Teobaldo, el ermitaño de Peña
Labra, en un paseo por los hayedos del norte de Palencia, me expuso cierta vez,
a su manera, el perfil del miedo.
“El
miedo es la mayor debilidad con la que cohabita el hombre. El nacimiento y la
muerte son el pórtico y la puerta
trasera de la vida de cada individuo. En
el dintel de ambas portadas está grabada una palabra: Miedo. Las primeras
edades del hombre se hallan plagadas de recelos
y desasosiegos, fruto de la ignorancia y la indefensión ante lo desconocido. Y
todo desemboca en el lecho por donde discurre, a lo largo de toda la
existencia, el miedo. El secreto de la madurez y aun de la felicidad del hombre
está en la respuesta que cada uno endosa a esa ineludible situación vital”.
A poco de mi entrada en el colegio murió en la enfermería de padres
un sacerdote viejo. La enfermería de padres lindaba con la de los alumnos. A
aquella venían los miembros de la provincia jesuítica que necesitaban reponerse
de alguna dolencia y los que, ya muy ancianos, se recluían para pasar en el
paraíso carrionés sus últimos días. La cercanía de tantos padres jubilados era
la única pega que le poníamos al sitio más acogedor del colegio.
Ir a la enfermería significaba disfrutar
de un paréntesis de mimos y relajación en contraste total con la dura “distribución”
de la vida ordinaria en el centro.
Fingíamos a veces malestares o
dolores de anginas. Sólo para pasar algunas horas en una de aquellas habitaciones
cálidas, cuidados por el enfermero Hermano Astudillo, prodigio de asistencia
casi maternal a todos los que pasaban por la enfermería. Hasta que llegaba D. Eustaquio,
el médico de Carrión, y te despachaba lacónico:
-Este niño está más sano que un membrillo.
A estudiar…
Y te salías apesadumbrado de aquel
oasis, saboreando el caramelo que por lo bajo, como consolación, te había deslizado el Hermano Astudillo.
Diez días pasé yo en la enfermería
del colegio. Fue a consecuencias de la primera vacuna que anualmente ponían a
todos los alumnos.
Una vacuna contra el tifus y no sé
cuantos bichos más que, según el padre Prefecto, nos acechaban.
-Para evitarlos, afirmaba, el
remedio consiste en inocular algunos de ellos en el hombro y que el organismo
fabrique los anticuerpos que lucharán cuerpo a cuerpo contra los intrusos.
Sobre la pizarra de la sala de
estudios, el padre nos describía con todo lujo de cómicos detalles esa cruenta
batalla. A duras penas podíamos reírnos. El corte que con su navajilla había
efectuado en lo alto del brazo el carnicero de D. Eustaquio se abultaba como
una castaña y el dolor iba poco a poco invadiendo la espalda.
Un tormento que ni sentado ni
acostado se podía soportar. Duraba de dos a tres días. Decían algunos que se
curaba con dos sorbos de coñac mataquintos capaz por sí solo de inmunizar
contra todo bicho que pretendiera invadirte.
Aquel año la vacuna se me complicó con algunas fiebres y pasé largos días como interno del Hermano
enfermero. No era un dolor de anginas. Porque de lo contrario el tratamiento
que siempre aplicaba Astudillo eran unos toques de algodón con tintura de yodo
en la garganta, de la campanilla para dentro. A cada arcada, un caramelito como
compensación.
La convalecencia duró más que la
enfermedad. Era la norma de Astudillo. Nada. Ni el examen más trascendental,
ni el papel indispensable en alguno de
los actos importantes del colegio podrían arrebatarle a ninguno de sus pupilos
de la enfermería antes de que él decidiera darle de alta.
La enfermería tenía una salita con
juguetes, libros y pasatiempos, que daba al patio de fútbol. Desde la ventana
se disfrutaba del inmenso guirigay que se formaba en todos los recreos. Una
nube de chicos, divididos en varios
equipos de fútbol, se disputaban los respectivos balones. No se señalaban
faltas, aunque menudearan las patadas en las espinillas, porque no había
árbitros. El enigma estaba, cuando los balones se acercaban a la portería, en distinguir
a cuál de los porteros que estaba bajo los palos le tocaba defender la meta.
La víspera de mi vuelta a la
normalidad escolar llegó a la enfermería un alumno con fuertes dolores de
vientre. Uno de los Hermanos que cuidaba de los dormitorios le afeaba continuamente el que se meara todos los
días en la cama. El muy bárbaro llegó a decirle al chico:
-Remedio fácil. Átate el grifo, y…sanseacabó.!
Y el infeliz se la ató con un
cordel durante varios días. Vino a por él la furgoneta del colegio y se lo
llevaron a escape al hospital de Palencia con una inflamación de caballo.
Fue esa misma tarde cuando murió a
pocos metros de la habitación de la enfermería de alumnos el anciano sacerdote,
P.Llera, misionero de Las Carolinas.
Para muchos era la primera vez que contemplaban de cerca un
cadáver. Después, con la presencia de tantos ancianos jesuitas retirados en
Carrión, nos acostumbramos a los frecuentes fallecimientos y a los velatorios y
funerales.
El exmisionero Llera estaba muy
gordo. Le expusieron sin ataúd en una alfombra y pasamos todos en fila a
recitar un padrenuestro. El carpintero, H. Emparán, le hizo una caja tan grande
como un vagón de tren. Costó lo
indecible llevarle hasta el cementerio que los Padres tenían detrás de la
iglesia.
El cementerio de los frailes existía
desde siglos, cuando San Zoilo era de los benedictinos. No estaba muy cuidado.
La maleza trepaba sin respeto por las sobrias cruces de hierro.
Lo que más atraía sin embargo nuestra
atención en el desvencijado cementerio era el osario antiguo que se asomaba por
una puertecilla siempre abierta a ras de suelo en una de las paredes traseras de
la iglesia.
El morbo infantil no tiene límites.
A veces, pegados a las paredes de la cocina y el horno que daban hacia el
camposanto, nos deslizábamos a hurtadillas a contemplar ese informe montón de
venerables monjes que descansaban en el
húmedo agujero.
Cuando el sol daba de lleno sobre
la abertura, las salamandras se deslizaban desde los ojos de las calaveras y se
ponían tan ricamente a tomar el sol sobre las calvas.
Uno de los maestrillos nos atrapó en
pleno divertimento macabro.
Nos temíamos lo peor. Pero se
limitó a decirnos:
-Espero que saquéis la mejor
lección de esta vuestra aventura
¿Cuál, padre?
-Pues que en esta vida no hay que
tener miedo a los muertos sino a los vivos. Y en prueba de ello, ya que los
muertos, como veis, no os pueden hacer
nada… ospa, que os quiero ver a toda
velocidad hacia el recreo, no sea que yo me pique y os deje sin el idem toda una semana
Todavía ignoro por qué
circunstancia surgía el día del terror en el colegio. Llegaba puntual, como lo
hacía todos los años la época de las canicas o de la peonza, de saltar al burro
o del pica-pica.
Ese día leíamos todos en grupo historias de miedo. En
clase de literatura era normal leer de corrido durante varias horas obras enteras:
Episodios Nacionales de Pérez Galdos,
obras de teatro, o alguna novela entre las que recuerdo que seguíamos con
extraordinario interés a “Mireya” de
Gabriela Mistral o a “Colomba” de
Próspero Merimé.
El día del miedo estaba reservado a
la lectura de obras e historietas macabras,
cuentos de Poe o Lord Byron y en especial a las Leyendas de Gustavo
Adolfo Bécquer. Un escalofrío recorría los bancos del estudio, en penumbra, con
las contraventanas entornadas, durante la lectura completa de “El
Miserere” o de “Maese Pérez, el
Organista”.
Luego, por la noche, nadie podía
conciliar el sueño. Nos agrupábamos en la esquina de un dormitorio o
enracimados de ocho o diez en alguna camarilla. Y allí seguían las hablillas de
las morbosas experiencias de cada uno en el mundo del miedo.
Diego contaba historias de meigas
gallegas, de esas que dicen que no existen, pero “haberlas, haylas”. Pablo decía chismes sobre aparecidos en las
campas asturianas. Otros recordaban habladurías de “hombres del saco”, “sacamantecas”
y ánimas del Purgatorio en pena que no paraban de incordiar a la gente hasta
que les encomendabas un septenario de misas.
Yo, por mi parte, evocaba los
fantasmas enclaustrados en la hendidura del pozo de la casa de la abuela María
en el corralón de Villalba de Guardo.
En el mismo pueblo, cuando llegaba
el día de los difuntos surgía de todas
las esquinas un ejército de espíritus cubiertos de sábanas y en las cornisas de
las casas colgaban calabazas en forma de calaveras escupiendo por los ojos y la
boca el fuego y humo de las antorchas disimuladas en su interior.
Se decía que entre tantos espectros
siempre había alguno que era real. Y que si lo tocabas se desvanecía al
instante seguido de un ensordecedor trueno que obligaba a guarecerse
despavoridos en sus casas a todos los falsos espantajos.
-Cuenta, cuenta, me dijo Pablo, lo
de aquel de ahí arriba, de Carrión, que saltó de la caja cuando le metían en el
cementerio
Tuve que corregirle. El difunto tío
Anselmo no se tiró del ataúd. La caja se abrió cuando le flaquearon las piernas
a uno de sus sobrinos, cayó el féretro en mitad del camino de entrada, se
desencuadernó y apareció entonces la cara desencajada del comecuras de Anselmo.
Aquel que, cuando volvía de su trabajo en los viveros, descargaba adrede ante
el portal de los jesuitas de San Zoilo las ventosidades que expresamente se
había aguantado durante la jornada.
Pero lo que en el grupo de niños
insomnes en esa larga noche produjo un jolgorio desatado fue al describirles el
descubrimiento de mi amigo y pandillero Rubio del colegio de los Maristas de
Carrión. Rubio identificó los estampidos que se produjeron en todo el barrio
durante la noche de su fallecimiento con las potentes emisiones de gases
anticlericales de las que se ufanaba el pedorrero del tío Anselmo.
Acudió entonces a apaciguar la
jarana el maestro de turno y nos mandó a cada uno a su cama sin
contemplaciones. Pasamos la noche arrebujados todos en las mantas. Sin osar ni atisbar
la oscuridad cercana. Y mucho menos atreverse a poner pie fuera de los
dormitorios. Por si, a la vuelta de cualquier recodo, te salía uno de los
misteriosos residentes de pensión fija en San Zoilo: la cabra del P.Tarín.
Los recovecos y rincones que por
todas partes menudeaban en la construcción de un monasterio antiguo facilitaban
la ambientación de leyendas y fantásticas historias a cada cual más
espectrales.
Por las losas del claustro, se
decía, deambulaban ciertas noches, apeados de sus ménsulas de piedra, los
antiguos abades benedictinos. Cerraban la procesión algunos obispos yacentes
bajo las losas cercanas a la puerta de la iglesia.
De las angostas celdas de castigo,
donde el Hermano despensero guardaba los dulces más sabrosos, brotaban enredadas en el viento de las noches frías las
lamentaciones de los monjes díscolos
allí encerados.
La leyenda de más arraigo entre los
estudiantes era sin duda la de la cabra. Según ella una cabra, que por su
origen debía ser el demonio, vagaba a su placer por los rincones más recónditos
de la escuela.
La historia venía de las
tentaciones que el piadoso jesuita, P. Tarín, padeció durante su vida por parte
del diablo ataviado de cabra. Murió el bendito fraile. Pero la cabra no
abandonó el lugar donde él vivía.
Con el tiempo el sitio donde residió
el ejemplar religioso se convirtió en
dormitorio con el nombre de P.
Tarín. Allí tenían sus camarillas los alumnos mayores. En un ladrillo del suelo,
aparentemente chamuscado, había dejado su huella la señora cabra.
Decían que el bicho solía
guarecerse en una cripta cubierta, debajo exactamente de ese dormitorio, donde
se descubrieron luego, sin que durante siglos se sospechara, los sepulcros de
los Condes de Carrión.
En las interminables noches invernales, cuando el aire gélido silbaba por las rendijas de las ventanas mal entornadas, a muchos se les antojaba escuchar a lo lejos el amenazador cencerro del animal. Jamás la vio nadie. Pero, como si fuera una meiga gallega, los infantiles espíritus no dudaban de su existencia.
Estaba severamente prohibido
asustar a los más pequeños con pormenores sobre la incómoda bestia. Más de una
vez se encontró con un buen capón del maestrillo de turno el impertinente que
se apostaba en una esquina semioscura e iba asustando, “Uh! uh uuuuuh! la cabra!!”
a los que pasaban.
Los alumnos maduros, con cuatro o
cinco años de permanencia en el centro, tenían más que superado el síndrome del desfachatado rumiante. Pero, con todo y con
esas, lo cierto era que, al atravesar uno solo a cualquier hora del día, y no
digamos de la noche, el temido dormitorio
del P. Tarín, aceleraba el paso. Por si la cabra.
En el último curso nos desalojaron
a los mayores del dormitorio Tarín. Detrás
del simple estuco del muro al que estaban apoyados nuestros catres de hierro se
avecinaban, impulsadas por el P. Quintín Aldea, prospecciones importantes sobre
los sepulcros de los Condes de Carrión, los históricos, no los irreales y sombríos del “Cantar de Myo Cid”.
Nos dieron una habitación
individual en el último piso de la fachada
que daba al pueblo. Los amaneceres en el buen tiempo encandilaban desde
esa atalaya nuestros duendes adolescentes.
Un cuadro incomparable.
En los crudos inviernos el promontorio
de Belén y la elegante torre de San
Andrés semejaban inmensos navíos entre las nubes de nieve que bajaban por la
pendiente intentando arropar las choperas desnudas de las orillas del Carrión.
Si mirabas hacia arriba, en las
largas noches estrelladas, podías contemplar el deambular de la Vía Láctea y sus
constelaciones.
Nos sabíamos de memoria todo el
mapa del firmamento. Y las míticas y sobrecogedoras leyendas
que sobre él estaban grabadas.
Las Pléyades, las Osas y Los Gemelos.
Las Pléyades, las Osas y Los Gemelos.
Alfa Centauro, Casiopea, Vega de la Lira …
Todo dando vueltas, cortejando en prodigiosa simetría geométrica, a la diminuta pero ilustre dama: la estrella polar.
-Fue
en su origen el miedo, la inseguridad ante lo inexplicable, lo que provocó,
entre los antiguos espectadores de este gigantesco fresco, la interpretación
fabulada de las constelaciones.
-Pues
yo veo en todo ello –dijo uno de los asistentes- un claro sentido poético de gran belleza
-Claro
que sí. De eso precisamente se encargaron tanto los sabios astrónomos de la
antigüedad como los poetas épicos que nos trasmitieron la fastuosa sinfonía de
las leyendas siderales. A mi entender dieron un ejemplo de lo que deberían
intentar todos los credos: convertir los ancestrales y originarios miedos en
poesía inspiradora de una contemplación creativa.
-Pero
¿seguro que se creían en serio todas
esas historias del firmamento?
-La
contemplación y el estudio del cielo es algo común a todas las civilizaciones.
Nosotros miramos al firmamento con ojos griegos. Ellos, traduciendo a la
práctica, a través de los mitos, la interpretación inmemorial de los diseños
estelares, colocaron a héroes humanos en las estrellas y bajaron de ellas a los
dioses. Esa es la tela sobre la que se escriben, entre otros, los dos grandes
poemas épicos de Homero: la Ilíada y la Odisea.
Era la interpretación que sobre el
firmamento nos daba el profesor de literatura. En aquella noche que, para
seguir paso a paso un eclipse total de luna, un grupo de alumnos pasamos en
blanco.
Fue impresionante. Duró cinco
horas. La sombra de la tierra iba engullendo a mordiscos la superficie lunar. Una
penumbra inicial. La progresiva desaparición del astro que en la fase de
eclipse total se convirtió en una bola roja anaranjada durante unos minutos. Y
la salida de las sombras de una oronda luna llena que reapareció burlona en
todo su esplendor como si nada hubiera pasado.
-El símbolo de la amistad para los
antiguos, comentó el profesor.
-Una leyenda muy bonita, dijo
Fernando
-¿Por qué no nos la recuerdas?
-Pues, sí. Cástor era mortal.
Pollux, hijo de Júpiter, inmortal. Al fallecer el primero en una bronca, su
amigo pidió a su padre que no se separaran. Y el dios les transformó en esas
dos estrellas.
-Muy bien resumido. Ahí tenemos el claro ejemplo de un mito esculpido en el
firmamento. La mitología es casi siempre
la expresión de la sabiduría popular. Por lo general es la formulación, aunque
en ella intervengan dioses y héroes inalcanzables, de un sinfín de experiencias
humanas dichas de manera artística y simbólica.
En esa noche aprendimos para toda
la vida cómo mirar e interpretar, entre poesía y fábula, la bóveda celeste. Un
libro abierto, de una riqueza inagotable.
Antes de ir a dormir, miré hacia
abajo desde mi ventana. Allí estaba, en la perpendicular, el cementerio de los
frailes con el osario antiguo que se asomaba por un boquete a ras de suelo.
En las noches cálidas surgían de
entre la maleza del camposanto, como remedo a los luceros del firmamento, las
luminarias titilantes de los fuegos fatuos.
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