
Era esta última una de las
atracciones más sonadas de las vacaciones. Se nombraban los candidatos seis
días antes del veintiocho de diciembre y comenzaba de inmediato la campaña a
favor de los pretendientes a la corona real.
El día 28
tenía lugar por la mañana la coronación en un estrado montado en el gran
escenario y la velada nocturna era presidida desde un sitio de honor por el rey
inocente. En los entreactos se le dedicaban poesías,
canciones y representaciones cómicas muy divertidas.
La cabalgata de los Reyes Magos no era menos
vistosa que la de los Inocentes. Se celebraba la víspera de Reyes. Intervenían
muchas más personas que en la del día 28, ataviadas todas con vestidos de
época. En el cortejo salían yeguas,
mulas y caballos de la vaquería enjaezados, perros mastines que tiraban de
carritos repletos de regalos y hasta asustadas cabras engalanadas.
Los tres Reyes con su vistosa comitiva acudían al
gran Belén del refectorio a presentar sus regalos, y tenía lugar, en presencia
y a veces con la participación de Sus Majestades, la última velada de la
Navidad.
Luego, durante la noche, casi en la madrugada, los
maestrillos se disfrazaban de Reyes Magos. En las sandalias y zapatillas, que
se dejaban al lado de la cama, iban poniendo a cada uno sus regalos:
peladillas, caramelos, pasas, higos secos procedentes de la despensa del
Hermano Elguézabal…
Estaba prohibido espiar el paso nocturno de los Reyes por dormitorios
y camarillas. En mi primera navidad en el colegio, y a pesar de la prohibición
por todos pactada, oí a varios de los
mayores que al día siguiente preguntaban en el patio sin tapujos a algún maestrillo:
-¿Le hace alguna de sus peladillas, Rey Baltasar?
El aludido, que lucía aún sobre la frente y el
cuello algunos trazos del color negro de su disfraz, esquivaba, francamente
disgustado, toda respuesta. Para que no se nos desmoronara a los pequeños la
sólida certidumbre en la existencia de los Reyes Magos.
Esa misma mañana me dieron de nuevo permiso para
ir a casa. A media comida madre me recordó que tenía que subir a mi cuarto.
Subí las escaleras de tres en tres. Allí, en el
alféizar de la ventana, como en todas las madrugadas de Reyes, estaban, sobre
unos zapatos míos viejos, pero limpísimos, los regalos depositados por los Magos
de Oriente.
La habitación quedó por unos instantes envuelta en
un halo de nostalgia. Me vi cabalgando sobre el cendal de una nube que, con los
ojos tapados, me llevaba de repente hacia otra orilla aún inexplorada.
Las motos y los coches huecos de hojalata, de
colorines, que se ensamblaban con unas pestañas metálicas. Los caballos
trotones de pasta de papel.
Alguna peonza robusta de madera
dura de boj, para que no se cascara fácilmente.

Y los puñados de castañas, nueces, avellanas o higos secos.
O los adoquines de Zaragoza, unos caramelos gigantes que tenías que chuparlos por etapas.
Y la clásica naranja de Valencia, cita obligada en
todos los regalos de los Reyes Magos.
Sí. Allí estaba hoy también, la oronda naranja “washingtona”.
La abuela decía que era la estrella que guió a los Magos al portal de Belén.
Al lado, un plumier precioso y un fenomenal
estuche de pinturas.
Como era costumbre, en los postres se repartió en
gajos entre todos la naranja valenciana. El rito de las ilusiones infantiles
parecía cumplirse una vez más. No hice nada por romper el hechizo.
¿Para qué desvelarles que esa misma mañana, en los
patios del colegio, había yo dejado de creer en los Reyes Magos?
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