Tras la estirada serpiente de diez largos meses entre las vetustos muros
del fortín amurallado carrionés asomaban, como una cálida brisa de libertad,
las vacaciones estivales
Las actividades escolares
culminaban en el solemne acto de fin de curso que se celebraba en el claustro plateresco.
Entre dos alas del cuadrilátero se alzaba la tribuna para
profesores y autoridades académicas.
Ocupaban la izquierda, en el costado benedictino, el
largo centenar de alumnos, hoy muy
serios y comedidos, sobrevivientes a la
dura encerrona de casi trescientos días.
En el lateral de entrada al
claustro se situaban las familias, los invitados y autoridades del pueblo de
Carrión.
La coral del colegio interpretaba
los mejores motetes y las piezas más conseguidas de los conciertos celebrados
durante el curso.Y lo hacía muy bien.
Una pareja de cigüeñas, estilizadas,
inmóviles sobre una sola pata en el
inmenso nido de la torre del reloj, soñaban embelesadas por los acordes
infantiles.
El Padre Prefecto proclamaba los
nombres de los mejores de cada clase durante el curso académico. Nosotros ya lo
sabíamos. Era para que se enteraran muchas de las familias que habían acudido a
recoger a sus hijos. Nuestros pensamientos estaban en la emoción del mes y
medio largo a estrenar que se nos avecinaba.
Desde el primer verano de
vacaciones de San Zoilo me acostumbré a pasar gran parte de ellas lejos de
Carrión. En casa de los parientes de Villalba de Guardo y Velilla unas veces. Y
otras con los de Fuenterrabía y Hendaya.
Me iba lejos, según machacaba tía
Carmen todos los veranos, “por colaborar” con las fuerzas vivas del colegio en
mi protección personal contra los
peligros y las amenazas estivales que a todos nos acechaban.
Las grandes amenazas que sobre los colegiales
se cernían en los largos meses de verano
eran las malas compañías.
En mis andanzas particulares se trataba
de evitar el roce con los veteranos pandilleros del colegio de los Maristas.
En el conjunto de alumnos, yo
incluido, era, además, eludir tratos con el pertinaz enemigo emboscado y al
acecho durante todo el verano: las chicas de nuestra edad.
-¡¡Cuidado con las niñas!!, repetía
con cara estremecida el P. Espiritual durante las numerosas pláticas
preparatorias de las vacaciones
-Y nosotros las cuidábamos…!!
comentaría años más tarde mi amigo Eduardo
Yo, ¿por qué negarlo? me lo pasaba
muy bien con mi prima Luci que venía de Madrid al pueblo todos los veranos.
Desde luego que ni ocurrirseme llevarla a ver el colegio. Pero íbamos a
bañarnos solos o con algunos amigos al remanso del rio camino de San Juan de Cestillos.
Y no es que menudearan en exceso los arrumacos propios de adolescentes. Pero sí que los había. Hasta que un día apareció, como sigilosa alma en pena… la gendarme!. Nos quedamos blancos y demudados, como ángeles agarrotados sobre los panteones de un cementerio.
Y no es que menudearan en exceso los arrumacos propios de adolescentes. Pero sí que los había. Hasta que un día apareció, como sigilosa alma en pena… la gendarme!. Nos quedamos blancos y demudados, como ángeles agarrotados sobre los panteones de un cementerio.
-Es que le estaba soplando una pajilla
del ojo… -improvisó Luci- que de repente se había puesto más roja que una
amapola.
Tía Carmen dio un respingo y esbozó
un rabioso zapateado que nos dejó temblando.
Luego, tras un aparatoso sermón, concluyó:
-¡Cuánta razón tenía el reverendo
que os echó el discurso del último día de colegio! Y el niño aquél que dijo una
poesía que me hizo llorar… Para ver ahora lo que estoy viendo…santo Dios!!!
Mi tía se refería en primer lugar a
la arenga de fin de curso pronunciada por el Padre Prefecto después de la
lectura de las calificaciones anuales y del nombramiento para los cuadros de
honor de los mejores alumnos del año.
El poema causante de su lagrimeo
aludía a la poesía “A la Virgen del Recuerdo” que
figura en el primer capítulo de la famosa novela “Pequeñeces” del jesuita P. Coloma.
Dulcísimo recuerdo de mi vida,
Bendice a los que vamos a partir…
¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida,
Recibe tú mi adiós de despedida,
Y acuérdate de mí!...
Lejos de aquestos tutelares muros,
Los compañeros de mi edad feliz,
No serán a tu amor jamás perjuros,
Conservarán sus corazones puros,
Se acordarán de ti.
Mas siento al alejarme una agonía,
Cual no la suele el corazón sentir…
¿En palabras de niño quién confía?
Temo…no sé qué temo, Madre mía,
Por ellos y por mí…
Era esta composición poética el
colofón obligado de todos los actos de fin de curso. La recitaba, ante la estatua de la Virgen de la Congregación Mariana
que presidía el acto, uno de los chicos que
durante el año había sido señalado como mejor orador por la Academia de Declamación
del colegio.
Los versos, recitados con
entusiasmo adolescente, resbalaban como un orvallo suave sobre los rostros encandilados de los alumnos,
tensos en sus incómodas y cojeadas sillas. Al arrobo sucedía poco después la
amenaza de una ceñuda nube que encendía destellos de alarma en los ojos
abiertos como rosetones.
Y que áspides oculta ese j ardín…
Que hay frutos dulces de mortal veneno
Que el mar del mundo está de escollos
lleno...
¿Y por qué estará así?
Y con ese cosquilleo en el
estómago, con la aprensión de los escollos que llenaban el proceloso mar del
mundo, los colegiales volvían a sus hogares.
Todos llevaban su plan de
vacaciones repleto de actividades. Estar ocupados era el mejor antídoto contra
los señuelos mundanos.
-“La gente pará cría malos pensamientos” -no cesaba de repetir alguno de los
maestros- citando una frase que no estoy seguro si era de alguna de las novelas
de Pereda o de Palacio Valdés.
El plan vacacional incluía la misa
diaria, continuar con las prácticas piadosas que se hacían en el colegio,
ayudar en las parroquias de los pueblos y trabajar en las campañas misionales.
En estas campañas se vendían
libros, rifas y “bautizos de chinitos”. Quien más, quien menos todo el mundo
recaudaba sus quinientas o mil pesetas
durante el verano que, al comenzar el nuevo curso, se mandaban al secretariado
de misiones de Palencia para los misioneros de Anking en China.
En agradecimiento, todos los años
nos visitaba alguno de ellos. Eran para nosotros verdaderos héroes. Después de
sus charlas todos aspiraban a partir para las misiones en su compañía.
Juan José y yo, en los cortos días
de mi estancia veraniega en Carrión, hacíamos la campaña misional por los pueblos de los alrededores.
Nos llevaba su padre que era
recaudador del municipio. Ibamos en coche, un diminuto Ford antiguo, que tan
pronto se disparaba como una gacela por las rectas polvorientas de las
carreteras como, al menor repecho, jadeaba lastimero hasta detenerse humeante y
derrengado poco antes de llegar al cambio de rasante. Bajábamos.
Unos cuantos litros de agua refrescaban
el radiador incandescente. Luego había que darle a la manivela. Lo hacíamos por
turnos, a veces durante diez largos minutos.
Al fin arrancaba el motor
carraspeando como un beodo acatarrado. Y pasábamos corriendo a la parte trasera
para, empujándole, prestar una ayudita hasta culminar la cuesta.
Nos apeábamos del coche unos
doscientos metros antes de llegar a cada pueblo. Para que no nos confundieran
con la tarea del señor recaudador.
A pesar de ello, había algún
paisano que renegaba al llamar a su puerta.
-¿Qué se les ofrece? -dijo con
brusquedad el labriego mal encarado al entornar la portilla superior del portón.
-Algo para las misiones de China,
señor…
- Jo… Por mi suegra que por siempre
descanse en los infiernos!... Velay…Hoy
están todos por pedir en este pueblo, ridiez.
Hace un ratín el de la contribución, ayer el de los consumos… y ahora vosotros.
A ver cuando viene alguno a dar, en vez de tanto pedir…so carajo!!
El portazo resonó por toda la
calle. Varias vecinas curiosas se asomaron
para conocer la causa del altercado.
Algunos días venía en bicicleta un
compañero llamado Fede desde Villaherreros, en la carretera de Osorno, y nos
íbamos pedaleando a hacer campaña misionera por los pueblos de la Loma : Robladillo,
Villasabariego, San Mamés de Campos.
En la última casa de postulación por el caserío de San Mamés salió a recibirnos una moza rolliza y algo ligerita de ropa. Al verla me quedé de piedra. Ella pareció azorarse también en un principio. Pero se repuso al instante. Nos miró descarada varios segundos midiendo con ojos pícaros de los pies a la cabeza a los dos jovencitos.
-Me dais…cinco rifas. Vaya!
Al inclinarse para poner las cinco pesetillas en la mano de mi compañero, me dirigió un guiño de provocativa complicidad. Los pechos turgentes asomaban desafiantes por el escote de la blusa. En el carrillo derecho se le notaban restos de algunas cicatrices, como si la zarpa de un rabioso animal lo hubiera desgarrado tiempo atrás.
-¿Queréis pasar a tomar cualquier
cosilla? -se atrevió a insinuar la muy ladina.
Al salir a la carretera, Fede tomó, sin comentario alguno, la dirección hacia su pueblo y yo la dirección contraria hacia Carrión.
Cómo hubiera podido yo explicar a mi colega que la matona aquella no era otra que Lina, la Fiera de la Loma, la que, dos pisos más abajo de donde vivía mi abuela y la tía Carmen, frente a la casa donde una lápida recordaba el nacimiento en ese punto de D. Iñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, el de “Las Serranillas”, acosaba sin piedad a Floren, mi antiguo condiscípulo en los Maristas. Que yo la había visto correr con las ubres al aire detrás del pobre muchacho. Que Floren, el mejor especialista en tirachinas que yo había conocido, tuvo que marcharse por ello del pueblo. Y que varios compañeros de la pandilla, cierta mañana de verano, tomaron luego la justicia por su mano precipitando “accidentalmente” a la golfanta por un talud cuajado de ortigas y matojos punzantes. El sello de esa venganza justiciera eran las costuras cicatrizadas de su cara.
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