El padre espiritual nos lo anunció aquel año en una de sus
pláticas preparatorias. Dijo que los Ejercicios eran para reflexionar sobre las
“postrimerías”. Quiso sondear entre los novatos el significado de esta palabra,
y Juanjo le respondió:
-Las
postrimerías es lo que se come al final de las comidas
El padre se rió de la ocurrencia y aclaró:
-No son los “postres”, Juan José. Las postrimerías son las cosas que a todo
hombre le pasan al final de su vida. También les llaman los “Novísimos”.
Los que vivíamos en el pueblo lo entendimos muy bien.
Porque en las Navidades anteriores, año 43, tres Padres jesuitas habían predicado allí la Santa Misión.
En las fachadas de todas las iglesias y en medio
de la plaza del ayuntamiento aparecieron unos cartelones que decían en inmensas
letras negras: “Muerte, Juicio, Infierno y Gloria, ten cristiano en la memoria”. Eso eran
los “Novísimos”.
Las Misiones coparon la
actividad del pueblo durante aquellos diez interminables días. Las parroquias
estaban a rebosar de fieles. Unos por devoción, otros por curiosidad y otros
por obligación acudían a los sermones, casi todos atronadores y apocalípticos,
de primeras horas de la mañana y últimas de la tarde.
Por obligación era porque los trabajadores que no
justificaran la asistencia a los actos de la Misión podían quedarse sin paga.
Por curiosidad para ver cuál de los
misioneros lo hacía mejor. Al final era como con los toreros y con apuestas en
los bares. Llenaba más la plaza el que más banderillas -verdades más categóricas
y regañinas más contundentes -le ponía a
la feligresía.
Acudir por devoción no era casi ni necesario.
Todas las calles del pueblo estaban cubiertas por un tendido de altavoces. Algunas
prédicas se hacían en plena calle, frente a las iglesias.
Quisieras o no, y sin acudir a la iglesia, te
embuchabas, aunque apalancaras las ventanas de la casa, todos los sermones,
pláticas e incesantes cantos de penitencia de la Misión.
Los primeros Ejercicios Espirituales en San Zoilo se me hicieron muy parecidos a
la reciente Misión vivida en el pueblo.
Entre los escolares, apelotonados en los primeros
bancos, había quienes lloraban a moco tendido ante la culpabilidad de sus
pecados o las escenas de la Pasión. Otros
temblaban despavoridos al sentirse presas de las trágicas escenas del Juicio
final o de las truculentas penas del infierno. Y las soñaban luego en la
oscuridad de la noche.
Con el tiempo comprendí que los Ejercicios eran
otra cosa. Tenían otra estrategia muy diferente. Algo más militar y combativo.
Por algo los había planeado el soldado Iñigo de Loyola. Pero, para los novatos
especialmente, la encerrona inicial de cada curso en San Zoilo era como la
travesía de un ingrato túnel.
Lo más penoso fue el silencio total durante los tres
días enteros de los Ejercicios. En los ratos libres se podían leer libros
piadosos en la biblioteca. O pasear por los senderos de la huerta, meditando
sobre los sermones de la capilla.
A mí no me salía eso de seguir "meditando" en las
charlas de la capilla. Me distraía más bien siguiendo el rastro de las
lagartijas o espiando las caprichosas filigranas de las nubes que discurrían en
libertad al otro lado de las tapias.
Donde mejor me lo pasaba era, sin duda, en la
biblioteca. Lejos de leer libros beatíficos, me dediqué más bien a tomar
posesión de algo que me entusiasmaba. Poco tenía que ver ésta con aquella
biblioteca adusta y casi medieval de mi venerado vecino de la calle Santa María,
el obispo antiazteca. Ni con la del colegio de los Maristas. Acababan de ampliarla a finales del curso
anterior.
Nada de volúmenes con uniformes de cantos dorados, como si estuvieran en una
parada militar. Muchos, casi un centenar, eran cortos relatos de la editorial
Mensajero. Recuerdo algunos, como si se tratara de nostálgicos amigos de la
infancia: “Ahora y después”, “Alma Viajera”, “El cazador de
venados”…
Durante el curso escolar la biblioteca estaba
abierta todos los días de vacación y en
los momentos de estudio libre. También se podía pedir permiso para ir a ella
durante los recreos largos. La
biblioteca fue el lugar que yo más
frecuenté en el colegio. Yo veía que muchos alumnos, incluso durante los recreos,
pedían permiso para ir a una visita al Santísimo en la capilla. Eso daba galones
para una buena nota en Deberes
Religiosos a final de mes. Mi querencia
estaba más bien entre los libros.
Intenté superar el record que ya me había impuesto
en los Maristas. Cuando en las clases de lengua el profesor recordó que para
mejorar el estilo existía el aforismo latino de Plinio: “Nulla dies sine linea”
-no dejar pasar un día sin escribir algunas líneas- yo añadí en la libreta donde regularmente
anotaba mis lecturas: “Nullus mensis sine libris” -no dejar pasar un mes sin
haber leído algunos libros-.
La regla principal de la biblioteca era el
silencio absoluto. No solía haber vigilancia. Si a ella iban profesores se les
consideraba como un lector más.
Se trataba de educar para la responsabilidad. El
que no fuera capaz de cumplir sólo, sin control externo y en cualquier momento
del día, no era digno aspirante a entrar en la Compañía de Jesús.
Así nos lo recordaron, y así se fue repitiendo en
constante estribillo en años posteriores, desde aquellos primeros ejercicios
espirituales del año 44 que, por cierto, tuvieron un especial colofón.
Abrumados con la tensa presión de las
dos primeras jornadas en las que con todo lujo de tétricos y amenazadores detalles se glosaban las tres primeras
postrimerías -muerte, juicio, infierno- la mayor parte de los pipis salíamos de las
pláticas cantando entre lágrimas los
cantos penitenciales previamente ensayados: “Perdona
a tu pueblo, Señor…”, “Pequé, ya mi
alma sus culpas confiesa…”, “Sálvame, Virgen María”…
Toda esa enorme aflicción terminaba al finalizar el segundo día, en la ceremonia de una confesión general en toda regla. Con esa
confesión se consideraba borrada toda huella de anterior maldad acumulada durante la primera década de nuestra corta existencia. ¡Hay
que ver el vacío brillante que allá por
los más adentros te dejan esas confesiones generales! Como si te hubieras
engullido una pastilla de jabón Lagarto.
Y vino entonces la distensión del
día final; la alegría de la
Gloria y de la Resurrección.
A tres o cuatro de los nuevos les
cogió en las últimas charlas un ataque de risa floja que, por contagio, recorrió en oleadas toda
la capilla desde el primero hasta los últimos bancos. Sacaron a los más
afectados. La histeria se repitió de nuevo. Al fin tuvieron que llevarnos a
todos los novatos a la huerta.
Allí, bajo un árbol frondoso,
recibimos la última prédica. Cada uno redactó luego su plan de vida personal para
el nuevo curso. Con la redacción de esa nueva carta de marear terminaban siempre
los Ejercicios Espirituales.
El “plan de vida” era el tren de
vía estrecha que recorría toda la vida del colegial desde el comienzo al fin de
cada curso. Se revisaba mensualmente en los retiros espirituales de una mañana. Y se
actualizaba diariamente en los exámenes
de conciencia vespertinos en el inmenso coro de la iglesia que parecía el de
una catedral.

Sentados al anochecer en
los duros bancos de madera o en la sillería labrada adosada a las blancas y
húmedas paredes del viejo coro monacal, acosados por el sueño, había que
desmenuzar día tras día la andadura del plan en los pequeños detalles de cada
jornada.
Uno se prometía mejorar al día
siguiente, pero el sueño apabullaba los buenos propósitos y los borraba por
completo antes del amanecer.
Así que los sucesivos planes de
vida, por lo menos los míos, llegaron año tras año a su término hechos unos
zorros, irreconocibles, con más jirones que los pantalones de los chicos
robaperas que el Hermano Arrieta
troceaba sobre las tapias de la
huerta.
Se percibía muy pronto. No tardamos
mucho en comprenderlo. Los dos pivotes sobre los que giraba toda la vida
colegial de los internos de Carrión eran la vida de piedad y la vida académica.
Acabábamos de experimentar el sorbo más espeso de la espiritualidad: los
Ejercicios ignacianos. Al día siguiente sería el reparto de libros y el acceso
a la puerta grande de las actividades escolares.
Entre esos dos polos –piedad y
estudio- discurrirá toda una larga travesía por donde deambularán las
actividades de ocio, deportes, música, teatro, compañerismo, fiestas
colegiales, colegas que nos dejaban de improviso, terrores y ensoñaciones
propias de la infancia y de la adolescencia que se agrandaban con el escenario
de la casona, a ratos preñada de los detalles casi románticos de un antiguo
monasterio y otros salpicada de terroríficos recovecos hundidos en el misterio.
Detrás del decorado de todos los
días, que de tan monótonos parecían copiarse incesantemente a sí mismos, había
una serie de vivencias compartidas que hicieron así y todo inolvidable, para
los que sobrevivimos en su largo recorrido, la estancia de cuatro o cinco años
en la gran casona. Cinco largos años entre las que, desde el exterior, parecían
repulsivas cercas de un viejo monasterio.
A pesar de haber pasado momentos
duros y grandes privaciones durante largos años, no se equivocó mucho cuando
uno de nosotros, con el correr del tiempo, nos llamó “los niños afortunados de
la posguerra”.
Confinados en aquel rincón privilegiado
de la llanura castellana, en la encrucijada de la seca Tierra de Campos con la
fértil Vega del Carrión, instalados en una gran burbuja, muy poco advertimos de
la represión instalada en toda la piel de toro durante los férreos años que
siguieron a la guerra civil, ni de los años negros que sucedieron al final de
la segunda guerra mundial.
Al contrario de lo que sucedía en
nuestras reuniones pandilleras de años anteriores en el aquel refugio azteca de sueños infantiles, a
la sombra de la iglesia-fortaleza de Belén, en San Zoilo nada se comentaba
sobre los desmanes cometidos en ambos bandos nacionales, salvajemente
enfrentados apenas una media docena de
años atrás.
Y eso que nos constaba que entre
las familias del largo centenar de estudiantes las había de todos los colores
del espectro político español, no el del momento, sino el de hacía unos pocos
años.
Algo se habló en un recreo de los
famosos “maquis”. Porque Pablo, el asturiano, dijo un día que allá por su
tierra había un batallón de ellos, que debían llamarse “maquis”, según él, porque
siempre estaban “maquinando” tropelías por pueblos y caseríos.
El Padre Prefecto le aclaró que
“maquis” venía de los “maquisards” franceses, rebeldes resistentes contra la
invasión de la nación vecina por parte de los nazis. Y para hacer gala de
cierta imparcialidad, añadió:
-Aquí los maquis son considerados
por unos como vulgares y toscos bandoleros
y por otros como patriotas
rebeldes, apuntalados por el comunismo internacional. ¡Vaya usted a saber!
Yo estuve apunto de declarar mi
admiración por los maquis franceses. Mi mejor profesor en el colegio de los
Maristas me constaba que era uno de ellos.
Pero me contuve. Porque, en materia
política, habíamos aprendido mucho sobre la debida discreción los que en la
playita del río Carrión, donde se reflejaba la adusta mole de la
iglesia-fortaleza de Belén, formábamos años atrás la heroica pandilla de los
Aztecas.
Nunca tuvimos en San Zoilo clases expresas
de formación política como sucedía en las escuelas de todo el país. Más en las
escuelas públicas que en las escuelas religiosas. Porque los maestros
nacionales, como funcionarios, no tenían más romances que adaptarse a los
dictados estatales.
Recuerdo vagamente algún izar de
banderas que duraron muy poco. Con la consabida oración a José Antonio: “Señor y Dios nuestro, José Antonio esté
contigo. Queremos lograr aquí, la España difícil y erecta que él
ambicionó…etc….”
También vivimos clases de gimnasia
muy parecidas a las que se impartían en los campamentos de juventudes. Y
soportamos frecuentes lecturas bélicas de la reciente “Historia de la Cruzada
Española” como: “El Cuartel de la
Montaña ”, “El Santuario de Ntra. Sra de la Cabeza ” o “El Alcázar de
Toledo”.
Estas lecturas se daban desde el monástico púlpito del
refectorio, en la primera parte de las comidas. Fui en los dos últimos años uno
de los voceros asiduos del púlpito monacal. Se necesitaba una voz potente y una
articulación precisa para que llegaran
hasta los últimos rincones del inmenso comedor las lecturas patrióticas o las
vidas de los santos o el clásico Martirologio de cada día.
Hasta que al padre Prefecto le venía en gana decir: “Deo gratias”, que significaba el
permiso para hablar, sin gritos y sin la boca llena. Y recordando con
frecuencia que no había que morder el pan sino comerlo a cachitos. Ni sorber la
sopa. Que eso lo hacían los gorrinitos de la vaquería.
Los libros, es decir, la parte de
las enciclopedias escolares destinada a la Historia de España sí que se encargaban,
profusamente desde luego, de magnificar al Régimen victorioso del momento,
vituperar a todo lo que no estuviera bajo su égida y retrotraernos a la España
Imperial que gobiernos impotentes y conspiraciones masónicas y ateas habían
dilapidado.
El fin de la guerra mundial, el año
1945, tuvo, excepción que confirma la regla, una repercusión especial en el
colegio.
En primer lugar todos sabíamos que
entre los profesores había dos bandos: los anglófilos y los germanófilos. Sólo
dos o tres eran de estos últimos. Pero muy echados “pa lante”.
En un acto público de los alumnos
de segundo sobre geografía europea los alumnos se dividieron en dos secciones
que trataban de describir a los dos países más importantes enfrascados entonces
en la segunda gran guerra mundial. Sección A: Alemania. Sección B: Inglaterra.
La especie de clase pública, a la
que se llamaba “concertación”, consistió en un fuego graneado de preguntas
geográficas e históricas de alumnos mayores
y profesores a los de segundo que representaban mitad por mitad a los ingleses y a los alemanes.
La pugna derivó a hechos de armas
puntuales y a diferencias políticas, interpretadas de manera pintoresca por los
pequeños pero no así por los adultos presentes según las preferencias por uno o
por otro de los dos países. La discusión se agrió lo suficiente como para que
tuviera que intervenir el padre rector para poner orden entre los acalorados y
empecinados profesores.
Tras una poesía bélica de
Espronceda, se permitió únicamente a los alumnos cantar los himnos nacionales
inglés y alemán.
La victoria, indecisa hasta el
final, recayó, como no podía ser de otra manera, en la sección B: los ingleses.
Pura premonición, comentaron algunos entre dientes.
Meses más tarde nos enteramos de
que el Padre Provincial de los jesuitas había mandado una circular a todos sus
miembros para que se abstuvieran de entablar cualquier discusión política ante
los alumnos.
El fin de la guerra mundial tuvo,
de rebote, otras secuelas en nuestra vida ordinaria. A poco de terminar la
contienda, la ONU decretó el boicot general al régimen franquista. Fueron días
de nerviosismo y postración para unos y de exaltación patriótica exultante para
otros. Nos dejaron seguir por la radio la ingente manifestación de protesta que
se organizó en la plaza de Oriente de Madrid. Se organizaron otras por
provincias. Nosotros no fuimos a ninguna. Pero sí seguimos con cierta pasión
los comentarios que, dentro de nuestros muros, llovían por todas partes.
“Han
tocado neciamente el honor nacional”,- decía uno- “¿No se acuerdan de 1808?. Si entonces
nos echamos en brazos de un rey torpe y traidor, Fernando VII, sólo porque habían
avasallado nuestro patriotismo, ¿qué quieren que hagamos ahora?”
Otro hablaba irónicamente de la
expresión que en alguna ocasión había emitido el propio Caudillo: “Eso es una tortilla sin huevos”.
Había quien vibraba con la chusca
idea, pero sin duda convincente en esos momentos, de que se metieran toda su
ayuda por donde les entrara. “Vamos a
demostrarles que somos capaces de hacerlo todo solos. Desde aviones hasta alfileres!!”
Y otro que, presumiblemente, era el
que más daba en la diana: “¿No querían
Franco? Pues van a tener Franco por
los siglos…Hasta hartarse!! El boicot ha sido una monumental torpeza”.
Sin embargo, el punto débil que la
nueva situación internacional más nos golpeó a todos fue el estómago.
Privado de las importaciones del
exterior, el país se refugió en un control intenso de los alimentos. Más
racionamiento que antes, si aún cabía, y más ingenio, en nuestro caso, para dar
de comer a las más de ciento cincuenta
personas de nuestra comunidad.
San Zoilo tenía entonces, al final
de la huerta, una flamante vaquería nueva edificada a comienzos de los cuarenta
en sustitución de la antigua que, de tan vieja, se desplomó estrepitosamente
bajo el peso de la nieve durante un crudo invierno.
Una docena de vacas, la conejera, el
gallinero con una incubadora de trescientos huevos, a la que frecuentemente
acudíamos para ver despuntar el milagro de la vida en los pollitos que rompían
el cascarón, las cien ovejas que iban y volvían cansinamente de Villamez en
busca de pastos, las patatas y frutas de la huerta, nos ayudaron a pasar
aquellos años de verdaderas penurias y carestías.
La despensa y la cocina eran los
dominios de los Hermanos vascos Eguía y Elguiazábal.
Este era el más generoso. Hasta
hacía la vista gorda a algunas incursiones nuestras por la despensa a la caza
de tabletas de chocolate negro o de algunas galletas María. O del dulce de
membrillo y la mermelada que guardaba en las antiguas celdas de castigo de los
frailes benedictinos.
Eguía trabajaba en la cocina con la
chapela puesta. Más de una vez le vimos ayudarse de la gorra amplia y lustrosa
para levantar las tapaderas y olisquear las grandes ollas donde nadaban en
abundante caldo las muelas, los titos, las alubias pintas, las
lentejas y sus gusanos o los garbanzos. Cierta noche nos hizo una sopa de
muelas intragable.
-No
le hagan asco a las muelas, había dicho el padre prefecto a los chicos que
miraban el plato con una cara indescriptible, las vacas también las comen y
mira si engordan…!
A la salida del comedor alguien
comentó al hermano Eguía lo famélicos
que ese día nos íbamos a la cama. Y el hermano le replicó, parafraseando el
dicho conocido -“De malas cenas están las sepulturas llenas”- con
su inimitable concordancia vizcaína:
-Eso
buena cosa para salud, muchachos. Recordad refrán. “Malos cenas, sepulturas
llenos”
Eguía era también algo miope.
Cuántas veces nos vinieron las lentejas y las alubias pintas sin escoger y llenas
de bichitos o palitroques.
Ponían a mediodía un pedazo de pan.
Si se quería comer pan en la cena, se podía guardar un trozo, envuelto en la
servilleta, en el servilletero de cada uno. O una manzana del postre. O parte
de los paquetes con viandas que a veces nos enviaban las familias para ayudar y
que, hoy por ti, mañana por mí, repartíamos entre los más amigos.
El postre, cuando la fruta
escaseaba, consistía a veces en una docena de cacahuetes que abríamos
parsimoniosamente. Una vez extraído el grano se cerraban las cáscaras de nuevo
y, en cualquier descuido, se le cambiaban al vecino por otras llenas.
Cierta vez el maestrillo vigilante
sorprendió a Juanjo en esta operación. Le confiscó todos los cacahuetes de su
plato. A cada poco pasaba por la mesa del chico comiéndose uno y recordándole
con retranca la intervención del muchacho, que desde comienzo de curso se había
hecho famosa, a propósito de los Ejercicios Espirituales:
-Por
hoy, Juan José, se te acabaron las “postrimerías”…!
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