martes, 3 de noviembre de 2015

RECORDANDO A STHENDAL ( 3 noviembre 15 )

Eran escasas las salidas fuera de la dorada jaula de San Zoilo. Las salidas semanales a la finca de Villamez no eran propiamente tales. El caserón del campo y la casona del monasterio se fundían en una entidad única. 
El cordón umbilical que los trababa eran los senderos, regatos y rastrojos del camino.

Una vez al año los colegiales se desplazaban al pueblo de Carrión  para la procesión del Corpus. 
Partía de la iglesia de San Andrés y recorría las principales calles de la villa. Balcones engalanados con banderas nacionales, con colchas multicolores o con enramadas de trepaderas y flores silvestres. Los pétalos de rosas sembraban de color el viento al paso de la monumental custodia.  Olía a incienso y primavera.

Nosotros desfilábamos, serios y fervorosos, conscientes de que ésa era una de las pocas oportunidades para que el pueblo de Carrión espiara a la muchachada oculta en el vetusto caserón del otro lado del río. El mejor traje. La corbata bien anudada. La raya del pantalón recta.  El planchado del pantalón bombacho se hacía con esmero la víspera, mojando la raya y manteniéndolo bajo el colchón durante toda la noche.
Y contaban las malas lenguas que, durante la sacramental procesión, quienes se apostaban en los rincones más propicios para escudriñar nuestra parada eran las adolescentes quinceañeras y las mozas más vacilonas del lugar. 
Mientras Pablo estaba en el colegio me martirizaba a codazos para que le enseñara donde se apostaba Anita para vernos pasar.

-Y yo que sé, chalao, pues no hace años ya de eso...
-Pero yo bien sé que todavía no se te ha ido de la cabeza...y los ojos siempre se disparan hacia donde está el corazón, chiquillo
-Anda, cállate, que nos están mirando

También recorríamos el pueblo en las frescas amanecidas de los sábados del mes de mayo. Rosarios de la Aurora. Se cantaba un misterio y se rezaba otro hasta llegar hasta la plaza de la Inmaculada, en  el lateral de la parroquia de Santa María. Repicaban las campanas a nuestra llegada. Desde la esquina del porche románico la Sra. Feli  y tía Carmen echaban al vuelo un beso emocionado.
A la vuelta se unían a las últimas filas las “Hijas de María”. Sus voces temblorosas y atipladas sobresalían sobre las nuestras cansadas por el largo camino de subida.

Esporádicas eran, un año así y otro también, las escapadas  urgentes para ayudar a la extinción de los frecuentes incendios que en el pueblo se declaraban. Las campanas de todas las iglesias, incluidas las de la torre de San Zoilo, tocaban a rebato.
Los dos cursos de los mayores, los Hermanos y todos los maestrillos libres acudían a arrimar el hombro. A nadie se le ocurría lla mar alos inexistentes bomberos. Desde el pilón de dar de beber a las mulas, desde la fuente del mercado viejo y aun desde la orilla del río se formaban largas colas, hormigueros humanos que transportaban azorados el agua de mano en mano en herradas y baldes desportillados.

El último  y más  espectacular  incendio al que asistí fue el de La Lanera de Carrión con peligro para más de medio pueblo. Las llamas lamían como furiosos canes los tejados cercanos. En el más próximo, pegado a las fauces de la fiera,  lanzándole el último cubo  de la cuerda, sobresalía la sotana de uno de los maestrillos de San Zoilo que no se apartó del lugar hasta que remitió la fogata. Cuando se extinguió el peligro el pueblo entero le dedicó una ovación agradecida.

Y luego estaban las idas al Cine Sarabia. El sitio era para mí un ramillete de resonancias infantiles. Era una preciosa sala, sólo superada por alguna de la capital, con patio de butacas, palcos y galería alta general, también llamada gallinero. Como los mejores teatros del siglo XIX
.
Era también sala de cine. Antes de entrar en San Zoilo iba yo a las películas, toleradas para menores, de los sábados y domingos. Media peseta costaba la entrada para los niños. Y si no la teníamos se buscaba la manera de deslizarse uno entre los pesados cortinones color burdeos de la puerta y trepar hasta la galería que asimismo la llamaban “gallinero”. El sitio hacía honor a su nombre. El griterío era ensordecedor cuando el sonido de los altavoces no llegaba a la galería. O en las películas del oeste, cuando el pataleo general aupaba al chico a la victoria final o al último beso conquistador de su anhelada dama.
Al gallinero se le llamaba también “paraíso”. Cuentan que en la inauguración de la sala la compañía española más famosa de entonces, la de Enrique Rambal, representó “La Pasión”. Al llegar el momento de la crucifixión el Buen Ladrón le dice a Jesús: “Acuérdate de mí cuando estés en tu Reino”. Y Jesús le responde: “En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Desde el atestado paraíso-gallinero una voz potente le replicó sobre el discreto silencio de toda la sala: “Pues ya puedes darte prisa, porque aquí no cabe ni Dios”

Al Teatro Sarabia, con llenos totales, íbamos a representar nuestras comedias más conseguidas y  en él daba recitales el coro del colegio.


Allí asistimos a los primeros largometrajes sonoros del cine. “Pastor Angelicus” sobre PioXII. “Forja de Almas” que contaba las actividades del P.Manjón en el Albaicín y el Sacro Monte de Granada. “La Canción de Bernadette” con el fondo de las apariciones de Lourdes.
Eran cintas naturalmente de tema religioso, pero no por eso dejaban de abrirnos la gran ventana del cine que en esos momentos se desplegaba ya con una proyección decisiva sobre los nuevos tiempos.


Me impactó especialmente un film italiano. “La corona de Hierro” del año 1941. Una mezcla de mitología clásica manejada con pinceladas de  cine americano. El protagonista, postergado en sus años jóvenes, trata de reconquistar su honor. Se había criado en los bosques, protegido por feroces alimañas. Recuperada su hidalguía,participa en la rebeldía contra un rey usurpador, y llega a ceñir la Corona. ¿Se trataría de la famosa corona de “Los Lombardos?

-En todo caso -comentaba en nuestros corrillos culturales el profesor de Historia-  la película será una inyección para el patriótico nacionalismo italiano
 -¿La Historia de España –sugirió alguien- no tiene sucesos parecidos a esa relato?
-A porrillo…dijo otro
-¿Y por qué, se puede saber, no los explotan los señores de nuestro cine?
-El cine español está tomando otros derroteros –añadió el profesor- No me atrevo a “epitetarlos”, pero me parece que difícilmente emprenderán el vuelo de las águilas…

Los mayores íbamos a los pueblos cercanos los domingos de primavera  por la mañana.  Dábamos  charlas a los asistentes en la media hora anterior a la misa mayor. El tema: los misioneros y su heroico quehacer en las misiones de China
.
El desplazamiento más largo, doce kilómetros, fue hasta Frómista. Este pueblo tiene la iglesia románica -me atrevo a decir- más armónica y bella de toda España. En mis apuntes minuciosos de arte estaba subrayada en triple.

Salí emocionado y medio mareado por haber podido hablar dentro de un recinto tan especial. Creo que divagué en mi discurso. Porque mi atención cabalgaba a rienda suelta por la proporción perfecta de las tres naves limpias y equilibradas, por las pilastras y sus capiteles, todos diferentes.
El sol más diáfano del año se colaba por la estrecha trompeta de los ventanales rasgados en los espesos muros. Sus rayos, partiendo de los ventanucos de los tres ábsides de cabecera, cortaban a los que descendían desde el cimborrio del crucero. La luz doraba las piedras y una especie de neblina áurea invadía la nave central  y su floresta de magníficos capiteles.

Impresión semejante me invadió en otra dominical visita que nos llevó al pueblo de Villarcázar de Sirga, a cuatro escasos kilómetros de Carrión. Tenía este pueblo una iglesia fortaleza inacabada de origen templario.
           
-Un “templazo” –dijo, aludiendo a los rasgos militares del conjunto, el profesor que nos acompañaba- Mitad monjes y mitad soldados eran estos enigmáticos Caballeros del Temple

La construcción incompleta no le quitaba empaque a la iglesia monumental. Un pórtico altísimo. Inicios románicos en el interior y terminación en un gótico primitivo con elevados arcos ojivales y bóvedas de crucería. Un ejemplo de cómo el arte gótico fue sublimando al arte románico, arraigado en el terruño, hasta elevarlo a la altura de los pináculos estilizados y de las torres proyectadas hacia el azul del cielo en las grandes catedrales.

Aparte de la monumentalidad  del conjunto hubo varios detalles que nos impresionaron. El retablo del altar mayor con las tablas hispano-flamencas del “Maestro de Sirga”.  Y la filigrana de los sepulcros del Infante Don Felipe y de su esposa Leonor de Castro.
D. Felipe era hermano de Alfonso X el Sabio. Y allí al lado está precisamente la imagen de “Santa María la Blanca” a quien el rey-poeta dedicó en galaico-portugués las famosas cuatrocientas “Cantigas” en loor de  Santa María y de sus milagros.


Santa Maria loei
 loo e loarei.

Rosa das rosas
e Fror das frores, 
Dona das donas,
Sennor das sennores


Santa Maria,
Strela do dia,
Mostra-nos vía
pera Deus y nos guia

La arquitectura y la poesía iban de la mano entre las piedras doradas del templo fortaleza. Fuera, las amapolas daban las primeras pinceladas del verano a los trigales de la llanura castellana.
A la salida del templo, el profesor nos comentó a los que nos veía mas ausentes:

-Me va por la cabeza que habéis estado más pendientes de las viejas piedras que del mensaje que venías a dar a vuestros oyentes, ¿o no?...
-Yo creo que debíamos -dijo uno- hacer más salidas de este tipo, de visitar obras de arte, digo
-Con todo lo que hay por estos alrededores
-Usted nos dijo una vez –recordó otro alumno- que esta provincia acumulaba uno de los centros más importantes, sobre todo en arte románico, de toda España
-Bien -aseguró el maestrillo- Algo, creo yo,  que podremos intentar hacer

Paseando bajo los negrillos de la huerta le comentamos al profesor de Historia la impresión  de “atontolinaos” que nos habían dejado los monumentos de Frómista y Villasirga.

-Tengo un recuerdo –dijo el maestrillo- de mi paso por la Universidad de Salamanca. En una de las clases se nos habló del escritor francés Stendhal. Un profesor, no sé si fue de Literatura o de Historia del Arte, hablando  de la ciudad de Florencia,  nos comentó que ese novelista francés había pasado el día entero contemplando iglesias, fachadas, cúpulas, galerías, museos de escultura y pintura que hacen de Florencia el paradigma de belleza renacencista de toda Europa. Al caer de la tarde, cuando iniciaba la última de sus visitas, cuenta el mismo Stendhal, tuvo que desistir porque el corazón le latía con fuerza, se le nublaba la vista y temía caerse desplomado. El catedrático terminó diciéndonos: “Esta es una inconfundible reacción romántica ante la acumulación  de belleza y el exceso de deleite artístico”. Creo que a alguno de vosotros, los  actuales adolescentes románticos  de la edad del pavo, le puede  también haber rozado, ante la belleza de ciertos monumentos artísticos, la pluma  del ángel que aquella tarde derribó a Stendhal en la ciudad de Florencia. Y que universalmente se conoce como "El Síndrome de Sthendal"

-No creo que sea para tanto…-acertó a decir uno de los chicos, el menos apabullado por el brillante discurso, uno de tantos, al que nos tenía acostumbrados ese profesor. 

La promesa del maestrillo a la salida del templo-alcázar de Villasirga  tardó en cumplirse poco más de tres semanas. Y sobrepasó con creces los límites que nos habíamos propuesto.
Embutidos desde primeras horas de la mañana en  la vieja furgoneta del colegio hicimos los mayores una larga excursión a la ciudad de Burgos. 
La  denominada, por apodarla de alguna manera. furgoneta, era un renqueante y  protohistórico vehículo. Con el volante a la derecha. Lo conducía el Hno. Castro. Servía lo mismo para llevar gente a la capital que para cargar patatas en los campos cercanos. 
Luis Castro era un gran músico. Compositor de canciones y de las numerosas comedias musicales que representábamos en las navidades.

-Supongo -se atrevió a comentar uno de los viajeros- que además de llenar el depósito le habrá usted compuesto, Hermano, algún motete o algún himno para animar a este cacharro…
-Y que nos lleve enteros a destino –dijo otro mirando a las ruedas más lisas que un pergamino antiguo

El Hno. Castro tarareó los primeros compases del “Himno de la Legión” hasta llegar al final de la primera estrofa :  Mas, si alguno quién era le preguntaba, / con dolor y rudeza le contestaba:
Y todos a una, a voz en cuello, le replicamos: … soy el novio de la muerte / que va a unirse en lazo fuerte / con tan leal compañera
El padre que nos acompañaba cortó el himno con un gesto rápido.
Y para que todo no quedara en una laica manifestación de tintes tétricos, nos hizo rezar tres Avemarías implorando la protección de la Virgen del Camino.

Castro se sentó al volante. Detrás de él nos incrustamos, como sardinas enlatadas, los once alumnos de quinto curso más el profesor.
Yo iba en la parte trasera. El bamboleo de la carraca y el olor a petróleo mal quemado me duró una temporada larga.

Pero llegamos a la meta. E incluso volvimos. Fue una jornada inolvidable. Por el transporte. Había que parar cada poco. Para que los cuerpos de los viajeros salieran a tomar aire y recuperaran su elasticidad. Y para que los "caballos" de la furgonetilla tomaran algún resuello. Y luego el recorrido por la monumental "Caput Castellae", la ciudad de Burgos.

Pasado el arco monumental de Santa María, una de las doce puertas del Burgos medieval de la que se habla en el Cantar de “Mio Cid”, avistamos la catedral. Imponente la fachada y sus  dos esbeltas torres rematadas con las agujas de los chapiteles. Detrás las torrecillas  de la Capilla del Condestable y la linterna del crucero.Todo en un conjunto de maravillosas proporciones.
Conseguimos un guía. Un “cicerone”. Era un viejito cultísimo que nos condujo por losmás intrincados secretos del monumento. Desde el arcón de Mío Cid y el Papamoscas hasta la maravilla de la Escalera Dorada y el sepulcro del Cid y Jimena bajo la linterna del crucero.
El profesor apoyaba las anécdotas del “cicerone” con observaciones sobre  la arquitectura gótica. Coincidían con los detalles que teníamos  en los apuntes de clase, dictados por él mismo.

Nos permitieron acceder a los corredores y galerías exteriores junto a pináculos, contrafuertes y balaustradas centenarias flanqueando el fabuloso cimborrio del Condestable.  Y sacamos fotos que luego revelaríamos en el modesto laboratorio del colegio.

Poca atención le prestamos al monasterio de Las Huelgas que vimos a continuación. Efectos del cansancio. Aunque nos recordó momentos cumbres de la Historia de España. Porque allí está el sarcófago de Alfonso VIII, el de Las Navas de Tolosa, y de su esposa Leonor de Plantagenet, fundadores del monasterio.

Después de comer descansamos de las duras caminatas por la ciudad en un cine de estreno en el Espolón. La película fue muy alusiva a nuestra condición de alumnos de un colegio de jesuitas. Se llamaba “El Capitán de Loyola”. “Un héroe, un caballero, un santo”, decía el folleto de presentación. Su argumento: la vida de San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús, desde sus aventuras juveniles hasta la constitución de la Orden. Guión cinematográfico de José María Pemán.

La última visita fue a la Cartuja de Miraflores, orillas del río Arlanzón, a tres kilómetros de la ciudad.

Era noche cerrada cuando llegamos de vuelta a San Zoilo. El portero preguntó:

-¿Qué tal?
-Planchados -le contestó alguno, mientras corría renqueando hacia el dormitorio

Yo esa noche, por la inolvidable impresión que me produjo  la visita a Miraflores soñé  que volvía a la cartuja y me convertía en monje silencioso de por vida. Alguien me zarandeaba para despertar. Pero yo no podía responderle. De tanto estar callado se me había fundido la lengua con el paladar. Además ya no era yo. Era una estatua. La del fundador, San Bruno, que está a la entrada del templo. Desde mi hornacina oía los comentarios de la gente sobre el realismo de mi efigie.  

-¡Qué maravilla! Si parece como que quisiera hablar
-Pero no puede, hombre…¿no sabes que es cartujo?




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