
Salió
el primer toro. Desde fuera le oíamos resoplar y mugir amenazador a cada
embestida. La gente alternaba los olés y las palabras gruesas mientras la banda
perpetraba un conocido pasodoble
.
Entregaron
a Núñez un ramo de flores y a mí la montera que el torero había lanzado en
brindis al representante de la
Casa de huérfanos en el tendido de la presidencia.
Cuando
abrieron la puerta estaban todavía cortándole una oreja al bicho.
Luego le
arrastraron en una nube de polvo hasta la puerta de mulillas.
El diestro tenía en su taleguilla una gran
mancha de sangre.
Fue
emocionante cuando nos levantó en brazos, y toda la plaza nos hizo una ovación
grandiosa.
El clarín
anunciaba la salida del segundo toro. Pies para que os quiero. Todo había
estado muy bonito. Pero al salir le confesé a la Sor:
-Conmigo que no cuenten en el futuro
para ser torero
En cambio
Núñez estaba como ido. Los ojos le hacían chiribitas.
-Pues a mí, dijo entusiasmado mientras redondeaba un paso de
muleta, sí que me gustaría un día llegar a ser un “manolete”.
Y en verdad
que no era para menos
Madre había
vuelto a Barruelo pocos meses después de su llegada del exilio. La casa estaba en
ruinas y expoliada. El ayuntamiento quemado y gran parte de la ciudad arrasada. Acudió, sin éxito, a la
parroquia para que alguien testificara su condición de viuda. Se lo negaron.
Como una
lacra flotaban aún en el ambiente el recuerdo de las banderas ominosas de
aquellos mineros revolucionarios en el entierro civil de mi padre. El compañero
Manolo. Al que todos conocían por “el Vasco”.
Pintaban
otros bastos en el histórico y rancio
movimiento pendular de las dos Españas. Sólo que ahora los triunfos estarían
durante interminables años en el mismo banco con las cartas marcadas y un sólo
reglamento, el de los que acababan de ganar la última partida. Hasta que los
naipes de tan usados y manidos por las mismas manos se derrumbaran un día por
sí mismos.
Pero esa era
una historia del futuro. Ahora había que trabajar, y duro, para sacar a flote a
la familia. A mi hermano Chus quisieron mandarle a un convento de frailes,
cerca de Burgos. Iba de hermano lego. En el tren de ida alguien le dijo:
-Con que al convento te vas, rapaz… Pues ya verás, ya… a los pocos
meses te han de marcar con una perra gorda en ascuas un redondel en el cogote.
A la semana
se escapó de la encerrona. En un recodo del camino había saltado de la camioneta que llevaba a la ciudad la fruta del huerto de los frailes. Tardó en llegar a casa cuatro días, cubierto externamente de polvo rojizo, pero henchido el espíritu por los aires de libertad de la meseta castellana.
-Ya he pasado bastantes
peripecias – vino diciendo- para que
ahora me enjauléis entre las
cuatro paredes aburridas de un convento.
El y mi hermana recordaron entonces una aventura semejante que durante la evacuación les había pasado el año anterior cerca de Tarragona.
Dos días
después de su llegada a la ciudad vieron
a mediodía largas filas de niños que
entraban en un comedor escolar. El olorcito de comida caliente, y el hambre
acumulada durante los interminables días de la evacuación, hizo que se colaran
de rondón entre los comensales. Al acabar repartieron a todos bolsas con algo
de comida.Luego
subieron a unos camiones.
-Madre no
sabe nada. Tengo miedo. ¿Qué va a pasar cuando nos busque?
-¿Y a dónde
vamos?...
-Señoraaa!!!”
La gruesa
dama del uniforme decía cosas en un idioma raro, como si ladrara. Se fue a la delantera del camión. Se notaba cómo
hablaba de ellos con el conductor.
En la
primera revuelta saltaron los dos en marcha a la cuneta y echaron a correr a todo trapo
hacia una casa cercana.
En aquellos
camiones iba una parte de los niños españoles que el servicio de cooperación soviética llevaba
a Rusia. Pocos volverían. Sólo muchos años después vendrían algunos, de
turistas, para volver a ver los olvidados parajes de su infancia.
Mi estancia
en Palencia duró poco más de dos años. Habitábamos un viejo caserón, húmedo y triste con dos
plantas. Había una capilla y muchas salas en la planta baja. Y dos grandes
dormitorios corridos en la primera.
-¡Cuidado! -nos había advertido uno de los antiguos a poco de
nuestra llegada- ¡Ojo con la pandilla del Lucio! Tienen la manía de aislar a
alguno de los peques, bajarle los pantalones y forzarle a hacer “fafa” en el
primer rincón. Son unos guarros.
En
los armarios, a izquierda y derecha de la sala, estaban los roperos. Teníamos
uniformes de fiesta, que olían con exageración a alcanfor y antipolilla.
Con esos
uniformes, azul y gris, salimos al aburrido desfile de la victoria, el 18 de
julio de 1939. Nos enseñaron el “Cara al Sol”, y a dar los vivas cuando los
altavoces lo pidieran.
Y al
terminar hubo unos bocadillos gigantes que comimos sentados en la acera y con
los pies molidos.
Detrás, en
la pared, pintado en negro, un yugo y cinco flechas. Al lado el Generalísimo
con un gorro de borla como el que tenía mi foto de la ermita del Valle en
Saldaña.
Mis reservas en lectura y escritura, adquiridas en Poza, me eximían de ir a las clases con los demás niños. Por eso acompañaba muchas veces a
Al acabar
las compras dábamos grandes paseos por los parques o por los Jardinillos de la
estación.
La monja me
fue contando todas las historias de la vieja ciudad que yo, a mis siete años,
asimilaba como podía.
Algunas las
identifiqué años más tarde.
-Aquí -me explicó al pasar por el convento de las Claras- una
religiosa se enamoró de un hombre y se fugó con él. Para que no se notara su
ausencia, la Virgen
se disfrazó de monja y así estuvo varios años, hasta la vuelta de la
descarriada.
Esto lo leí
luego en una de las obras del poeta Zorrilla.
En la cripta
de San Antolín, que está en la catedral, me contó:



En San Miguel, donde se casó el Cid con Jimena, fuimos a ver el uno de enero una ceremonia que se hacía todos los años en recuerdo de esa boda.
El bautizo del Niño Jesús (!).

Cantaban villancicos y nos tiraban caramelos a los niños, como en los bautizos de verdad.
En Palencia aprendí mi primer oficio. Monaguillo. Con paga y todo.
Al comienzo de los soportales de la calle mayor estaba el colegio de monjas de la casa de Villandrando, con ventanas de ajimez y un gran mosaico en lo más alto de la fachada. Yo ayudaba a la misa de siete todas las mañanas.
Era muy duro salir solo y en invierno por las calles desiertas de la gran ciudad. Aunque nevara. El viento helado resoplaba al pasar por el pórtico de San Francisco. Cabalgaba frenético por los soportales de la calle mayor. Y se clavaba en la cara como una cuchilla.Entrar en el colegio era entonces un placer sin igual. Todo limpio, caliente y acogedor, como suelen estar las casas de las monjas.
Yo decía los latines divinamente. Por eso las monjas nunca quisieron otro.
El capellán me daba una perra chica cada día. Una perra gorda los domingos. Y un realín en las fiestas mayores.
Las monjitas el desayuno. Chocolate con un bollo suizo, y los días que las hacían, los recortes y las hostias defectuosas.
Yo ya me había encargado previamente de apurar las sobras del vino dulce de las vinajeras.
En los días cálidos, luego de ayudar a misa, me iba, todo a lo largo de la calle mayor, hasta uno de los puentes del Carrión: el Mayor, el de Hierro o Puentecillas.
Me gustaba mirar cómo iba mansa la corriente, e imaginarme que era la misma que saltaba díscola allá en el norte por los riscos de Villalba o se desmelenaba luego servicial por los canalillos de Poza de
En junio del 39, pocos meses después del famoso Desfile de la Victoria por las calles palentinas, las dos se llevaron las manos a la cabeza cuando en una de sus visitas yo aparecí en el locutorio. Madre dijo que esa misma tarde me llevaba, “ipso facto” para casa. Exigió la presencia inmediata de la Superiora.
-Pero ¿por qué no nos han avisado?
¿Vd. Cree, Reverenda Madre, que dentro de dos semanas puede el chico, con esa
facha, tomar la Primera Comunión?
La Reverenda
no tuvo que darle explicación convincente alguna. En ese momento pasaban las
filas del internado entero por delante de la portería. Todos, sin excepción,
llevaban la cabeza, como bolas de billar, rapada al cero.
Las autoridades, ante una grave epidemia de piojos y sarna por todos los colegios de la capital habían dispuesto el “esquilado” de todos los estudiantes, especialmente obligatorio en las escuelas de internos.
Llegó el
esperado día de la Primera Comunión que los veinte participantes tomamos
rapaditos, con el escaso pelo germinado durante los quince días precedentes. Las autoridades, ante una grave epidemia de piojos y sarna por todos los colegios de la capital habían dispuesto el “esquilado” de todos los estudiantes, especialmente obligatorio en las escuelas de internos.
Los blancos trajes de comunión de pantalón largo, que a muchos nos sentaban
grandes, habían sido alquilados a una sastrería palentina.
El fotógrafo tuvo la amabilidad de maquillarnos la cabeza de negro.
El fotógrafo tuvo la amabilidad de maquillarnos la cabeza de negro.
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