos los que pasaban por la enfermería. Hasta que llegaba D. Eustaquio, el médico de Carrión, y te despachaba lacónico:

-Este niño está más sano que un membrillo. A estudiar…

Y te salías apesadumbrado de aquel oasis, saboreando el caramelo que por lo bajo, como consolación,  te había deslizado el Hermano Astudillo.

Diez días pasé yo en la enfermería del colegio. Fue a consecuencias de la primera vacuna que anualmente ponían a todos los alumnos.
Una vacuna contra el tifus y no sé cuantos bichos más que, según el padre Prefecto, nos acechaban.

-Para evitarlos, afirmaba, el remedio consiste en inocular algunos de ellos en el hombro y que el organismo fabrique los anticuerpos que lucharán cuerpo a cuerpo contra los intrusos.

Sobre la pizarra de la sala de estudios, el padre nos describía con todo lujo de cómicos detalles esa cruenta batalla. A duras penas podíamos reírnos. El corte que con su navajilla había efectuado en lo alto del brazo el carnicero de D. Eustaquio se abultaba como una castaña y el dolor iba poco a poco invadiendo la espalda.
Un tormento que ni sentado ni acostado se podía soportar. Duraba de dos a tres días. Decían algunos que se curaba con dos sorbos de coñac mataquintos capaz por sí solo de inmunizar contra todo bicho que pretendiera invadirte.

Aquel año la vacuna se me complicó  con algunas fiebres y pasé  largos días como interno del Hermano enfermero. No era un dolor de anginas. Porque de lo contrario el tratamiento que siempre aplicaba Astudillo eran unos toques de algodón con tintura de yodo en la garganta, de la campanilla para dentro. A cada arcada, un caramelito como compensación.
La convalecencia duró más que la enfermedad. Era la norma de Astudillo. Nada. Ni el examen más trascendental, ni  el papel indispensable en alguno de los actos importantes del colegio podrían arrebatarle a ninguno de sus pupilos de la enfermería antes de que él decidiera darle de alta.

La enfermería tenía una salita con juguetes, libros y pasatiempos, que daba al patio de fútbol. Desde la ventana se disfrutaba del inmenso guirigay que se formaba en todos los recreos. Una nube de chicos, divididos en  varios equipos de fútbol, se disputaban los respectivos balones. No se señalaban faltas, aunque menudearan las patadas en las espinillas, porque no había árbitros. El enigma estaba, cuando los balones se acercaban a la portería, en distinguir a cuál de los porteros que estaba bajo los palos le tocaba defender la meta.

La víspera de mi vuelta a la normalidad escolar llegó a la enfermería un alumno con fuertes dolores de vientre. Uno de los Hermanos que cuidaba de los dormitorios le afeaba  continuamente el que se meara todos los días  en la cama.  El muy bárbaro llegó a decirle al chico:

-Remedio fácil. Átate el grifo, y…sanseacabó.!

Y el infeliz se la ató con un cordel durante varios días. Vino a por él la furgoneta del colegio y se lo llevaron a escape al hospital de Palencia con una inflamación de caballo.

Fue esa misma tarde cuando murió a pocos metros de la habitación de la enfermería de alumnos el anciano sacerdote, P.Llera, misionero de Las Carolinas.
Para muchos  era la primera vez que contemplaban de cerca un cadáver. Después, con la presencia de tantos ancianos jesuitas retirados en Carrión, nos acostumbramos a los frecuentes fallecimientos y a los velatorios y funerales.

El exmisionero Llera estaba muy gordo. Le expusieron sin ataúd en una alfombra y pasamos todos en fila a recitar un padrenuestro. El carpintero, H. Emparán, le hizo una caja tan grande como  un vagón de tren. Costó lo indecible llevarle hasta el cementerio que los Padres tenían detrás de la iglesia.

El cementerio de los frailes existía desde siglos, cuando San Zoilo era de los benedictinos. No estaba muy cuidado. La maleza trepaba sin respeto por las sobrias cruces de hierro.

Lo que más atraía sin embargo nuestra atención en el desvencijado cementerio era el osario antiguo que se asomaba por una puertecilla siempre abierta a ras de suelo en una de las paredes traseras de la iglesia.
El morbo infantil no tiene límites. A veces, pegados a las paredes de la cocina y el horno que daban hacia el camposanto, nos deslizábamos a hurtadillas a contemplar ese informe montón de venerables monjes que descansaban en  el húmedo agujero.

Cuando el sol daba de lleno sobre la abertura, las salamandras se deslizaban desde los ojos de las calaveras y se ponían tan ricamente a tomar el sol sobre las calvas.
Uno de los maestrillos nos atrapó en pleno divertimento macabro.
Nos temíamos lo peor. Pero se limitó a decirnos:

-Espero que saquéis la mejor lección de esta vuestra aventura
¿Cuál, padre?
-Pues que en esta vida no hay que tener miedo a los muertos sino a los vivos. Y en prueba de ello, ya que los muertos, como veis,  no os pueden hacer nada… ospa, que os quiero ver a toda velocidad hacia el recreo, no sea que yo me pique y os deje sin el idem toda una semana

Todavía ignoro por qué circunstancia surgía el día del terror en el colegio. Llegaba puntual, como lo hacía todos los años la época de las canicas o de la peonza, de saltar al burro o del  pica-pica.
Ese día  leíamos todos en grupo historias de miedo. En clase de literatura  era normal leer  de corrido durante varias horas obras enteras: Episodios Nacionales de Pérez Galdos, obras de teatro, o alguna novela entre las que recuerdo que seguíamos con extraordinario interés a “Mireya” de Gabriela Mistral o a “Colomba” de Próspero Merimé. 
El día del miedo estaba reservado a la lectura de obras e historietas macabras,  cuentos de Poe o Lord Byron y en especial a las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer. Un escalofrío recorría los bancos del estudio, en penumbra, con las contraventanas entornadas, durante la lectura completa de  “El Miserere” o de “Maese Pérez, el Organista”.

Luego, por la noche, nadie podía conciliar el sueño. Nos agrupábamos en la esquina de un dormitorio o enracimados de ocho o diez en alguna camarilla. Y allí seguían las hablillas de las morbosas experiencias de cada uno en el mundo del miedo.  

Diego contaba historias de meigas gallegas, de esas que dicen que no existen, pero “haberlas, haylas”. Pablo decía chismes sobre aparecidos en las campas asturianas. Otros recordaban habladurías de “hombres del saco”, “sacamantecas” y ánimas del Purgatorio en pena que no paraban de incordiar a la gente hasta que les encomendabas un septenario de misas.
Yo, por mi parte, evocaba los fantasmas enclaustrados en la hendidura del pozo de la casa de la abuela María en el corralón de Villalba de Guardo.
En el mismo pueblo, cuando llegaba el día de los difuntos surgía  de todas las esquinas un ejército de espíritus cubiertos de sábanas y en las cornisas de las casas colgaban calabazas en forma de calaveras escupiendo por los ojos y la boca el fuego y humo de las antorchas disimuladas en su interior.
Se decía que entre tantos espectros siempre había alguno que era real. Y que si lo tocabas se desvanecía al instante seguido de un ensordecedor trueno que obligaba a guarecerse despavoridos en sus casas a todos los falsos espantajos.

-Cuenta, cuenta, me dijo Pablo, lo de aquel de ahí arriba, de Carrión, que saltó de la caja cuando le metían en el cementerio

Tuve que corregirle. El difunto tío Anselmo no se tiró del ataúd. La caja se abrió cuando le flaquearon las piernas a uno de sus sobrinos, cayó el féretro en mitad del camino de entrada, se desencuadernó y apareció entonces la cara desencajada del comecuras de Anselmo. Aquel que, cuando volvía de su trabajo en los viveros, descargaba adrede ante el portal de los jesuitas de San Zoilo las ventosidades que expresamente se había aguantado durante la jornada.
Pero lo que en el grupo de niños insomnes en esa larga noche produjo un jolgorio desatado fue al describirles el descubrimiento de mi amigo y pandillero Rubio del colegio de los Maristas de Carrión. Rubio identificó los estampidos que se produjeron en todo el barrio durante la noche de su fallecimiento con las potentes emisiones de gases anticlericales de las que se ufanaba el pedorrero del tío Anselmo.

Acudió entonces a apaciguar la jarana el maestro de turno y nos mandó a cada uno a su cama sin contemplaciones. Pasamos la noche arrebujados todos en las mantas. Sin osar ni atisbar la oscuridad cercana. Y mucho menos atreverse a poner pie fuera de los dormitorios. Por si, a la vuelta de cualquier recodo, te salía uno de los misteriosos residentes de pensión fija en San Zoilo: la cabra del P.Tarín.

Los recovecos y rincones que por todas partes menudeaban en la construcción de un monasterio antiguo facilitaban la ambientación de leyendas y fantásticas historias a cada cual más espectrales.
Por las losas del claustro, se decía, deambulaban ciertas noches, apeados de sus ménsulas de piedra, los antiguos abades benedictinos. Cerraban la procesión algunos obispos yacentes bajo las losas cercanas a la puerta de la iglesia.
De las angostas celdas de castigo, donde el Hermano despensero guardaba los dulces más sabrosos, brotaban  enredadas en el viento de las noches frías las lamentaciones de los  monjes díscolos allí encerados.
  
La leyenda de más arraigo entre los estudiantes era sin duda la de la cabra. Según ella una cabra, que por su origen debía ser el demonio, vagaba a su placer por los rincones más recónditos de la escuela.
La historia venía de las tentaciones que el piadoso jesuita, P. Tarín, padeció durante su vida por parte del diablo ataviado de cabra. Murió el bendito fraile. Pero la cabra no abandonó el lugar donde él vivía.


Con el tiempo el sitio donde residió el ejemplar religioso se convirtió en  dormitorio  con el nombre de P. Tarín. Allí tenían sus camarillas los alumnos mayores. En un ladrillo del suelo, aparentemente chamuscado, había dejado su huella la señora cabra.
Decían que el bicho solía guarecerse en una cripta cubierta, debajo exactamente de ese dormitorio, donde se descubrieron luego, sin que durante siglos se sospechara, los sepulcros de los Condes de Carrión. 


En las interminables noches invernales, cuando el aire gélido silbaba por las rendijas de las ventanas mal entornadas, a muchos se les antojaba escuchar a lo lejos el amenazador cencerro del animal. Jamás la vio nadie. Pero, como si fuera una meiga gallega, los infantiles espíritus no dudaban de su existencia.

Estaba severamente prohibido asustar a los más pequeños con pormenores sobre la incómoda bestia. Más de una vez se encontró con un buen capón del maestrillo de turno el impertinente que se apostaba en una esquina semioscura e iba asustando, “Uh! uh uuuuuh! la cabra!!” a los que pasaban.

Los alumnos maduros, con cuatro o cinco años de permanencia en el centro, tenían más que superado el síndrome del  desfachatado rumiante. Pero, con todo y con esas, lo cierto era que, al atravesar uno solo a cualquier hora del día, y no digamos de  la noche, el temido dormitorio del P. Tarín, aceleraba el paso. Por si la cabra.

En el último curso nos desalojaron a los mayores del dormitorio Tarín.  Detrás del simple estuco del muro al que estaban apoyados nuestros catres de hierro se avecinaban, impulsadas por el P. Quintín Aldea, prospecciones importantes sobre los sepulcros de los Condes de Carrión, los históricos, no  los irreales y sombríos del “Cantar de Myo Cid”.
Nos dieron una habitación individual en el último piso de la fachada  que daba al pueblo. Los amaneceres en el buen tiempo encandilaban desde esa atalaya nuestros duendes adolescentes.
Un cuadro incomparable.

La silueta de la iglesia de Belén al fondo,  el puente en la penumbra enhebrando la orilla escarpada con el tapiz lozano de la vega, la neblina que surgía del río, el olor a tierra cultivada…
En los crudos inviernos el promontorio de Belén y la elegante torre de  San Andrés semejaban inmensos navíos entre las nubes de nieve que bajaban por la pendiente intentando arropar las choperas desnudas de las orillas del Carrión.

Si mirabas hacia arriba, en las largas noches estrelladas, podías contemplar el deambular de la Vía Láctea y sus constelaciones.
Nos sabíamos de memoria todo el mapa del firmamento. Y las míticas y sobrecogedoras leyendas que sobre él estaban grabadas. 

Las Pléyades, las Osas y Los Gemelos.

El gigante Orión que se enfrentaba al Toro…

Alfa Centauro, Casiopea, Vega de la Lira

Todo dando vueltas, cortejando en prodigiosa simetría geométrica, a la diminuta pero ilustre dama: la estrella polar.

-Fue en su origen el miedo, la inseguridad ante lo inexplicable, lo que provocó, entre los antiguos espectadores de este gigantesco fresco, la interpretación fabulada de las constelaciones.
-Pues yo veo en todo ello –dijo uno de los asistentes- un claro sentido poético de gran belleza 
-Claro que sí. De eso precisamente se encargaron tanto los sabios astrónomos de la antigüedad como los poetas épicos que nos trasmitieron la fastuosa sinfonía de las leyendas siderales. A mi entender dieron un ejemplo de lo que deberían intentar todos los credos: convertir los ancestrales y originarios miedos en poesía inspiradora de una contemplación creativa.
-Pero ¿seguro que  se creían en serio todas esas historias del firmamento?
-La contemplación y el estudio del cielo es algo común a todas las civilizaciones. Nosotros miramos al firmamento con ojos griegos. Ellos, traduciendo a la práctica, a través de los mitos, la interpretación inmemorial de los diseños estelares, colocaron a héroes humanos en las estrellas y bajaron de ellas a los dioses. Esa es la tela sobre la que se escriben, entre otros, los dos grandes poemas épicos de Homero: la Ilíada y la Odisea.

Era la interpretación que sobre el firmamento nos daba el profesor de literatura. En aquella noche que, para seguir paso a paso un eclipse total de luna, un grupo de alumnos pasamos en blanco.
Fue impresionante. Duró cinco horas. La sombra de la tierra iba engullendo a mordiscos la superficie lunar. Una penumbra inicial. La progresiva desaparición del astro que en la fase de eclipse total se convirtió en una bola roja anaranjada durante unos minutos. Y la salida de las sombras de una oronda luna llena que reapareció burlona en todo su esplendor como si nada hubiera pasado.

Las primeras estrellas que emergieron en la fase final del eclipse fueron Cástor y Pollux, de la constelación Géminis.

-El símbolo de la amistad para los antiguos, comentó el profesor.
-Una leyenda muy bonita, dijo Fernando
-¿Por qué no nos la recuerdas?
-Pues, sí. Cástor era mortal. Pollux, hijo de Júpiter, inmortal. Al fallecer el primero en una bronca, su amigo pidió a su padre que no se separaran. Y el dios les transformó en esas dos estrellas.
-Muy bien resumido. Ahí tenemos  el claro ejemplo de un mito esculpido en el firmamento.  La mitología es casi siempre la expresión de la sabiduría popular. Por lo general es la formulación, aunque en ella intervengan dioses y héroes inalcanzables, de un sinfín de experiencias humanas dichas de manera artística y simbólica.

En esa noche aprendimos para toda la vida cómo mirar e interpretar, entre poesía y fábula, la bóveda celeste. Un libro abierto, de una riqueza inagotable.

Antes de ir a dormir, miré hacia abajo desde mi ventana. Allí estaba, en la perpendicular, el cementerio de los frailes con el osario antiguo que se asomaba por un boquete a ras de suelo.
En las noches cálidas surgían de entre la maleza del camposanto, como remedo a los luceros del firmamento, las luminarias titilantes de los fuegos fatuos.





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