sábado, 25 de julio de 2015

INTERMEDIO PALENTINO ( 25 julio 15 )

Plaza de toros de  Palencia. Cinco de la tarde. Lleno hasta la bandera. A nuestro lado pasan los tres diestros con sus cuadrillas, picadores, mulillas y monosabios. Va a comenzar el paseíllo. El más famoso de todos, Manolete, nos saluda antes de salir al ruedo.
Era la corrida a beneficio de los Niños Huérfanos de Palencia. Al lado de la enfermería  nos quedamos Núñez, yo y la monja de la Caridad que nos acompañaba. A la plaza no podían entrar los niños, las monjas y los curas.
Salió el primer toro. Desde fuera le oíamos resoplar y mugir amenazador a cada embestida. La gente alternaba los olés y las palabras gruesas mientras la banda perpetraba un conocido pasodoble
.
Vimos pasar a un caballo renqueando, con las tripas colgando por una cornada del toro. A poco apareció un banderillero con todo el pómulo derecho amoratado de un topetazo por arrimarse demasiado, según él afirmaba, al animal furioso.
Entregaron a Núñez un ramo de flores y a mí la montera que el torero había lanzado en brindis al representante de la Casa de huérfanos en el tendido de la presidencia.
 
Cuando abrieron la puerta estaban todavía cortándole una oreja al bicho. 
Luego le arrastraron en una nube de polvo hasta la puerta de mulillas.  
El diestro tenía en su taleguilla una gran mancha de sangre.

Fue emocionante cuando nos levantó en brazos, y toda la plaza nos hizo una ovación grandiosa.
El clarín anunciaba la salida del segundo toro. Pies para que os quiero. Todo había estado muy bonito. Pero al salir le confesé a la Sor:

            -Conmigo que no cuenten en el futuro para ser  torero

En cambio Núñez estaba como ido. Los ojos le hacían chiribitas.

-Pues a mí, dijo entusiasmado mientras redondeaba un paso de muleta, sí que me gustaría un día llegar a ser un “manolete”.

La Madre Dorotea, hermana de mi abuela, se las había ingeniado para apuntarme en ese centro de acogida pasando por  huérfano de guerra. O, aunque no lo fuera, debió arreglárselas para convencer a las autoridades de que la familia estaba en unas condiciones de auténtica catástrofe.
Y en verdad que no era para menos
Madre había vuelto a Barruelo pocos meses después de su llegada del exilio. La casa estaba en ruinas y expoliada. El ayuntamiento quemado y gran parte de la  ciudad arrasada. Acudió, sin éxito, a la parroquia para que alguien testificara su condición de viuda. Se lo negaron.
Como una lacra flotaban aún en el ambiente el recuerdo de las banderas ominosas de aquellos mineros revolucionarios en el entierro civil de mi padre. El compañero Manolo. Al que todos conocían por “el Vasco”.
Pintaban otros bastos en el histórico y  rancio movimiento pendular de las dos Españas. Sólo que ahora los triunfos estarían durante interminables años en el mismo banco con las cartas marcadas y un sólo reglamento, el de los que acababan de ganar la última partida. Hasta que los naipes de tan usados y manidos por las mismas manos se derrumbaran un día por sí mismos.

Pero esa era una historia del futuro. Ahora había que trabajar, y duro, para sacar a flote a la familia. A mi hermano Chus quisieron mandarle a un convento de frailes, cerca de Burgos. Iba de hermano lego. En el tren de ida alguien le dijo:

-Con que al convento te vas, rapaz… Pues ya verás, ya… a los pocos meses te han de marcar con una perra gorda en ascuas un redondel en el cogote.

A la semana se escapó de la encerrona. En un recodo del camino había saltado de la camioneta que llevaba a la ciudad la fruta del huerto de los frailes. Tardó en llegar a casa cuatro días, cubierto externamente de polvo rojizo, pero henchido el espíritu por los aires de  libertad de la meseta castellana.

-Ya he pasado bastantes  peripecias – vino diciendo- para que  ahora me enjauléis  entre las cuatro paredes aburridas de un convento.

El y mi hermana recordaron entonces una aventura semejante que durante la evacuación les había pasado el año anterior cerca de Tarragona.
Dos días después de su llegada a la ciudad  vieron a mediodía  largas filas de niños que entraban en un comedor escolar. El olorcito de comida caliente, y el hambre acumulada durante los interminables días de la evacuación, hizo que se colaran de rondón entre los comensales. Al acabar repartieron a todos bolsas con algo de comida.Luego subieron a unos camiones.
 Cuando los vehículos salieron para embarcarlos en dirección a Francia, empezó el pánico entre los dos hermanos.

-Madre no sabe nada. Tengo miedo. ¿Qué va a pasar cuando nos busque?

-¿Y a dónde vamos?...

-Señoraaa!!!”

La gruesa dama del uniforme decía cosas en un idioma raro, como si ladrara. Se fue  a la delantera del camión. Se notaba cómo hablaba de ellos con el conductor.
En la primera revuelta saltaron los dos en marcha a la cuneta y echaron a correr a todo trapo hacia una casa cercana.
En aquellos camiones iba una parte de los niños españoles que  el servicio de cooperación soviética llevaba a Rusia. Pocos volverían. Sólo muchos años después vendrían algunos, de turistas, para volver a ver los olvidados parajes de su infancia.

Mi estancia en Palencia duró poco más de dos años. Habitábamos  un viejo caserón, húmedo y triste con dos plantas. Había una capilla y muchas salas en la planta baja. Y dos grandes dormitorios corridos en la primera.
 Al fondo dormían los que se meaban en la cama. Te lo indicaba un olor ácido y espeso que iba aumentando al acercarte.
 No podías subir durante el día al dormitorio, por si rondaba alguno de los mayores, que eran peligrosos.

-¡Cuidado! -nos había advertido uno de los antiguos a poco de nuestra llegada- ¡Ojo con la pandilla del Lucio! Tienen la manía de aislar a alguno de los peques, bajarle los pantalones y forzarle a hacer “fafa” en el primer rincón.  Son unos guarros.


En los armarios, a izquierda y derecha de la sala, estaban los roperos. Teníamos uniformes de fiesta, que olían con exageración a  alcanfor y antipolilla.
Con esos uniformes, azul y gris, salimos al aburrido desfile de la victoria, el 18 de julio de 1939. Nos enseñaron el “Cara al Sol”, y a dar los vivas cuando los altavoces lo pidieran.
Y al terminar hubo unos bocadillos gigantes que comimos sentados en la acera y con los pies molidos.
Detrás, en la pared, pintado en negro, un yugo y cinco flechas. Al lado el Generalísimo con un gorro de borla como el que tenía mi foto de la ermita del Valle en Saldaña.


Mis reservas en lectura y escritura, adquiridas en Poza, me eximían de ir a las clases con los demás niños. Por eso acompañaba muchas veces a la Hermana  Ecónoma  por la ciudad.

Al acabar las compras dábamos grandes paseos por los parques o por los Jardinillos de la estación.

La monja me fue contando todas las historias de la vieja ciudad que yo, a mis siete años, asimilaba como podía.

Algunas las identifiqué años más tarde.

-Aquí -me explicó al pasar por el convento de las Claras- una religiosa se enamoró de un hombre y se fugó con él. Para que no se notara su ausencia, la Virgen se disfrazó de monja y así estuvo varios años, hasta la vuelta de la descarriada.
Esto lo leí luego en una de las obras del poeta Zorrilla.

En la cripta de San Antolín, que está en la catedral, me contó:

-En este lugar se refugió un jabalí que el rey Don Sancho vino persiguiendo hasta el interior del templo. El rey hizo un gran pecado porque en las iglesias no se podía entrar con armas. Para pagarlo tuvo que construir esta inmensa catedral palentina.




En San Miguel, donde se casó el Cid con Jimena, fuimos a ver el uno  de enero una ceremonia que  se hacía todos los años en recuerdo de esa boda. 

El bautizo del Niño Jesús (!). 

Cantaban villancicos y nos tiraban caramelos a los niños, como en los bautizos de verdad.



En Palencia aprendí mi primer oficio. Monaguillo. Con paga y todo.


Al comienzo de los soportales de la calle mayor estaba el colegio de monjas de la casa de Villandrando, con ventanas de ajimez y un gran mosaico en lo más alto de la fachada. Yo ayudaba a la misa de siete todas las mañanas.

Era muy duro salir solo y en invierno por las calles desiertas de la gran ciudad. Aunque nevara. El viento helado resoplaba al pasar por el pórtico de San Francisco. Cabalgaba frenético por los soportales de la calle mayor. Y se clavaba en la cara como una cuchilla.Entrar en el colegio era entonces un placer sin igual. Todo limpio, caliente y acogedor, como suelen estar las casas de las monjas.

Yo decía los latines divinamente. Por eso las monjas nunca quisieron otro.
El capellán me daba una perra chica cada día. Una perra gorda los domingos. Y un realín en las fiestas mayores. 

Las monjitas el desayuno. Chocolate con un bollo suizo, y los días que las hacían, los recortes y las hostias defectuosas. 

Yo ya me había encargado previamente de apurar las sobras del vino dulce de las vinajeras.


En los días cálidos, luego de ayudar a misa, me iba, todo a lo largo de la calle mayor, hasta uno de los puentes del Carrión: el Mayor, el de Hierro o Puentecillas.


Me gustaba mirar cómo iba mansa la corriente, e imaginarme que era la misma que saltaba díscola  allá en el norte por los riscos de Villalba o se desmelenaba luego servicial  por los canalillos de Poza de la Vega.



Madre y tía Carmen me visitaban casi todos los meses. Recuerdo que me traían plátanos que me gustaban a rabiar. Pero tuvieron que dejarlo. Uno de los chicos, resentido porque nunca le invitaba como hacía con la mayor parte de mis amigos, empezó a llamarme “el mono”. Para que el mote no cundiera les rogué que desistieran de de tan sabrosa satisfacción mensual.

En junio del 39, pocos meses después del famoso Desfile de la Victoria por las calles palentinas, las dos se llevaron las manos a la cabeza cuando en una de sus visitas yo aparecí en el locutorio. Madre dijo que esa misma tarde me llevaba, “ipso facto” para casa. Exigió la presencia inmediata de la Superiora.

            -Pero ¿por qué no nos han avisado? ¿Vd. Cree, Reverenda Madre, que dentro de dos semanas puede el chico, con esa facha, tomar la Primera Comunión?

La Reverenda no tuvo que darle explicación convincente alguna. En ese momento pasaban las filas del internado entero por delante de la portería. Todos, sin excepción, llevaban la cabeza, como bolas de billar, rapada al cero. 
Las autoridades, ante una grave epidemia de piojos y sarna por todos los colegios de la capital habían dispuesto el “esquilado” de todos los estudiantes, especialmente obligatorio en las escuelas de internos.
Llegó el esperado día de la Primera Comunión que los veinte participantes tomamos rapaditos, con el escaso pelo germinado durante los quince días precedentes. 
Los blancos trajes de comunión de pantalón largo, que a muchos nos sentaban grandes, habían sido alquilados a una sastrería palentina. 
El fotógrafo tuvo la amabilidad de maquillarnos la cabeza de negro.

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