A comienzos de noviembre hicimos los primeros ensayos. Éramos
doce. Escogidos porque en las clases de declamación destacábamos por la memoria
y la expresiva recitación de las poesías.
Aprender y recitar versos era para
nosotros una actividad ordinaria. El profesor de clase de castellano dedicaba
el primer cuarto de hora de clase diaria al ejercicio de la improvisación y de
la declamación. En todos los entreactos y descansos de las numerosísimas
actuaciones públicas se recitaban poemas. Había una Academia de Declamación que organizaba varios concursos
a lo largo del año. Sabíamos ingente cantidad de poesías de los géneros más
diversos y de los autores más insignes de nuestra literatura.
El esfuerzo para aprenderlas era
considerable. Se puede medir por la extensión tan extraordinaria de algunos poemas
que decíamos de carrerilla y sin
pestañear como “A buen juez, mejor testigo” de Zorrilla, “La Pedrada ” de Gabriel y
Galán, “El Piyayo” de Fernández Luna (aquellos magníficos versos…”A chufla lo toma la gente / y a mi me da
pena / y me causa un respeto imponente”…)
Lo más importante, por encima del
ejercicio de la memoria, era sin embargo el recitado, la emoción y el tono, el
énfasis. A ello se prestaban poemas como “La
canción del Pirata” de Espronceda, “A las ruinas de Itálica” de Rodrigo
Caro o, la más repetida de todas, la beckeriana “¡Qué solos se quedan los muertos!”.
Cuánta emoción cuando, al llegar la
fiesta anual de la Independencia, consagración histórica de de la unidad de España, se organizaba un concurso de declamación
alrededor del poema a los héroes del dos de mayo de 1808: “Oigo, Patria, tu aflicción / y escucho el triste concierto / que
forman tocando a muerto / la campana y el cañón…”
El auditorio vibraba con el trágico
clamor: “¡Guerra! gritó ante el
altar el sacerdote con ira / ¡Guerra!
repitió la lira / con idéntico cantar / ¡Guerra! gritó al despertar / el pueblo
que al mundo aterra / Y cuando en hispana tierra / pasos extraños se oyeron /
hasta las tumbas se abrieron / gritando: ¡Venganza y Guerra!
Y puesto en pie ovacionaba el
juramento final: “¡Héroes de la lealtad /
que del honor al arrullo / fuisteis de la Patria orgullo / y honra de la
humanidad / En la tumba descansad / Que el valiente pueblo ibero / jura con
rostro altanero / que hasta que España sucumba / no pisará vuestra tumba la
planta del extranjero!”
Pero en aquel atardecer, ya
riguroso, de un otoño que pretendía ser invierno no se trataba de un recital
más de poesía.
Sólo se consultaba estos diminutos
libros una vez al año. Cuando se acercaba la navidad. Se trataba de adaptaciones
de piezas teatrales de toda suerte para actores únicamente masculinos.
El resultado de estos arreglos se
prestaba a situaciones alambicadas y ambiguas con papeles un tanto raros entre
personajes del mismo sexo.
La mujer del protagonista se
transformaba en su hermano mayor. Éste
se convertía en el confidente de su mejor amigo y ambos burlaban ladinamente su
confianza. De ahí surgía el conflicto. Un embrollo. Todo para evitar un
contexto de infidelidad planteado en la comedia original.
¿Alguien se imagina “La Venganza de Don Mendo” de Muñoz Seca sólo para hombres?
-“Mora de la morería / mora que conmigo
moras”…- Pues allí estaba. Y así se representó con éxito notable repetidas
veces.
La reunión de aquella tarde otoñal
era el momento en el que se seleccionaban las comedias de la “Galería Salesiana” para las próximas
fiestas navideñas y se procedía al reparto de los papeles.
Ahora se trataba de leer la comedia
escogida para representarla en las próximas fiestas de la Navidad. Se repartían
los papeles que cada cual copiaba a mano del original. Ocho días para aprendérselo
de memoria. Luego los agotadores ensayos durante los recreos y en los días que
no había clase.
La escena teatral estaba al fondo
del gran refectorio. Un escenario en toda regla, con sus bambalinas y
bastidores, las candilejas y la concha del apuntador. Los decorados, de
fabricación propia, se colgaban del
techo y descendían a base de poleas
adaptados a cada acto o cuadro de la obra teatral. Luego se enrollaban y se
clasificaban por materias al fondo del escenario.
Más espectacular aún era el vestuario.
Trajes de romanos, hábitos de monjes y de chinos, uniformes de comedias de capa
y espada. Muchos habían sido confeccionados por las vecinas monjas carmelitas. Algunos
de papel. Otros cosidos primorosamente por tan delicadas manos. Se conservaban
en grandes armarios. Olían a alcanfor. Un olor que se convertía en compañero
inseparable de los actores varios días después de la puesta en escena.
La obra escogida, que obtuvo un
rotundo éxito ese año de 1947, fue “El Rey Negro”, un cuento de Muñoz Seca en tres actos y siete
cuadros. Además de en el colegio, dimos
varias sesiones de “El Rey Negro” en el
Teatro Sarabia de Carrión con llenos hasta el gallinero.
Y con ella, y con un triunfo semejante,
nos fuimos a Valladolid para, con dos representaciones, contribuir a dar a
conocer nuestro colegio en la gran ciudad.
Matute entraba en escena con cara
de infeliz.
Vendía chucherías y sorteos varios.
-¡La Lotería del Niño!...Un quince mil
ciento quince que parece capicúa. ¡Al plato bonito que abre el apetito…al platito
que engaña que lo que no se come no daña…
-Porque
yo he estudiado mucho, eh!... Y eso que no me he examinado más que una vez.
Ahora que esa vez dejé al catedrático en la mitad
-¿En
la mitad!? se asombraba Pizquita, uno de los pequeños mendigos
-Sí,
explicaba Matute. Porque él era un
cate-drático. Y como el cate me lo tuvo que dar a mí, se quedó con el drático
nada más que “pa” los restos
En otra de las frecuentes comedias de “capa y espada” había
un duelo entre dos espadachines. Ambos convinieron en que el arma de la pelea
fuera a golpe de libros, cuanto más grandes mejor. Yo era el padrino del duelo
y preguntaba:
-¿Cómo
se van a dar? ¿A lo llano y de plano o con el lomo del tomo?
-¡Como
mejor entre! decía uno de los contrincantes
-Pues
con el lomo del tomo, sentenciaba el padrino. Porque aquí lo dice: “Tomo 1º. ¡Introducción!!
No faltaba en el repertorio de
obras teatrales el género musical. Varias zarzuelas y comedias de tema
misionero y ambiente chino, inspiradas en temas que nos traían los jesuitas de
la misión china de Anking. El coro del colegio corría con las melifluas y
sentimentales partituras musicales. Los que teníamos peor oído llevábamos la
parte dialogada.
Salí como joven cocinero chino,
recién convertido al cristianismo, en una de esas comedias orientales.
Entra un misionero en el momento en
que el chinito cocinaba algo sobre unas brasas.
-¿Quiele
plobal-lo, padle?
-Tírame algo, que lo cojo al vuelo
El cocinero le tira un pedazo de lo
que estaba asando.
-Pero
bueno, Manuel –dice alarmado el misionero- ¿Cómo vas a darnos hoy a comer
carne, si es viernes de cuaresma?
-Oh,
no te pleocupes, padle –le replica con toda lógica el cocinero- Yo antes llamalme Chiang-chung. Tú
bautizalme y pusiste Manuel. Pues yo a esta calne dije: “Tú, calne, desde ahola
selás bacalao. Y la bauticé.
-Desde
que el mundo es mundo -nos había comentado el profesor de Lengua Castellana- el teatro ha tenido un influjo extraordinario en la historia de la
Humanidad. La tragedia y la comedia griega explicaban al pueblo los entresijos de los grandes temas de la
mitología antigua y criticaban tanto a sus dioses como a las costumbres
populares y al comportamiento de sus gobernantes. Lo mismo hicieron los
comediógrafos romanos. En la Edad Media la cátedra ambulante del teatro, junto
con la escultura de sus catedrales, fueron el libro en el que pueblo hojeaba el
devenir de los grandes misterios. Calderón convirtió a sus “Autos
Sacramentales” en auténticas aulas de Teología explicada al pueblo, al aire
libre, en los patios de comedias de la Edad de Oro Castellana. Y no tenéis más
que asomaros a las obras recientes de Echegaray, nuestro Premio Nobel de
Teatro, o de Jacinto Benavente para trazar un certero retrato sobre los hombres
y mujeres de las actuales generaciones.
El teatro, como constante
formativa, era una tradición jesuítica aplicada a todos los ámbitos educativos.
Un misionero de Brasil que, por razones de salud, vino destinado a San Zoilo
nos habló de las Reducciones Jesuíticas instaladas al sur de aquel país y todo
a lo largo de las riveras del río Paraguay.
-La música y el teatro, resumía, fueron
las dos armas que los misioneros usaron en la educación de los indios.
No es de extrañar por lo tanto que
la enseñanza en nuestro colegio se “teatralizara” constantemente. Las aulas
escalaban con frecuencia el escenario. Entonces las clases públicas tomaban el
nombre de “concertaciones”.
La primera concertación que
presencié con un cautivador asombro fue una que los mayores de entonces
dedicaron al discurso de Cicerón “Pro
lege Manilia”.
El escenario del comedor era la tribuna romana de los “Rostros”.
Un orador expuso la situación por
la que en aquel momento pasaba la república romana y sus principales personajes:
Mario, Sila, Pompeyo…Luego fueron declamando, una parte en latín y otra en
castellano, un resumen del discurso de Cicerón.
Los “pipis” seguíamos, maravillados
y sin cansarnos, los largos discursos ambientados en un aparato teatral
extraordinario. Tal fue el éxito de esta concertación que, al día siguiente se
concedió un día extraordinario de vacación en Villamez.
En la primavera de mi tercer curso
presentamos una concertación que en nada tuvo que envidiar a aquella primera
que nos dejó boquiabiertos a los más pequeños.
El tema versaba sobre las batallas
entre César y Pompeyo. Me encargaron el discurso de presentación que tuvo el
honor de figurar entre una de mis más elogiadas composiciones en castellano. Era la introducción a la histórica victoria de César en Farsalia contra las legiones de Pompeyo. Pero en este caso concreto la batalla era la lucha por el dominio de la sintaxis latina escenificada con himnos y reñidos desafíos individuales.
Contempladas a través del tiempo,
en las neblinas de un pasado remoto, estas antiguas viñetas nos hacen sonreír al socaire de sus ingenuidades
hoy pasadas ya de moda.
Pero en aquellos años, con la
escasez de recursos de entretenimiento
que teníamos, la zambullida constante en
el mundo de la tramoya y de las bambalinas fue un divertimento continuo,
la incursión en un mudo mágico que no sólo nos ayudó a obtener una aceptable
cultura sino, y tal vez lo más importante, a disfrutar de momentos inolvidables
en aquellos años tristes y sombríos del acontecer allende los muros de nuestro
recinto monástico.
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