Al doblar la esquina de los ochenta cambiamos necesariamente de perspectiva. Ya no es
tiempo, ni siquiera invocando a Max Scheler, de buscar “nuestro puesto de
hombre en el Universo”. No está ya uno para vuelos de espacial envergadura.
Está más bien para, instalándose cómodamente,
contemplar el espectáculo desde la butaca. Y si lo que avistamos no nos cautiva,
circunstancia harto frecuente, nos queda el placentero repliegue a la atalaya del pasado.
Nada hay
más inherente a la propiedad individual como nuestros recuerdos. Somos
lo que recordamos. La pertinacia de las personas de edad por rememorar hechos
pasados no es más que el pescante al que agarrarse antes que el furgón
descarrile inapelable. Porque los recuerdos dan la seguridad de haber vivido. Y
mientras la moviola nos permita rebobinar hacia escenarios ya pasados nos
reafirmamos en que somos nosotros, en especial nuestro cerebro, los autores del
guión y del film original de nuestra
vida.
Un amigo de infancia me participó recientemente
una idea peregrina. Quiere escribir sus memorias “al revés”. Empezarlas en el
crematorio por el chisporroteo último que le transformará en cenizas, y llegar,
“a recules”, hasta la tabla rasa antes
del primer vagido de su alumbramiento.
Defecto profesional del abogado que es. De los efectos consecuentes pretendía mi amigo explicar las causas de muchas de las circunstancias de su azarosa vida. Tranquilamente le expuse lo inverosímil de su empeño. Ni en las urnas de los columbarios ni en el pergamino virgen de la semilla humana hay trazos de vivencias para recordar. Me confió que él era “reencarnacionista”. No le insistí más. Está en su derecho.
Defecto profesional del abogado que es. De los efectos consecuentes pretendía mi amigo explicar las causas de muchas de las circunstancias de su azarosa vida. Tranquilamente le expuse lo inverosímil de su empeño. Ni en las urnas de los columbarios ni en el pergamino virgen de la semilla humana hay trazos de vivencias para recordar. Me confió que él era “reencarnacionista”. No le insistí más. Está en su derecho.

La Memoria es el ama de llaves de nuestros recuerdos. Mal que nos pese algunas veces, es una notable administradora que sabe librarnos de las reminiscencias superfluas y conservar y suministrarnos a cada paso las necesarias para nuestra normal singladura.
Debido a ese instinto protector tenemos frecuentemente la impresión de que los recuerdos
son selectivos. En general “pro domo sua”,
es decir, para lo que a cada uno le conviene, lo agradable de preferencia.
De donde
se deduce, porque es ella la directora de la orquesta, que algo debemos desconfiar
de la memoria. La memoria, tal es su cometido y hay que
agradecérselo, suele escamotearnos los malos ecos del pasado. Mandarlos, excepto
tal vez ciertas ignominias y humillaciones que alimentaron las crisis más
agudas de nuestra existencia, al vagón de cola del olvido.
Pero
hagamos el esfuerzo de dar cuerpo a los recuerdos. Capturarlos. Vestirlos con
la palabra. En negro sobre blanco. Los recuerdos entonces se transforman en
espejismo de sí mismos. Entre los pliegues del cuadro reverdecen brotes
escondidos. La memoria, tal vez sin ella misma darse cuenta, se trasmuta en conciencia.
La pose espontánea deviene en sorprendente panoplia de experiencias vividas y,
por eso mismo, asequibles a la interpretación, a lo que muchos de esos
recuerdos han significado en nuestras vidas.
Y así llega un momento en el que
los recuerdos se vuelven sentimientos.
Imaginación. Oí comentar un día al
dramaturgo Fernando Arrabal que “La imaginación es el arte de mezclar los recuerdos”. Eso hace que
cuando uno empieza a escribir sobre sí mismo choca con frecuencia con lo que los
demás dicen que fue la realidad de lo contado. "Que no fue así". "Que te lo inventas".
Es que no han entendido que los recuerdos de cada uno son simple y llanamente “su” verdad.
Es que no han entendido que los recuerdos de cada uno son simple y llanamente “su” verdad.
La evocación de los recuerdos implica revivir, formando parte del ahora en un “mix” de impresionistas pinceladas, los momentos singularmente más agradables del pasado.
Desde mi infancia soñé con tener una
biblioteca que fuera mía. Ahora contemplo sus centenares de ejemplares y
mentalmente, ignorando al tedioso ISBN, los clasifico según lo que cada uno
significó en el momento de su adquisición.
Le estoy tendiendo con ello un puente de plata a la memoria. Y le planteo además un desafío. Porque, dando un paso más y parodiando el sincretismo del que ella hace gala en la codificación de los recuerdos, he destacado en primer plano dos venerables tomos. La Ilíada y El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Todos los demás sestean mansamente en un segundo plano, a la sombra de los dos grandes colosos. Suena mucho a “clásico”. Pero yo me entiendo. Y basta.
Mi Quijote lleva no obstante como anexo un libro francés, en rústica, de apariencia insignificante. Se llama “La Moral de la Ironía”. Desde los años sesenta del pasado siglo, es uno de los veteranos de mi librería. Tiene el privilegio de estar, como un escudero más, al lado del Caballero de la Triste Figura.
Primero porque indudablemente la obra prima de Cervantes, al igual que sus Novelas Ejemplares, rezuman Ironía de la buena por todos los costados.
Ocupa además tan honorífico
lugar porque ese pequeño ensayo, de un
escritor francés apenas conocido, me situó
desde el comienzo, allá por los años 60, en el contradictorio puesto de “actor-espectador” que
todos interpretamos en el gran teatro del mundo.
Al “perspectivismo” del que habló
Ortega y Gasset se le define como “doctrina del punto de vista”. Cada individuo
mira en una dirección propia, hacia su
individual parte de verdad, a la cual tiene legítimo derecho; verdad que, por
lo general, entra en contradicción con las certidumbres de los demás.
El conflicto entre esas dos verdades contrapuestas: la de la persona y la de los demás, el “yo” y el “nosotros” que le avasallan, el individuo y la sociedad que le coarta, es el tema central del opúsculo “La Moral de la Ironía”. El autor francés, Mr. Paulhan, trata de encontrar en el “espíritu irónico” una plausible solución a esa contienda que se libra en un mismo palenque, aparentemente sin salida.
Al empezar a escribir sobre mí mismo me prometí, en aras de la objetividad, buscar una segunda fila donde guarecerme. Jugar el rol imparcial de espectador independiente. Pero qué pronto se me cambiaron las tornas. A poco del camino y cuanto más en sus vericuetos avanzaba más me convencí de la trampa que a mí mismo me había yo tendido. Los recuerdos, de puntillas, se iban raudos pasando a mi refugio. Y así me descubrí un día describiendo mi pasado, al unísono con ellos, “desde la segunda fila”.
"Desde la segunda fila". Además del sentido que aquí tiene esta frase (colocarse al abrigo contra los trucos de la Memoria), hay otro que, dentro del juego vital, va colocando a cada persona en el rol que el reparto de cartas le va asignando paso a paso en el "Gran Casino" del mundo. No escogemos desde el comienzo dónde nacemos (hay teorías que dicen lo contrario). No conocemos, hasta que ocurren, los meandros por los que se desliza nuestra aventura (hay quienes los someten al "libre albedrío"). ¿Pero es que, de verdad, somos "libres"?. Ignoramos por cierto, ya he citado a alguien que se lo planteaba, "cual es nuestro puesto de hombre en el Universo", ni ¿por qué?, ni ¿para qué?( aunque hay quienes están seguros de saberlo y así nos lo imponen o nos lo insinúan).
ResponderEliminarAl avocar, sin embargo, las últimas partidas de cartas de la vida sí que podemos situarnos en un punto preciso: el lugar en el que nos encontramos dentro de la Sociedad que nos ha "tocado" vivir. (Aunque sea con alguna mínima participación por parte nuestra)
Quiérase o no, el cubículo social en el que nos encontramos sabe distinguir muy bien la clase de hombre que hemos sido. Hay personajes famosos: grandes científicos o literatos, artistas, adinerados, deportistas, líderes políticos, religiosos... o hasta advenedizos...que ocupan la cabecera de los "medios de comunicación". Se habla de ellos. Están encuadrados en la "Primera fila".Y son los menos. La inmensa mayoría de humanos están en "segunda fila". Brillan por su ausencia entre las "Celebridades" pero son el empedrado sobre el cual caminan sin reconocerlo los encumbrados a la fama. Usando una afinidad económica diríamos que son ""la clase media" de la Humanidad. Trabajan, producen, piensan...pero no triunfan aunque son indispensables. Un error más de los aleatorios juegos de azar.