-Mira niño- me aclaró a los pocos días de estar en Poza- el Méjico
ese de tu tía Carmen está a muchas leguas de distancia. Para ir y venir de allá
hay, nada menos, que cruzar el charco. Así que, olvídate de herencias y
pamplinas
Una pena,
porque yo ya había empezado a fabularme viajes y aventuras. Hasta que
encontrara a la señora Herencia, esa pariente rica lejana que tanto encandilaba
a tía Carmen. Quizás tuviera ella el poder de traerme a casa a madre y a mis
hermanos.
-Y ¿sabes qué te digo? -continuaba implacable mi padrino- que cada
uno se tiene que fabricar su propia herencia. Para eso el camino más corto es
llegar a ser un hombre culto. ¿El primer paso? Empezar por leer y escribir
correctamente.
Así
lo hizo. O mejor, así lo hicimos los dos codo con codo. Nunca he llegado a
entender cómo era su metodología pedagógica. Sé que todas las mañanas marcaba
una tarea. Por las tardes yo me acercaba a la central eléctrica de la que estaba encargado y daba la
lección, entre el olor a grasa y el estruendo de los motores y poleas que
recibían el agua verdosa de la presa. Por unos gruesos cables, me indicaba,
salía la corriente hacia las torres. El agua sobrante fluía luego de nuevo
cristalina por un largo canal hacia el río Carrión.
Al atardecer
volvíamos al pueblo en bicicleta. Yo iba sentado en el manillar, las piernas
recogidas para que no se enredaran en los radios de la rueda delantera.
Mi padrino
era muy severo. Pero no pegaba. Si no había cumplido en mi trabajo era llegar a
casa y...
-¡Hala!...al cuarto. Sin cenar. Hasta mañana.
¡Que cruz de
tradición familiar! Aunque es verdad que al cabo de una hora, allí estaba tía
Carmen, una y otra vez, con el tazón de la humeante sopa de pan de hogaza.
El milagro
fue que en menos de dos años yo leía de “carretilla”,
que decían en el pueblo, todo lo que me ponían.
Escribía peor, pero decente. Hasta les repasaba a los familiares y a las
vecinas, todos en corro en el zaguán de la casa, las últimas noticias del
diario “El Día de Palencia”.


Como premio me había suscrito mi tío a un tebeo. Me llegaba todos los meses de la capital. Lo devoraba de un tirón, hasta terminar todas las historietas, pasatiempos y adivinanzas.
No dudo de
que así nació mi afición de por vida a la lectura. Y mi agradecimiento a uno de
mis mejores profesores.
Un día, en recompensa a mis buenos “resultados académicos” que decía mi padrino, me llevaron a la fiesta de la ermita de

-Pero,hijo…¡Qué susto nos has dado! Por tu madre y tus hermanos
que no lo vuelvas a hacer, eh? O si no, mira que te mido con la zapatilla!!
Yo me había
arrimado al puesto de un fotógrafo ambulante. Hacía apenas unos minutos que el
retratista me había puesto frente a un teloncillo decorado. Para hacerme, gratis,
un retrato.
Salí vestido
de falangista, con correaje, un gorro de dos puntas pistola y una borla.
Como tenía
el pelo muy enroscado, por debajo del gorro apuntaban unos tirabuzones que yo
odiaba.
Porque había gente que para enrabietarme me preguntaba con retintín si era una chica. Era el 29 de septiembre de 1936.

Mi abuela
tenía dos hermanos. Uno era jesuita. El padre Valentín. La otra era monja de la Caridad. Sor Dorotea.
A finales de
agosto de 1937 terminó la batalla por Santander. Lo dieron las veinte radios de
mi padrino al mismo tiempo.
Con una
diferencia. Las radios nacionales insistían en los relatos espeluznantes de los
presos procedentes del penal de Santoña, y las republicanas en las torturas y
ejecuciones que esperaban en el penal del Dueso a los prisioneros atrapados en
el puerto santanderino antes de que pudieran escapar a Francia.
La abuela
sabía que al padre Valentín le habían encerrado en Santoña.
-Ay, Señor!... -decía, cubriéndose los ojos y balanceándose
trémula en su mecedora- mira que no marcharse con los demás jesuitas expulsados
al extranjero. Y encima ir celebrando misas clandestinas por ahí. En casas
particulares y en las capillas privadas de los grandes señores. Ya veremos, ya…
como acaba. Y es que, a veces, es mejor
ser listo que santo, hombre de Dios!
Cuando por Navidad de ese año vinola
Madre Dorotea a pasar las fiestas, nos trajo la peor noticia.
Cuando por Navidad de ese año vino


Uno de los
buzos, que meses más tarde se sumergió para dar fe de los hechos, había
enloquecido del pronto que le dio al ver de pie, varados en el fondo, roídos por los peces, los
cadáveres de los ajusticiados. Ahora estaba recogido en la casa de la Caridad donde Sor Dorotea
era la Madre
Superiora.
La monja
repartió en una misa funeral que reunió a todo el pueblo los recordatorios, a estilo de la época, de la muerte de su hermano jesuita.


Y en el
grueso volumen del Quijote que a veces yo le cogía prestado a mi padrino, éste
había señalado un pensamiento del caballero andante.
Con mi
escritura, aún insegura, yo me lo había copiado en un retazo de papel de
estraza y lo había encolado en la tapa de un cuaderno.
“Todas estas borrascas que nos suceden, decía Don Quijote, son señal
de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, ya
que no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que,
habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca.”
Y así fue.
Aparecieron
de súbito los tres en el portal, sin previo aviso. Era en abril de 1938. Flacos
y mal vestidos.
A mí me dio
algo así como una descarga, semejante a las chispas que saltaban en los postes
de la central eléctrica, y me dejó alelado, plantado como el tronco de un árbol
seco en una esquina del corral.
Todos
corrían, lloraban, reían y gritaban en un
descomunal barullo.
-¡Niño! Que es madre y tus hermanos. Ya han venido…!
Se acercaron
a mí. Madre tenía unos cabellos muy largos, más blancos de lo que yo recordaba,
que me envolvieron como una nube de gloria, dulce y relajante. Sus ojos
llorosos brillaban de alegría, pero en el fondo quedaba aún, y así sería para
siempre, un poso inmenso de tristeza.
Había
llegado el final de una penosa y gratuita pesadilla. Pero una cruz, la del hijo
muerto, quedaba para siempre allá plantada en un lejano cementerio. Maldita
guerra.
Al
acostarme en esa noche, recuperado ya el
rostro y las caricias de mi madre, yo pensaba además en lo fenómeno que era, y
cuánto sabía, el sin par caballero Don Quijote de Cervantes.
-Ya he visto que te has copiado mi frase preferida del Quijote -me
había dicho mi padrino- Guárdala. Apréndetela de memoria, hijo. Habrá tal vez
un día en que te sea útil.
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