Puesto que la Memoria no entiende mucho de cronologías, permítaseme abrir el camino de la infancia con la siguiente imagen semicinematográfica, real y ficticia al mismo tiempo, que tantas veces he reproducido e imaginado con nostalgia.
Es un
primer piso. La contraventana entreabierta, unida en el centro por una
aldabilla de hierro, deja filtrar en la habitación la luz de la calle y como en
una pantalla de cine proyecta en el muro reluciente con un sorprendente
realismo, como si fuera una película de Fellini, todo lo que circula sobre la calzada. Los
carros que van y vienen de las eras, las bicicletas y los viandantes, uno que
otro burro y el galgo del cartero.
Pasa también un grupo de niñas. Ríen y
chillan como los gorriones. Yo me levanto a toda prisa para ver si entre ellas
está Anita. Abro un tanto la ventana y vuelvo a entornarla decepcionado.
La última imagen que contemplo desde la cama
en mi particular pantalla es la
camioneta destartalada, con su baca atestada de bultos y maletas, que parte
renqueando hacia el convento de las Clarisas en dirección a Frómista. Luego me
duermo.
Hasta aquí la fantasía. La realidad, adormilada en las vecinas
piedras, revive a partir de este momento.

En la pared, frente a nuestra casa, termina el lienzo de una muralla medieval. Sus últimos sillares descansan sobre los recios muros de
Al lado hay casas solariegas, con blasones e inscripciones que dicen dónde nació el Marqués de Santillana o el Rabí Dom Sem Tob, o dónde posaron los reyes que vinieron a esta ciudad de Carrión de los Condes para celebrar Cortes de Castilla.
Sobre el lienzo blanco todas las sombras toman entonces carta de autenticidad. Por la calle pasa el cortejo esplendoroso de personajes que poblaron esta villa en sus mejores tiempos. Van vestidos con ropajes de clase adinerada unos, o con andrajos de plebe famélica los otros. Los primeros ocupan el centro de la calle, altaneros y señores de sus destinos. Los otros se deslizan pegados a la muralla, como si la humillación y la desgracia les empujaran a desaparecer entre sus piedras
Y todos se apartan, despavoridos, cuando surge un escuadrón de
guerreros, sudor y polvo, que vienen de lejanas lides contra el sarraceno o que
preceden a la carroza de un importante caballero y de su dama.

Lo mismo les pasaba a los toros, desprendidos de los altorrelieves del pórtico de la iglesia de Santa María, que, ahora cuesta abajo, perseguían en dirección a Frómista a los osados moros venidos por última vez a cobrar el “tributo de las Doncellas”.
El fragor de esa estampida me despierta.
Ya no proyecta el sol las sombras de la calle
en la pared del cuarto. Bajo despacio los peldaños de la empinada escalera de
madera. Y con precaución.
Porque cierto día, por bajarlos de cuatro en
cuatro, se hundió uno de los banzos medio carcomido. Me quedé colgado como una
bailarina. Y cuando me sacaron, aunque no rota, tenía toda la pierna derecha
descarnada y amoratada hasta la ingle.
Salgo a la calle. La brisa fresca de la tarde
trae hasta el pueblo el polvo de las eras cercanas. Están aventando la trilla
del día. Cuando las parvas desaparezcan y estén apilados los sacos repletos de
grano, se uncirán de nuevo las parejas de bueyes a los carros de labranza y
partirán al campo para recoger, al amparo del rocío nocturno, las nías ya
segadas para la trilla de la jornada siguiente
Así un día tras otro. Todo un mes. Es lo que llamaban “hacer el agosto”.
Así un día tras otro. Todo un mes. Es lo que llamaban “hacer el agosto”.
Agosto era el mes de más trasiego en toda la
vida de este pueblo. En el otoño-invierno descansaban rastrojos y barbechos.
Despertaban los campos con la primavera. Las tablas verdes
amarilleaban lentas sobre las lomas hasta el verano. Y volvía el trajín de la nueva cosecha.
Ese era por entonces, año tras año, el ritmo cansino del pueblo de Carrión de los Condes, en Tierra de Campos y Castilla.
En él pasé la mayor parte de los días de mi infancia. Y, como vida no hay más que una, no exagero nada al decir que fue la mejor infancia de mi vida.
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