Hablar de chicas era evidentemente
un tema tabú en nuestras conversaciones colegiales. Yo sólo hablaba de estas
cosas con el guaje asturiano Pablo. El conocía ya de sobra el episodio de
Floren y La Fiera
de la Loma. Sabía
también que había una rubita en el pueblo de Carrión que, años atrás, por mí
“sorbía los vientos” como decía el pastor Ventura.
En las raras ocasiones en las que
subíamos en fila de a dos al pueblo -procesión del Corpus o rosarios de la
aurora por el mes de mayo- Pablo se colocaba puntualmente a mi lado.
Al pasar
por la esquina de los soportales del ayuntamiento, junto a la fonda “La Vidala ”, me daba un codazo
de complicidad. Mi antigua amiga Anita vivía en la primera planta.
-¿Qué pasa…oye? -decía yo fingiendo
naturalidad
-Que te juro que la he visto…que
está allá arriba detrás de los visillos…espiando
Y a ambos se nos coloreaba la cara y se aceleraba el pulso
adolescente.
Pablo rió con ganas cuando le conté,
unos días antes de acabar el curso, lo que me había pasado durante mis
vacaciones anteriores en Velilla de Guardo.
Aquel año, cosa rara, no estaba en
el pueblo mi locuaz amigo Teobaldo. Tampoco estaba el primo Camilo, el
dominico.
Pero, contra los designios protectores
de tía Carmen, sí que aparecieron cierto día Sole y Clara, dos hijas gemelas de un vecino de mis
tíos. Dos lindas criaturas de doce abriles. Venían de una residencia veraniega
de monjas cerca de Torrelavega.
Huérfano de conversación, antes de
la llegada de las gemelas, y sin compañía con quien pasear por las frondosas
veredas y ascender a los riscos de la montaña palentina, yo había buscado por
las alacenas del comedor algún libro. Encontré al fin, detrás del ventanuco de un bargueño antiguo, un ejemplar
de Ivanhoe, la novela medieval caballeresca de Walter Scott.
Era mi primera, y durante muchos
años única, lectura romántica.
El impacto fue semejante a aquella
mi precedente intrusión en la Historia de la Conquista de Méjico tan malquista
por el Prelado vecino mío de la calle de Santa María.
A la emoción de las aventuras, las intrigas, raptos,
emboscadas y torneos, ingredientes propios de la novela de enredo medieval, se sumó
el toque apasionado del caballero sir
Wilfrid Ivanhoe.
El héroe de la novela tiene que
optar entre las dos mujeres que compiten
por su amor: la noble Rowena, de sangre real y la hebrea Rebeca, plebeya
que le curó un día milagrosamente de sus heridas y a quien él luego, mediante un duelo en juicio de Dios, salvó de la horca y de las garras de un malvado
templario.
Fue Rowena quien consiguió al fin
conquistar al invencible guerrero.
La transferencia fue inmediata. Nada
más aparecer, Clara y Sole, por obra y gracia de alguno de los brujos supervivientes
de la novela romántica, se transmutaron en las heroínas de Walter Scoot.
Las dos niñas, tímidas y esquivas
en los primeros momentos, aparentaron una fingida indiferencia hacia el primo
raro de su vecino que, como él, estaba interno en un colegio de frailes.
El hielo se rompió a los dos días.
Sentados a la sombra de la ermita de San Juan, frente a la histórica fuente La
Reana, conté a las dos niñas la novela de Ivanhoe. Leímos incluso algunos de sus párrafos más
ardientes.
Los juegos de los días siguientes fantasearon
sobre dos princesas prendadas de un apuesto doncel. Para eludir mohines y
recelos, las niñas se repartieron alternativamente los papeles. La noble Rowena
de un día se transfiguraba al día siguiente en la plebeya Rebeca.
Llegó el último día del duelo
romántico. La hebrea era la favorita. Para evitar que la novela original se
desvirtuase en su final, ambas firmaron la paz esa misma mañana.
Cuando, al comienzo de la tarde, el
deslustrado corcel del coche de línea Guardo -Palencia echó a andar, las
heroínas gemelas despidieron entre lágrimas y agitar de pañuelos al enamorado
campeón que partía hacia Tierra Santa.
-Por supuesto que le contaste al
padre espiritual esas tus aventuras con las doncellas sajonas - dijo Pablo
-Que te lo has creído, cachupín!!
¿Y para qué?
-Pues también es verdad, solución
no te hubiera dado, creo yo…como a mí…con la mía…
Sin darme a tiempo a preguntar, el
asturiano me contó uno de sus recientes problemas de conciencia.
A la vuelta de su última ida a
Roma, vino de visita al Colegio el Padre Provincial de los jesuitas y nos
regaló a todos dos estampas, bendecidas por el mismísimo Papa Pio XII. Una del Pontífice sobre una vista de
la plaza de San Pedro. Y la segunda, una reproducción de una Virgen de Murillo.
Bellísima y realista, con la expresión más auténtica de una encantadora joven
andaluza.
Pablo lo pasó muy mal. Porque al
contemplar a veces la belleza de la imagen se azoraba.
-Oyes, que me venían malos pensares y hasta se me movía…esto…- me
confesó señalando la entrepierna.
Llegó a pasar noches sin dormir. Se
vio destinado a las llamas del infierno porque, claro, que eso le pasara a él era
un horrendo sacrilegio..!! Al final fue y se lo explicó entre sollozos al Pe.
Espiritual.
-Me ha dicho que no era para
asustarse, que si yo no consentía ni pecado venial había, y que cuando hubiera
“moción” y, procurando que no fuera con tocamientos, que me pusiera algún
pañuelo con agua fría…
-¿Dónde? -dije yo
-Pues donde va a ser, tontaina…en
el “rabanillo”, hombre! Todavía no lo he probado, porque no sé cómo puedo
llevar siempre a punto un pañuelo empapado con agua fría en el bolsillo…
Pablo no volvió al colegio al término de las
vacaciones del 46. Pasaba igual cada verano con bastantes compañeros. A él se
lo había recomendado el mismo padre espiritual.
-Lo peor - me había dicho la víspera de su
marcha, mientras tiraba piedras a los patos del cuérnago- es que no sé cómo lo
voy a explicar en casa. La familia se me da que no entiende nada de todas esas
cosas.
-Pues es verdad -dije yo
-O que a todo ello le ponen siempre
una pesada tapadera para evitar que se escape no sé qué tufo que parece que
huela mal. Alguna cosa hay de la que no hay que hablar nunca con los niños ni
los niños con los mayores.
Era cierto. Yo tenía mi experiencia
personal sobre el asunto. No era algo exclusivo del colegio. Había en todas las
familias una suerte de tácita confabulación. A los niños no se les podía hablar
ni explicar cosas “impuras”.
Yo me encontré un día, sin aclaración
convincente, con que me habían cambiado de
residencia familiar. Tenía una habitación nueva en casa de la abuela María.
Estaba en la misma entrada del puente. A dos pasos de San Zoilo. Era, me
dijeron, para facilitar mis idas y venidas al colegio.
Acepté el cambio a regañadientes.
El cuarto era más espacioso, separado de la alcoba, y con mesa para estudiar y
estantería para los libros. Pero yo añoraba aquella otra habitación de mis
sueños estivales en la calle Santa María, pegada a la biblioteca de estilo
castellano del prelado madrileño. Donde, en libros de tapas gruesas color
tabaco, reposaban Moctezuma, Hernán Cortés y los héroes de la batalla de
Otumba.
Además ésta casa del puente olía al
vinazo y a la cecina que se servía a todas horas sobre las mesas de madera tosca y ennegrecida
de la taberna “La Espuela” que estaba
debajo, en la misma esquina de la escalerona.
En algunas rápidas escapadas a casa
sí que noté que madre estaba un poco demasiado gordita. Pero fue sólo en el
cumpleaños de madre cuando se desveló el gran misterio.
Todos los años, el dos de febrero,
iba yo a celebrar su aniversario en la
casa de la calle Santa María. Era la fiesta de la Candelaria.
Coincidía en general con la de San Blas patrono de los
males de garganta. Madre me llevaba a Sta. María para que el cura, como a todos
los niños de la parroquia, nos pusiera dos velas cruzadas delante del cuello y
un velo por la cabeza hasta la nuca, y nos echara la bendición del santo como
protección contra todas las enfermedades de las vías respiratorias.
El remedio no debía ser tan
radical, porque el párroco, muy sensato, añadía al final de la ceremonia:
-La bendición de San Blas no
descarta, queridos niños, que, en días de frío, si vais a la escuela o a jugar
a las eras pongo por caso, no tenéis que olvidaros de llevar la bufanda, los
guantes y unos buenos calcetines de lana…¿Entendido?...
Al terminar la bendición de San
Blas tenía lugar una de las más antiguas tradiciones del pueblo. Por la
pendiente que, desde el pórtico de Sta. María bordea la antigua muralla
medieval hacia el viejo convento de las clarisas, se tiraban dos serones de naranjas que la
chiquillada perseguía alborotada.
La famosa “Rodada de la Naranja”
recordaba el enfado del Cid Campeador cuando vino cierta vez a Carrión a ver al
rey Alfonso. Como la acogida no fue de su agrado desparramó por esta calle el
valioso cargamento de naranjas de Valencia que traía como regalo para el
monarca. Además se quedó sin voz de tanto berrear su descontento. Aunque luego
acudió a la iglesia de las Claras, donde celebraban la fiesta de San Blas, y
con la intercesión del dicho santo recobró de nuevo el habla.
Después de recoger, a base de
codazos y trompicones, una naranja medianita y dos mandarinas enanas, volví a
Sta. María.
Madre no había salido aún de la iglesia.
En el interior tenía lugar en ese instante la procesión de las candelas.
Una larga fila de mujeres con
pequeñas velas, previamente bendecidas por el señor cura, discurría por las
naves laterales del templo hasta el altar de la famosa estatua de la Virgen de
las Victorias.
El cura párroco y dos monaguillos
que sostenían los picos de la capa pluvial cerraban la marcha.
Pensé de inmediato en esos pobres
monagos, que por ayudar a la ceremonia, se habían quedado sin rodar la naranja
del Cid. Luego me dijeron que el señor cura había retirado antes las dos más
preciosas para sus abnegados ayudantes. “Monaguillo,
pillo”, ya lo decía la voz popular.
Pero algo llamó al instante mi
atención. Delante del cura y de los dos acólitos de blancos roquetes sobre
sotanas rojas, iban nueve mujeres en fila de a dos. La última, la que iba sola,
era la Sra. Feli, es decir mi madre. Portaban
grandes cirios. Un velo oscuro les cubría la cabeza hasta los hombros.
En las escaleras del altar otras
tantas mujeres esperaban. Cada una tenía
en brazos a un bebé. Los niños o niñas eran de varios meses a penas. Serios y
quietecitos. Excepto el más menudo que sollozaba sin estridencias porque, oh
sorpresa, era arrullado por mi tía
Carmen - pasito adelante, pasito atrás- hasta que se quedó dormido.
Las nueve mujeres se arrodillaron
en reclinatorios ante la capilla. El cura explicó el sentido de la ceremonia.
Era la fiesta de la Purificación de la Virgen María.
-Ella, “aunque no lo necesitase”,
recalcaba el párroco, hizo lo que a todas las mujeres que tuvieran hijos
ordenaba el libro del Levítico. Presentarse en el templo para purificarse
cuando pasaran por lo menos cuarenta días después del “alumbramiento” (No
entendí la palabra, aunque supuse por la circunstancia que significaría tener
un hijo).
Acto seguido, el cura bendijo a las
nueve madres. Cambió los velos negros por otros blancos. Les entregaron sus
respectivos retoños. El sacerdote les fue levantando uno tras otro a la altura
de su cabeza como ofrenda a la Virgen.
Un monaguillo corría por el pasillo
central. Llevaba una jaula con nueve tórtolas. Al llegar al atrio les abrió la portezuela.
Las palomitas huyeron libres pero
amilanadas por el volteo de todas las campanas de la iglesia que anunciaban el
fin de fiesta.
¡Cuántas ideas encontradas llevaba
yo en mi cabeza mientras pausadamente salíamos de la iglesia!
Tía Carmen iba silenciosa a mi
lado. Llevaba el cirio de la ceremonia. Las candelas bendecidas en esa ocasión
se guardaban en las casas. Porque servían para amparar a los moribundos y para
protegerse contra las tempestades y las tentaciones diabólicas.
-O
sea -iba yo recapacitando para mis adentros -que yo tengo un hermanito.
-Se
llama José Luis. Así lo dijo el cura en el acto de la ofrenda.
-Y
nadie hasta el momento me ha dicho ni la más mínima…
-Por
eso -no había duda- me mandaron a
vivir a la casa del puente…
-Y
-además- como las otras madres, la
Sra. Feli ha tenido que “purificarse”
-Por
haber tenido a mi hermanito.
-¿Lo
habrá hecho también cuando me tuvo a mí?
-Y
¿por qué tener un niño era algo “impuro”?
-…..…?
-Claro,
a los niños…-y más si están en los jesuitas- no se les habla de cosas impuras
Al salir al ático, el sol de aquella suave
mañana invernal cegaba los ojos. Caía de plano sobre las piedras doradas de la
histórica iglesia y contra los sillares, roídos por brisas seculares, de la muralla adosada al templo.
Creo que fue eso lo que despejó un
tanto mis incertidumbres.
Además me dejaron que llevara en
brazos al bebé los pocos metros que separaban nuestra casa de la iglesia de Sta.
María.
Era muy guapo. Pesaba como una
pluma. Y yo le llevaba con un miedo atroz, no fuera que se me cayera y sus cachos
saltaran volando como las tórtolas que acababa de soltar el monaguillo hacía
pocos instantes.
De vuelta al colegio, en el primer
estudio de tres cuartos de hora al comienzo de la tarde, fui de inmediato a la biblioteca. El cura había
dicho en su sermón que lo de la purificación estaba en el libro de “El
Levítico”. Hice todo lo posible por no olvidarme del nombre. Lo fui repitiendo
como una letanía puente abajo.
-Supongo que el libro ese estará en
la Biblia…-me dije
Y sí que estaba. Era el tercero del
Antiguo Testamento. Me resultó un farragoso galimatías impresionante.
Holocaustos, sacrificios, oblaciones, rituales, reglas y más reglas, reparación
de los pecados…
Estaba a punto de abandonar la
búsqueda, cuando en el capítulo once leí al sesgo que se hablaba de animales
puros e impuros, de los que se podían comer y de los que no. Animales impuros
eran y por lo tanto no había que comerlos: el camello, el conejo, la liebre y
el cerdo.
-Pues apañadas van -dije a media
voz- las fondas y casas de comidas
-Chss…¡Silencio! -recordó molesto alguien
desde el fondo de la sala. Era un profesor, absorto en la consulta de un libro
de Historia.
Impuros eran también, según el libro,
todos los animales acuáticos que no tuvieran aletas y escamas. Y una copiosa
lista de voladores. Me gustó ver que en esa prohibición entraban los que desde
mi niñez habían sido más repugnantes: los murciélagos y las abubillas. Si
tocabas a uno de estos animales muertos te volvías impuro, decía el libro, y
tenías que purificarte a la caída de la tarde.
Lo que yo buscaba estaba a
continuación. En el capítulo doce. Y decía:
“La
mujer que dé a luz un varón, será impura durante 7 días, como en el tiempo de
su menstruación (mí, no entender, que dicen los indios en las películas de
vaqueros). El día octavo será
circuncidado el prepucio (mí seguir sin pescar…) del niño. La madre continuará en casa durante 33 días…hasta que se
haya cumplido el tiempo de su purificación”.
Pues sí. Aunque había palabras
ininteligibles, así lo decía el Libro Sagrado. Eso, sin embargo, no me explicaba
en modo alguno por qué era “impura” la mujer que tenía (o alumbraba según el
párroco) un hijo.
Al acabar los días de la
purificación, el libro describía cómo sería la ceremonia de presentación de la
mujer en el templo y que llevaría una tórtola
en sacrificio por el pecado (¿?) Y concluía: “El sacerdote hará sobre
ella el rito de expiación y quedará purificada”.
Releí el capítulo. Y lo que más me impactó
entonces fue algo, pero que muy chocante, que me pasó desapercibido en la
primera lectura.
El libro también decía textualmente: “Si da a luz una niña, la mujer será impura durante dos semanas como
en su menstruación (¿?) y continuará en casa 66 días más…”
-Anda.. y toma ya! El doble que los
niños…se me escapó otra vez en el silencio sagrado de la biblioteca.
¡Las chicas deben estar el doble de
impuras que los chavales…!! pensé yo, sin entender este nuevo detalle que se
añadía al misterio de la Purificación.
Hasta que de improviso una lucecita
se iluminó en algún recóndito lugar de mi imaginación. Y deduje enseguida: ¿Tendría
esto que ver con la consigna del padre espiritual, siempre repetida al prepararnos
para las vacaciones veraniegas?
-¡¡¡Cuidado con las niñas!!!, -casi
grité, levantando el brazo tembloroso
ante un imaginario y asustadizo público infantil.
-¿Qué has dicho chico?!, -preguntó
el profesor desde su pupitre
El sobresalto que su intervención
me produjo me hizo botar aturdido. El gesto brusco rasgó una de las esquinas de la página del
Levítico.
Mientras le mostraba la página
afectada, pude balbucear a duras penas:
-Nada, nada… que al levantarme tan
deprisa, mire…mire lo que me ha pasado… y por eso yo me gritaba a mi mismo enfadado:
“¡Cuidado con las uñas!!!”
Devolví rápido la Biblia a su
estantería. Al pasar al lado del maestro, éste se limitó a arquear ligeramente
los hombros sin levantar la vista del voluminoso libro de Historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario