"Hagan juego señores"..."No va más"... Sobre el silencio de templo profano del casino del barco repicaba la bola contra las paredes de la ruleta. Las cabezas de los jugadores seguían como autómatas sus movimientos circulares iniciales y en un zigzagueo lento ojeaban las indecisas acrobacias finales.
En un apartado rincón del salón alguien sobre un tapete rojo echaba las cartas a sus compañeros. Los naipes eran de una baraja española. Nunca he sido diestro practicante de los juegos de azar. De la baraja, sí. Desde niño. Aún hoy, repicados los ochenta, juego con mis nietos al "tute". Y los muy precoces llegan a vapulearme tanto como yo a ellos. Tablas.
En aquella última noche de travesía por el Adriático, el símil de la vida, como permanente juego de coincidencias, causalidades o aparentes caprichos de una serie infinita de probabilidades, tomaba cuerpo en el mazo de cartas que reposaba expectante en el centro de la mesa.
En algunas largas partidas, como la niñez, suelen pintar "oros". El apogeo de la vida, cruce de lances, victoriosos o malogrados, menudea en manos de "copas" y "espadas". Es al final de la vida cuando mandan "bastos". Serán floridos como los colorean las cartas o marchitos y yermos, ajados por el manoseo incesante de las eventualidades de la existencia de cada uno.
Este esquema no funciona siempre. Las circunstancias de cada vida encadenan a veces triunfos de oros y luego espadas, otras bastos seguidos de copas...Al albur, sin manifiesto orden ni concierto.
Es difícil saber quién fue en todo momento nuestro personal echador de cartas. El fieltro carmesí que cubría la mesa de juego sí que podría figurar como el depositario de todo lo ocurrido: la memoria estoica de miles de partidas disputadas sobre su piel ya desgastada. Sabemos sin embargo lo caprichosa y voluble que es la Memoria.
Llegados a este punto de la analogía hay que aclarar una idea fundamental,
Estamos a dos pasos de Itaca. Llevamos ya cumplidos en gran parte los requisitos que recomienda Kavafis: "que el viaje sea largo... / no apresures nunca el viaje / mejor que dure muchos años / y que atraques, viejo ya, en la isla".
Tenemos aceptada la idea de interpretar la vida como un gran juego de azar, un poliedro de innumerables caras y combinaciones. condicionadas a la Memoria de experiencias de todo tipo acumuladas en los muchos años (servidor 83) ya vividos.
Y hemos asimilado la analogía del mazo de naipes y del tapete sobre el cual las cartas han esbozado sus filigranas como en una suerte de pergamino agostado ya en algunos de sus antiguos legajos.
Es preciso, antes de continuar, dilucidar un ligero truco propio de todo lo que pretenda someter a la memoria los hechos del pasado. Será como "un aviso para navegantes". Terminé de redactarlo al llegar a Venecia. Fin de la travesía.
Hacía años que alguien había plasmado ya la vida como un juego de cartas.
En un apartado rincón del salón alguien sobre un tapete rojo echaba las cartas a sus compañeros. Los naipes eran de una baraja española. Nunca he sido diestro practicante de los juegos de azar. De la baraja, sí. Desde niño. Aún hoy, repicados los ochenta, juego con mis nietos al "tute". Y los muy precoces llegan a vapulearme tanto como yo a ellos. Tablas.
En aquella última noche de travesía por el Adriático, el símil de la vida, como permanente juego de coincidencias, causalidades o aparentes caprichos de una serie infinita de probabilidades, tomaba cuerpo en el mazo de cartas que reposaba expectante en el centro de la mesa.
En algunas largas partidas, como la niñez, suelen pintar "oros". El apogeo de la vida, cruce de lances, victoriosos o malogrados, menudea en manos de "copas" y "espadas". Es al final de la vida cuando mandan "bastos". Serán floridos como los colorean las cartas o marchitos y yermos, ajados por el manoseo incesante de las eventualidades de la existencia de cada uno.
Este esquema no funciona siempre. Las circunstancias de cada vida encadenan a veces triunfos de oros y luego espadas, otras bastos seguidos de copas...Al albur, sin manifiesto orden ni concierto.
Es difícil saber quién fue en todo momento nuestro personal echador de cartas. El fieltro carmesí que cubría la mesa de juego sí que podría figurar como el depositario de todo lo ocurrido: la memoria estoica de miles de partidas disputadas sobre su piel ya desgastada. Sabemos sin embargo lo caprichosa y voluble que es la Memoria.
Llegados a este punto de la analogía hay que aclarar una idea fundamental,
Estamos a dos pasos de Itaca. Llevamos ya cumplidos en gran parte los requisitos que recomienda Kavafis: "que el viaje sea largo... / no apresures nunca el viaje / mejor que dure muchos años / y que atraques, viejo ya, en la isla".
Tenemos aceptada la idea de interpretar la vida como un gran juego de azar, un poliedro de innumerables caras y combinaciones. condicionadas a la Memoria de experiencias de todo tipo acumuladas en los muchos años (servidor 83) ya vividos.
Y hemos asimilado la analogía del mazo de naipes y del tapete sobre el cual las cartas han esbozado sus filigranas como en una suerte de pergamino agostado ya en algunos de sus antiguos legajos.
Es preciso, antes de continuar, dilucidar un ligero truco propio de todo lo que pretenda someter a la memoria los hechos del pasado. Será como "un aviso para navegantes". Terminé de redactarlo al llegar a Venecia. Fin de la travesía.
Hacía años que alguien había plasmado ya la vida como un juego de cartas.
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