Estaban
decepcionados. ¿Pues no decía la Constitución del treinta y uno en su artículo 1º
que “España es una República democrática de trabajadores de toda clase que se
organiza en régimen de Libertad y de Justicia”?.
De la meseta
soplaban vientos con cierto tufillo a fascismo. Y otras bocanadas que
anunciaban que ni ciertos sectores de las izquierdas estaban de acuerdo con la
soñada República. El 34 fue tal vez el preámbulo de lo que se avecinaba a pasos
de gigante.
Aunque los
salarios de la minería eran de los más altos de España, su poder adquisitivo
había descendido notablemente. La calidad del carbón, tanto de las cuencas
asturianas como del norte de Palencia, les decían, no podía competir con las
extracciones del resto de Europa.
Se barruntaba un incierto futuro. La solución pasaba por proclamar la “República de Obreros y Campesinos de Asturias” extensible a todo el país. Eso decían los pasquines distribuidos por todos los pueblos mineros del norte de España.

El primer
recuerdo de mi niñez son esos días. El silbido de las balas por mi calle, el
tableteo de alguna ametralladora desde la boca de los pozos cercanos, tres o
cuatro esquirlas zumbando cerca de mi cara. Y mi madre corriendo despavorida
para apartarme de la ventana. Vientre a tierra. El calor de su cuerpo y de sus
lágrimas atenuaban el susto de la temeridad infantil.
Una hora
después todas las ventanas de la casa estaban blindadas con mantas y colchones.
Sabia medida. Porque por aquellos días un fragor de cien barrenos atronó todo
el valle. Acababan de dinamitar la antigua iglesia románica del pueblo.
Duró apenas
quince días. La revolución de Asturias fue rápidamente sofocada por el
Ejército, siguiendo el consejo de un joven general llamado Franco,
entonces gobernador de Baleares. Hubo muchos muertos. Quedó el resentimiento,
amasado en niebla con el cisco negro de los detritos de las minas. Pronto, por
desgracia, volvería la revancha.
A mí me
sorprendieron uno de esos días canturreando sentadito a la puerta de la casa
aquel himno famoso: “Si los curas y
frailes supieran / la paliza que van a
llevar / subirían al coro cantando: / Libertad, Libertad, Libertad !”. ¡Viva la República !! Y mi
madre corriendo de nuevo azorada, arrebatando al niño y trancando aprisa la
puerta de la calle. Esta vez no fueron
caricias lo que gané sino una sonada regañina.
Nuestra casa
estaba en lo alto de un ribazo. Un regato que iba a perderse al cercano
lavadero de las minas corría tres o cuatro metros abajo. A la calle se accedía
por un puentecillo y a pocos metros estaba la escalinata de piedras desmochadas
que iban a dar a la
Fuente Moragas.
Ir a por agua a Moragas era la diversión de mi hermana.
Tanto le gustaba que muchas veces tiraba en casa por el puente las
herradas medio llenas para poder bajar a por otras a la Fuente. Yo la
acompañaba agarrado al aro en el que se instalaban los dos cubos para facilitar
el traslado. Más de una vez, al tropezar en el regreso con mis pasos todavía
torpes en los escalones, el intento de mi hermana por salvar al hermanito le
hacía soltar los cubos que volvían dando sonoros tumbos a los pies de la
fuente.
A madre no le gustaba nada que volviéramos con las herradas abolladas.
Así que, antes de llenarlas de nuevo, les quitábamos, remachándolas con cantos redondos, los abollones y las magulladuras.
Ir a por agua a Moragas era la diversión de mi hermana.

A madre no le gustaba nada que volviéramos con las herradas abolladas.
Así que, antes de llenarlas de nuevo, les quitábamos, remachándolas con cantos redondos, los abollones y las magulladuras.
Poco tiempo
después murió mi padre. En el año mil novecientos treinta y cinco. A los
treinta y cinco años.
Era vasco. De Oyarzun, Guipuzca. Un vasco andariego.
Era vasco. De Oyarzun, Guipuzca. Un vasco andariego.

Tengo delante la foto de su boda. Siempre les he visto elegantes y guapísimos. Es una foto de época. Blanco y negro. De las que se llevaban en los años veinte. Un gran mostacho engominado. La frente con grandes entradas. Como yo. El reloj de bolsillo y su cadena colgando. Traje oscuro ajustado con botines negros.
Ella muy joven. Un rostro precioso. Le duraría siempre. El pelo suelto con listas de seda. Un vestido largo oscuro -en aquellos tiempos sólo las damas de la alta sociedad se casaban de blanco- y una gran franja también de seda a la cintura. Está sentada, ligeramente apoyada y abandonada al hombre protector.
El señor Manolo, trabajador incansable, había llegado a ser capataz de mina. Tenía una posición bastante sólida, una casa con buenos cimientos y cuatro hijos, cuando la silicosis, el azote de los trabajadores de la mina, nos segó bruscamente su condición de vasco aventurero. Y nos dejó sin padre. Tal vez nunca llegamos a saber lo que en la vida significa esta carencia.
Su muerte es
el segundo recuerdo de mis primeros años. Pasó mi hermano Carlos a besarle.
Después mi hermana Ester. Y luego Chus, que no quería. Y a mí, de tan
chiquitín, tuvieron que auparme hasta la caja para llegar a verle por última
vez.
Me
impresionó la inmensa fila de mineros, todos de negro, que llenaban varias
calles. Al fondo había banderas, rojas y negras sobre todo.
Turnándose,
le llevaron a hombros hasta el cementerio. Algunos lloraban con el puño en
alto. Mi hermano Chus sollozaba con fuerza.
(Cómo reviviré años más tarde
una situación parecida en tus
exequias...).
Era un
entierro civil. Y era de los primeros que se hacían en un pueblo de mineros
después de los trágicos sucesos de la revolución de octubre de mil novecientos
treinta y cuatro.
Adiós
Camarada. Adiós Manolo.
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