miércoles, 9 de septiembre de 2015

TRAMOYAS Y BAMBALINAS ( 9 septiembre 15 )

A comienzos de  noviembre hicimos los primeros ensayos. Éramos doce. Escogidos porque en las clases de declamación destacábamos por la memoria y la expresiva recitación de las poesías.

Aprender y recitar versos era para nosotros una actividad ordinaria. El profesor de clase de castellano dedicaba el primer cuarto de hora de clase diaria al ejercicio de la improvisación y de la declamación. En todos los entreactos y descansos de las numerosísimas actuaciones públicas se recitaban poemas. Había una Academia  de Declamación que organizaba varios concursos a lo largo del año. Sabíamos ingente cantidad de poesías de los géneros más diversos y de los autores más insignes de nuestra literatura.
El esfuerzo para aprenderlas era considerable. Se puede medir por la extensión tan extraordinaria de algunos poemas  que decíamos de carrerilla y sin pestañear como “A buen juez, mejor testigo” de  Zorrilla, La Pedrada de Gabriel y Galán, “El Piyayo” de Fernández Luna (aquellos magníficos versos…”A chufla lo toma la gente / y a mi me da pena / y me causa un respeto imponente”…)
Lo más importante, por encima del ejercicio de la memoria, era sin embargo el recitado, la emoción y el tono, el énfasis. A ello se prestaban poemas como “La canción del Pirata” de Espronceda, “A las ruinas de Itálica” de Rodrigo Caro o, la más repetida de todas, la beckeriana “¡Qué solos se quedan los muertos!”.

Cuánta emoción cuando, al llegar la fiesta anual de la Independencia, consagración histórica de de la unidad de España, se organizaba un concurso de declamación alrededor del poema a los héroes del dos de mayo de 1808: “Oigo, Patria, tu aflicción / y escucho el triste concierto / que forman tocando a muerto / la campana y el cañón…” 
El auditorio vibraba con el trágico clamor: “¡Guerra! gritó ante el altar  el sacerdote con ira / ¡Guerra! repitió la lira / con idéntico cantar / ¡Guerra! gritó al despertar / el pueblo que al mundo aterra / Y cuando en hispana tierra / pasos extraños se oyeron / hasta las tumbas se abrieron / gritando: ¡Venganza y Guerra!
Y puesto en pie ovacionaba  el juramento final: “¡Héroes de la lealtad / que del honor al arrullo / fuisteis de la Patria orgullo / y honra de la humanidad / En la tumba descansad / Que el valiente pueblo ibero / jura con rostro altanero / que hasta que España sucumba / no pisará vuestra tumba la planta del extranjero!”

Pero en aquel atardecer, ya riguroso, de un otoño que pretendía ser invierno no se trataba de un recital más de poesía.

En un nutrido anaquel de la biblioteca escolar, entre los grandes clásicos del teatro, desde Sófocles y Calderón hasta Jacinto Benavente, dormitaba humildemente un apartado dedicado a una curiosa colección: la “Galería Dramática Salesiana”.
Sólo se consultaba estos diminutos libros una vez al año. Cuando se acercaba la navidad. Se trataba de adaptaciones de piezas teatrales de toda suerte para actores únicamente masculinos.
El resultado de estos arreglos se prestaba a situaciones alambicadas y ambiguas con papeles un tanto raros entre personajes del mismo sexo.
La mujer del protagonista se transformaba en su hermano mayor.  Éste se convertía en el confidente de su mejor amigo y ambos burlaban ladinamente su confianza. De ahí surgía el conflicto. Un embrollo. Todo para evitar un contexto de infidelidad planteado en la comedia original.
¿Alguien se imagina “La Venganza de  Don Mendo” de Muñoz Seca sólo para hombres? -“Mora de la morería / mora que conmigo moras”…- Pues allí estaba. Y así se representó con éxito notable repetidas veces.

La reunión de aquella tarde otoñal era el momento en el que se seleccionaban las comedias  de la “Galería Salesiana” para las próximas fiestas navideñas y se procedía al reparto de los papeles.

Nos habían precedido representaciones memorables de autores como  los Arniches, el referido Muñoz Seca o el francés Molière: “Los Aparecidos”, “El Médico a Palos”, “Don Mendo”, “La vida es sueño” y algún Auto Sacramental de Calderón de la Barca.
Ahora se trataba de leer la comedia escogida para representarla en las próximas fiestas de la Navidad. Se repartían los papeles que cada cual copiaba a mano del original. Ocho días para aprendérselo de memoria. Luego los agotadores ensayos durante los recreos y en los días que no había clase.

La escena teatral estaba al fondo del gran refectorio. Un escenario en toda regla, con sus bambalinas y bastidores, las candilejas y la concha del apuntador. Los decorados, de fabricación propia,  se colgaban del techo  y descendían a base de poleas adaptados a cada acto o cuadro de la obra teatral. Luego se enrollaban y se clasificaban por materias al fondo del escenario.
Más espectacular aún era el vestuario. Trajes de romanos, hábitos de monjes y de chinos, uniformes de comedias de capa y espada. Muchos habían sido confeccionados por las vecinas monjas carmelitas. Algunos de papel. Otros cosidos primorosamente por tan delicadas manos. Se conservaban en grandes armarios. Olían a alcanfor. Un olor que se convertía en compañero inseparable de los actores varios días después de la puesta en escena.

La obra escogida, que obtuvo un rotundo éxito ese año de 1947, fue “El Rey Negro”, un cuento de Muñoz Seca en tres actos y siete cuadros.  Además de en el colegio, dimos varias sesiones  de “El Rey Negro” en el Teatro Sarabia de Carrión con llenos hasta el gallinero.
Y con ella, y con un triunfo semejante, nos fuimos a Valladolid para, con dos representaciones, contribuir a dar a conocer nuestro colegio en la gran ciudad.

Me tocó en el reparto el papel del protagonista, el estrafalario, pero honrado embaucador, don Francisco Lagarra y Matute. Bigote enorme pegado al labio con tal cantidad de resina que asfixiaba, chambergo agujereado, exageradas patillas y pantalones a retales.

Matute entraba en escena con cara de infeliz.
Vendía chucherías y sorteos varios.

-¡La Lotería del Niño!...Un quince mil ciento quince que parece capicúa. ¡Al plato bonito que abre el apetito…al platito que engaña que lo que no se come no daña…

 En una escena del cuadro tercero, calentándose todos en la fría medianoche al rescoldo de las cenizas de una hoguera, Matute se las daba de sabio y enteradillo.

-Porque yo he estudiado mucho, eh!... Y eso que no me he examinado más que una vez. Ahora que esa vez dejé al catedrático en la mitad
-¿En la mitad!? se asombraba Pizquita, uno de los pequeños mendigos
-Sí, explicaba Matute. Porque él era un cate-drático. Y como el cate me lo tuvo que dar a mí, se quedó con el drático nada más que  “pa” los restos
  
En otra de las  frecuentes comedias de “capa y espada” había un duelo entre dos espadachines. Ambos convinieron en que el arma de la pelea fuera a golpe de libros, cuanto más grandes mejor. Yo era el padrino del duelo y preguntaba:

-¿Cómo se van a dar? ¿A lo llano y de plano o con el lomo del tomo?
-¡Como mejor entre! decía uno de los contrincantes
-Pues con el lomo del tomo, sentenciaba el padrino. Porque aquí lo dice: “Tomo 1º. ¡Introducción!!

No faltaba en el repertorio de obras teatrales el género musical. Varias zarzuelas y comedias de tema misionero y ambiente chino, inspiradas en temas que nos traían los jesuitas de la misión china de Anking. El coro del colegio corría con las melifluas y sentimentales partituras musicales. Los que teníamos peor oído llevábamos la parte dialogada.
Salí como joven cocinero chino, recién convertido al cristianismo, en una de esas comedias orientales.
Entra un misionero en el momento en que el chinito cocinaba algo sobre unas brasas.

-¿Quiele plobal-lo, padle?
 -Tírame algo, que lo cojo al vuelo

El cocinero le tira un pedazo de lo que estaba asando.

-Pero bueno, Manuel –dice alarmado el misionero- ¿Cómo vas a darnos hoy a  comer carne, si es viernes de cuaresma?
-Oh, no te pleocupes, padle –le replica con toda lógica el cocinero- Yo antes llamalme Chiang-chung. Tú bautizalme y pusiste Manuel. Pues yo a esta calne dije: “Tú, calne, desde ahola selás bacalao. Y la bauticé.

-Desde que el mundo es mundo -nos había comentado el profesor de Lengua Castellana- el teatro ha tenido un influjo extraordinario en la historia de la Humanidad. La tragedia y la comedia griega explicaban al pueblo los  entresijos de los grandes temas de la mitología antigua y criticaban tanto a sus dioses como a las costumbres populares y al comportamiento de sus gobernantes. Lo mismo hicieron los comediógrafos romanos. En la Edad Media la cátedra ambulante del teatro, junto con la escultura de sus catedrales, fueron el libro en el que pueblo hojeaba el devenir de los grandes misterios. Calderón convirtió a sus “Autos Sacramentales” en auténticas aulas de Teología explicada al pueblo, al aire libre, en los patios de comedias de la Edad de Oro Castellana. Y no tenéis más que asomaros a las obras recientes de Echegaray, nuestro Premio Nobel de Teatro, o de Jacinto Benavente para trazar un certero retrato sobre los hombres y mujeres de las actuales generaciones.

El teatro, como constante formativa, era una tradición jesuítica aplicada a todos los ámbitos educativos. Un misionero de Brasil que, por razones de salud, vino destinado a San Zoilo nos habló de las Reducciones Jesuíticas instaladas al sur de aquel país y todo a lo largo de las riveras del río Paraguay.

-La música y el teatro, resumía, fueron las dos armas que los misioneros usaron en la educación de los indios.

No es de extrañar por lo tanto que la enseñanza en nuestro colegio se “teatralizara” constantemente. Las aulas escalaban con frecuencia el escenario. Entonces las clases públicas tomaban el nombre de  “concertaciones”.
La primera concertación que presencié con un cautivador asombro fue una que los mayores de entonces dedicaron al discurso de Cicerón “Pro lege Manilia”.

El escenario del comedor era la tribuna romana de los “Rostros”.
Los actuantes vestían a la romana. Generales y caballeros romanos, envueltos en amplias togas o enfundados en vistosas armaduras.
Un orador expuso la situación por la que en aquel momento pasaba la república romana y sus principales personajes: Mario, Sila, Pompeyo…Luego fueron declamando, una parte en latín y otra en castellano, un resumen del discurso de Cicerón.
Los “pipis” seguíamos, maravillados y sin cansarnos, los largos discursos ambientados en un aparato teatral extraordinario. Tal fue el éxito de esta concertación que, al día siguiente se concedió un día extraordinario de vacación en Villamez.

En la primavera de mi tercer curso presentamos una concertación que en nada tuvo que envidiar a aquella primera que nos dejó boquiabiertos a los más pequeños.
El tema versaba sobre las batallas entre César y Pompeyo. Me encargaron el discurso de presentación que tuvo el honor de figurar entre una de mis más elogiadas composiciones en castellano. Era la introducción a la histórica victoria de César  en Farsalia contra las legiones de Pompeyo.  Pero en este caso concreto la batalla era la lucha por el dominio de la sintaxis latina escenificada  con himnos y reñidos desafíos individuales.

Contempladas a través del tiempo, en las neblinas de un pasado remoto, estas antiguas viñetas nos hacen  sonreír al socaire de sus ingenuidades hoy  pasadas ya de moda.

Pero en aquellos años, con la escasez de  recursos de entretenimiento que teníamos, la zambullida constante en  el mundo de la tramoya y de las bambalinas fue un divertimento continuo, la incursión en un mudo mágico que no sólo nos ayudó a obtener una aceptable cultura sino, y tal vez lo más importante, a disfrutar de momentos inolvidables en aquellos años tristes y sombríos del acontecer allende los muros de nuestro recinto monástico.








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