El primer trimestre del año pasaba tan rápido como el galope de un
alazán. Desde los últimos días de noviembre, la construcción de un gran Belén
junto al escenario, al fondo del comedor, anunciaba la llegada de la Navidad.

Las Navidades en Carrión eran siempre frías. Con mucha nieve. A todos los niños les gusta por lo general jugar a las batallas de nieve. Mucho más en aquellos años cuando, a poco que se oteara el horizonte, redoblaban a lo lejos tambores de guerra.
Desde la pista externa del frontón,
donde la ventisca acumulaba las capas de nieve más duras, salían pistas de patinaje de bastantes
metros. Surgían excelentes patinadores. De mí puedo únicamente confesar que las
recorría más veces sentado que sobre los dos pies, como las reglas mandan.
Durante la semana anterior a la
navidad nos quitaban una clase diaria para que pudiéramos ensayar las comedias,
los villancicos y otros actos que diariamente se sucedían en el refectorio,
convertido en salón de actos a últimas horas del día.
Las clases se suspendían totalmente
el día 22 de diciembre hasta el dos de enero. El horario era libre. La
improvisación en las actividades ayudaba a la idea de encontrarse de vacaciones
y mitigaba la separación de las familias en días tan particulares.
El día de la Nochebuena los que habían recibido de sus casas algún
paquete ponían parte de él en una Cesta común para que se repartiera entre todos
durante la cena. Excepto si los jamones venían enteros. Entonces pasaban a los
dominios del Hermano despensero.
El colegio mudaba su aspecto
durante esos días. Las clases y salas de
estudio se trasformaban en cálidos salones de lectura a la sombra del pino de
navidad. Lectura de aventuras. Títulos instalados aún en el recuerdo como “La Caverna de los suspiros” o“El Hechicero de los Omaguas”. En la
espaciosa sala de juegos, lindante a los frontones, había campeonatos de
ajedrez, parchís, juegos de mesa, ping-pong. Las ventanas revestidas con
campanas de papel y otros dibujos navideños.Las veladas vespertinas en el
refectorio, transformado en veinte minutos apenas en salón de actos, eran
diarias y se alternaban en ellas las comedias, sainetes, zarzuelas y conciertos
de la coral del colegio, preparados con ímprobos esfuerzos durante las semanas o incluso meses anteriores.
También había sesiones de cine.
Películas mudas a veces, comentadas por el Prefecto padre Jiménez.
Todas aún en blanco y negro.

Destacaban las del inteligente perro
RinTinTin, Charlot. El Gordo y
el Flaco,Y las del “Oeste”.
Sin que faltaran en éstas los pataleos y clásico griterío cuando “el chico”
amarraba implacable su victoria final.


-Oooh!
gritaban los más traviesos
La proyección paraba desafinando
con un lastimero sollozo de la cinta al detenerse.
-A ver si
mandamos a todos a la cama, hombre…Con un cero en comportamiento para los alborotadores, claro…!
Pero como estábamos en Navidad,
todo se olvidaba al instante, y la función continuaba entre los codazos
cómplices y los guiños de los
revoltosos.
Había ocasiones en las que, en la
oscuridad, el rollo de la película salía equivocado. Echaban el final, y
quedaban aún dos rollos por proyectar. El buen padre se esmeraba en explicarnos
lo ocurrido:
-Se
trata simplemente de una “elipsis cinematográfica”-argumentaba la mar de serio-
El fin de la película ya lo hemos visto.
Ahora viene el nudo del argumento (!)
Formé parte en una época del equipo
censor cinematográfico. Procurábamos, antes y después de los tijeretazos, pasar
lentamente una y otra vez sobre las escenas comprometidas. Aunque tuviéramos
que confesarnos al día siguiente por nuestro regodeo en las escabrosas escenas.
-Vas a tener que
decirle al padre que te releve de ese cometido, hijo -me aconsejaba siempre el
cura en el confesionario- Quien quita la ocasión, quita el peligro.
A los del pueblo nos dejaban ir a
comer a casa el día de Navidad y el de Reyes.
En mi primera Navidad de estancia en san Zoilo la nevada caída durante la madrugada había sido imponente.
Dejé a todos los colegiales enzarzados en una colosal pelea de nieve.Al muñeco gigante le estaban montando un nuevo vástago que amenazaba con ser más alto que su predecesor.
En mi primera Navidad de estancia en san Zoilo la nevada caída durante la madrugada había sido imponente.
Dejé a todos los colegiales enzarzados en una colosal pelea de nieve.Al muñeco gigante le estaban montando un nuevo vástago que amenazaba con ser más alto que su predecesor.
La nieve había caído sobre el suelo
helado del día anterior. A las pocas horas era casi imposible mantenerse de pie
sobre el terso cristal de hielo. El pueblo entero sufría las consecuencias del temporal.
Subir la empinada cuesta del puente era escalar la ladera congelada de una montaña. El remanso del río estaba cubierto por una gruesa capa de hielo.
Desde arriba, a través del gélido espejo, se veía en el fondo desplazarse impasible un flemático banco de barbos plateados.
Subir la empinada cuesta del puente era escalar la ladera congelada de una montaña. El remanso del río estaba cubierto por una gruesa capa de hielo.
Desde arriba, a través del gélido espejo, se veía en el fondo desplazarse impasible un flemático banco de barbos plateados.
Pocas horas antes se había producido un accidente espectacular en la misma bajada. Un carro, cargado con barricas de vino, patinó sobre la nieve helada a la mitad del puente. El vehículo se deslizó a toda velocidad por la pendiente helada. El peso de los barriles levantó a la mula por los aires. Carro y mula fueron a estrellarse contra la esquina de la primera casa. El pobre bicho pataleaba todavía bajo el peso del carromato.
La familia estaba al completo. Mi
hermano Chus había venido otra vez de la
mili con un permiso de un mes. Comimos pato con manzana. Uno de los
mejores guisos de la señora Feli. La abuela María cantó a los postres, con aire
casi gregoriano, varios villancicos antiguos con regusto a chimenea de un
refugio de pastorcillos remotos. La tía
Carmen le acompañaba con la pandereta y algún que otro zapateado que todos
jaleábamos con palmas. Un Niño Jesús regordete recostado en una cuna de paja
sonreía desde el último estante de la alacena. Feliz Navidad.
Pero yo les dije que a las cuatro
tenía que irme. A partir de las cinco comenzaban los preparativos para la
función de la noche y nos faltaba aún por montar ciertos acabados del
escenario.
Y pegar en la sala de juegos
algunos carteles para la próxima elección del Rey de los Inocentes.
-Ahí va… rediola !! -dijo mi
hermano- a éste sí que le han sorbido ya por completo la mollera!!
-Y tú que te calles -exploté
furioso- no vayas a salir una vez más con el cuento de la perra gorda. Que a ti
te la dieron como a un chino, pero conmigo no ha colado, tonto!
Lo de la perra gorda incandescente
que les ponían a los frailes para hacerles la coronilla, como tantas veces con
guasa me insinuaba mi hermano, lo había solucionado yo hacía tiempo. La primera
vez que el barbero Mazzantini, colilla entre dientes y bigotazo chamuscado,
bajó desde Carrión al barrio de San Zoilo, como hacía cada mes, para cortar el
pelo a toda la comunidad, logré ocultarme por ver cómo tonsuraba a los padres y
maestrillos. Y vi cómo enjabonaba lo alto de la cabeza de cada uno y, con un
cuidado indecible, rasuraba el
blanquísimo redondel sobre su cogote.
-O sea que de perra gorda en
ascuas…na de na , que te la tragues,
chalao..!!
-Haiga paz, que es Navidad -arbitró el tío Zepelín- mientras se
servía la penúltima copa de orujo gallego.
El regreso hacia el Colegio a media
tarde fue terrible. Había fraguado aún
más el hielo sobre las calles y las
aceras. Madre me había comprado dos cajas de amarguillos para añadirlos a la Cesta común de la Navidad.
A medio camino habían rodado ya varias
veces por el suelo los típicos dulces de
Carrión y su temerario portador. A la ventana de su casa estaba asomado el gran
Rubio, uno de mis antiguos pandilleros. El chaval gritó alarmado, llevándose
las manos a la cabeza:
-Pero ¿adonde vas, alma de Dios?
Que tal pareces una bailarina en una pista de patinaje, ¡habráse visto!
Yo me encogí de hombros, mientras
contemplaba resignado en medio de la calle una de las cajas con el contenido
reducido a escuálidas migajas. El chico salió a poco de su casa con una enorme
pala de madera, de las de aventar la trilla en las tardes de verano.
-Siéntate ahí, rufián atrevido. Y
agárrate fuerte. Sólo te puedo llevar hasta lo alto del puente ¿eh, volatinero?
Asentí agradecido. Se había forrado
las botas con dos pedazos de saco. Por el centro de las calles me arrastró
hasta la taberna “La Espuela” en el
comienzo del puente.
-Fin del viaje, monstruo de las
nieves
-Gracias Rubiales. Feliz Navidad
Aferrado a las duras piedras del
pretil del puente, salvé como pude la empinada cuesta de bajada.
Un grupo de personas se
arremolinaba aún al final de la pendiente, alrededor del carro accidentado del
vinatero volcado esa misma mañana. La mula embotada sonreía en una postura de
danza macabra con todos sus dientes fuera y las cuatro patas al aire. Una
viejita le comentaba a su vecina:
-Velay lo que sucede, comadre. Castigo divino. Eso ocurre por no
respetar las fiestas de guardar como Dios manda
Un borracho se aferraba a un escuálido
chapitel de vino helado que se escapaba por la rendija de uno de los toneles.
Con voz rugosa mascullaba:
-Saca la bota, María, que me voy a
emborrachar… Muchacho, ¿no ties por ahí algo de aperitivo? -me dijo señalando
las cajas de los amarguillos
Le alargué la caja de las pastas
desmenuzadas y seguí pasito a paso mi camino
sobre la capa de hielo que, en la ligera pendiente hacia el colegio, el
vino de las barricas despanzurradas había teñido de rojo.
Para acortar la llegada entré por la puerta de la iglesia. Atravesando el
templo se accedía al claustro plateresco.
Un tropel de chicos se
perseguía en el interior del claustro a
zurriagazo limpio con sus bufandas. Lo hacíamos con harta frecuencia para
espantar el frío en los inclementes días del invierno.
Uno de los bufandazos impactó de
lleno sobre los pocos amarguillos supervivientes de la segunda caja. La turba
los pisoteó implacable sobre las venerables losas del ala del claustro donde
estaban enterrados algunos obispos y abades benedictinos.
Con amarga decepción tuve que
explicar a mis amigos el fiasco de mi aportación a la cesta común de la
Navidad.
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