martes, 8 de septiembre de 2015

EL TUNEL Y LA BURBUJA ( 8 septiembre 15 )

En la primera semana de octubre tenían lugar cada año los "Ejercicios Espirituales". Mal trago.
El padre espiritual nos lo anunció aquel año en una de sus pláticas preparatorias. Dijo que los Ejercicios eran para reflexionar sobre las “postrimerías”. Quiso sondear entre los novatos el significado de esta palabra, y Juanjo le respondió:

-Las postrimerías es lo que se come al final de las comidas 

El padre se rió de la ocurrencia y aclaró:

-No son los “postres”, Juan José.  Las postrimerías son las cosas que a todo hombre le pasan al final de su vida. También les llaman los “Novísimos”.

Los que vivíamos en el pueblo lo entendimos muy bien. Porque en las Navidades anteriores, año 43, tres Padres jesuitas habían predicado allí  la Santa Misión.
En las fachadas de todas las iglesias y en medio de la plaza del ayuntamiento aparecieron unos cartelones que decían en inmensas letras negras: “Muerte, Juicio, Infierno y Gloria, ten cristiano en la memoria”. Eso eran los “Novísimos”.
Las Misiones coparon la actividad del pueblo durante aquellos diez interminables días. Las parroquias estaban a rebosar de fieles. Unos por devoción, otros por curiosidad y otros por obligación acudían a los sermones, casi todos atronadores y apocalípticos, de primeras horas de la mañana y últimas de la tarde.
Por obligación era porque los trabajadores que no justificaran la asistencia a los actos de la Misión podían quedarse sin paga.
Por curiosidad para ver cuál de los misioneros lo hacía mejor. Al final era como con los toreros y con apuestas en los bares. Llenaba más la plaza el que más banderillas -verdades más categóricas y regañinas más contundentes -le ponía a la feligresía.
Acudir por devoción no era casi ni necesario. Todas las calles del pueblo estaban cubiertas por un tendido de altavoces. Algunas prédicas se hacían en plena calle, frente a las iglesias.
Quisieras o no, y sin acudir a la iglesia, te embuchabas, aunque apalancaras las ventanas de la casa, todos los sermones, pláticas e incesantes cantos de penitencia de la Misión.

Los primeros Ejercicios Espirituales  en San Zoilo se me hicieron muy parecidos a la reciente Misión vivida en el pueblo.
Entre los escolares, apelotonados en los primeros bancos, había quienes lloraban a moco tendido ante la culpabilidad de sus pecados o las escenas de la Pasión. Otros temblaban despavoridos al sentirse presas de las trágicas escenas del Juicio final o de las truculentas penas del infierno. Y las soñaban luego en la oscuridad de la noche.

Con el tiempo comprendí que los Ejercicios eran otra cosa. Tenían otra estrategia muy diferente. Algo más militar y combativo. Por algo los había planeado el soldado Iñigo de Loyola. Pero, para los novatos especialmente, la encerrona inicial de cada curso en San Zoilo era como la travesía de un ingrato túnel.

Lo más penoso fue el silencio total durante los tres días enteros de los Ejercicios. En los ratos libres se podían leer libros piadosos en la biblioteca. O pasear por los senderos de la huerta, meditando sobre los sermones de la capilla.
A mí no me salía eso de seguir "meditando" en las charlas de la capilla. Me distraía más bien siguiendo el rastro de las lagartijas o espiando las caprichosas filigranas de las nubes que discurrían en libertad al otro lado de las tapias.

Donde mejor me lo pasaba era, sin duda, en la biblioteca. Lejos de leer libros beatíficos, me dediqué más bien a tomar posesión de algo que me entusiasmaba. Poco tenía que ver ésta con aquella biblioteca adusta y casi medieval de mi venerado vecino de la calle Santa María, el  obispo antiazteca. Ni con la del colegio de los Maristas. Acababan de ampliarla a finales del curso anterior. 
Nada de volúmenes con uniformes de  cantos dorados, como si estuvieran en una parada militar. Muchos, casi un centenar, eran cortos relatos de la editorial Mensajero. Recuerdo algunos, como si se tratara de nostálgicos amigos de la infancia: “Ahora y después”, “Alma Viajera”, “El cazador de venados”…
Durante el curso escolar la biblioteca estaba abierta  todos los días de vacación y en los momentos de estudio libre. También se podía pedir permiso para ir a ella durante los recreos largos.  La biblioteca fue el lugar que  yo más frecuenté en el colegio. Yo veía que muchos alumnos, incluso durante los recreos, pedían permiso para ir a una visita al Santísimo en la capilla. Eso daba galones para una buena nota en  Deberes Religiosos  a final de mes. Mi querencia estaba más bien entre los libros.  
 
Intenté superar el record que ya me había impuesto en los Maristas. Cuando en las clases de lengua el profesor recordó que para mejorar el estilo existía el aforismo latino de Plinio: “Nulla dies sine linea” -no dejar pasar un día sin escribir algunas líneas-  yo añadí en la libreta donde regularmente anotaba mis lecturas: “Nullus mensis sine libris” -no dejar pasar un mes sin haber leído algunos libros-.

La regla principal de la biblioteca era el silencio absoluto. No solía haber vigilancia. Si a ella iban profesores se les consideraba como un lector más.
 Fue el primer espacio de la escuela donde noté la ausencia de vigilantes. Esa sería la norma estricta y predominante durante toda la estancia en San Zoilo. Aplicada sobre todo a los últimos cursos. Nada de guardias ni acechos torticeros para pescar in fraganti a los infractores.
Se trataba de educar para la responsabilidad. El que no fuera capaz de cumplir sólo, sin control externo y en cualquier momento del día, no era digno aspirante a entrar en la Compañía de Jesús.
Así nos lo recordaron, y así se fue repitiendo en constante estribillo en años posteriores, desde aquellos primeros ejercicios espirituales del año 44 que, por cierto, tuvieron un especial colofón.

Abrumados con la tensa presión de las dos primeras jornadas en las que con todo lujo de tétricos y amenazadores detalles se glosaban las tres primeras postrimerías  -muerte, juicio, infierno-  la mayor parte de los pipis salíamos de las pláticas cantando entre lágrimas los cantos penitenciales previamente ensayados: “Perdona a tu pueblo, Señor…”, “Pequé, ya mi alma sus culpas confiesa…”, “Sálvame, Virgen María”…
Toda esa enorme aflicción terminaba al finalizar el segundo día, en la ceremonia de una confesión general en toda regla. Con esa confesión se consideraba borrada toda huella de anterior maldad acumulada durante la primera década de nuestra corta existencia. ¡Hay que ver el vacío  brillante que allá por los más adentros te dejan esas confesiones generales! Como si te hubieras engullido una pastilla de jabón Lagarto.

Y vino entonces la distensión del día final; la alegría de la Gloria  y de la Resurrección.
A tres o cuatro de los nuevos les cogió en las últimas charlas un ataque de risa floja  que, por contagio, recorrió en oleadas toda la capilla desde el primero hasta los últimos bancos. Sacaron a los más afectados. La histeria se repitió de nuevo. Al fin tuvieron que llevarnos a todos los novatos a la huerta. 
Allí, bajo un árbol frondoso, recibimos la última prédica. Cada uno redactó luego su plan de vida personal para el nuevo curso. Con la redacción de esa nueva carta de marear terminaban siempre los Ejercicios Espirituales.

El “plan de vida” era el tren de vía estrecha que recorría toda la vida del colegial desde el comienzo al fin de cada curso. Se revisaba mensualmente  en los retiros espirituales de una mañana. Y se actualizaba  diariamente en los exámenes de conciencia vespertinos en el inmenso coro de la iglesia que parecía el de una catedral.





Sentados al anochecer en los duros bancos de madera o en la sillería labrada adosada a las blancas y húmedas paredes del viejo coro monacal, acosados por el sueño, había que desmenuzar día tras día la andadura del plan en los pequeños detalles de cada jornada.
Uno se prometía mejorar al día siguiente, pero el sueño apabullaba los buenos propósitos y los borraba por completo antes del amanecer.
Así que los sucesivos planes de vida, por lo menos los míos, llegaron año tras año a su término hechos unos zorros, irreconocibles, con más jirones que los pantalones de los chicos robaperas que el Hermano Arrieta  troceaba sobre las tapias  de la huerta.

Se percibía muy pronto. No tardamos mucho en comprenderlo. Los dos pivotes sobre los que giraba toda la vida colegial de los internos de Carrión eran la vida de piedad y la vida académica. Acabábamos de experimentar el sorbo más espeso de la espiritualidad: los Ejercicios ignacianos. Al día siguiente sería el reparto de libros y el acceso a la puerta grande de las actividades escolares.

Entre esos dos polos –piedad y estudio- discurrirá toda una larga travesía por donde deambularán las actividades de ocio, deportes, música, teatro, compañerismo, fiestas colegiales, colegas que nos dejaban de improviso, terrores y ensoñaciones propias de la infancia y de la adolescencia que se agrandaban con el escenario de la casona, a ratos preñada de los detalles casi románticos de un antiguo monasterio y otros salpicada de terroríficos recovecos hundidos en el misterio.

Detrás del decorado de todos los días, que de tan monótonos parecían copiarse incesantemente a sí mismos, había una serie de vivencias compartidas que hicieron así y todo inolvidable, para los que sobrevivimos en su largo recorrido, la estancia de cuatro o cinco años en la gran casona. Cinco largos años entre las que, desde el exterior, parecían repulsivas cercas de un viejo monasterio.

A pesar de haber pasado momentos duros y grandes privaciones durante largos años, no se equivocó mucho cuando uno de nosotros, con el correr del tiempo, nos llamó “los niños afortunados de la posguerra”.


Confinados en aquel rincón privilegiado de la llanura castellana, en la encrucijada de la seca Tierra de Campos con la fértil Vega del Carrión, instalados en una gran burbuja, muy poco advertimos de la represión instalada en toda la piel de toro durante los férreos años que siguieron a la guerra civil, ni de los años negros que sucedieron al final de la segunda guerra mundial.

Al contrario de lo que sucedía en nuestras reuniones pandilleras de años anteriores en el  aquel refugio azteca de sueños infantiles, a la sombra de la iglesia-fortaleza de Belén, en San Zoilo nada se comentaba sobre los desmanes cometidos en ambos bandos nacionales, salvajemente enfrentados  apenas una media docena de años atrás.
Y eso que nos constaba que entre las familias del largo centenar de estudiantes las había de todos los colores del espectro político español, no el del momento, sino el de hacía unos pocos años.

Algo se habló en un recreo de los famosos “maquis”. Porque Pablo, el asturiano, dijo un día que allá por su tierra había un batallón de ellos, que  debían llamarse “maquis”, según él, porque siempre estaban “maquinando” tropelías por pueblos y caseríos.
El Padre Prefecto le aclaró que “maquis” venía de los “maquisards” franceses, rebeldes resistentes contra la invasión de la nación vecina por parte de los nazis. Y para hacer gala de cierta imparcialidad, añadió:

-Aquí los maquis son considerados por unos como vulgares y toscos bandoleros
y por otros como patriotas rebeldes, apuntalados por el comunismo internacional. ¡Vaya usted a saber!

Yo estuve apunto de declarar mi admiración por los maquis franceses. Mi mejor profesor en el colegio de los Maristas me constaba que era uno de ellos.
Pero me contuve. Porque, en materia política, habíamos aprendido mucho sobre la debida discreción los que en la playita del río Carrión, donde se reflejaba la adusta mole de la iglesia-fortaleza de Belén, formábamos años atrás la heroica pandilla de los Aztecas.

Nunca tuvimos en San Zoilo clases expresas de formación política como sucedía en las escuelas de todo el país. Más en las escuelas públicas que en las escuelas religiosas. Porque los maestros nacionales, como funcionarios, no tenían más romances que adaptarse a los dictados estatales.
Recuerdo vagamente algún izar de banderas que duraron muy poco. Con la consabida oración a José Antonio: “Señor y Dios nuestro, José Antonio esté contigo. Queremos lograr aquí, la España difícil y erecta que él ambicionó…etc….”
También vivimos clases de gimnasia muy parecidas a las que se impartían en los campamentos de juventudes. Y soportamos frecuentes lecturas bélicas de la reciente “Historia de la Cruzada Española” como: “El Cuartel de la Montaña”, “El Santuario de Ntra. Sra de la Cabeza” o “El Alcázar de Toledo”.

Estas lecturas  se daban desde el monástico púlpito del refectorio, en la primera parte de las comidas. Fui en los dos últimos años uno de los voceros asiduos del púlpito monacal. Se necesitaba una voz potente y una articulación precisa para que  llegaran hasta los últimos rincones del inmenso comedor las lecturas patrióticas o las vidas de los santos o el clásico Martirologio de cada día.
Hasta que al  padre Prefecto le venía en gana decir: “Deo gratias”, que significaba el permiso para hablar, sin gritos y sin la boca llena. Y recordando con frecuencia que no había que morder el pan sino comerlo a cachitos. Ni sorber la sopa. Que eso lo hacían los gorrinitos de la vaquería.

Los libros, es decir, la parte de las enciclopedias escolares destinada a la Historia de España sí que se encargaban, profusamente desde luego, de magnificar al Régimen victorioso del momento, vituperar a todo lo que no estuviera bajo su égida y retrotraernos a la España Imperial que gobiernos impotentes y conspiraciones masónicas y ateas habían dilapidado.

El fin de la guerra mundial, el año 1945, tuvo, excepción que confirma la regla, una repercusión especial en el colegio.
En primer lugar todos sabíamos que entre los profesores había dos bandos: los anglófilos y los germanófilos. Sólo dos o tres eran de estos últimos. Pero muy echados “pa lante”.
En un acto público de los alumnos de segundo sobre geografía europea los alumnos se dividieron en dos secciones que trataban de describir a los dos países más importantes enfrascados entonces en la segunda gran guerra mundial. Sección A: Alemania. Sección B: Inglaterra.
La especie de clase pública, a la que se llamaba “concertación”, consistió en un fuego graneado de preguntas geográficas e históricas de alumnos mayores  y profesores  a los de segundo  que representaban mitad por mitad  a los ingleses y a los alemanes.
La pugna derivó a hechos de armas puntuales y a diferencias políticas, interpretadas de manera pintoresca por los pequeños pero no así por los adultos presentes según las preferencias por uno o por otro de los dos países. La discusión se agrió lo suficiente como para que tuviera que intervenir el padre rector para poner orden entre los acalorados y empecinados profesores.
Tras una poesía bélica de Espronceda, se permitió únicamente a los alumnos cantar los himnos nacionales inglés y alemán.
La victoria, indecisa hasta el final, recayó, como no podía ser de otra manera, en la sección B: los ingleses. Pura premonición, comentaron algunos entre dientes.
Meses más tarde nos enteramos de que el Padre Provincial de los jesuitas había mandado una circular a todos sus miembros para que se abstuvieran de entablar cualquier discusión política ante los alumnos.

El fin de la guerra mundial tuvo, de rebote, otras secuelas en nuestra vida ordinaria. A poco de terminar la contienda, la ONU decretó el boicot general al régimen franquista. Fueron días de nerviosismo y postración para unos y de exaltación patriótica exultante para otros. Nos dejaron seguir por la radio la ingente manifestación de protesta que se organizó en la plaza de Oriente de Madrid. Se organizaron otras por provincias. Nosotros no fuimos a ninguna. Pero sí seguimos con cierta pasión los comentarios que, dentro de nuestros muros, llovían por todas partes.

“Han tocado neciamente el honor nacional”,- decía uno- “¿No se acuerdan de 1808?. Si entonces nos echamos en brazos de un rey torpe y traidor, Fernando VII, sólo porque habían avasallado nuestro patriotismo, ¿qué quieren que hagamos ahora?

Otro hablaba irónicamente de la expresión que en alguna ocasión había emitido el propio Caudillo: “Eso es una tortilla sin huevos”.

Había quien vibraba con la chusca idea, pero sin duda convincente en esos momentos, de que se metieran toda su ayuda por donde les entrara. “Vamos a demostrarles que somos capaces de hacerlo todo solos. Desde aviones hasta  alfileres!!”

Y otro que, presumiblemente, era el que más daba en la diana: “¿No querían Franco? Pues van a tener Franco por los siglos…Hasta hartarse!! El boicot ha sido una monumental torpeza”.

Sin embargo, el punto débil que la nueva situación internacional más nos golpeó a todos fue el estómago.
Privado de las importaciones del exterior, el país se refugió en un control intenso de los alimentos. Más racionamiento que antes, si aún cabía, y más ingenio, en nuestro caso, para dar de comer a las  más de ciento cincuenta personas de nuestra comunidad.

San Zoilo tenía entonces, al final de la huerta, una flamante vaquería nueva edificada a comienzos de los cuarenta en sustitución de la antigua que, de tan vieja, se desplomó estrepitosamente bajo el peso de la nieve durante un crudo invierno.
Una docena de vacas, la conejera, el gallinero con una incubadora de trescientos huevos, a la que frecuentemente acudíamos para ver despuntar el milagro de la vida en los pollitos que rompían el cascarón, las cien ovejas que iban y volvían cansinamente de Villamez en busca de pastos, las patatas y frutas de la huerta, nos ayudaron a pasar aquellos años de verdaderas penurias y carestías.

La despensa y la cocina eran los dominios de los Hermanos vascos Eguía y Elguiazábal.
Este era el más generoso. Hasta hacía la vista gorda a algunas incursiones nuestras por la despensa a la caza de tabletas de chocolate negro o de algunas galletas María. O del dulce de membrillo y la mermelada que guardaba en las antiguas celdas de castigo de los frailes benedictinos.
Eguía trabajaba en la cocina con la chapela puesta. Más de una vez le vimos ayudarse de la gorra amplia y lustrosa para levantar las tapaderas y olisquear las grandes ollas donde nadaban en abundante caldo las muelas, los titos, las alubias pintas, las lentejas y sus gusanos o los garbanzos. Cierta noche nos hizo una sopa de muelas intragable.

 -No le hagan asco a las muelas, había dicho el padre prefecto a los chicos que miraban el plato con una cara indescriptible, las vacas también las comen y mira si engordan…!

A la salida del comedor alguien comentó al hermano Eguía  lo famélicos que ese día nos íbamos a la cama. Y el hermano le replicó, parafraseando el dicho conocido -“De malas cenas están las sepulturas llenas”- con su inimitable concordancia vizcaína:

-Eso buena cosa para salud, muchachos. Recordad refrán. “Malos cenas, sepulturas llenos”

Eguía era también algo miope. Cuántas veces nos vinieron las lentejas y las alubias pintas sin escoger y llenas de bichitos o palitroques.

Ponían a mediodía un pedazo de pan. Si se quería comer pan en la cena, se podía guardar un trozo, envuelto en la servilleta, en el servilletero de cada uno. O una manzana del postre. O parte de los paquetes con viandas que a veces nos enviaban las familias para ayudar y que, hoy por ti, mañana por mí, repartíamos entre los más amigos.

El postre, cuando la fruta escaseaba, consistía a veces en una docena de cacahuetes que abríamos parsimoniosamente. Una vez extraído el grano se cerraban las cáscaras de nuevo y, en cualquier descuido, se le cambiaban al vecino por otras llenas.

Cierta vez el maestrillo vigilante sorprendió a Juanjo en esta operación. Le confiscó todos los cacahuetes de su plato. A cada poco pasaba por la mesa del chico comiéndose uno y recordándole con retranca la intervención del muchacho, que desde comienzo de curso se había hecho famosa, a propósito de los Ejercicios Espirituales:

            -Por hoy, Juan José, se te acabaron las “postrimerías”…!



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