lunes, 14 de septiembre de 2015

¡ CUIDADO CON LAS NIÑAS ! (14 septiembre 15)

Tras la estirada serpiente de diez largos meses entre las vetustos muros del fortín amurallado carrionés asomaban, como una cálida brisa de libertad, las vacaciones estivales
Las actividades escolares culminaban en el solemne acto de fin de curso que se celebraba en el claustro plateresco.
Entre dos alas del  cuadrilátero se alzaba la tribuna para profesores y  autoridades académicas.
Ocupaban  la izquierda, en el costado benedictino, el largo centenar de  alumnos, hoy muy serios y comedidos, sobrevivientes a  la dura encerrona de casi trescientos días.
En el lateral de entrada al claustro se situaban las familias, los invitados y autoridades del pueblo de Carrión.
La coral del colegio interpretaba los mejores motetes y las piezas más conseguidas de los conciertos celebrados durante el curso.Y lo hacía muy bien.
Las notas se enredaban en las  filigranas de piedra esculpidas en las ménsulas doradas y entre las nervaduras de las bóvedas  del claustro. Se escabullían luego por las ojivas laterales.
Una pareja de cigüeñas, estilizadas,  inmóviles sobre una sola pata en el inmenso nido de la torre del reloj, soñaban embelesadas por los acordes infantiles.

El Padre Prefecto proclamaba los nombres de los mejores de cada clase durante el curso académico. Nosotros ya lo sabíamos. Era para que se enteraran muchas de las familias que habían acudido a recoger a sus hijos. Nuestros pensamientos estaban en la emoción del mes y medio largo a estrenar que se nos avecinaba.

Desde el primer verano de vacaciones de San Zoilo me acostumbré a pasar gran parte de ellas lejos de Carrión. En casa de los parientes de Villalba de Guardo y Velilla unas veces. Y otras con los de Fuenterrabía y Hendaya. 
Me iba lejos, según machacaba tía Carmen todos los veranos, “por colaborar” con las fuerzas vivas del colegio en mi  protección personal contra los peligros y las amenazas estivales que a todos nos acechaban.
Las grandes amenazas que sobre los colegiales se cernían en los  largos meses de verano eran las malas compañías.
En mis andanzas particulares se trataba de evitar el roce con los veteranos pandilleros del colegio de los Maristas.
En el conjunto de alumnos, yo incluido, era, además, eludir tratos con el pertinaz enemigo emboscado y al acecho durante todo el verano: las chicas de nuestra edad.
           
-¡¡Cuidado con las niñas!!, repetía con cara estremecida el P. Espiritual durante las numerosas pláticas preparatorias de las vacaciones

-Y nosotros las cuidábamos…!! comentaría años más tarde mi amigo Eduardo

Yo, ¿por qué negarlo? me lo pasaba muy bien con mi prima Luci que venía de Madrid al pueblo todos los veranos. Desde luego que ni ocurrirseme llevarla a ver el colegio. Pero íbamos a bañarnos solos o con algunos amigos al remanso del rio camino de San Juan de Cestillos. 

Y no es que menudearan en exceso los arrumacos propios de adolescentes. Pero sí que los había. Hasta que un día apareció, como sigilosa alma en pena… la gendarme!. Nos quedamos blancos y demudados, como ángeles agarrotados sobre los panteones de un cementerio.

-Es que le estaba soplando una pajilla del ojo… -improvisó Luci- que de repente se había puesto más roja que una amapola.

Tía Carmen dio un respingo y esbozó un rabioso zapateado que nos dejó temblando.  Luego, tras un aparatoso sermón, concluyó:

-¡Cuánta razón tenía el reverendo que os echó el discurso del último día de colegio! Y el niño aquél que dijo una poesía que me hizo llorar… Para ver ahora lo que estoy viendo…santo Dios!!!

Mi tía se refería en primer lugar a la arenga de fin de curso pronunciada por el Padre Prefecto después de la lectura de las calificaciones anuales y del nombramiento para los cuadros de honor de los mejores alumnos del año.

El poema causante de su lagrimeo aludía a la poesía “A la Virgen del Recuerdo” que figura en el primer capítulo de la famosa novela “Pequeñeces” del jesuita P. Coloma.


Dulcísimo recuerdo de mi vida,
Bendice a los que vamos a partir…
¡Oh Virgen del Recuerdo dolorida,
Recibe tú mi adiós de despedida,
Y acuérdate de mí!...

Lejos de aquestos tutelares muros,
Los compañeros de mi edad feliz,
No serán a tu amor jamás perjuros,
Conservarán sus corazones puros,
Se acordarán de ti.

Mas siento al alejarme una agonía,
Cual no la suele el corazón sentir…
¿En palabras de niño quién confía?
Temo…no sé qué temo, Madre mía,
Por ellos y por mí…

Era esta composición poética el colofón obligado de todos los actos de fin de curso. La recitaba, ante la estatua de la Virgen de la Congregación Mariana que presidía el acto,  uno de los chicos que durante el año había sido señalado como mejor orador por la Academia de Declamación del colegio.

Los versos, recitados con entusiasmo adolescente, resbalaban como un orvallo suave  sobre los rostros encandilados de los alumnos, tensos en sus incómodas y cojeadas sillas. Al arrobo sucedía poco después la amenaza de una ceñuda nube que encendía destellos de alarma en los ojos abiertos como rosetones.
Dicen que el mundo es un jardín ameno
Y que áspides oculta ese j ardín…
Que hay frutos dulces de mortal veneno
Que el mar del mundo está de escollos lleno...
¿Y por qué estará así?

Y con ese cosquilleo en el estómago, con la aprensión de los escollos que llenaban el proceloso mar del mundo, los colegiales volvían a sus hogares.
Todos llevaban su plan de vacaciones repleto de actividades. Estar ocupados era el mejor antídoto contra los señuelos mundanos.

-“La gente pará cría malos pensamientos” -no cesaba de repetir alguno de los maestros- citando una frase que no estoy seguro si era de alguna de las novelas de Pereda o de Palacio Valdés.

El plan vacacional incluía la misa diaria, continuar con las prácticas piadosas que se hacían en el colegio, ayudar en las parroquias de los pueblos y trabajar en las campañas misionales.

En estas campañas se vendían libros, rifas y “bautizos de chinitos”. Quien más, quien menos todo el mundo recaudaba sus quinientas o mil  pesetas durante el verano que, al comenzar el nuevo curso, se mandaban al secretariado de misiones de Palencia para los misioneros de Anking en China.
En agradecimiento, todos los años nos visitaba alguno de ellos. Eran para nosotros verdaderos héroes. Después de sus charlas todos aspiraban a partir para las misiones en su compañía.

Juan José y yo, en los cortos días de mi estancia veraniega en Carrión, hacíamos la campaña misional  por los pueblos de los alrededores.
Nos llevaba su padre que era recaudador del municipio. Ibamos en coche, un diminuto Ford antiguo, que tan pronto se disparaba como una gacela por las rectas polvorientas de las carreteras como, al menor repecho, jadeaba lastimero hasta detenerse humeante y derrengado poco antes de llegar al cambio de rasante. Bajábamos.
Unos cuantos litros de agua refrescaban el radiador incandescente. Luego había que darle a la manivela. Lo hacíamos por turnos, a veces durante diez largos minutos.
Al fin arrancaba el motor carraspeando como un beodo acatarrado. Y pasábamos corriendo a la parte trasera para, empujándole, prestar una ayudita hasta culminar la cuesta.

Nos apeábamos del coche unos doscientos metros antes de llegar a cada pueblo. Para que no nos confundieran con la tarea del señor recaudador.
A pesar de ello, había algún paisano que renegaba al llamar a su puerta.

-¿Qué se les ofrece? -dijo con brusquedad el labriego mal encarado al entornar la portilla superior del portón.
-Algo para las misiones de China, señor…
- Jo… Por mi suegra que por siempre descanse en los infiernos!... Velay…Hoy están todos por pedir en este pueblo, ridiez. Hace un ratín el de la contribución, ayer el de los consumos… y ahora vosotros. A ver cuando viene alguno a dar, en vez de tanto pedir…so carajo!!

El portazo resonó por toda la calle. Varias vecinas curiosas se  asomaron para conocer la causa del altercado.
Algunos días venía en bicicleta un compañero llamado Fede desde Villaherreros, en la carretera de Osorno, y nos íbamos pedaleando a hacer campaña misionera por los pueblos de la Loma: Robladillo, Villasabariego, San Mamés de Campos.


En la última casa de postulación por  el caserío de San Mamés salió a recibirnos una moza rolliza y algo ligerita de ropa. Al verla me quedé de piedra. Ella pareció azorarse también en un principio. Pero se repuso al instante. Nos miró descarada varios segundos midiendo con ojos pícaros de los pies a la cabeza a los dos jovencitos.

-Me dais…cinco rifas. Vaya!

Al  inclinarse para poner las cinco pesetillas en la mano de mi compañero, me dirigió un guiño de provocativa complicidad. Los pechos turgentes asomaban desafiantes por el escote de la blusa. En el carrillo derecho se le notaban restos de algunas cicatrices, como si la zarpa de un rabioso animal lo hubiera desgarrado tiempo atrás.

-¿Queréis pasar a tomar cualquier cosilla? -se atrevió a insinuar la muy ladina.

Los dos saltamos como gatos sobre las bicicletas. Siguió un pedaleo zigzagueante por el temblor que nos sacudía como las ráfagas de un vendaval vapulean a los juncos de los arroyos.
Al salir a la carretera, Fede tomó, sin comentario alguno, la dirección hacia su pueblo y yo la dirección contraria hacia Carrión.

Cómo hubiera podido yo explicar a mi colega que la matona aquella no era otra que Lina, la Fiera de la Loma, la que, dos pisos más abajo de donde vivía mi abuela y la tía Carmen, frente a la casa donde una lápida recordaba el nacimiento en ese punto de D. Iñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana, el de “Las Serranillas”, acosaba sin piedad a Floren, mi antiguo condiscípulo en los Maristas. Que yo la había visto correr con las ubres al aire detrás del pobre muchacho. Que Floren, el mejor especialista en tirachinas que yo había conocido, tuvo que marcharse por ello del pueblo. Y que varios compañeros de la pandilla, cierta mañana de verano, tomaron luego la justicia por su mano precipitando “accidentalmente” a la golfanta por un talud cuajado de ortigas y matojos punzantes. El sello de esa venganza justiciera eran las costuras cicatrizadas de su cara.


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