En la primavera del año 47 murió la
abuela María. Pasó los últimos y difíciles años de su vida en una casa, al
lado del puente del río Carrión, donde
ella y la tía Carmen, para que yo estuviera a unos pasos de San Zoilo, me
habían preparado una habitación con mesa de estudio y estantería para mis libros.
Pocos días después del fallecimiento
de mi abuela -todavía no habían colocado la cruz sobre su sepultura- acudimos de nuevo al cementerio del pueblo. Para
enterrar esta vez, en la tumba contigua, a uno de nuestros compañeros del
colegio.
El chico se llamaba Lorenzo Carrera.
Se desnucó al colgarse de la portería de fútbol junto al comedor. Nada parecía
presagiar su muerte cuando se lo llevaron sin sentido a la enfermería. Pero a
la mañana siguiente, apenas instalados en la capilla para la misa
cotidiana, el P. Rector en persona nos
dio la noticia. La capilla se convirtió en un mar de lágrimas.
En espera de que desde el norte acudiera la familia, velamos por turnos durante dos días al amigo. En
largas filas, cada uno con un ramo de flores, fuimos a pie desde el Colegio
hasta el cementerio. Numerosos carrioneses se unieron a la interminable
comitiva.
Cuando el sol estaba ya a punto de
ponerse detrás de las choperas de la vega, perfilando entre nubes rojizas la
inmensa mole del monasterio de San Zoilo, el P. Rector pronunció unas palabras
de despedida. Y terminó diciendo:
-Vuestro
compañero, siempre risueño y optimista, reposa eternamente en este altozano de
la Loma carrionesa. Pero en este apacible
atardecer, cuando las primeras estrellas
despuntan ya en el horizonte, una más acaba de instalarse
sobre los cielos de Castilla. Es el alma de vuestro hermano. Elevad todas las
tardes la mirada a las alturas y veréis que alguien os envía, desde lo más recóndito
del firmamento, un guiño de esperanza.
El sepulcro se llenó de flores rociadas
de lágrimas. Mi ramo se lo puse a la abuela. En la tumba de al lado.
-Cuida de mi amigo, abuela. Como si fuera tu
nietuco ¿sabes? Ah! Mira que tú eres muy rezongona! Por favor, no me le regañes…que es buen chico!
El convento de las carmelitas
lindaba con la huerta de los jesuitas. Cuando
en las tardes de mayo íbamos a cantar y recitar poesías a la Virgen de la
Huerta, las monjitas, apostadas al otro lado de la tapia, nos tiraban caramelos
y pétalos de rosas.
Corrió el rumor de que, entre las novicias
del convento, había una que tenía visiones místicas y extraños éxtasis. Cuando,
después de la misa, la piadosa hermana retiraba los avíos de la celebración, le
aparecían empapados los corporales. Y una voz interna le aseguraba que era pipí
del Niño Jesús.
Llamaron a un Padre, teólogo
especialista en mística y sucesos sobrenaturales. Alguien empezó a maquinar que
ya teníamos en el pueblo otra Santa de Carrión, como aquella monja de tiempos
de Felipe V, especialista en bilocaciones. O como otra más reciente, Francisca
del Valle, que tuvo también favores místicos asombrosos y colaboró mucho en la
instalación del colegio de los jesuitas en Carrión.
El “misticólogo” P. Hernando, en contraste con su incorpórea especialidad,
debía pesar más de cien kilos. Seguro que la camioneta de Frómista que se detenía
frente al bar España, junto a la iglesia de Santa María, debió de respirar
aliviada cuando puso pie a tierra el inmenso jesuita.
Los jugadores de cartas en la acera
del bar, a punto de echar un órdago sonoro estrellando los nudillos contra el
mármol de las mesas, se quedaron con los
naipes alzados y las bocas abiertas como buzones. Porque, además, después del
orondo cura, se apeó una mujer muy desenvuelta que, oh desfachatez, llevaba
pantalones!! La primera, así vestida, que osaba presentarse en sociedad ante
los mayores del lugar.
Las zumbas y rechiflas menudeaban
desde todas las ventanas y mesas de la cantina. Primero para el religioso.
-¡Ay va la leche! –comentaba uno- ¡Cómo
se cuidan los del clero!!
-Y que estamos de buen año -se
atrevió a decirle otro entre el jolgorio de sus compañeros de partida - ¿eh,
reverendo?
El
corpulento teólogo, sin inmutarse, se encaró con el insolente y le espetó con una seráfica
pachorra:
-Si hijo, sí y después… ¡la vida
eterna!! Para que te enteres…
Y se perdió, calle Santa María
arriba, bamboleando su maciza humanidad en dirección al convento de las madres
carmelitas.
Luego la tomaron, con modales y
palabras mucho más provocadoras, con la de los pantalones.
-Pues aviaos estamos. Arresulta que
tendremos que llevar nosotros sayas y las matronas pantalones! No te jiba!!
-Oyes, ¿le quitastes los
pantalones a ese cura?
-A ver si le prestas el pandero a la banda de música, monumento…!
La mujer se plantó en jarras frente
a la chusma entera de camorristas:
-Pero…
¿qué os pasa, atontolinaos? Quisiera
yo saber cuántos de vosotros llevan mejor que yo los pantalones, eh!? Vamos…que
se levanten…!!
No se movió nadie. Y ella se fue
derecho a un viejo que sostenía aún la
carcajada:
-¿Y usted de qué se ríe, viejo
verde? Ande, ande… quítese de en medio y… vamos…mírese, mírese las calzas y,
por favor…abróchese la jaula, no vaya a ser que se le escape el pajarito…!
Al pobre hombre se le agarrotó la
boca desdentada y se quedó encallado, como el mascarón de proa de una vieja
nave, contra la pared del Bar España.
El P. Hernando se dirigió
directamente al convento carmelitano. Contra toda expectativa, según comentó el capellán de las madres, la
entrevista con la novicia visionaria no duró más de veinte minutos. Por todo
comentario le dijo al fin a la atribulada hermana:
-Tenga cuidado, niña, no vaya a ser
el diablo el que se le mea en los pañales…
Cuando estaba ya pasando el torno,
cerca de la puerta de salida del convento, se dirigió a la Madre Superiora que, desconcertada, le seguía
en espera de alguna aclaración a los
místicos arrebatos de su novicia:
-Ah, Reverenda Madre. Me permito
recordarle que el hambre es el Edén preferido de la mayoría de las
alucinaciones.
-No le entiendo ¿Qué quiere decir
con eso su Paternidad?
-Pues que les dé unos buenos
garbanzos de más, con tropiezos y buena sustancia, a sus monjitas, buena mujer…
Queden con Dios.
Después de la visita al convento de
las carmelitas, el P. Hernando se hospedó varios días en San Zoilo.
Mi amigo Millán y yo quisimos saber
la opinión del gran experto en temas trascendentales sobre el misterio de la
cabra que tanta zozobra les daba a generaciones enteras de alumnos.
Nos acompañó en la entrevista el P. Espiritual del colegio.
Rezaba el rollizo cura su breviario
paseando junto al cuérnago. Los patos le acompañaban chillando al amparo de la
dilatada sombra del jesuita que abarcaba las dos orillas del regato. Esperaban
que, en repuesta a sus disonantes graznidos, les soltara algunas migajas.
Cuando llegamos nosotros, los animales huyeron al vernos, planeando raudos
sobre la superficie del arroyo. Estaban acostumbrados a que les ahuyentáramos a
pedradas hasta la vaquería.
Nos escuchó muy atento, con una sardónica
sonrisa que presagiaba alguna de sus inesperadas y perogrullescas explicaciones sobre multitud
de miríficos fenómenos que para él no
eran más que fruto de la ignorancia o de los estómagos vacíos.
-Los dos estáis ya mayores… bien granaditos
¡no? ¿Aún le tienes miedo tú a esa cabra?
le preguntó a mi compañero
-¿Miedo yo? Bueno, más que miedo…
precaución…
-El P. Tarín, al que tuve el honor
de conocer en mi juventud, fue un abnegado jesuita. Que yo sepa - dijo el
fraile riéndose de su propia ocurrencia- nunca fue pastor de cabras. No se me
alcanza por qué semejante cornúpeta debió adquirir tan gran querencia por el
santo varón y aposentarse además donde ya no queda ni un pelo de su sotana.
No cabía insistir más. La respuesta
estaba a la altura del tónico que el P. Hernando administraba a sus pacientes:
el sentido común.
Aunque, acordándose quizás de la
visita efectuada el día anterior al
convento cercano, añadió al instante con cara seria:
-O tal vez…mira por dónde… ahora se
me ocurre.
Bajando la voz, como si a
revelarnos fuera un gran secreto, agregó:
-¿Y si ese pobre animal estuviera
por acaso muerto de hambre?... ¿Sabéis? El hambre es muy mala consejera. Os propongo
que, en los rincones más estratégicos de la
casa, le coloquéis a la famélica
bestia unos buenos manojos de hierbas bien fresquitas
-Lo malo será en ese caso que se
acostumbre -observó Millán
-Y que entonces sigamos aquí
teniendo cabra por los siglos…-dije yo
-Amén -concluyó el cura, satisfecho
de que le secundáramos su ingenua inocentada.
Les contamos a todos el resultado
de la entrevista con el Padre competente
en hechos sobrenaturales. Y lo que
resultó a la mañana siguiente fue algo totalmente inesperado.
En los más inverosímiles y
recónditos escondrijos de San Zoilo aparecieron gavillas de toda clase de
hierbas. Algunas escondían, cuidadosamente camuflados, unos cepos armados.
Otras iban acompañadas de cuencos llenos, presumiblemente, de agua bendita.
Todo estaba intacto. De la insolente cabra… ni pelos ni señales.
Únicamente, en una trampa disimulada
en el frontón cubierto, apareció atrapado el conejo semental que la víspera
se le había escapado al Hermano de la
vaquería.
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