viernes, 24 de julio de 2015

PRIMERAS LETRAS (24 julio 15)

A mi padrino le debo mi educación temprana. A domicilio.

-Mira niño- me aclaró a los pocos días de estar en Poza- el Méjico ese de tu tía Carmen está a muchas leguas de distancia. Para ir y venir de allá hay, nada menos, que cruzar el charco. Así que, olvídate de herencias y pamplinas

Una pena, porque yo ya había empezado a fabularme viajes y aventuras. Hasta que encontrara a la señora Herencia, esa pariente rica lejana que tanto encandilaba a tía Carmen. Quizás tuviera ella el poder de traerme a casa a madre y a mis hermanos.
           
-Y ¿sabes qué te digo? -continuaba implacable mi padrino- que cada uno se tiene que fabricar su propia herencia. Para eso el camino más corto es llegar a ser un hombre culto. ¿El primer paso? Empezar por leer y escribir correctamente.

Así lo hizo. O mejor, así lo hicimos los dos codo con codo. Nunca he llegado a entender cómo era su metodología pedagógica. Sé que todas las mañanas marcaba una tarea. Por las tardes yo me acercaba a la central eléctrica de la que estaba encargado y daba la lección, entre el olor a grasa y el estruendo de los motores y poleas que recibían el agua verdosa de la presa. Por unos gruesos cables, me indicaba, salía la corriente hacia las torres. El agua sobrante fluía luego de nuevo cristalina por un largo canal hacia el río Carrión.

Al atardecer volvíamos al pueblo en bicicleta. Yo iba sentado en el manillar, las piernas recogidas para que no se enredaran en los radios de la rueda delantera.

Mi padrino era muy severo. Pero no pegaba. Si no había cumplido en mi trabajo era llegar a casa y...

-¡Hala!...al cuarto. Sin cenar. Hasta mañana.

¡Que cruz de tradición familiar! Aunque es verdad que al cabo de una hora, allí estaba tía Carmen, una y otra vez, con el tazón de la humeante sopa de pan de hogaza.

El milagro fue que en menos de dos años yo leía de “carretilla”, que decían en el pueblo, todo lo que me ponían.  Escribía peor, pero decente. Hasta les repasaba a los familiares y a las vecinas, todos en corro en el zaguán de la casa, las últimas noticias del diario “El Día de Palencia”.



Como premio me había suscrito mi tío a un tebeo. Me llegaba todos los meses de la capital. Lo devoraba de un tirón, hasta terminar todas las historietas, pasatiempos y adivinanzas.

         
No dudo de que así nació mi afición de por vida a la lectura. Y mi agradecimiento a uno de mis mejores profesores.


Un día, en recompensa a mis buenos “resultados académicos” que decía mi padrino, me llevaron a la fiesta de la ermita de la Virgen del Valle en la cercana villa de Saldaña. Había un gentío inmenso. Por la explanada abarrotada de peregrinos circulaba el anda de  la Virgen. Iba precedida por los “seises”, un grupo de danzarines vestidos de colores. La gente agitaba pañuelos blancos. Parecía una nube de palomas.

Ensimismado con el espectáculo, me perdí en medio de la multitud. Pasó casi una hora. Apareció, descongestionada, tía Carmen.
           
-Pero,hijo…¡Qué susto nos has dado! Por tu madre y tus hermanos que no lo vuelvas a hacer, eh? O si no, mira que te mido con la zapatilla!!

Yo me había arrimado al puesto de un fotógrafo ambulante. Hacía apenas unos minutos que el retratista me había puesto frente a un teloncillo decorado. Para hacerme, gratis, un retrato.                                          

Salí vestido de falangista, con correaje, un gorro de dos puntas pistola y una borla.
Como tenía el pelo muy enroscado, por debajo del gorro apuntaban unos tirabuzones que yo odiaba.

Porque había gente que para enrabietarme me preguntaba con retintín si era una chica. Era el 29 de septiembre de 1936.

De todas las enseñanzas de mi padrino sólo se me quedó un ligero error de  perspectiva. Fue lo de “cruzar el charco” para ir y volver de Méjico. Nunca me explicó la frasecilla. Por eso yo imaginé durante mucho tiempo que el país azteca estaba en dirección a León, al otro lado de unos parajes pantanosos que llamaban charca y que separaban en pocos kilómetros la vega del Carrión de los pelados campos del páramo cercano. Total que no debían vivir tan lejos los parientes ricos de mi tía Carmen. Entre ellos, naturalmente, la tía Herencia.

Mi abuela tenía dos hermanos. Uno era jesuita. El padre Valentín. La otra era monja de la Caridad. Sor Dorotea.
A finales de agosto de 1937 terminó la batalla por Santander. Lo dieron las veinte radios de mi padrino al mismo tiempo.
Con una diferencia. Las radios nacionales insistían en los relatos espeluznantes de los presos procedentes del penal de Santoña, y las republicanas en las torturas y ejecuciones que esperaban en el penal del Dueso a los prisioneros atrapados en el puerto santanderino antes de que pudieran escapar a Francia.
La abuela sabía que al padre Valentín le habían encerrado en Santoña.

-Ay, Señor!... -decía, cubriéndose los ojos y balanceándose trémula en su mecedora- mira que no marcharse con los demás jesuitas expulsados al extranjero. Y encima ir celebrando misas clandestinas por ahí. En casas particulares y en las capillas privadas de los grandes señores. Ya veremos, ya… como acaba.  Y es que, a veces, es mejor ser listo que santo, hombre de Dios!



Cuando por Navidad de ese año vino la Madre Dorotea a pasar las fiestas, nos trajo la peor noticia.

A su hermano, el jesuita, le habían sacado una noche con once presos más a la bahía de Santander. Les ataron grandes pedruscos a los pies, y les despeñaron al agua desde el faro.
Uno de los buzos, que meses más tarde se sumergió para dar fe de los hechos, había enloquecido del pronto que le dio al ver de pie, varados en el fondo, roídos por los peces, los cadáveres de los ajusticiados. Ahora estaba recogido en la casa de la Caridad donde Sor Dorotea era la Madre Superiora.

La monja repartió en una misa funeral que reunió a todo el pueblo  los recordatorios, a estilo de la época,  de la muerte de su hermano jesuita.

“Rogad a Dios en caridad por el alma del Rvdo. P. Valentín Mayordomo que falleció en Santander asesinado por las hordas marxistas en el mes de marzo de 1937 a los 59 años de edad y 44 de religión”.
                                           
 Los males no pueden durar eternamente. Ya lo dice el refrán: “no hay mal que cien años dure”. Incluso después de la muerte, que es el más aciago de todos los males, las esquelas de los periódicos decían que el difunto había “pasado a mejor vida”.
Y en el grueso volumen del Quijote que a veces yo le cogía prestado a mi padrino, éste había señalado un pensamiento del caballero andante.
Con mi escritura, aún insegura, yo me lo había copiado en un retazo de papel de estraza y lo había encolado en la tapa de un cuaderno.

“Todas estas borrascas que nos suceden, decía Don Quijote, son señal de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, ya que no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca.”

Y así fue.

Aparecieron de súbito los tres en el portal, sin previo aviso. Era en abril de 1938. Flacos y mal vestidos.
A mí me dio algo así como una descarga, semejante a las chispas que saltaban en los postes de la central eléctrica, y me dejó alelado, plantado como el tronco de un árbol seco en una esquina del corral.
Todos corrían, lloraban, reían y gritaban en un  descomunal barullo.

-¡Niño! Que es madre y tus hermanos. Ya han venido…!

Se acercaron a mí. Madre tenía unos cabellos muy largos, más blancos de lo que yo recordaba, que me envolvieron como una nube de gloria, dulce y relajante. Sus ojos llorosos brillaban de alegría, pero en el fondo quedaba aún, y así sería para siempre, un poso inmenso de tristeza.
Había llegado el final de una penosa y gratuita pesadilla. Pero una cruz, la del hijo muerto, quedaba para siempre allá plantada en un lejano cementerio. Maldita guerra.

Al acostarme  en esa noche, recuperado ya el rostro y las caricias de mi madre, yo pensaba además en lo fenómeno que era, y cuánto sabía, el sin par caballero Don Quijote de Cervantes.

-Ya he visto que te has copiado mi frase preferida del Quijote -me había dicho mi padrino- Guárdala. Apréndetela de memoria, hijo. Habrá tal vez un día en que te sea útil.  



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