
Así que dije
adiós a mi intermedio palentino.
La carretera
hacia el norte, camino de Carrión, despide a la ciudad de Palencia con la vista
de dos cerros, tan resecos como el inmenso mar de tierra arcillosa sembrada de
cristales de mica que los rodea. Sobre uno de ellos se levanta, austero como la
llanura, el Cristo del Otero

-Como esta estatua, así de grande, había dicho cierta vez mi monjita preceptora -¡cuánto me había costado decirle adiós- sólo hay otra en el mundo: la del Redentor en Brasil. El Cristo del Corcovado. En Río de Janeiro.

Veía en sueños sus paredes terroríficas repletas de ex-votos, piernas y brazos de cera amarillenta, cabelleras, muletas y relicarios con fotos desvaídas, que danzaban en círculo a mi alrededor.
Sólo quedaba quieto, colgado sobre el cepillo de las limosnas, el nudo de un pañuelo. Yo intentaba en vano recogerlo. Las muletas, desprendidas de sus alcayatas enmohecidas, me perseguían amenazadoras. Y entonces, azorado, salía a gritos de esa espeluznante pesadilla.
El fenómeno
tenía su explicación en lo que yo considero mi primer y decepcionante fracaso
financiero.
Con las
pagas de ayudar a misa había llegado yo, día tras día, a juntar casi ocho
pesetas. Una fortuna. Las guardaba debajo del colchón.
Un buen día
organizaron los mayores uno de sus traicioneros saqueos en el dormitorio y se
fueron al garete mis ahorros.
Desde
entonces decidí llevar los estipendios de las misas anudados en un pañuelo,
escondidos en el bolsillo del pantalón.
Ya tenía de
nuevo cinco pesetillas. En una de las excursiones por las laderas calizas
cercanas a la ermita del Cristo vino la desgracia. Entre salto y salto por
riscos y pedruscos se extravió el pañuelito del ahorro con mi nueva fortuna.

Mi tesoro,
fruto de mis trabajos y sudores, se quedaba allí, perdido entre los cristales
de mica de aquellos pelados cerros, o anudado como un ex-voto más en la triste
y lóbrega capilla del Cristo del Otero.
El
destartalado coche de línea tardaba casi dos horas en recorrer los escasos
cuarenta kilómetros entre la capital y
el pueblo de Carrión
.
.
Un kilómetro
antes de llegar al pueblo está la cuesta de la
Mora. Bonito nombre. Había en la falda de la cuesta, según la leyenda,
un pequeño manantial. Contaban que, en tiempos de la Reconquista, el rey
Alfonso, el de las Navas, citaba en este paraje a una mora de nombre Zulema.
Cierto día en que ella se retrasó, el rey se marchó encolerizado, maldiciendo
antes a la fuentecilla. Llegó la mora. Bebió de la fuente maldecida por el rey
y murió poco después.

A duras
penas podía el conductor cambiar la marcha, echar el freno de mano, calmar
aquella fiera encabritada.
-Manolo, que nos escoñamos..!!! -vociferaba un viejo agitando una enorme chapela y un bastón de nudos- Páralo…joder!!
-Ay! Señora
del Remedio , ampáranos...! -decía una mujer de rodillas en medio del pasillo-
¡Santísimo Cristo de Limpias…ten piedad!!
-Quietos...No
sus mováis, que ya lo tengo -gritaba el chófer, rojo como una guindilla,
intentando apaciguar a los viajeros.
A ambos
lados de la carretera había algunas cruces, recuerdo de anteriores desastres en
ese mismo punto. El trasto díscolo se había ya deslizado media cuesta, cuando
en una de sus tarascadas empotró su viejo trasero en la cuneta derecha y se inmovilizó entre el
polvo de los frenazos y la humareda espesa del motor.
El golpe nos
zarandeó a todos como a peleles de trapo. La señora del rezo, que estaba de
rodillas, había caído de bruces contra la puerta. Le sangraba la nariz, y nada
más. Fue la primera que saltó a la carretera ensalzando a voces el portento.
Falcaron el
coche con grandes piedras. Nos dieron los bultos y maletas que iban en la baca,
y terminamos nuestro viaje a pie. Parecíamos una fila de cautivos redimidos de
algún penal lejano.
Delante, a
la entrada del pueblo, iba la beata pregonando a chillidos el prodigio.
-¿Un
milagro, sí! ¡Un milagro!... La Virgencita del Remedio y el Cristo de Limpias
han bajado a echarnos una mano. Ay…gracias, gracias a ellos…!!
El paisano
de la gorra esgrimía otras palabras más aviesas.
-A ver
cuando carajo les enteramos a las autoridades
del material cochambroso que nos ponen para viajar. Aunque pensándolo
bien para qué hacerlo, si el dueño de la compañía tiene los riñones más
forrados que la giba de un camello!
Detrás, a
algunos metros, iba Terencio, el cojo, soltando una ristra de sonoras
palabrotas al verse cada vez más lejos del cortejo.
Esa fue mi
entrada triunfal en el pueblo de mis recuerdos más felices.
Ignoro por
qué en esos días, cuando de ella hablaba con los demás, empecé a referirme
siempre a mi madre como “la señora Feli”. A ella, entre hermanos y con los más
allegados de la familia, no se le podía decir “mi madre” (¡“a ver si te crees
que sólo es madre tuya”¡).
El término
“mamá” no era tampoco de uso corriente entre los niños castellanos de la época.
Sólo ciertos estratos elevados de la sociedad lo usaban.
De ahí que
la tía Carmen, por aquello de la vieja alcurnia heráldica de los Ordaz, pasó
una temporada insistiendo, sin conseguirlo, en que a la señora Feli se le diera
el tratamiento fino de las familias bien.
Todas las
vecinas y los que frecuentaban el ayuntamiento del pueblo, donde madre había
conseguido un sencillo trabajo que de hecho la convirtió en funcionaria para
toda la vida, le llamaban con respeto “la señora Feli”. Por pura imitación, me
quedé yo con la costumbre. Y así seguí llamando a madre toda la vida.
Antes de
pasar a vivir en la calle de Santa María, frente a las murallas de la vieja
ciudad y del pórtico de la histórica iglesia de Santa María de las Victorias,
pasó la familia una temporada en una
casa del Mercado Viejo.
El mercado
estaba a la entrada del pueblo, lugar en que se deshizo el triunfal cortejo de nuestra entrada en
Carrión.
Era una
plaza inmensa y desangelada donde se celebraban todas las ferias y mercados de
la comarca. Los tratos, los trueques y las ventas que allí se hacían tenían un
sabor ancestral, como si te trasladaran todas las semanas al típico arrabal de
una ciudad de la Edad Media.
Ese día te
despertaban los rebuznos del asno que su dueño lanzaba con su látigo en
carrerilla para demostrarle al comprador que la bestia se tenía sobre los cuartos traseros. O el relincho del
caballo al que levantaban el belfo para mostrar su dentadura amarillenta, pero
sana y poderosa. O las coces de una mula vieja
que despejaba el entorno para que nadie le tocara la panza o el envés de
las orejas lacias. Y los perros. Y el olor de los orines y excrementos, que
perduraba, aún después de terminada la
feria, hasta bien entrada la noche. Vacas, cerdos, gallinas, conejos, pavos y,
de vez en cuando, el balido cansino y misericordioso de los corderos resignados
a no triscar ese día por los pastos.
Pocas veces
sobrepasaban esa sinfonía discordante las voces de los hombres. Las disputas,
los roces y a veces alguna faca reluciente saltaban sólo cuando alguien se
sentía víctima de un timo clamoroso.
A
consecuencia de uno de esos timos se refugió un día en el portal de nuestra
casa un feriante demudado y trémulo. Un mocetón le perseguía, navaja en mano,
tirando del ronzal de un borrico escuálido y descolorido.
-Ah…
bellaco!! Quince días ha que a mi padre le vendiste el animalejo éste… ¡Rufián
embustero! Lustroso y reluciente estaba el animal, so falsario…Me cago en “tó…”!!!
El labriego se había parapetado detrás de la mesa de la cocina y a duras penas esquivaba los tajos que ya le habían rozado parte del gaznate
.-¿T’has fijao, maldito tunante, cómo está ahora el pollino…eh, pícaro pajarraco?
El labriego se había parapetado detrás de la mesa de la cocina y a duras penas esquivaba los tajos que ya le habían rozado parte del gaznate
.-¿T’has fijao, maldito tunante, cómo está ahora el pollino…eh, pícaro pajarraco?
Y es que, al
primer baño en la charca de la aldea, se le había esfumado al rucio la grasa,
la tintura de yodo y los jabones del
tratamiento de belleza que le habían dado. Ahora era un cenizo, con la piel llena de rodales del rabo a las orejas.
Por suerte
aparecieron al momento los tricornios de dos guardias civiles y se llevaron a
los dos feriantes y a su jumento a dirimir sus cuentas en el cuartelillo.