sábado, 12 de septiembre de 2015

¿MIEDO YO? (12 septiembre 15)

En la primavera del año 47 murió la abuela  María. Pasó los últimos  y difíciles años de su vida en una casa, al lado del puente del  río Carrión, donde ella y la tía Carmen, para que yo estuviera a unos pasos de San Zoilo, me habían preparado una habitación con mesa de estudio y estantería para mis  libros.

Pocos días después del fallecimiento de mi abuela -todavía no habían colocado la cruz sobre su sepultura-  acudimos de nuevo al cementerio del pueblo. Para enterrar esta vez, en la tumba contigua, a uno de nuestros compañeros del colegio.
El chico se llamaba Lorenzo Carrera. Se desnucó al colgarse de la portería de fútbol junto al comedor. Nada parecía presagiar su muerte cuando se lo llevaron sin sentido a la enfermería. Pero a la mañana siguiente, apenas instalados en la capilla para la misa cotidiana,  el P. Rector en persona nos dio la noticia. La capilla se convirtió en un mar de lágrimas.
En espera de que desde el norte  acudiera la familia, velamos  por turnos durante dos días al amigo. En largas filas, cada uno con un ramo de flores, fuimos a pie desde el Colegio hasta el cementerio. Numerosos carrioneses se unieron a la interminable comitiva.
Cuando el sol estaba ya a punto de ponerse detrás de las choperas de la vega, perfilando entre nubes rojizas la inmensa mole del monasterio de San Zoilo, el P. Rector pronunció unas palabras de despedida. Y terminó diciendo:

-Vuestro compañero, siempre risueño y optimista, reposa eternamente en este altozano de la Loma carrionesa.  Pero en este apacible atardecer, cuando las primeras estrellas  despuntan  ya  en el horizonte, una más acaba de instalarse sobre los cielos de Castilla. Es el alma de vuestro hermano. Elevad todas las tardes la mirada a las alturas y veréis que alguien os envía, desde lo más recóndito del firmamento, un guiño de esperanza.

El sepulcro se llenó de flores rociadas de lágrimas. Mi ramo se lo puse a la abuela. En la tumba de al lado.

-Cuida de mi amigo, abuela. Como si fuera tu nietuco ¿sabes? Ah! Mira que tú eres muy rezongona!  Por favor, no me le regañes…que es  buen chico!

El convento de las carmelitas lindaba con la huerta de los jesuitas.  Cuando en las tardes de mayo íbamos a cantar y recitar poesías a la Virgen de la Huerta, las monjitas, apostadas al otro lado de la tapia, nos tiraban caramelos y pétalos de rosas.
Corrió el rumor de que, entre las novicias del convento, había una que tenía visiones místicas y extraños éxtasis. Cuando, después de la misa, la piadosa hermana retiraba los avíos de la celebración, le aparecían empapados los corporales. Y una voz interna le aseguraba que era pipí del Niño Jesús.
Llamaron a un Padre, teólogo especialista en mística y sucesos sobrenaturales. Alguien empezó a maquinar que ya teníamos en el pueblo otra Santa de Carrión, como aquella monja de tiempos de Felipe V, especialista en bilocaciones. O como otra más reciente, Francisca del Valle, que tuvo también favores místicos asombrosos y colaboró mucho en la instalación del colegio de los jesuitas en Carrión.

El “misticólogo”  P. Hernando, en contraste con su incorpórea especialidad, debía pesar más de cien kilos. Seguro que la camioneta de Frómista que se detenía frente al bar España, junto a la iglesia de Santa María, debió de respirar aliviada cuando puso pie a tierra el inmenso jesuita.
Los jugadores de cartas en la acera del bar, a punto de echar un órdago sonoro estrellando los nudillos contra el mármol de las mesas, se quedaron  con los naipes alzados y las bocas abiertas como buzones. Porque, además, después del orondo cura, se apeó una mujer muy desenvuelta que, oh desfachatez, llevaba pantalones!! La primera, así vestida, que osaba presentarse en sociedad ante los mayores del lugar.
Las zumbas y rechiflas menudeaban desde todas las ventanas y mesas de la cantina. Primero para el religioso.

-¡Ay va la leche! –comentaba uno- ¡Cómo se cuidan los del clero!!
-Y que estamos de buen año -se atrevió a decirle otro entre el jolgorio de sus compañeros de partida - ¿eh, reverendo?

El  corpulento teólogo, sin inmutarse, se encaró con el  insolente y le espetó con una seráfica pachorra:

-Si hijo, sí y después… ¡la vida eterna!! Para que te enteres…

Y se perdió, calle Santa María arriba, bamboleando su maciza humanidad en dirección al convento de las madres carmelitas.

Luego la tomaron, con modales y palabras mucho más provocadoras, con la de los pantalones.

-Pues aviaos estamos. Arresulta que tendremos que llevar nosotros sayas y las matronas pantalones! No te jiba!!
-Oyes, ¿le quitastes los pantalones a ese cura?
-A ver si le prestas  el pandero a la banda de música, monumento…!

La mujer se plantó en jarras frente a la chusma entera de camorristas:

-Pero… ¿qué os pasa, atontolinaos? Quisiera yo saber cuántos de vosotros llevan mejor que yo los pantalones, eh!? Vamos…que se levanten…!!

No se movió nadie. Y ella se fue derecho a  un viejo que sostenía aún la carcajada:

-¿Y usted de qué se ríe, viejo verde? Ande, ande… quítese de en medio y… vamos…mírese, mírese las calzas y, por favor…abróchese la jaula, no vaya a ser que se le escape el pajarito…!

Al pobre hombre se le agarrotó la boca desdentada y se quedó encallado, como el mascarón de proa de una vieja nave, contra la pared del Bar España.

El P. Hernando se dirigió directamente al convento carmelitano. Contra toda expectativa, según  comentó el capellán de las madres, la entrevista con la novicia visionaria no duró más de veinte minutos. Por todo comentario le dijo al fin a la atribulada hermana:

-Tenga cuidado, niña, no vaya a ser el diablo el que se le mea en los pañales…

Cuando estaba ya pasando el torno, cerca de la puerta de salida del convento, se dirigió a la  Madre Superiora que, desconcertada, le seguía en espera de  alguna aclaración a los místicos arrebatos de su  novicia:

-Ah, Reverenda Madre. Me permito recordarle que el hambre es el Edén preferido de la mayoría de las alucinaciones.
-No le entiendo ¿Qué quiere decir con eso su Paternidad?
-Pues que les dé unos buenos garbanzos de más, con tropiezos y buena sustancia, a sus monjitas, buena mujer… Queden con Dios.

Después de la visita al convento de las carmelitas, el P. Hernando se hospedó varios días en San Zoilo.
Mi amigo Millán y yo quisimos saber la opinión del gran experto en temas trascendentales sobre el misterio de la cabra que tanta zozobra les daba a generaciones enteras de alumnos.
Nos acompañó en la entrevista  el P. Espiritual del colegio.
Rezaba el rollizo cura su breviario paseando junto al cuérnago. Los patos le acompañaban chillando al amparo de la dilatada sombra del jesuita que abarcaba las dos orillas del regato. Esperaban que, en repuesta a sus disonantes graznidos, les soltara algunas migajas. Cuando llegamos nosotros, los animales huyeron al vernos, planeando raudos sobre la superficie del arroyo. Estaban acostumbrados a que les ahuyentáramos a pedradas hasta la vaquería.

Nos escuchó muy atento, con una sardónica sonrisa que presagiaba alguna de sus inesperadas y  perogrullescas explicaciones sobre multitud de miríficos  fenómenos que para él no eran más que fruto de la ignorancia o de los estómagos vacíos.

-Los dos estáis ya mayores… bien granaditos ¡no?  ¿Aún le tienes miedo tú  a esa cabra?  le preguntó a mi compañero
-¿Miedo yo? Bueno, más que miedo… precaución…
-El P. Tarín, al que tuve el honor de conocer en mi juventud, fue un abnegado jesuita. Que yo sepa - dijo el fraile riéndose de su propia ocurrencia- nunca fue pastor de cabras. No se me alcanza por qué semejante cornúpeta debió adquirir tan gran querencia por el santo varón y aposentarse además donde ya no queda ni un pelo de su sotana.

No cabía insistir más. La respuesta estaba a la altura del tónico que el P. Hernando administraba a sus pacientes: el sentido común.
Aunque, acordándose quizás de la visita efectuada  el día anterior al convento cercano, añadió al instante con cara seria:

-O tal vez…mira por dónde… ahora se me ocurre.

Bajando la voz, como si a revelarnos fuera un gran secreto, agregó:

-¿Y si ese pobre animal estuviera por acaso muerto de hambre?... ¿Sabéis? El hambre es muy mala consejera. Os propongo que, en los rincones más estratégicos de la  casa, le coloquéis a la famélica  bestia unos buenos manojos de hierbas bien fresquitas
-Lo malo será en ese caso que se acostumbre  -observó Millán
-Y que entonces sigamos aquí teniendo cabra por los siglos…-dije yo
-Amén -concluyó el cura, satisfecho de que le secundáramos su ingenua inocentada.

Les contamos a todos el resultado de la entrevista con el  Padre competente en  hechos sobrenaturales. Y lo que resultó a la mañana siguiente fue algo totalmente inesperado.
En los más inverosímiles y recónditos escondrijos de San Zoilo aparecieron gavillas de toda clase de hierbas. Algunas escondían, cuidadosamente camuflados, unos cepos armados. Otras iban acompañadas de cuencos llenos, presumiblemente, de agua bendita. Todo estaba intacto. De la insolente cabra… ni pelos ni señales.

Únicamente, en una trampa disimulada en el frontón cubierto, apareció atrapado el conejo semental que la víspera se  le había escapado al Hermano de la vaquería.



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