El cordón umbilical que los trababa eran los senderos, regatos y rastrojos del camino.
Una
vez al año los colegiales se desplazaban al pueblo de Carrión para la procesión del Corpus.
Partía de la iglesia de San Andrés y recorría las principales calles de la villa. Balcones engalanados con banderas nacionales, con colchas multicolores o con enramadas de trepaderas y flores silvestres. Los pétalos de rosas sembraban de color el viento al paso de la monumental custodia. Olía a incienso y primavera.
Partía de la iglesia de San Andrés y recorría las principales calles de la villa. Balcones engalanados con banderas nacionales, con colchas multicolores o con enramadas de trepaderas y flores silvestres. Los pétalos de rosas sembraban de color el viento al paso de la monumental custodia. Olía a incienso y primavera.
Nosotros desfilábamos, serios y fervorosos, conscientes de que ésa era una de las pocas oportunidades para que el pueblo de Carrión espiara a la muchachada oculta en el vetusto caserón del otro lado del río. El mejor traje. La corbata bien anudada. La raya del pantalón recta. El planchado del pantalón bombacho se hacía con esmero la víspera, mojando la raya y manteniéndolo bajo el colchón durante toda la noche.
Y
contaban las malas lenguas que, durante la sacramental procesión, quienes se
apostaban en los rincones más propicios para escudriñar nuestra parada eran las
adolescentes quinceañeras y las mozas más vacilonas del lugar.
Mientras Pablo estaba en el colegio me martirizaba a codazos para que le enseñara donde se apostaba Anita para vernos pasar.
-Y yo que sé, chalao, pues no hace años ya de eso...
-Pero yo bien sé que todavía no se te ha ido de la cabeza...y los ojos siempre se disparan hacia donde está el corazón, chiquillo
-Anda, cállate, que nos están mirando
También
recorríamos el pueblo en las frescas amanecidas de los sábados del mes de mayo.
Rosarios de la Aurora. Se cantaba un misterio y se rezaba otro hasta llegar
hasta la plaza de la Inmaculada, en el
lateral de la parroquia de Santa María. Repicaban las campanas a nuestra llegada.
Desde la esquina del porche románico la Sra. Feli y tía Carmen echaban al vuelo un beso
emocionado.
A la
vuelta se unían a las últimas filas las “Hijas de María”. Sus voces temblorosas
y atipladas sobresalían sobre las nuestras cansadas por el largo camino de
subida.
Esporádicas
eran, un año así y otro también, las escapadas
urgentes para ayudar a la extinción de los frecuentes incendios que en
el pueblo se declaraban. Las campanas de todas las iglesias, incluidas las de
la torre de San Zoilo, tocaban a rebato.
Los
dos cursos de los mayores, los Hermanos y todos los maestrillos libres acudían
a arrimar el hombro. A nadie se le ocurría lla mar alos inexistentes bomberos. Desde el pilón de dar de beber a las mulas, desde la
fuente del mercado viejo y aun desde la orilla del río se formaban largas colas,
hormigueros humanos que transportaban azorados el agua de mano en mano en
herradas y baldes desportillados.
El
último y más espectacular
incendio al que asistí fue el de La Lanera de Carrión con peligro para
más de medio pueblo. Las llamas lamían como furiosos canes los tejados
cercanos. En el más próximo, pegado a las fauces de la fiera, lanzándole el último cubo de la cuerda, sobresalía la sotana de uno de
los maestrillos de San Zoilo que no se apartó del lugar hasta que remitió la
fogata. Cuando se extinguió el peligro el pueblo entero le dedicó una ovación
agradecida.
.
Era
también sala de cine. Antes de entrar en San Zoilo iba yo a las películas,
toleradas para menores, de los sábados y domingos. Media peseta costaba la
entrada para los niños. Y si no la teníamos se buscaba la manera de deslizarse uno
entre los pesados cortinones color burdeos de la puerta y trepar hasta la
galería que asimismo la llamaban “gallinero”.
El sitio hacía honor a su nombre. El griterío era ensordecedor cuando el sonido
de los altavoces no llegaba a la galería. O en las películas del oeste, cuando
el pataleo general aupaba al chico a la victoria final o al último beso
conquistador de su anhelada dama.
Al
gallinero se le llamaba también “paraíso”.
Cuentan que en la inauguración de la sala la compañía española más famosa de
entonces, la de Enrique Rambal, representó “La Pasión”. Al llegar el momento de
la crucifixión el Buen Ladrón le dice a Jesús: “Acuérdate de mí cuando estés en
tu Reino”. Y Jesús le responde: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en
el Paraíso”. Desde el atestado paraíso-gallinero una voz potente le replicó
sobre el discreto silencio de toda la sala: “Pues ya puedes darte prisa, porque
aquí no cabe ni Dios”
Al Teatro
Sarabia, con llenos totales, íbamos a representar nuestras comedias más
conseguidas y en él daba recitales el
coro del colegio.


Eran cintas naturalmente de tema religioso, pero no por eso dejaban de abrirnos la gran ventana del cine que en esos momentos se desplegaba ya con una proyección decisiva sobre los nuevos tiempos.

-En
todo caso -comentaba en nuestros corrillos culturales el profesor de
Historia- la película será una inyección
para el patriótico nacionalismo italiano
-A
porrillo…dijo otro
-¿Y
por qué, se puede saber, no los explotan los señores de nuestro cine?
-El
cine español está tomando otros derroteros –añadió el profesor- No me atrevo a
“epitetarlos”, pero me parece que difícilmente emprenderán el vuelo de las
águilas…
Los
mayores íbamos a los pueblos cercanos los domingos de primavera por la mañana. Dábamos
charlas a los asistentes en la media hora anterior a la misa mayor. El
tema: los misioneros y su heroico quehacer en las misiones de China
.
.
El
desplazamiento más largo, doce kilómetros, fue hasta Frómista. Este pueblo
tiene la iglesia románica -me atrevo a decir- más armónica y bella de toda España. En mis apuntes
minuciosos de arte estaba subrayada en triple.
Salí
emocionado y medio mareado por haber podido hablar dentro de un recinto tan
especial. Creo que divagué en mi discurso. Porque mi atención cabalgaba a
rienda suelta por la proporción perfecta de las tres naves limpias y
equilibradas, por las pilastras y sus capiteles, todos diferentes.
El
sol más diáfano del año se colaba por la estrecha trompeta de los ventanales
rasgados en los espesos muros. Sus rayos, partiendo de los ventanucos de los
tres ábsides de cabecera, cortaban a los que descendían desde el cimborrio del
crucero. La luz doraba las piedras y una especie de neblina áurea invadía la
nave central y su floresta de magníficos
capiteles.
Impresión
semejante me invadió en otra dominical visita que nos llevó al pueblo de
Villarcázar de Sirga, a cuatro escasos kilómetros de Carrión. Tenía este pueblo
una iglesia fortaleza inacabada de origen templario.
-Un
“templazo” –dijo, aludiendo a los rasgos militares del conjunto, el profesor
que nos acompañaba- Mitad monjes y mitad soldados eran estos enigmáticos
Caballeros del Temple
La
construcción incompleta no le quitaba empaque a la iglesia monumental. Un
pórtico altísimo. Inicios románicos en el interior y terminación en un gótico
primitivo con elevados arcos ojivales y bóvedas de crucería. Un ejemplo de cómo
el arte gótico fue sublimando al arte románico, arraigado en el terruño, hasta
elevarlo a la altura de los pináculos estilizados y de las torres proyectadas
hacia el azul del cielo en las grandes catedrales.
Aparte de la monumentalidad del conjunto hubo varios detalles que nos
impresionaron. El retablo del altar mayor con las tablas hispano-flamencas del
“Maestro de Sirga”. Y la filigrana de
los sepulcros del Infante Don Felipe y de su esposa Leonor de Castro.
D.
Felipe era hermano de Alfonso X el Sabio. Y allí al lado está precisamente la
imagen de “Santa María la Blanca” a quien el rey-poeta dedicó en
galaico-portugués las famosas cuatrocientas “Cantigas” en loor de Santa María y de sus milagros.
Rosa das rosas
e Fror das frores,
Dona das donas,
Dona das donas,
Sennor das sennores
Santa Maria,
Strela do dia,
Mostra-nos vía
pera Deus y nos
guia
La arquitectura y la poesía iban de la mano entre las piedras doradas
del templo fortaleza. Fuera, las amapolas daban las primeras pinceladas del
verano a los trigales de la llanura castellana.
A la salida del templo, el profesor nos comentó a los que nos veía mas
ausentes:
-Me va por la cabeza que habéis estado más pendientes de las viejas
piedras que del mensaje que venías a dar a vuestros oyentes, ¿o no?...
-Yo creo que debíamos -dijo uno- hacer más salidas de este tipo, de
visitar obras de arte, digo
-Con todo lo que hay por estos alrededores
-Usted nos dijo una vez –recordó otro alumno- que esta provincia
acumulaba uno de los centros más importantes, sobre todo en arte románico, de
toda España
-Bien -aseguró el maestrillo- Algo, creo yo, que podremos intentar hacer
Paseando bajo los negrillos de la huerta le comentamos al profesor de
Historia la impresión de “atontolinaos”
que nos habían dejado los monumentos de Frómista y Villasirga.
-Tengo un recuerdo –dijo el maestrillo- de mi paso por la
Universidad de Salamanca. En una de las clases se nos habló del escritor francés Stendhal. Un
profesor, no sé si fue de Literatura o de Historia del Arte, hablando de la ciudad de Florencia, nos
comentó que ese novelista francés había pasado el día entero contemplando
iglesias, fachadas, cúpulas, galerías, museos de escultura y pintura que hacen
de Florencia el paradigma de belleza renacencista de toda Europa. Al caer de la
tarde, cuando iniciaba la última de sus visitas, cuenta el mismo Stendhal, tuvo
que desistir porque el corazón le latía con fuerza, se le nublaba la vista y
temía caerse desplomado. El catedrático terminó diciéndonos: “Esta es una
inconfundible reacción romántica ante la acumulación de belleza y el exceso de deleite artístico”.
Creo que a alguno de vosotros, los
actuales adolescentes románticos de la edad del pavo, le puede también haber rozado, ante la belleza de
ciertos monumentos artísticos, la pluma
del ángel que aquella tarde derribó a Stendhal en la ciudad de
Florencia. Y que universalmente se conoce como "El Síndrome de Sthendal"
-No creo que sea para tanto…-acertó a decir uno de los chicos, el menos
apabullado por el brillante discurso, uno de tantos, al que nos tenía
acostumbrados ese profesor.
La promesa del maestrillo a la salida del templo-alcázar de Villasirga tardó en cumplirse poco más de tres semanas. Y sobrepasó con creces los límites que nos habíamos propuesto.
Embutidos desde primeras horas de la mañana en la vieja furgoneta del colegio hicimos los mayores una
larga excursión a la ciudad de Burgos.
La denominada, por apodarla de alguna manera. furgoneta, era un renqueante y protohistórico vehículo. Con el volante a la
derecha. Lo conducía el Hno. Castro. Servía lo mismo para llevar gente a la
capital que para cargar patatas en los campos cercanos.
Luis Castro era un gran músico. Compositor de canciones y de las numerosas comedias musicales que representábamos en las navidades.
Luis Castro era un gran músico. Compositor de canciones y de las numerosas comedias musicales que representábamos en las navidades.
-Supongo -se atrevió a comentar uno de los viajeros- que además de llenar el depósito le habrá usted compuesto, Hermano, algún motete o algún himno para animar a este cacharro…
-Y que nos lleve enteros a destino –dijo
otro mirando a las ruedas más lisas que un pergamino antiguo
El Hno. Castro tarareó los primeros compases del “Himno de la Legión”
hasta llegar al final de la primera estrofa : Mas, si alguno quién era le preguntaba, / con
dolor y rudeza le contestaba:
Y todos a una, a voz en cuello, le replicamos: … soy el novio de la
muerte / que va a unirse en lazo fuerte / con tan leal compañera
El padre que nos acompañaba cortó el himno con un gesto rápido.
Y para que todo no quedara en una laica manifestación de tintes
tétricos, nos hizo rezar tres Avemarías implorando la protección de la Virgen
del Camino.
Castro se sentó al volante. Detrás de él nos
incrustamos, como sardinas enlatadas, los once alumnos de quinto curso más el
profesor.
Yo iba en la parte trasera. El bamboleo de la carraca y el olor a
petróleo mal quemado me duró una temporada larga.
Pero llegamos a la meta. E incluso volvimos. Fue una jornada inolvidable. Por el transporte. Había que parar cada poco. Para que los cuerpos de los viajeros salieran a tomar aire y recuperaran su elasticidad. Y para que los "caballos" de la furgonetilla tomaran algún resuello. Y luego el recorrido por la monumental "Caput Castellae", la ciudad de Burgos.
Pasado el arco monumental de
Santa María, una de las doce puertas del Burgos medieval de la que se habla en
el Cantar de “Mio Cid”, avistamos la catedral. Imponente la fachada y
sus dos esbeltas torres rematadas con
las agujas de los chapiteles. Detrás las torrecillas de la
Capilla del Condestable y la linterna del crucero.Todo en un conjunto de maravillosas proporciones.
Conseguimos un guía. Un “cicerone”. Era un viejito cultísimo que nos
condujo por losmás intrincados secretos del monumento. Desde el arcón de Mío
Cid y el Papamoscas hasta la maravilla de la Escalera Dorada y el sepulcro del
Cid y Jimena bajo la linterna del crucero.
El profesor apoyaba las anécdotas del “cicerone” con observaciones
sobre la arquitectura gótica. Coincidían con los detalles que teníamos en los apuntes de clase, dictados por él
mismo.

Poca atención le prestamos al monasterio de Las Huelgas que vimos a
continuación. Efectos del cansancio. Aunque nos recordó momentos cumbres de la
Historia de España. Porque allí está el sarcófago de Alfonso VIII, el de Las
Navas de Tolosa, y de su esposa Leonor de Plantagenet, fundadores del
monasterio.
Después de comer descansamos de las duras caminatas por la ciudad en un
cine de estreno en el Espolón. La película fue muy alusiva a nuestra condición
de alumnos de un colegio de jesuitas. Se llamaba “El Capitán de Loyola”.
“Un héroe, un caballero, un santo”, decía el folleto de
presentación. Su argumento: la vida de San Ignacio de Loyola, el fundador de la
Compañía de Jesús, desde sus aventuras juveniles hasta la constitución de la
Orden. Guión cinematográfico de José María Pemán.
La última visita fue a la Cartuja de Miraflores, orillas del río Arlanzón, a
tres kilómetros de la ciudad.
Era noche cerrada cuando llegamos de vuelta a San Zoilo. El portero
preguntó:
-¿Qué tal?
-Planchados -le contestó alguno, mientras
corría renqueando hacia el dormitorio
Yo esa noche, por la inolvidable impresión que me produjo la visita a Miraflores soñé que volvía a la cartuja y me convertía en monje silencioso de por vida. Alguien me zarandeaba para
despertar. Pero yo no podía responderle. De tanto estar callado se me había
fundido la lengua con el paladar. Además ya no era yo. Era una estatua. La del fundador, San Bruno, que está a la entrada del templo. Desde
mi hornacina oía los comentarios de la gente sobre el realismo de mi efigie.
-¡Qué maravilla! Si
parece como que quisiera hablar
-Pero no puede, hombre…¿no
sabes que es cartujo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario