lunes, 14 de septiembre de 2015

EL LEVÍTICO (14 septiembre 15)

Hablar de chicas era evidentemente un tema tabú en nuestras conversaciones colegiales. Yo sólo hablaba de estas cosas con el guaje asturiano Pablo. El conocía ya de sobra el episodio de Floren y La Fiera de la Loma. Sabía también que había una rubita en el pueblo de Carrión que, años atrás, por mí “sorbía los vientos” como decía el pastor Ventura.
En las raras ocasiones en las que subíamos en fila de a dos al pueblo -procesión del Corpus o rosarios de la aurora por el mes de mayo- Pablo se colocaba puntualmente a mi lado. 
Al pasar por la esquina de los soportales del ayuntamiento, junto a la fonda “La Vidala”, me daba un codazo de complicidad. Mi antigua amiga Anita vivía en la primera planta.

-¿Qué pasa…oye? -decía yo fingiendo naturalidad
-Que te juro que la he visto…que está allá arriba detrás de los visillos…espiando

Y a ambos se nos  coloreaba la cara y se aceleraba el pulso adolescente.

Pablo rió con ganas cuando le conté, unos días antes de acabar el curso, lo que me había pasado durante mis vacaciones anteriores en Velilla de Guardo.
Aquel año, cosa rara, no estaba en el pueblo mi locuaz amigo Teobaldo. Tampoco estaba el primo Camilo, el dominico.
Pero, contra los designios protectores de tía Carmen, sí que aparecieron cierto día Sole y  Clara, dos hijas gemelas de un vecino de mis tíos. Dos lindas criaturas de doce abriles. Venían de una residencia veraniega de monjas cerca de Torrelavega.

Huérfano de conversación, antes de la llegada de las gemelas, y sin compañía con quien pasear por las frondosas veredas y ascender a los riscos de la montaña palentina, yo había buscado por las alacenas del comedor algún libro. Encontré al fin, detrás del  ventanuco de un bargueño antiguo, un ejemplar de Ivanhoe, la  novela medieval caballeresca de Walter Scott.

Era mi primera, y durante muchos años única, lectura romántica.
El impacto fue semejante a aquella mi precedente intrusión en la Historia de la Conquista de Méjico tan malquista por el Prelado vecino mío de la calle de Santa María.
A la emoción de  las aventuras, las intrigas, raptos, emboscadas y torneos, ingredientes propios de la novela de enredo medieval, se sumó el toque apasionado del  caballero sir Wilfrid Ivanhoe.

El héroe de la novela tiene que optar entre las dos mujeres que compiten  por su amor: la noble Rowena, de sangre real y la hebrea Rebeca, plebeya que le curó un día milagrosamente de sus heridas y a quien él  luego, mediante un duelo en juicio de Dios,  salvó de la horca y de las garras de un malvado templario.
Fue Rowena quien consiguió al fin conquistar al invencible guerrero.

La transferencia fue inmediata. Nada más aparecer, Clara y Sole, por obra y gracia de alguno de los brujos supervivientes de la novela romántica, se transmutaron en las heroínas de Walter Scoot.

Las dos niñas, tímidas y esquivas en los primeros momentos, aparentaron una fingida indiferencia hacia el primo raro de su vecino que, como él, estaba interno en un colegio de frailes.

El hielo se rompió a los dos días. Sentados a la sombra de la ermita de San Juan, frente a la histórica fuente La Reana, conté a las dos niñas la novela de Ivanhoe.  Leímos incluso algunos de sus párrafos más ardientes.
Los juegos de los días siguientes fantasearon sobre dos princesas prendadas de un apuesto doncel. Para eludir mohines y recelos, las niñas se repartieron alternativamente los papeles. La noble Rowena de un día se transfiguraba al día siguiente en la plebeya Rebeca.
Llegó el último día del duelo romántico. La hebrea era la favorita. Para evitar que la novela original se desvirtuase en su final, ambas firmaron la paz esa misma mañana.
Cuando, al comienzo de la tarde, el deslustrado corcel del coche de línea Guardo -Palencia echó a andar, las heroínas gemelas despidieron entre lágrimas y agitar de pañuelos al enamorado campeón que partía  hacia Tierra Santa.

-Por supuesto que le contaste al padre espiritual esas tus aventuras con las doncellas sajonas - dijo Pablo
-Que te lo has creído, cachupín!! ¿Y para qué?
-Pues también es verdad, solución no te hubiera dado, creo yo…como a mí…con la mía…

Sin darme a tiempo a preguntar, el asturiano me contó uno de sus recientes problemas de conciencia.
A la vuelta de su última ida a Roma, vino de visita al Colegio el Padre Provincial de los jesuitas y nos regaló a todos dos estampas, bendecidas por el mismísimo Papa  Pio XII. Una del Pontífice sobre una vista de la plaza de San Pedro. Y la segunda, una reproducción de una Virgen de Murillo. Bellísima y realista, con la expresión más auténtica de una encantadora joven andaluza.
Pablo lo pasó muy mal. Porque al contemplar a veces la belleza de la imagen se azoraba.

-Oyes, que me venían malos pensares y hasta se me movía…esto…- me confesó señalando la entrepierna.

Llegó a pasar noches sin dormir. Se vio destinado a las llamas del infierno porque, claro, que eso le pasara a él era un horrendo sacrilegio..!! Al final fue y se lo explicó entre sollozos al Pe. Espiritual.

-Me ha dicho que no era para asustarse, que si yo no consentía ni pecado venial había, y que cuando hubiera “moción” y, procurando que no fuera con tocamientos, que me pusiera algún pañuelo con agua fría…
-¿Dónde? -dije yo
-Pues donde va a ser, tontaina…en el “rabanillo”, hombre! Todavía no lo he probado, porque no sé cómo puedo llevar siempre a punto un pañuelo empapado con agua fría en el bolsillo…

Pablo  no volvió al colegio al término de las vacaciones del 46. Pasaba igual cada verano con bastantes compañeros. A él se lo había recomendado el mismo padre espiritual.
  
-Lo peor - me había dicho la víspera de su marcha, mientras tiraba piedras a los patos del cuérnago- es que no sé cómo lo voy a explicar en casa. La familia se me da que no entiende nada de todas esas cosas.
-Pues es verdad -dije yo
-O que a todo ello le ponen siempre una pesada tapadera para evitar que se escape no sé qué tufo que parece que huela mal. Alguna cosa hay de la que no hay que hablar nunca con los niños ni los niños con los mayores.

Era cierto. Yo tenía mi experiencia personal sobre el asunto. No era algo exclusivo del colegio. Había en todas las familias una suerte de tácita confabulación. A los niños no se les podía hablar ni explicar cosas “impuras”.

Yo me encontré un día, sin aclaración convincente, con  que me habían cambiado de residencia familiar. Tenía una habitación nueva en casa de la abuela María. Estaba en la misma entrada del puente. A dos pasos de San Zoilo. Era, me dijeron, para facilitar mis idas y venidas al colegio.  
Acepté el cambio a regañadientes. El cuarto era más espacioso, separado de la alcoba, y con mesa para estudiar y estantería para los libros. Pero yo añoraba aquella otra habitación de mis sueños estivales en la calle Santa María, pegada a la biblioteca de estilo castellano del prelado madrileño. Donde, en libros de tapas gruesas color tabaco, reposaban Moctezuma, Hernán Cortés y los héroes de la batalla de Otumba.  
Además ésta casa del puente olía al vinazo y a la cecina que se servía a todas horas  sobre las mesas de madera tosca y ennegrecida de la taberna “La Espuela” que estaba  debajo, en la misma esquina de la escalerona.

En algunas rápidas escapadas a casa sí que noté que madre estaba un poco demasiado gordita. Pero fue sólo en el cumpleaños de madre cuando se desveló el gran misterio.

Todos los años, el dos de febrero, iba yo  a celebrar su aniversario en la casa de la calle Santa María. Era la fiesta de la Candelaria.
Coincidía  en general con la de San Blas patrono de los males de garganta. Madre me llevaba a Sta. María para que el cura, como a todos los niños de la parroquia, nos pusiera dos velas cruzadas delante del cuello y un velo por la cabeza hasta la nuca, y nos echara la bendición del santo como protección contra todas las enfermedades de las vías respiratorias.
El remedio no debía ser tan radical, porque el párroco, muy sensato, añadía al final de la ceremonia:

-La bendición de San Blas no descarta, queridos niños, que, en días de frío, si vais a la escuela o a jugar a las eras pongo por caso, no tenéis que olvidaros de llevar la bufanda, los guantes y unos buenos calcetines de lana…¿Entendido?...

Al terminar la bendición de San Blas tenía lugar una de las más antiguas tradiciones del pueblo. Por la pendiente que, desde el pórtico de Sta. María bordea la antigua muralla medieval hacia el viejo convento de las clarisas,  se tiraban dos serones de naranjas que la chiquillada perseguía alborotada.

La famosa “Rodada de la Naranja” recordaba el enfado del Cid Campeador cuando vino cierta vez a Carrión a ver al rey Alfonso. Como la acogida no fue de su agrado desparramó por esta calle el valioso cargamento de naranjas de Valencia que traía como regalo para el monarca. Además se quedó sin voz de tanto berrear su descontento. Aunque luego acudió a la iglesia de las Claras, donde celebraban la fiesta de San Blas, y con la intercesión del dicho santo recobró de nuevo el habla.

Después de recoger, a base de codazos y trompicones, una naranja medianita y dos mandarinas enanas, volví a Sta. María.

Madre no había salido aún de la iglesia. En el interior tenía lugar en ese instante la procesión de las candelas.
Una larga fila de mujeres con pequeñas velas, previamente bendecidas por el señor cura, discurría por las naves laterales del templo hasta el altar de la famosa estatua de la Virgen de las Victorias.
El cura párroco y dos monaguillos que sostenían los picos de la capa pluvial cerraban la marcha.
Pensé de inmediato en esos pobres monagos, que por ayudar a la ceremonia, se habían quedado sin rodar la naranja del Cid. Luego me dijeron que el señor cura había retirado antes las dos más preciosas para sus abnegados ayudantes. “Monaguillo, pillo”,  ya lo decía la voz popular.
Pero algo llamó al instante mi atención. Delante del cura y de los dos acólitos de blancos roquetes sobre sotanas rojas, iban nueve mujeres en fila de a dos. La última, la que iba sola, era la Sra. Feli, es decir mi madre. Portaban  grandes cirios. Un velo oscuro les cubría la cabeza hasta los hombros.
En las escaleras del altar otras tantas mujeres  esperaban. Cada una tenía en brazos a un bebé. Los niños o niñas eran de varios meses a penas. Serios y quietecitos. Excepto el más menudo que sollozaba sin estridencias porque, oh sorpresa,  era arrullado por mi tía Carmen - pasito adelante, pasito atrás- hasta que se quedó dormido.

Las nueve mujeres se arrodillaron en reclinatorios ante la capilla. El cura explicó el sentido de la ceremonia. Era la fiesta de la Purificación de la Virgen María.

-Ella, “aunque no lo necesitase”, recalcaba el párroco, hizo lo que a todas las mujeres que tuvieran hijos ordenaba el libro del Levítico. Presentarse en el templo para purificarse cuando pasaran por lo menos cuarenta días después del “alumbramiento” (No entendí la palabra, aunque supuse por la circunstancia que significaría tener un hijo).

Acto seguido, el cura bendijo a las nueve madres. Cambió los velos negros por otros blancos. Les entregaron sus respectivos retoños. El sacerdote les fue levantando uno tras otro a la altura de su cabeza como ofrenda a la Virgen.
Un monaguillo corría por el pasillo central. Llevaba una jaula con nueve tórtolas. Al llegar al atrio les abrió  la portezuela.
Las palomitas huyeron libres pero amilanadas por el volteo de todas las campanas de la iglesia que anunciaban el fin de fiesta.

¡Cuántas ideas encontradas llevaba yo en mi cabeza mientras pausadamente salíamos de la iglesia!
Tía Carmen iba silenciosa a mi lado. Llevaba el cirio de la ceremonia. Las candelas bendecidas en esa ocasión se guardaban en las casas. Porque servían para amparar a los moribundos y para protegerse contra las tempestades y las tentaciones diabólicas.

-O sea -iba yo recapacitando para mis adentros -que yo tengo un hermanito.
-Se llama José Luis. Así lo dijo el cura en el acto de la ofrenda.
-Y nadie hasta el momento me ha dicho ni la más mínima…
-Por eso -no había duda- me mandaron a vivir a la casa del puente…
-Y -además- como las otras madres, la Sra. Feli ha tenido que “purificarse”
-Por haber tenido a mi hermanito.
-¿Lo habrá hecho también cuando me tuvo a mí?
-Y ¿por qué tener un niño era algo “impuro”?
-…..…?
-Claro, a los niños…-y más si están en los jesuitas- no se les habla de cosas impuras

 Al salir al ático, el sol de aquella suave mañana invernal cegaba los ojos. Caía de plano sobre las piedras doradas de la histórica iglesia y contra los sillares, roídos por brisas seculares,  de la muralla adosada al templo.
Creo que fue eso lo que despejó un tanto mis incertidumbres.
Además me dejaron que llevara en brazos al bebé los pocos metros que  separaban nuestra casa de la iglesia de Sta. María.
Era muy guapo. Pesaba como una pluma. Y yo le llevaba con un miedo atroz, no fuera que se me cayera y sus cachos saltaran volando como las tórtolas que acababa de soltar el monaguillo hacía pocos instantes.

De vuelta al colegio, en el primer estudio de tres cuartos de hora al comienzo de la tarde, fui  de inmediato a la biblioteca. El cura había dicho en su sermón que lo de la purificación estaba en el libro de “El Levítico”. Hice todo lo posible por no olvidarme del nombre. Lo fui repitiendo como una letanía puente abajo.

-Supongo que el libro ese estará en la Biblia…-me dije

Y sí que estaba. Era el tercero del Antiguo Testamento. Me resultó un farragoso galimatías impresionante. Holocaustos, sacrificios, oblaciones, rituales, reglas y más reglas, reparación de los pecados…
Estaba a punto de abandonar la búsqueda, cuando en el capítulo once leí al sesgo que se hablaba de animales puros e impuros, de los que se podían comer y de los que no. Animales impuros eran y por lo tanto no había que comerlos: el camello, el conejo, la liebre y el cerdo.

-Pues apañadas van -dije a media voz- las fondas y casas de comidas
-Chss…¡Silencio! -recordó molesto alguien desde el fondo de la sala. Era un profesor, absorto en la consulta de un libro de Historia.

Impuros eran también, según el libro, todos los animales acuáticos que no tuvieran aletas y escamas. Y una copiosa lista de voladores. Me gustó ver que en esa prohibición entraban los que desde mi niñez habían sido más repugnantes: los murciélagos y las abubillas. Si tocabas a uno de estos animales muertos te volvías impuro, decía el libro, y tenías que purificarte a la caída de la tarde.
Lo que yo buscaba estaba a continuación. En el capítulo doce. Y decía:

“La mujer que dé a luz un varón, será impura durante 7 días, como en el tiempo de su menstruación (mí, no entender, que dicen los indios en las películas de vaqueros). El día octavo será circuncidado el prepucio (mí seguir sin pescar…) del niño. La madre continuará en casa durante 33 días…hasta que se haya cumplido el tiempo de su purificación”.

Pues sí. Aunque había palabras ininteligibles, así lo decía el Libro Sagrado. Eso, sin embargo, no me explicaba en modo alguno por qué era “impura” la mujer que tenía (o alumbraba según el párroco) un hijo.
Al acabar los días de la purificación, el libro describía cómo sería la ceremonia de presentación de la mujer en el templo y que  llevaría una  tórtola  en sacrificio por el pecado (¿?) Y concluía: “El sacerdote hará sobre ella el rito de expiación y quedará purificada”.

Releí el capítulo. Y lo que más me impactó entonces fue algo, pero que muy chocante, que me pasó desapercibido en la primera lectura.
El libro  también decía textualmente: “Si da a luz una niña,  la mujer será impura durante dos semanas como en su menstruación (¿?) y  continuará en casa 66 días más…”

-Anda.. y toma ya! El doble que los niños…se me escapó otra vez en el silencio sagrado de la biblioteca.

¡Las chicas deben estar el doble de impuras que los chavales…!! pensé yo, sin entender este nuevo detalle que se añadía al misterio de la Purificación.
Hasta que de improviso una lucecita se iluminó en algún recóndito lugar de mi imaginación. Y deduje enseguida: ¿Tendría esto que ver con la consigna del padre espiritual, siempre repetida al prepararnos para las vacaciones veraniegas?

-¡¡¡Cuidado con las niñas!!!, -casi grité,  levantando el brazo tembloroso ante un imaginario y asustadizo público infantil.
-¿Qué has dicho chico?!, -preguntó el profesor desde su pupitre

El sobresalto que su intervención me produjo me hizo botar aturdido. El gesto brusco  rasgó una de las esquinas de la página del Levítico.
Mientras le mostraba la página afectada, pude balbucear a duras penas:

-Nada, nada… que al levantarme tan deprisa, mire…mire lo que me ha pasado… y por eso yo me gritaba a mi mismo enfadado: “¡Cuidado con las uñas!!!”

Devolví rápido la Biblia a su estantería. Al pasar al lado del maestro, éste se limitó a arquear ligeramente los hombros sin levantar la vista del voluminoso libro de Historia.


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