jueves, 23 de julio de 2015

EL EXODO ( 23 julio 15)

Desde finales de la primavera hasta bien entrado el otoño de 1937 hubo desfile de tropas por la carretera de arriba, hacia Guardo. Decían que había muchos italianos. Y hasta moros.
Los vecinos birlaron el letrero que indicaba la entrada a Villalba. Así que los soldados pasaban zumbando, sin enterarse de que veinte metros más abajo había un pueblo. Menos mal, pues todo el mundo comentaba que eran peligrosos.
En los atardeceres y en las primeras horas de la noche se oía en sordina, formando eco entre los Picos de Europa y Peña Labra, el rugido de los cañones y las bombas de la aviación italiana o alemana. A estos, decía el maestro, les llamaban la Legión Cóndor.

-Ya están ahí los “condones” -murmuraba al verlos pasar un abuelo cabizbajo, recostado como una interrogación contra la higuera de la plaza.

-Se llaman cóndores, abuelo. Algo así como las águilas que anidan en la ermita de la Virgen del Otero.
-Y a mí que me se da cómo se llamen esos jodidos pajarracos. No te amuela!!. 

Y se apretujaba aún más contra el reseco tronco como queriendo desaparecer en las arrugas del árbol centenario.

De Reinosa llegó el último recado. Las cosas iban mal. Pronto tendrían que evacuar toda la zona. El mayor estaba enfermo. Sin importancia. Querían sin embargo llevarle a un hospital de Santander.

Ante la cercana y sonora presencia del frente de guerra, la abuela y tía Carmen decidieron alejarse del lugar. Emprendimos camino hacia el sur, veinte kilómetros de Villalba, río abajo. A pie. “En el coche de San Fernando –decía con sorna la abuela- un rato a “pies” y otro andando”.
Yo, hatillo al hombro, seguía a duras penas el paso de las dos mujeres, altas, recias y secas como los robles que bordeaban el camino. Llevaban vestidos negros y pañolón oscuro en la cabeza, pues hacía “sólo” cinco años que el abuelo Lucas había fallecido.

Atravesamos Fresno del Río y Pino del Río. Y otros pueblos que tenían todos ese mismo apellido, el del señor río Carrión que cruza de norte a sur entera la provincia  y va  desparramando generoso sus riquezas en la fértil vega palentina hasta perderse en el Pisuerga a las puertas de Valladolid.            
En Fresno me enseñó tía Carmen unos cuantos escudos sobre los portones de casas solariegas. Alguno tenía esculpido el apellido “Ordaz”.

-Mira, mira. El apellido del abuelo Lucas –decía ufana tía Carmen- Y el mío. Y de tu madre. Y el de tío Crescencio, tu padrino, al que ahora vamos a ver en Poza de la Vega. Los Ordaz emigraron todos a Méjico. Han hecho allí grandes fortunas. Un día nos llegará de allá la gran herencia. Y ese día se acabarán nuestros desmanes.

A mí lo que me dolían de muerte eran los pies. Así que pasé por alto el que me explicara lo que era Méjico, la Herencia y más que nada qué significaban “los desmanes”.

Al caer el sol llegamos a Poza de la Vega, pueblecito a la vera del río, lleno de riachuelos y regatos que atravesábamos con sumo cuidado sobre lajas planas y resbaladizas Enfrente de la iglesia la abuela dio un traspiés en una de ellas. No se cayó de bruces al agua de puro milagro. Pero se le mojaron los bajos de la falda. Y con el peso iba arrastrando por el camino las bostas de las vacas.
 Cuando, para salvar uno de los arroyuelos, se levantó ligeramente el vestido, sólo hasta media pantorrilla por lo de la decencia, parecía la figurita de un pastel sobre una base de bizcocho con chocolate.

Mi padrino era algo así como el intelectual del pueblo. En Poza no había escuela ni maestro. El se ocupaba de mantener una centralita que la Eléctrica del Viesgo tenía instalada sobre un desvío de las aguas del Carrión.

En los ratos libres arreglaba, montaba  y desmontaba, e incluso fabricaba con piezas de aparatos viejos, las radios de toda la comarca.
Por eso sabía mucho más que nosotros de todo lo que pasaba en los frentes de la guerra. Cogía todas las emisoras. Hasta las extranjeras.
Y por la noche, muy bajito, algunas clandestinas como la Radio Pirenaica.

De ese modo nos enteramos de que habían evacuado toda la zona donde se encontraba la familia. Los desplazados eran conducidos en interminables convoyes de camiones, acémilas y carretones hacia la frontera francesa. Una vez en Francia, iban a buscar los pasos de montaña más accesibles en dirección a Cataluña.
A mi hermano Chus le gustaba mucho trotar sobre un tozudo asno que tenía una vecina de Barruelo. Por eso yo me lo imaginaba ahora cabalgando un gran pollino y arreándole en gabacho, la lengua que mi tío me había dicho que hablaban los franceses.
Lo que ignorábamos era que en esa triste caravana faltaba alguna de las cuatro personas que el ciego vendaval había desgajado de la familia hacía un año.

Me gustaba ir por leche cada mañana a la vaquería cercana. La señora Petra me daba primero a beber un cuenco de leche tibia recién ordeñada y un tostón. Llenaba luego los dos cuartillos de latón y me los colgaba al cinto.

-Cuidadito con correr... Y no te caigas...!

Ese día, media calle antes de llegar, se me helaron las piernas al oír los gritos que salían de la casa de mi tío.
Había mucha gente a la puerta. Sobre la mesa camilla un cable desde Francia.

-“Carlos ha muerto. Peritonitis. Llegamos muy justo a Valdecilla. Hospital sobrecargado heridos de guerra. Tardaron en atenderle. Estamos bien. ¿Cómo está el niño? Nos veremos pronto. Abrazos”

Los días siguientes fueron tristes. Y muy negros. Me pusieron, como a la muerte de mi padre, un lazo negro en el brazo izquierdo de todas las chaquetas y camisas.
Contra mi pecho, como una reliquia, yo apretaba el nefasto telegrama. Me escondía debajo de los faldones de una mesa camilla. No me acordaba de la cara de mi madre. Y cerraba fuerte los ojos, por ver si en la oscuridad ella me miraba.

-¡Niño! ¿Qué haces ahí debajo de la mesa?
-Estoy rezando a Dios para que madre vuelva”

Tenían que pasar aún muchos meses hasta que se atendiera esta plegaria.



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