viernes, 31 de julio de 2015

YA LLEGA EL CORTEJO ( 31 julio 15 )

La familia, después del gran periplo de la guerra y de los años posteriores, se había instalado definitivamente en Carrión de los Condes.
Así que dije adiós a mi intermedio palentino.

La carretera hacia el norte, camino de Carrión, despide a la ciudad de Palencia con la vista de dos cerros, tan resecos como el inmenso mar de tierra arcillosa sembrada de cristales de mica que los rodea. Sobre uno de ellos se levanta, austero como la llanura, el Cristo del Otero

Es una inmensa estatua de veinte metros de altura. Tiene los brazos levantados y las palmas extendidas, bendiciendo a la ciudad y a la reseca llanura castellana.

-Como esta estatua, así de grande, había dicho cierta vez  mi monjita preceptora -¡cuánto me había costado decirle adiós-  sólo hay otra en el mundo: la del Redentor en Brasil. El Cristo del Corcovado. En Río de Janeiro.


Excavada en el Otero, bajo la estatua colosal, había una ermita diminuta. Su recuerdo me producía largas pesadillas que luego me despabilaban durante varias horas muchas noches.
Veía en sueños sus paredes terroríficas  repletas de ex-votos, piernas y brazos de cera amarillenta, cabelleras, muletas y relicarios con fotos desvaídas, que danzaban en círculo a mi alrededor.

Sólo quedaba quieto, colgado sobre el cepillo de las limosnas, el nudo de un pañuelo. Yo intentaba en vano recogerlo. Las muletas, desprendidas de sus alcayatas enmohecidas,  me perseguían amenazadoras. Y entonces, azorado, salía  a gritos de esa espeluznante pesadilla.

El fenómeno tenía su explicación en lo que yo considero mi primer y decepcionante fracaso financiero.
Con las pagas de ayudar a misa había llegado yo, día tras día, a juntar casi ocho pesetas. Una fortuna. Las guardaba debajo del colchón.
Un buen día organizaron los mayores uno de sus traicioneros saqueos en el dormitorio y se fueron al garete mis ahorros.
Desde entonces decidí llevar los estipendios de las misas anudados en un pañuelo, escondidos en el bolsillo del pantalón.
Ya tenía de nuevo cinco pesetillas. En una de las excursiones por las laderas calizas cercanas a la ermita del Cristo vino la desgracia. Entre salto y salto por riscos y pedruscos se extravió el pañuelito del ahorro con mi nueva fortuna.

Y eso era lo que ahora yo veía, como si de nuevo lo soñara, desde la banqueta trasera del coche de línea que me llevaba hacia Carrión de los Condes.
Mi tesoro, fruto de mis trabajos y sudores, se quedaba allí, perdido entre los cristales de mica de aquellos pelados cerros, o anudado como un ex-voto más en la triste y lóbrega  capilla del Cristo del Otero.

El destartalado coche de línea tardaba casi dos horas en recorrer los escasos cuarenta  kilómetros entre la capital y el pueblo de Carrión
.
Un kilómetro antes de llegar al pueblo está la cuesta de la  Mora. Bonito nombre. Había en la falda de la cuesta, según la leyenda, un pequeño manantial. Contaban que, en tiempos de la Reconquista, el rey Alfonso, el de las Navas, citaba en este paraje a una mora de nombre Zulema. Cierto día en que ella se retrasó, el rey se marchó encolerizado, maldiciendo antes a la fuentecilla. Llegó la mora. Bebió de la fuente maldecida por el rey y murió poco después.
       
No sé si los efectos de la maldición real sobre el lugar podían perdurar después de siete largos siglos. Porque a nuestro desvencijado coche de línea le entró un soponcio  cuando  estaba a punto de traspasar la cuestecilla de la Sarracena. Perdió el resuello. Le dieron dos espasmos.  Empezó a deslizarse peligrosamente cuesta abajo.
A duras penas podía el conductor cambiar la marcha, echar el freno de mano, calmar aquella fiera encabritada.

-Manolo, que nos escoñamos..!!! -vociferaba un  viejo agitando una enorme chapela y un bastón de nudos-  Páralo…joder!!

-Ay! Señora del Remedio , ampáranos...! -decía una mujer de rodillas en medio del pasillo- ¡Santísimo Cristo de Limpias…ten piedad!!

-Quietos...No sus mováis, que ya lo tengo -gritaba el chófer, rojo como una guindilla, intentando apaciguar a los viajeros.

A ambos lados de la carretera había algunas cruces, recuerdo de anteriores desastres en ese mismo punto. El trasto díscolo se había ya deslizado media cuesta, cuando en una de sus tarascadas empotró su viejo trasero en  la cuneta derecha y se inmovilizó entre el polvo de los frenazos y la humareda espesa del motor.
El golpe nos zarandeó a todos como a peleles de trapo. La señora del rezo, que estaba de rodillas, había caído de bruces contra la puerta. Le sangraba la nariz, y nada más. Fue la primera que saltó a la carretera ensalzando a voces el portento.
Falcaron el coche con grandes piedras. Nos dieron los bultos y maletas que iban en la baca, y terminamos nuestro viaje a pie. Parecíamos una fila de cautivos redimidos de algún penal lejano.
Delante, a la entrada del pueblo, iba la beata pregonando a chillidos el prodigio.

-¿Un milagro, sí! ¡Un milagro!... La Virgencita del Remedio y el Cristo de Limpias han bajado a echarnos una mano. Ay…gracias, gracias a ellos…!!

El paisano de la gorra esgrimía otras palabras más aviesas.

-A ver cuando carajo les enteramos a las autoridades  del material cochambroso que nos ponen para viajar. Aunque pensándolo bien para qué hacerlo, si el dueño de la compañía tiene los riñones más forrados que la giba de un camello!

Detrás, a algunos metros, iba Terencio, el cojo, soltando una ristra de sonoras palabrotas al verse cada vez más lejos del cortejo.
Esa fue mi entrada triunfal en el pueblo de mis recuerdos más felices.

Ignoro por qué en esos días, cuando de ella hablaba con los demás, empecé a referirme siempre a mi madre como “la señora Feli”. A ella, entre hermanos y con los más allegados de la familia, no se le podía decir “mi madre” (¡“a ver si te crees que sólo es madre tuya”¡).
El término “mamá” no era tampoco de uso corriente entre los niños castellanos de la época. Sólo ciertos estratos elevados de la sociedad lo usaban.
De ahí que la tía Carmen, por aquello de la vieja alcurnia heráldica de los Ordaz, pasó una temporada insistiendo, sin conseguirlo, en que a la señora Feli se le diera el tratamiento fino de las familias bien.
Todas las vecinas y los que frecuentaban el ayuntamiento del pueblo, donde madre había conseguido un sencillo trabajo que de hecho la convirtió en funcionaria para toda la vida, le llamaban con respeto “la señora Feli”. Por pura imitación, me quedé yo con la costumbre. Y así seguí llamando a madre toda la vida.

Antes de pasar a vivir en la calle de Santa María, frente a las murallas de la vieja ciudad y del pórtico de la histórica iglesia de Santa María de las Victorias, pasó la familia una temporada  en una casa del Mercado Viejo.

El mercado estaba a la entrada del pueblo, lugar en que se deshizo el  triunfal cortejo de nuestra entrada en Carrión.  
Era una plaza inmensa y desangelada donde se celebraban todas las ferias y mercados de la comarca. Los tratos, los trueques y las ventas que allí se hacían tenían un sabor ancestral, como si te trasladaran todas las semanas al típico arrabal de una ciudad  de la Edad Media.

Ese día te despertaban los rebuznos del asno que su dueño lanzaba con su látigo en carrerilla para demostrarle al comprador que la bestia se tenía sobre  los cuartos traseros. O el relincho del caballo al que levantaban el belfo para mostrar su dentadura amarillenta, pero sana y poderosa. O las coces de una mula vieja  que despejaba el entorno para que nadie le tocara la panza o el envés de las orejas lacias. Y los perros. Y el olor de los orines y excrementos, que perduraba, aún después de  terminada la feria, hasta bien entrada la noche. Vacas, cerdos, gallinas, conejos, pavos y, de vez en cuando, el balido cansino y misericordioso de los corderos resignados a no triscar ese día por los pastos.

Pocas veces sobrepasaban esa sinfonía discordante las voces de los hombres. Las disputas, los roces y a veces alguna faca reluciente saltaban sólo cuando alguien se sentía víctima de un timo clamoroso.
A consecuencia de uno de esos timos se refugió un día en el portal de nuestra casa un feriante demudado y trémulo. Un mocetón le perseguía, navaja en mano, tirando del ronzal de un borrico escuálido y descolorido.
-Ah… bellaco!! Quince días ha que a mi padre le vendiste el animalejo éste… ¡Rufián embustero! Lustroso y reluciente estaba el animal, so falsario…Me cago en “tó…”!!!
El labriego se había parapetado detrás de la mesa de la cocina y a duras penas esquivaba los tajos que ya le habían rozado parte del gaznate
.-¿T’has fijao, maldito tunante, cómo está ahora el pollino…eh, pícaro pajarraco?

Y es que, al primer baño en la charca de la aldea, se le había esfumado al rucio la grasa, la tintura de yodo y los jabones del  tratamiento de belleza que le habían dado. Ahora  era un cenizo,  con la piel llena de rodales  del rabo a las orejas.

Por suerte aparecieron al momento los tricornios de dos guardias civiles y se llevaron a los dos feriantes y a su jumento a dirimir sus cuentas en el cuartelillo.

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