miércoles, 16 de septiembre de 2015

LA LENGUA DE ANDAR POR CASA (16 septiembre 15)

Los hábitos, se dice, son la segunda naturaleza de toda la gente. Algo semejante a las convenciones sociales de convivencia  que son la máscara o el sombrero de conveniencia con el que nos cubrimos en la vida ordinaria ante los demás.
Aparte de  esos hábitos y tácitos acuerdos de vida en sociedad, todo grupo humano cerrado, incluso el familiar, tiende también a crear su vocabulario propio, una terminología que le sirva  para facilitar la comunicación interna algunas veces, otras como diversión y otras para camuflar el sentido o la “malsonancia” atribuidos a algunas acciones.

Lo original y curioso para los recién llegados  a San Zoilo era la jerga que se usaba en determinadas situaciones de la vida ordinaria.
Los servicios o retretes se llamaban “lugares”. Pedir permiso para “menores” se refería a ir a los “lugares” por muy poco tiempo. Cuando durante los estudios o las clases apretaba el enemigo la vejiga, se pedía ir a los “lugares” para “menores” levantando el brazo y el índice de la mano derecha.
Ir a “mayores” quería decir que se pedía ir al servicio con apremio y por más largo tiempo. Entonces se levantaba la mano con los dedos índice y corazón en señal de victoria.
Mandarle a uno a los “lugares”, que en el lenguaje coloquial sería “a la mierda”, se camuflaba con un “vete a la India”.

En el plano académico se designaba “composición” a los ejercicios de Latín, Griego y Castellano que se realizaban durante el curso entero a última hora de la tarde.
Las “concertaciones” eran clases públicas de cualquier asignatura en presencia y con la posibilidad de preguntar a los protagonistas por parte de todos los alumnos y profesores del colegio. Tenían algunas una sorprendente escenografía de batallas o hechos históricos.
Se llamaban “academias” a las funciones solemnes sobre un tema monográfico o con motivo de una especial celebración: certámenes poéticos, actos musicales, o a veces alguna sesión cinematográfica.

El latín introducía en la vida diaria numerosas expresiones.
“Age quod agis”: “Haz lo que haces” era el lema de todos los exámenes de conciencia que al anochecer  hacíamos durante un inacabable largo cuarto de hora en el monacal coro de la iglesia, para examinar cada uno la aplicación que  había puesto en las acciones de la jornada y prometer superarse al día siguiente. Dirigía este acto “el Brigadier”, uno de los alumnos mayores, designado para el puesto por su madurez y ejemplaridad en  buena conducta y distinción en los estudios.

Un misionero de China que nos dirigió cierto día un retiro espiritual nos explicó cómo en la religiosidad budística existía también una consigna semejante al “age quod agis”.
Yo me copié esa norma oriental en uno de mis cuadernos de composición, sin ningún comentario adicional, y el profesor de literatura me puso un diez.


Dijo el misionero que sus monjes le preguntaron un día a Buda:

-Maestro ¿cómo se puede alcanzar la perfección?

Y que él les contestó:
                                          
El monje al andar, se entrega totalmente a andar; al estar de pie se entrega a estar de pie, al estar sentado, se entrega a estar sentado y al estar acostado se entrega a estar acostado. Al mirar se dedica a mirar, al extender el brazo, a extender el brazo; al vestirse a vestirse y lo mismo al comer, beber, masticar o gustar o cualquier otra acción, se dedica y entrega con perfecta comprensión a lo que se hace”

-Esa fue la norma que les dio Buda. Y eso es lo que debéis practicar también vosotros. Hacer con alma, cuerpo y el ser entero lo que estáis haciendo en cada momento, sin distraeros, sin poneros a soñar despiertos.

Dos días después el profesor de literatura me sorprendió durante el estudio ausente, en las musarañas. Se inclinó hasta mi oído y me dijo muy bajito:

-Señor Buda, aplíquese el cuento: “age quod agis”…

Y me quitó cinco puntos de aquellos diez que me había puesto en el cuaderno de composición literaria.

Otra expresión, esta vez temida, era la palabra latina “pensum”. Recuerdo que en el colegio de los Maristas era moneda corriente el copiar cincuenta, cien, doscientas o más veces una palabra o frase como castigo a lo que fuere: faltas de ortografía, olvido de deberes, hablar en clase o en los estudios, copiar, llegar tarde, decir palabrotas, pelearse…
En San Zoilo la monótona mecánica del escribano, por lo general ineficaz, o los calambres que te entraban en los dedos y en el codo cuando llegabas a la frase ciento cincuenta de la copia, se suplantaba por otra sanción más sutil y quizás más productiva: aprender y recitar de memoria un párrafo de diez, veinte o, raras veces, de treinta líneas en latín. A eso se le llamaba “pensum”. En los últimos cursos el “pensum” podía darse en griego.
No había recreos hasta que no le recitaras al maestro de turno la ración de ejercicio de memoria y el bocadillo de cultura clásica que te habías ganado por transgresor de las normas. Mientras a tu equipo de fútbol, por ejemplo, le habían endilgado durante un recreo varios goles tú te recomías porque no habías aún “chapado el pensum” y no podías entrar en el juego.

Con frecuencia se veía los jueves a algunos alumnos, con la mirada en las nubes y los puños tensos entre trigales, regatos y barbechos camino de Villamez.  Mientras tanto iban disparando al viento párrafos de “la guerra de las Galias”, de alguna oda de Horacio y de la Eneida de Virgilio. O también de “La Anábasis” griega de Jenofonte. Y, ¿cómo no?, de las “Catilinarias” de Cicerón (¿Quosque tandem, Catilina, abutere patientia nostra…!). Les estaba prohibido participar en las actividades del día de campo en la finca de Villamez si no se deshacían antes del malhadado “pensum”.

Hubo un momento en la vida colegial en el que se puso de moda otra expresión latina de tintes evangélicos. “Noli me tangere” le había dicho Jesucristo a la Magdalena algunas horas después de su resurrección: “No me toques”. En clase de arte habíamos comentado un precioso cuadro de Fra Angelico sobre el tema.

Dos hechos coincidentes en esos días motivaron la implantación práctica de esa frase latina en la vida colegial. Fue el primero los arrumacos y caricias que uno de los mayores le hacía a una de las caras más bonitas de los pipiolos. El otro fue el caso de un maestrillo a quien se le notaba demasiado  la protección  y preferencias por otro bello infante de los primeros cursos.
El alumno mayor fue expulsado fulminantemente a los pocos días. Al joven profesor le cambiaron de colegio a la semana siguiente.

Reviví los paseos de mis primeras vacaciones por las campas de Velilla de Guardo. Entonces le relaté a Teobaldo estos incidentes que contrastaban con las escabrosas descripciones que sobre el tema, y dentro de estos mismos muros, describía en la novela AMDG el antiguo alumno de San Zoilo, Ramón Pérez de Ayala.
Y le conté cómo en una de sus primeras charlas, después de las expulsiones del niño tocón y del maestrillo imprudente, el reverendo padre espiritual había lanzado para todos los cariacontecidos alumnos el drástico lema en latín: “Noli me tangere”.

Toda expulsión de un compañero tomaba entre el público infantil tintes de dramatismo. Una ola de pasmo e inseguridad invadía la vida colegial cuando algún compañero era mandado a su casa. Por aquello quizás de “Cuando las barbas de tu vecino…”.

Solía ocurrir a las seis de la mañana. Una linterna se acercaba sigilosa por la camarilla o el dormitorio corrido del  designado. Hacer la maleta era cuestión de segundos.

El coche de línea  pararía dos horas más tarde en el portón de entrada.
No había opción para despedidas. Alguno se despabilaba por casualidad y por el rabillo del ojo identificaba al aturdido muchacho que seguía con los hombros caídos y caminando a rastras por el estrecho sendero que le marcaba la amarillenta luz de la linternilla del Prefecto de disciplina. Nunca había comentarios oficiales sobre las expulsiones. Pero, a las pocas horas, por todos los corrillos corría la voz en las primeras filas camino del estudio de la mañana:

-¿Sabéis  quién se ha marchado esta noche?

La fórmula  del “Noli me tangere” se aplicó durante largo tiempo y con un excesivo rigor a todo bicho viviente que apenas te rozara o se te aproximara un palmo.
Marcar las filas, es decir: guardar la distancia del compañero que te precedía extendiendo el brazo, se hacía con la mano temblorosa y sin tocar su hombro.

¿Y qué hacer, por ejemplo, en los partidos de fútbol? Mientras duró la norma estricta, todo buen regateador cogía el balón en medio del campo y sin que nadie osara tocarle llegaba solito a la meta y  le colaba el tanto al mejor guardameta.
Hasta que en una de las finales de los campeonatos que organizábamos entre cursos varias veces al año, el maestrillo-árbitro se plantó, reunió a los equipos en el centro del campo y les increpó bien alto, para que todo el colegio presente en la final del torneo  se enterara:

-Pero …vamos a ver. ¿Qué estamos haciendo, chicos?
-Está claro, padre, jugando al fútbol…¿no?, dijo uno de los más atrevidos
-Pues, nooo!! y no…! -gritó el profesor, mientras imitaba con gestos amanerados los andares de unas delicadas jovenzuelas- a mí esto me parece más un baile de cortesanitas gazmoñas

Los jugadores y el resto de espectadores no sabían cómo reaccionar. Si reír las monerías del árbitro de sotana arremangada o pedirle que explicara este desplante. El mismo se adelantó:

-De intentar jugar al fútbol, nada. Estáis haciendo una pantomima. Una mamarrachada. El fútbol es un deporte, chicos…¿Os enteráis? Un deporte en el que se disputa un balón que hay que encajar en la meta contraria, o impedir que nos lo cuelen en la nuestra. Para ello hay que superar numerosos obstáculos. ¿Y sabéis cuáles son los obstáculos en esa porfía?
-Los agujeros que hay en el campo -contestó sin titubear uno de los más pequeños que por poco, con su gracia, casi le desarma la intención que el árbitro llevaba.
-Esos son meros accidentes, niño, contestó áspero el maestrillo. Los obstáculos a vencer son los jugadores del equipo contrario; no dejarles pasar, quitarles sin remilgos el balón, chocar con ellos si es preciso y…¿sabéis que en el futbol hay “cargas” reglamentarias que no son faltas?...Pues aplicaros el cuento. Y…a jugar!! Que ya es hora de que dejemos de confundir las cosas…Caramba!!

A los pocos minutos, por un empujón voluntario dentro del área pequeña, se pitó   penalti. Era el primero después de varias semanas. Mientras tanto, moviendo compulsivamente la cabeza, el padre espiritual abandonaba el terreno y se esfumaba por los caminos de la huerta.

-¿De veras, padre -le preguntamos al maestrillo al día siguiente- que no le han echado una buena peluca por lo del fútbol?
-Pues de veras que no. Ya veis…¿Por qué iba a ser al contrario? Si yo no hice más que recordar  a todos que el sentido común es uno de los componentes más importantes de la virtud

A nuestro lugar de descanso nocturno se les llamaba “camarillas”. Excepto  el de los más pequeños que era corrido, con las camas pegadas a ambas paredes, los otros dormitorios tenían en el centro de parte a parte un gran tabique que no tocaba el techo. Adosadas a él iban las camarillas individuales, exiguas alcobas sin puerta, austeras, con una cama, un taburete y una percha.
Los dormitorios tenían nombres de santos jóvenes jesuitas: San Estanislao, San Luis Gonzaga y San Juan Berchmans.


El de los mayores, junto a la gran escalerona que daba al claustro, tomaba el nombre de padre Tarín, el de la cabra. Las paredes de las camarillas de este dormitorio estaban encastradas en los muros de la antigua iglesia románica a escasos metros de los sepulcros de los Condes de Carrión allí emparedados desde hacía siglos, como se descubrió en uno de los últimos veranos.

-Para que luego tengáis miedo de los muertos –me comentó el día de la exhumación de los nobles castellanos el Padre promotor del descubrimiento de esta necrópolis- Habéis dormido plácidamente año tras año compartiendo a pocos metros el reposo con estos restos venerables…y ni siquiera os han importunado con la más leve cosquilla en los pies

Las camarillas del Pe. Tarín tenían un palanganero con jarra para el agua limpia y un cubo para la sucia. Los otros dormitorios utilizaban lavabos comunes.
La maleta bajo la cama servía de armario.  A su lado el indispensable orinal. Todos los días se organizaban las procesiones mañaneras, cada uno con su “farol”, así llamábamos al orinal, el cubo de agua sucia y el inspector atento por si ibas bien peinado o no te habías espantado las legañas.

A la clase de matemáticas se la llamaba “amena”. Una palabra de origen desconocido, a no ser que hiciera referencia a los esfuerzos que intentaba el profesor, padre Jiménez, para hacer agradable la asignatura.
Jiménez era uno de los profesores más populares del colegio. El único en cuyo honor nos quitaban una clase para recreo el día de su santo. Siempre iba de prisa. Fue Ministro,  o sea el que llevaba las cuentas de la casa. Prefecto de Disciplina, el que hacía solito las notas medias. Y el que las leía a todos reunidos en la sala de estudios.

En cuanto un alumno se ponía con un 4 en conducta general, un 5 en urbanidad y un 3 en aplicación al estudio, interrumpía la lectura de notas para esgrimir la omnipresente espada de Damocles:

-¡Ojo! A las ocho de la mañana para a la puerta todos los días la camioneta de Palencia, y desde Palencia, a casa…

Fue  Jiménez eminente profesor de Inglés y a veces de Griego. El inglés lo sabía de su estancia en Cuba. Para él  la “i” se pronunciaba entre la “i y la e”, la “a” entre la “a y la e”…y así con todas las vocales.
  
Se ocupaba de los jardines de la casa. Formaba cuadrillas para mantenerlos en forma. En una de ellas, dedicada especialmente a los macizos interiores del claustro, estuve yo varios años. El agua la sacábamos con baldes que lanzábamos al fondo del pozo e izábamos con una polea oxidada y quejumbrosa. Conseguimos unos setos de pinillos extraordinarios. En su interior infinidad de pensamientos, rosas y begonias. A fin de curso  el Pe Jiménez nos invitaba a todos los jardineros a una merienda junto al cuérnago.


Pero la actividad más inmemorial  del Pe. Jiménez era la clase de “amena”. A principio de cada curso daba a todos sus alumnos unos elaboradísimos apuntes de matemáticas. Famosos eran sus teoremas: “Sea el triángulo…se trata de demostrar que…en efecto…” y seguía la “demostración”, es decir, la lección para el día siguiente. Sus clases eran muy animadas. Sobre todo los monólogos que las ilustraban.

-¿Qué trae usted ahí, señora?
-Unas fracciones que estaban muy baratas en la plaza
-¿Y usted qué pidió?
-Deme algunas propias
-Veamos señora: ¿las dichas fracciones tienen mayor el numerador o el denominador?
-Tienen mayor el numerador
-Pues le han engañado, señora, clamaba irritado el P. Jiménez. Porque le han vendido a usted fracciones “impropias”. A devolverlas de mi parte... ande, ande... ya!!!




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