martes, 21 de julio de 2015

ADIOS CAMARADA (21 julio 15)

Mi primera niñez, al contrario, fue bastante más azarosa. Tenía yo dos años y medio cuando los mineros de Asturias, en octubre de 1934, se rebelaron contra su República, la del 14 de abril, aquella que con tanto entusiasmo habían rociado con ríos de sidrina hacía sólo tres años.
Estaban decepcionados. ¿Pues no decía la Constitución del treinta y uno en su artículo 1º que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase que se organiza en régimen de Libertad y de Justicia”?.
De la meseta soplaban vientos con cierto tufillo a fascismo. Y otras bocanadas que anunciaban que ni ciertos sectores de las izquierdas estaban de acuerdo con la soñada República. El 34 fue tal vez el preámbulo de lo que se avecinaba a pasos de gigante.

Aunque los salarios de la minería eran de los más altos de España, su poder adquisitivo había descendido notablemente. La calidad del carbón, tanto de las cuencas asturianas como del norte de Palencia, les decían, no podía competir con las extracciones del  resto de  Europa.

Se barruntaba un incierto futuro. La solución pasaba por proclamar la “República de Obreros y Campesinos de Asturias” extensible a todo el país. Eso decían los pasquines distribuidos por todos los pueblos mineros del norte de España.
Y así nos llegaron al nuestro, Barruelo de Santullán, pueblo minero en el norte de la provincia de Palencia que algunos insisten en reconocer como la verdadera cuna de la revolución del 34.
 El primer recuerdo de mi niñez son esos días. El silbido de las balas por mi calle, el tableteo de alguna ametralladora desde la boca de los pozos cercanos, tres o cuatro esquirlas zumbando cerca de mi cara. Y mi madre corriendo despavorida para apartarme de la ventana. Vientre a tierra. El calor de su cuerpo y de sus lágrimas atenuaban el susto de la temeridad infantil.
Una hora después todas las ventanas de la casa estaban blindadas con mantas y colchones. Sabia medida. Porque por aquellos días un fragor de cien barrenos atronó todo el valle. Acababan de dinamitar la antigua iglesia románica del pueblo.

Duró apenas quince días. La revolución de Asturias fue rápidamente sofocada  por el  Ejército, siguiendo el consejo de un joven general llamado Franco, entonces gobernador de Baleares. Hubo muchos muertos. Quedó el resentimiento, amasado en niebla con el cisco negro de los detritos de las minas. Pronto, por desgracia, volvería la revancha.
A mí me sorprendieron uno de esos días canturreando sentadito a la puerta de la casa aquel himno famoso: “Si los curas y frailes supieran  / la paliza que van a llevar / subirían al coro cantando:  / Libertad, Libertad, Libertad !”. ¡Viva la República!! Y mi madre corriendo de nuevo azorada, arrebatando al niño y trancando aprisa la puerta de la calle. Esta vez  no fueron caricias lo que gané sino una sonada regañina.

Nuestra casa estaba en lo alto de un ribazo. Un regato que iba a perderse al cercano lavadero de las minas corría tres o cuatro metros abajo. A la calle se accedía por un puentecillo y a pocos metros estaba la escalinata de piedras desmochadas que iban a dar a la Fuente Moragas.

Ir a por agua a Moragas era la diversión  de mi hermana.

 Tanto le gustaba que muchas  veces tiraba en casa por el puente las herradas medio llenas para poder bajar a por otras a la Fuente. Yo la acompañaba agarrado al aro en el que se instalaban los dos cubos para facilitar el traslado. Más de una vez, al tropezar en el regreso con mis pasos todavía torpes en los escalones, el intento de mi hermana por salvar al hermanito le hacía soltar los cubos que volvían dando sonoros tumbos a los pies de la fuente.
A madre no le gustaba nada que volviéramos con las herradas abolladas.
Así que, antes de llenarlas de nuevo, les quitábamos, remachándolas con cantos redondos, los abollones y las magulladuras.

Poco tiempo después murió mi padre. En el año mil novecientos treinta y cinco. A los treinta y cinco años.
Era vasco. De Oyarzun, Guipuzca. Un vasco andariego.

Por desavenencias con la familia, después del servicio militar cogió la trocha, recorrió Europa y vino al final a caer en estos parajes palentinos. Mi madre era de León. No lejos de aquí se conocieron. Ella tenía dieciséis años.
Tengo delante la foto de su boda. Siempre les he visto elegantes y guapísimos. Es una foto de época. Blanco y negro. De las que se llevaban en los años veinte. Un gran mostacho engominado. La frente con grandes entradas. Como yo. El reloj de bolsillo y su cadena colgando. Traje oscuro ajustado con botines negros.
Ella muy joven. Un rostro precioso. Le duraría siempre. El pelo suelto con listas de seda. Un vestido largo oscuro -en aquellos tiempos sólo las damas de la alta sociedad se casaban de blanco- y una gran franja también de seda a la cintura. Está sentada, ligeramente apoyada y abandonada al hombre protector.



El señor Manolo, trabajador incansable, había llegado a ser capataz de mina. Tenía una posición bastante sólida, una casa con buenos cimientos y cuatro hijos, cuando la silicosis, el azote  de los trabajadores de la mina, nos segó bruscamente su condición de vasco aventurero. Y nos dejó sin padre. Tal vez nunca llegamos a saber lo que en la vida significa esta carencia.

Su muerte es el segundo recuerdo de mis primeros años. Pasó mi hermano Carlos a besarle. Después mi hermana Ester. Y luego Chus, que no quería. Y a mí, de tan chiquitín, tuvieron que auparme hasta la caja para llegar a verle por última vez.
Me impresionó la inmensa fila de mineros, todos de negro, que llenaban varias calles. Al fondo había banderas, rojas y negras sobre todo.

Turnándose, le llevaron a hombros hasta el cementerio. Algunos lloraban con el puño en alto. Mi hermano Chus sollozaba con fuerza.  (Cómo reviviré años más tarde  una  situación parecida en tus exequias...).
Era un entierro civil. Y era de los primeros que se hacían en un pueblo de mineros después de los trágicos sucesos de la revolución de octubre de mil novecientos treinta y cuatro.

Adiós Camarada. Adiós Manolo.

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