miércoles, 22 de julio de 2015

ENTRE DOS FUEGOS (22 julio 15)


Sólo pasó año y medio  hasta el estallido de la gran tormenta. Carlos, con dieciocho años, por expreso mandato de mi padre, se había convertido en jefe de familia.
Es proverbial la solidaridad de los mineros. La condición de su trabajo, el silencio oscuro de las galerías y los tajos, la vida pendiente a cada instante de los caprichos del grisú o del desplome de una viga mal apuntalada son como la amalgama de sus vidas. Nada une tanto como el miedo y la aventura compartida en sobresalto durante los largos años de una existencia en constante peligro. Por eso no le faltó ninguna ayuda a la familia en aquellos pocos meses.

El médico de casa aconsejó que el niño de tres años, que era yo, cambiara de aires para curar una infección en los ojos. Era difícil tratarla en la zona por el polvillo que sin cesar venía de las minas.
Chus, el más inquieto, había ido a casa de unos amigos para una temporada en lacercana Reinosa, provincia de Santander.


A mí me llevaron al pueblo, a casa de la abuela María y de tía Carmen, mi madrina.

El pueblecito se llamaba Villalba de Guardo, al norte de la provincia de Palencia.



Parecía colgado de un ribazo sobre las rumorosas aguas del río Carrión.
La casa estaba al fondo del Corralón, una plaza cerrada a la que se entraba por un gran soportal empedrado. La parte posterior de la mansión parecía empotrada en la montaña. Y allí había un pozo vivo que desde el primer momento sembró en mi imaginación toda clase de figuraciones tétricas y misteriosas.

En esos días, agazapada desde hacía tiempo, saltó la bestia negra de la guerra. Durante una semana, a mediados de julio de 1936, los “partes” de la radio eran confusos. Hasta que se confirmó una sublevación militar que venía de Africa y que  dirigían, con fines diferentes, los mismos que unos meses antes  aplastaron la rebelión de los mineros.
De nuevo volvían las reuniones clandestinas, los piquetes agresivos y algunos “paseíllos” de macabro amanecer.

Mi madre, con Carlos y Ester decidieron ir a buscar a Chus a Reinosa. Pensaban volver de inmediato y reunirse con el resto de la familia en el pueblo de Villalba. Pero no fue así.
Cuando quisieron regresar, España se había cascado en dos, como una granada ensangrentada. Los rojos contra los nacionales decían unos. Los fascistas contra la república decían los otros.
El frente de guerra se estableció a pocos kilómetros de  Barruelo entre las provincias de Santander y Palencia. Mi madre y tres de sus hijos quedaron atrapados en la zona republicana, solos, sin casa y sin apoyo de ningún tipo.
Empezaban para ellos  casi dos largos años de  éxodo, privaciones  y desgracias. Números anónimos en las largas colas de huérfanos y viudas que recorrían el país sin rumbo ni destino. La moneda de la sinrazón.

Por Villalba no pasaría la guerra.  Sólo arriba, en la carretera, en la dirección de la casa del Nido, se había oído algún que otro tableteo solitario al alba. Por eso en algunas casas  había sillas vacías a la hora de comer. Por lo demás, la vida siguió sin grandes privaciones ni sobresaltos en el primer año de la guerra civil.

Esa temporada vino al pueblo una compañía de  teatro ambulante. Instalaron una carpa esmirriadita en el corralón. Por la noche iluminaban la carpa con grandes quinqués de carburo. Ponían la obra de “Genoveva de Brabante”.
Desde la casa de la abuela  nos deslizábamos los más pequeños hasta el pie de un mástil y entrábamos a ras de suelo, como lo hacía el gélido viento de la noche, a ver la función no apta para niños.
Los espectadores estaban sentados en taburetes y banquillos que cada uno había traído de sus casas. El público y los actores, rodeados del humo espeso y blanquecino de las luminarias, tenían las caras grises azuladas. Daban miedo. Y olía de pena.

-“Genoveva de Brabante / junto a ti / siento ardiente / palpitar mi corazón”... tronaba un barítono gigante.

Y tanto ímpetu ponía en la cantata que al levantar su brazo en el escenario diminuto se llevó por delante uno de los quinqués, éste se enredó en una de las bambalinas y los dos se estrellaron con estruendo sobre la tarima. Cundió el pánico. La gente se olvidaba de los banquillos y se precipitaba en la penumbra hacia las lonas sin encontrar las puertas.
Menos mal que los dos actores obraron con una encomiable rapidez y sangre fría. El barítono se quitó en un segundo su chaquetilla. Genoveva se desprendió de su refajo de colores. Sofocaron con las prendas el fuego de la lámpara y a zapatazos apagaron la bambalina en llamas.
Se notaba en la operación cierta experiencia. Seguro que no era ésta su primera chamusquina. A los diez minutos estaba reanudada la función. Yo me dirigía hacia casa. En el tumulto había perdido una sandalia. La que me esperaba cuando la abuela se enterara.

La abuela María tenía muy mal genio. Por una nonada te expedía a la cama sin cenar. Y sin  rechistar. Claro que la tía Carmen acudía luego  de tapadillo a la alcoba con un tazón humeante. Sopa de pan y un huevo como un sol en lo más alto.
Al pinchar la yema me vino esa noche a la imaginación la estampa de Santa Genoveva sin refajo, en cuclillas sobre  el fuego en medio del escenario. El humo le salía de sus posaderas, y subía hasta los hombros. Parecía una gallina clueca.
La casa del corralón tenía en los muros lindantes con la casa vecina unas grandes grietas  que se perdían detrás del pozo. Por los boquetes cabían hasta las tenazas del fogón. Un día  mi hermana, sin saber por cierto lo que decía, le contestó a una regañina de la abuela María: “¿Y a usted qué la incumbe!”. Las tenazas volaron sobre la cabeza de la insolente y se perdieron por una de las hendeduras sin que se oyera el ruido de tocar fondo.
Nos metían miedo con esas enormes rendijas. Decían que allí había restos de personas emparedadas.

-Y a ver si un día, si no te portas bien -decía severa la abuela-  tenemos que hacer lo mismo contigo!

De tanto repetirlo, le perdimos el temor al espantajo. A cada balde que se sacaba del pozo mirábamos por si aparecían residuos de alguno de aquellos fantasmas o, quizás, vete a saber, las tenazas volanderas de la abuela María.

Pasaron dos meses sin tener noticias de  madre y los hermanos. Al fin llegó una carta semiclandestina.

-“Estamos bien. Madre cose ropa para el frente.  Yo ayudo en la improvisada fábrica de material de guerra. No hay escuela. Por eso los dos pequeños pasan los días correteando y jugando a la guerra por las calles”.
Firmado: Carlos

En Villalba la escuela  abrió normal en el otoño. A ella  íbamos todos los niños del pueblo. Desde los que teníamos tres hasta los de diez años. Leer y escribir sólo lo hacían  los de seis para arriba.
Yo les envidiaba. Porque en los destartalados pupitres de madera tenían un agujero mágico. Mojaban las plumas y trazaban cosas sobre papeles y cuadernos.
Desde nuestro rincón nos escapábamos a veces. Metíamos un dedo en la tinta  y nos pintábamos unos a otros  puntos azulones en la nariz  y en los carrillos. Más de un atolondrado se llevó el tintero como capuchón en el dedo, y nos puso a los demás  como una noche con estrellas.
El maestro don Eulogio, el buen hombre, acudía sin reñirnos.

-Vaya…vamos a ver… anda, anda, iros a lavar las manos a la artesa.

La artesa estaba a la puerta de la escuela. A su lado dejábamos las albarcas en los días de lluvia. Ibamos luego a secarnos en la estufa  que había en el centro de la clase. Los leños y cepas que la alimentaban los traíamos cada uno de nuestras casas.
El pobre señor no reparaba en que el contraste entre el agua fría del exterior y el calor de  las brasas nos producía unos enormes sabañones en las manos.  
Cantábamos mucho. Todavía no eran los himnos patrioteros que más tarde se impusieron en las aulas. Eran canciones de corro y retahílas para memorizar números, ríos, capitales o municipios de  provincia. Los pequeños no entendíamos nada, pero seguíamos el ritmo la mar de entretenidos.

Los domingos el maestro nos llevaba en fila desde la escuela a la parroquia. En el pórtico, antes de entrar a misa, el cura nos preguntaba las oraciones que habíamos aprendido durante la semana.


El piso de la iglesia era de madera. Entrábamos marcando fuerte el paso para que las tablas chirriaran como el graznido de los cuervos.
Y cuando nos sentábamos en el suelo seguíamos dando culadas para que el estruendo continuara. Más de una vez, al volverse el cura -“Dominus vobiscum”- pescaba  un sonoro capón el que estaba más cerca del altar. ¡“Ayyy”!. Fin del concierto.


De  la vida parroquial  en Villalba recuerdo un momento delirante.
Fue el Viernes Santo. Oficio vespertino de Tinieblas. Cada cual llevaba carracas, manoplas de madera u otros instrumentos que metieran el mayor ruido posible.
Al pronunciar la séptima palabra moría Jesucristo. Se apagaban las luces de la iglesia. Y se escenificaba con el ruido ensordecedor  de todos los cachivaches de los fieles la inmensa hecatombe de la naturaleza ante la muerte de su Creador.

Eran cinco minutos de una plasticidad impresionante. Inolvidables. Sólo que ese día tuvieron un cómico final. Los mayores de la escuela, no sé si “motu propio” o instigados por un “pérfido ateo” como dijo minutos más tarde el señor cura, vinieron a la iglesia con mazos y puntas.
Aprovechando la inmensa algarabía de matracas, carracas y pataleos cosieron contra las tablas las largas faldas y las enaguas de gran número de beatas arrodilladas en el suelo o en los reclinatorios de las damas distinguidas.

Cuando dieron la luz, un soplo de estupor recorrió la piadosa asamblea. Se rasgaban como un gemido las ropas de las mujeres. Más de una cayó irreverente de espaldas. Los menudos nos reíamos con ganas al verles los pololos.
Se interrumpieron los oficios sacros. Las víctimas salieron a toda prisa. Por las calles iban luciendo los jirones de sus mejores ropas. .A la salida nos reunieron a todos en el pórtico de la iglesia. Nos habíamos ganado una semana sin recreo. Pero hay que ver lo contentos que  bajábamos el repecho hacia el pueblo.

Ya estaban los almendros en flor. El río Carrión, allá en lo hondo, saltaba entre grandes piedras hasta el remanso del molino.
Para llegar al molino había que atravesar un puente con grandes travesaños de madera. Los tablones dejaban enormes huecos que había que sortear con suma precaución. La espuma formaba allá en lo hondo como un rebaño de diminutas ovejas que se abrevaban en sus aguas. Primavera.

Por las tardes de los días de fiesta, se daban cita los mozos y mozas del pueblo para bailar al son del pandero que tocaba la abuela María. Con una sal  y un donaire que en nada presagiaban lo avinagrado de su carácter. Por ejemplo la popular  jota asturiana:

"Al olivo, al olivo,/ al olivo subí. / Por cortar una rama / del olivo caí.

Del olivo caí, /¿quién me levantará? / Esa gachí morena /  que la mano me da.

Que la mano me da, / que la mano me dio./ Esa gachí morena / es la que quiero yo.


Es la que quiero yo / y es la que he de querer. / Y esa gachí morena / ha de ser mi mujer.


Ha de ser mi mujer, / ha de ser, y será, / esa gachí morena / que la mano me da."

Pocos cayeron en la cuenta de que en ese instante, a muchos pies de altura, una escuadrilla de cazas volaba pesadamente en dirección a Santander. Una hora más tarde volverían más ligeros, después de haber aliviado su carga de muerte en las montañas.



           

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