jueves, 10 de septiembre de 2015

AMARGUILLOS AMARGOS (10 septiembre 15 )

El primer trimestre del  año pasaba tan rápido como el galope de un alazán. Desde los últimos días de noviembre, la construcción de un gran Belén junto al escenario, al fondo del comedor, anunciaba la llegada de la Navidad.

Las Navidades en Carrión eran siempre frías. Con mucha nieve. A todos los niños les gusta por lo general jugar a las batallas de nieve. Mucho más en aquellos años cuando, a poco que se oteara el horizonte, redoblaban a lo lejos tambores de guerra.
Desde la pista externa del frontón, donde la ventisca acumulaba las capas de nieve más duras,  salían pistas de patinaje de bastantes metros. Surgían excelentes patinadores. De mí puedo únicamente confesar que las recorría más veces sentado que sobre los dos pies, como las reglas mandan.

Durante la semana anterior a la navidad nos quitaban una clase diaria para que pudiéramos ensayar las comedias, los villancicos y otros actos que diariamente se sucedían en el refectorio, convertido en salón de actos a últimas horas del día.

Las clases se suspendían totalmente el día 22 de diciembre hasta el dos de enero. El horario era libre. La improvisación en las actividades ayudaba a la idea de encontrarse de vacaciones y mitigaba la separación de las familias en días tan particulares.

El día de la Nochebuena  los que habían recibido de sus casas algún paquete ponían parte de él en una Cesta común para que se repartiera entre todos durante la cena. Excepto si los jamones venían enteros. Entonces pasaban a los dominios del Hermano despensero.

El colegio mudaba su aspecto durante esos días. Las clases y  salas de estudio se trasformaban en cálidos salones de lectura a la sombra del pino de navidad. Lectura de aventuras. Títulos instalados aún en el recuerdo como “La Caverna de los suspiros” o“El Hechicero de los Omaguas”. En la espaciosa sala de juegos, lindante a los frontones, había campeonatos de ajedrez, parchís, juegos de mesa, ping-pong. Las ventanas revestidas con campanas de papel y otros dibujos navideños.Las veladas vespertinas en el refectorio, transformado en veinte minutos apenas en salón de actos, eran diarias y se alternaban en ellas las comedias, sainetes, zarzuelas y conciertos de la coral del colegio, preparados con ímprobos esfuerzos durante las semanas  o incluso meses anteriores.
También había sesiones de cine. Películas mudas a veces, comentadas por el Prefecto padre Jiménez.
Todas aún en blanco y negro.


Destacaban las del inteligente perro RinTinTin, Charlot. El Gordo y el Flaco,Y las del “Oeste”. Sin que faltaran en éstas los pataleos y clásico griterío cuando “el chico” amarraba implacable su victoria final.


Todas las películas pasaban por la censura previa. Se cortaban las escenas escabrosas y luego se recolaban con acetona. Un discreto cuaderno, colocado delante del foco, tapaba en parte el exagerado escote de alguna dama o lo cubría totalmente cuando se aproximaba algún beso que había escapado a la tijera protectora.

 -Oooh! gritaban los más traviesos

La proyección paraba desafinando con un lastimero sollozo de la cinta al detenerse.

-A ver si mandamos a todos a la cama, hombre…Con un cero en comportamiento para los alborotadores, claro…!

Pero como estábamos en Navidad, todo se olvidaba al instante, y la función continuaba entre los codazos cómplices  y los guiños de los revoltosos.
Había ocasiones en las que, en la oscuridad, el rollo de la película salía equivocado. Echaban el final, y quedaban aún dos rollos por proyectar. El buen padre se esmeraba en explicarnos lo ocurrido:

-Se trata simplemente de una “elipsis cinematográfica”-argumentaba la mar de serio-  El fin de la película ya lo hemos visto. Ahora viene el nudo del argumento (!)

Formé parte en una época del equipo censor cinematográfico. Procurábamos, antes y después de los tijeretazos, pasar lentamente una y otra vez sobre las escenas comprometidas. Aunque tuviéramos que confesarnos al día siguiente por nuestro regodeo en las escabrosas escenas.

-Vas a tener que decirle al padre que te releve de ese cometido, hijo -me aconsejaba siempre el cura en el confesionario- Quien quita la ocasión, quita el peligro.

A los del pueblo nos dejaban ir a comer a casa el día de Navidad y el de Reyes. 
En mi primera Navidad de estancia en san Zoilo la nevada caída durante la madrugada había sido imponente. 

Dejé a todos los colegiales enzarzados en una colosal pelea de nieve.Al muñeco gigante le estaban montando un nuevo vástago que amenazaba con ser más alto que su predecesor.


La nieve había caído sobre el suelo helado del día anterior. A las pocas horas era casi imposible mantenerse de pie sobre el terso cristal de hielo. El pueblo entero sufría las consecuencias del temporal.  
Subir la empinada cuesta del puente era escalar la ladera congelada de una montaña. El remanso del río estaba cubierto por una gruesa capa de hielo.
 Desde arriba, a través del  gélido espejo, se veía en el fondo desplazarse impasible un flemático banco de barbos plateados.



Pocas horas antes se había producido un accidente espectacular en la misma bajada. Un carro, cargado con barricas de vino, patinó  sobre la nieve helada a la mitad del puente. El vehículo se deslizó a toda velocidad por la pendiente helada. El peso de los barriles levantó a la mula por los aires. Carro y mula fueron a estrellarse contra la esquina de la primera casa. El pobre bicho pataleaba todavía bajo el peso del carromato.

La familia estaba al completo. Mi hermano Chus había venido otra vez de la  mili con un permiso de un mes. Comimos pato con manzana. Uno de los mejores guisos de la señora Feli. La abuela María cantó a los postres, con aire casi gregoriano, varios villancicos antiguos con regusto a chimenea de un refugio de  pastorcillos remotos. La tía Carmen le acompañaba con la pandereta y algún que otro zapateado que todos jaleábamos con palmas. Un Niño Jesús regordete recostado en una cuna de paja sonreía desde el último estante de la alacena. Feliz Navidad.

Pero yo les dije que a las cuatro tenía que irme. A partir de las cinco comenzaban los preparativos para la función de la noche y nos faltaba aún por montar ciertos acabados del escenario.
Y pegar en la sala de juegos algunos carteles para la próxima elección del Rey de los Inocentes.

-Ahí va… rediola !! -dijo mi hermano- a éste sí que le han sorbido ya por completo la mollera!!
-Y tú que te calles -exploté furioso- no vayas a salir una vez más con el cuento de la perra gorda. Que a ti te la dieron como a un chino, pero conmigo no ha colado, tonto!
           
Lo de la perra gorda incandescente que les ponían a los frailes para hacerles la coronilla, como tantas veces con guasa me insinuaba mi hermano, lo había solucionado yo hacía tiempo. La primera vez que el barbero Mazzantini, colilla entre dientes y bigotazo chamuscado, bajó desde Carrión al barrio de San Zoilo, como hacía cada mes, para cortar el pelo a toda la comunidad, logré ocultarme por ver cómo tonsuraba a los padres y maestrillos. Y vi cómo enjabonaba lo alto de la cabeza de cada uno y, con un cuidado indecible, rasuraba el  blanquísimo redondel sobre su cogote.

-O sea que de perra gorda en ascuas…na de na , que te la tragues, chalao..!!
-Haiga paz, que es Navidad -arbitró el tío Zepelín- mientras se servía la penúltima copa de orujo gallego.

El regreso hacia el Colegio a media tarde fue terrible.  Había fraguado aún más el hielo  sobre las calles y las aceras. Madre me había comprado dos cajas de amarguillos para añadirlos a la Cesta común de la Navidad.                                            
A medio camino habían rodado ya varias veces por el  suelo los típicos dulces de Carrión y su temerario portador. A la ventana de su casa estaba asomado el gran Rubio, uno de mis antiguos pandilleros. El chaval gritó alarmado, llevándose las manos a la cabeza:

-Pero ¿adonde vas, alma de Dios? Que tal pareces una bailarina en una pista de patinaje, ¡habráse visto!

Yo me encogí de hombros, mientras contemplaba resignado en medio de la calle una de las cajas con el contenido reducido a escuálidas migajas. El chico salió a poco de su casa con una enorme pala de madera, de las de aventar la trilla en las tardes de verano.

-Siéntate ahí, rufián atrevido. Y agárrate fuerte. Sólo te puedo llevar hasta lo alto del puente ¿eh, volatinero?

Asentí agradecido. Se había forrado las botas con dos pedazos de saco. Por el centro de las calles me arrastró hasta la taberna “La Espuela”  en el comienzo del puente.

-Fin del viaje, monstruo de las nieves
-Gracias Rubiales. Feliz Navidad

Aferrado a las duras piedras del pretil del puente, salvé como pude la empinada cuesta de bajada.

Un grupo de personas se arremolinaba aún al final de la pendiente, alrededor del carro accidentado del vinatero volcado esa misma mañana. La mula embotada sonreía en una postura de danza macabra con todos sus dientes fuera y las cuatro patas al aire. Una viejita le comentaba a su vecina:

-Velay lo que sucede, comadre. Castigo divino. Eso ocurre por no respetar las fiestas de guardar como Dios manda

Un borracho se aferraba a un escuálido chapitel de vino helado que se escapaba por la rendija de uno de los toneles. Con voz rugosa mascullaba:

-Saca la bota, María, que me voy a emborrachar… Muchacho, ¿no ties  por ahí algo de aperitivo? -me dijo señalando las cajas de los amarguillos

Le alargué la caja de las pastas desmenuzadas y seguí pasito a paso mi camino  sobre la capa de hielo que, en la ligera pendiente hacia el colegio, el vino de las barricas despanzurradas había teñido de rojo.
Para acortar la llegada entré  por la puerta de la iglesia. Atravesando el templo se accedía al claustro plateresco.
Un tropel de chicos se perseguía  en el interior del claustro a zurriagazo limpio con sus bufandas. Lo hacíamos con harta frecuencia para espantar el frío en los inclementes días del invierno.
Uno de los bufandazos impactó de lleno sobre los pocos  amarguillos  supervivientes de la segunda caja. La turba los pisoteó implacable sobre las venerables losas del ala del claustro donde estaban enterrados algunos obispos y abades benedictinos.
Con amarga decepción tuve que explicar a mis amigos el fiasco de mi aportación a la cesta común de la Navidad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario