viernes, 11 de septiembre de 2015

LA NARANJA DE LOS REYES MAGOS ( 11 septiembre 15 )

Dos festejos excepcionales tenían lugar  durante las entretenidas fiestas navideñas. La cabalgata, en la víspera de los Reyes Magos. Y la  campaña, votación y proclamación de su Majestad el Rey de los Inocentes.

Era esta última una de las atracciones más sonadas de las vacaciones. Se nombraban los candidatos seis días antes del veintiocho de diciembre y comenzaba de inmediato la campaña a favor de los pretendientes a la corona real.
El día 28  tenía lugar por la mañana la coronación en un estrado montado en el gran escenario y la velada nocturna era presidida desde un sitio de honor por el rey inocente. En los entreactos se le dedicaban poesías, canciones y representaciones cómicas muy divertidas.

La cabalgata de los Reyes Magos no era menos vistosa que la de los Inocentes. Se celebraba la víspera de Reyes. Intervenían muchas más personas que en la del día 28, ataviadas todas con vestidos de época. En el cortejo  salían yeguas, mulas y caballos de la vaquería enjaezados, perros mastines que tiraban de carritos repletos de regalos y hasta asustadas cabras engalanadas.

Los tres Reyes con su vistosa comitiva acudían al gran Belén del refectorio a presentar sus regalos, y tenía lugar, en presencia y a veces con la participación de Sus Majestades, la última velada de la Navidad.

Luego, durante la noche, casi en la madrugada, los maestrillos se disfrazaban de Reyes Magos. En las sandalias y zapatillas, que se dejaban al lado de la cama, iban poniendo a cada uno sus regalos: peladillas, caramelos, pasas, higos secos procedentes de la despensa del Hermano Elguézabal…

Estaba prohibido espiar  el paso nocturno de los Reyes por dormitorios y camarillas. En mi primera navidad en el colegio, y a pesar de la prohibición por todos pactada, oí a  varios de los mayores que al día siguiente preguntaban en el patio  sin tapujos a algún maestrillo:

-¿Le hace alguna de sus peladillas, Rey Baltasar?

El aludido, que lucía aún sobre la frente y el cuello algunos trazos del color negro de su disfraz, esquivaba, francamente disgustado, toda respuesta. Para que no se nos desmoronara a los pequeños la sólida certidumbre en la existencia de los Reyes Magos.

Esa misma mañana me dieron de nuevo permiso para ir a casa. A media comida madre me recordó que tenía  que subir a mi cuarto.

Subí las escaleras de tres en tres. Allí, en el alféizar de la ventana, como en todas las madrugadas de Reyes, estaban, sobre unos zapatos míos viejos, pero limpísimos, los regalos depositados por los Magos de Oriente.

La habitación quedó por unos instantes envuelta en un halo de nostalgia. Me vi cabalgando sobre el cendal de una nube que, con los ojos tapados, me llevaba de repente hacia otra orilla aún inexplorada.


En un horizonte lejano, allá enfrente, quedaban desparramados los soldaditos de plomo  de antaño.  
Las motos y los coches huecos de hojalata, de colorines, que se ensamblaban con unas pestañas metálicas. Los caballos trotones de pasta de papel.

Los rompecabezas de cartón y los mecanos.   

Alguna peonza robusta de madera
dura de boj, para que no se cascara fácilmente.

Y los puñados de castañas, nueces, avellanas o higos secos. 

O los adoquines de Zaragoza, unos caramelos gigantes que tenías que chuparlos por etapas.

Y la clásica naranja de Valencia, cita obligada en todos los regalos de los Reyes Magos.

Sí. Allí estaba hoy también, la oronda naranja “washingtona”. La abuela decía que era la estrella que guió a los Magos al portal de Belén.

Al lado, un plumier precioso y un fenomenal estuche de pinturas.

Como era costumbre, en los postres se repartió en gajos entre todos la naranja valenciana. El rito de las ilusiones infantiles parecía cumplirse una vez más. No hice nada por romper el hechizo.

¿Para qué desvelarles que esa misma mañana, en los patios del colegio, había yo dejado de creer en los Reyes Magos?







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