La última infancia y la primera
adolescencia son etapas imprecisas, moldeables aún, idóneas para absorber como
una esponja el cauce y la corriente que desde el exterior le van marcando sus
educadores. Esa fue la etapa que nos tocó vivir durante un lustro de hierro
entre los muros adustos, pero cálidos, de un antiguo convento.
El cauce por donde discurría toda
la actividad diaria era la condición de “llamados” por designio divino. Ciento
veinte jovencitos estaban tocados por la selectiva varita mágica de la “vocación” religiosa. Gran número de
ellos se desplomaba en el camino. Ya lo decía la cita bíblica: “Muchos son los llamados, pero pocos los
escogidos”.
Los elegidos, los selectos, serían
los que decididamente se subieran al par de balsas que, en dos afluentes
paralelos, conducían a buen puerto. Esas dos corrientes eran: la religiosidad primero y, en paralelo, el
esfuerzo por la formación académica y buen
comportamiento. Lo percibimos, como en otra parte ya he dicho, desde los
primeros meses de nuestra estancia en San Zoilo. Cada uno hizo luego la
travesía a su manera.
La perseguida formación integral
“apostólica” incluía en primer lugar numerosas prácticas religiosas. Por
repetitivas, seguro que para muchos, entre los que me incluyo, desembocaban en
una tediosa monotonía.
Misa y comunión diarias. Confesión
semanal los sábados. Rosario a primera hora de cada tarde. Las Ave Marías
echadas al vuelo al sonar las campanadas del reloj como las palomas que salían
sobresaltadas por los ventanucos de la torre. Ejercicios y retiros
espirituales. Visitas al Santísimo. Pláticas. Charlas misionales. Novenas…

Examina
aquí en qué faltas has caído durante el día:
1º Para con Dios – Si al despertar
por la mañana has levantado el corazón a Dios; y si has rezado devotamente tus
devociones.
–Si has estado atento en la iglesia al ofrecimiento de obras, misa y comunión y si en el rosario y todos los demás actos piadosos has estado con la devoción y compostura debidas.
–Si has estado atento en la iglesia al ofrecimiento de obras, misa y comunión y si en el rosario y todos los demás actos piadosos has estado con la devoción y compostura debidas.
2º Para con el prójimo. –Examina si
has tratado con el debido respeto a tus Profesores y Superiores. –Si has
murmurado de ellos o de otras personas, y si has guardado a todos las
consideraciones debidas. –Si por una secreta envidia te alegras de que no
salgan bien las cosas a algún compañero. –Si con tus palabras o con tu mal
ejemplo has desedificado a los demás, y si les has inducido de alguna manera a
faltar a la disciplina del seminario.
4º Para contigo. –Examina si has
faltado a los sagrados deberes de la aplicación no empleando bien el tiempo en
las clases y en el salón de estudio. Si has faltado a la templanza en la mesa.
Si has acudido al amparo de la Virgen al asomar alguna tentación.
Seguía una extensa oración a coro
reconociendo las ofensas cometidas y proponiendo su corrección y satisfacción
para el futuro.
El Padre Espiritual, al que se
podía acudir en cualquier momento por algún problema particular, llamaba a los
chicos periódicamente.
-¿Y
qué le cuento yo ahora? -me decía Pablo- dame una idea, hombre
-Pues
primero le saludas
-Buenas
tardes, Padre –el guaje esbozaba una profunda reverencia y el ademán de besar
la mano al sacerdote- Ya está. Ahora ¿qué?
-
Ahora tú no te adelantes. Deja siempre que él te pregunte.
-Bien
-Luego las cosas
van saliendo solas como las cerezas. Y todo acaba con unos consejitos de andar
por casa
-Vale –dijo sin
entusiasmo.
Y el chaval salió de la sala de
estudio cabizbajo, con una comezón en el estómago y la boca reseca igual que
si hubiera mordisqueado un palo de
regaliz rancio.
Las grandes festividades religiosas,
Navidad, Semana Santa, Santos Jesuitas como S. Francisco Javier, el mes de
Junio dedicado al Sagrado Corazón… representaban a lo largo del año un plus de
prácticas piadosas.
La más especial de las devotas
manifestaciones que envolvían a los colegiales a lo largo del año era el mes de
Mayo. Era un mes repleto de demostraciones de afecto y devoción a la Virgen
María. Mes de las “flores”. De los “obsequios”. Papelitos que se escribían cada
día ofreciendo una buena acción, sacrificios o promesas a la Virgen que se
depositaban en los buzones de las clases.
El día 31 todos esos
buenos deseos se quemaban frente a la hornacina de la Virgen de la Huerta
adosada al muro que lindaba con el convento de las carmelitas. Asistía el
colegio en pleno. Cada clase recitaba una poesía. La coral entonaba cánticos
marianos a tres y cuatro voces. Del otro lado de las tapias el eco devolvía
otras canciones de voces cristalinas y un enjambre de pétalos de rosas lanzadas
por las monjitas de clausura.
La cúspide de la devoción a la
Virgen se alcanzaba con la admisión a la verdadera élite del colegio: la
Congregación Mariana. Se entraba en ella tras una meticulosa criba.
No pasaban todos la seleccion.
Franquear el dintel de la Congregación constituía prácticamente un
salvoconducto, el espaldarazo que confirmaba el arraigo del nuevo congregante
en su vocación. Era la flor y nata de la casa.
Por ese barniz elitista, la dicha
institución me produjo siempre una velada aversión. Pero no había más remedio que bregar para
llegar a ser "congregante".
Había tres clases de congregantes:
la junta, la corte, y el congregante raso. Sus miembros llevaban, para
ponérselas todos los domingos y celebraciones importantes, medallas y orlas que
les diferenciaban. Eran bandas, tamaño bufanda, para los de la junta. Amplia
cinta para la corte. Modesto ribete para la clase llana.
Yo fui admitido tarde, en el tercer
año, y nunca pasé de congregante mondo y plano. Motivos habría para ello.
Era la junta la que
aprobaba, tras largas deliberaciones, a los nuevos integrantes de la
Congregación.
Durante dos meses los candidatos
recibían la categoría de aspirantes. Se les imponía en una reunión privada un
cordoncillo con medalla.
Superado el balance positivo, se
hacía la admisión en regla con diploma
acreditativo, insignia y cinta ancha, en
un acto muy solemne ante la estatua particular de la Virgen de la Congregación.
Asistía toda la comunidad.
Una vez admitido, podías
añadir a tu firma con todo orgullo las
siglas “cm”: congregante mariano.

Cada quince días se leían en público cinco notas
generales: Deberes Religiosos, Conducta General, Aseo, Urbanidad, Aplicación al
Estudio. La nota exigida para entrar en la Congregación era de 7 a 10 en cada una de ellas. Y
una vez dentro…cuidadito!. Un solo 6 ó un 5 acarreaban aviso de expulsión. Si
no se reparaban al cabo de un mes, el resultado era la exclusión automática de
la institución mariana.
A partir de
la lectura quincenal de notas planteaba uno de los jesuitas de San Zoilo. que
fue director de la Congregación Mariana, el siguiente retrato ideal del
estudiante carrionés:
“…un alumno que entra en la iglesia o
capilla con gran respeto y formalidad, que reza con devoción y modestia; que se
porta en todas las circunstancias con verdadera responsabilidad de persona
comprometida con el reglamento del colegio; que anda perfectamente aseado y
limpio, tanto en su persona como en su dormitorio y demás enseres usados por
él; que muestra ademanes adecuados, como persona fina, que sabe tratar a los demás
con dignidad, pero con verdadera amistad, respetando la regla del tacto sin
verdadera necesidad; que es un verdadero ESTUDIANTE, trabajo que desean de él
sus padres, profesores educadores y superiores. Añádase a esto que, según la
orden del Provincial, los inspectores o tutores tenían que dejar solos a los
alumnos en estudios, composiciones o recreos, sin vigilantes, pues el que no
cumpla con su deber por convicción propia no vale para la Compañía”
La aplicación del último punto, dejar solos a los
alumnos, era muy relativa. Se solía aplicar en gran parte con los alumnos de los últimos
cursos. En general teníamos las veinticuatro horas del día a algún maestrillo
que se ocupara de nosotros. Y sabíamos que el resto de profesores nos
escrutaban además con el rabillo del ojo en todo momentopara indicar en su momento -“soplar” lo
llamábamos- al Prefecto de disciplina las incidencias observadas.
Fue lo que a mí me pasó cuando en una de las
lecturas de notas me escuché atónito:
-Y
usted, joven, a ver si cuida un poco más sus uñas. Evitará el deterioro de
algún libro de la biblioteca, lo cual es una manifiesta agresión al patrimonio
común. Y ya sabe usted a lo que me refiero.
Claro que lo sabía. Fue un “soplo” del profesor
que un día estaba solo conmigo en la biblioteca. Motivo: el rasguño que, en el
azoramiento final de mis pesquisas, le hice al bíblico libro del “Levítico”,
cuando acabé mi investigación sobre el sentido de la Purificación de las madres
tras los cuarenta días de su “alumbramiento”.
Lo que de verdad disgustaba, a mí por lo menos, no
eran los profesores que al fin y al cabo estaban para eso, corregir y dirigir
nuestro comportamiento, sino los compañeros soplones. Y los había. Por aspiraciones
personales de los que catalogábamos como
enchufados unos o porque con su cargo en la comunidad así lo tenían
encomendados otros: encargados de clase, ediles, por ejemplo, o miembros de la
junta y corte de la Congregación Mariana.
Esta tenía sus reuniones o academias semanales. Se
estudiaban en ellas temas sobre actualidad religiosa en España y en el mundo. Y
se examinaba especialmente la actitud de los nuevos candidatos a la Congregación. Si tenían
que llamar a alguno la atención lo hacían por breves recados escritos a los
interesados: “Te has burlado a sus
espaldas del profesor X”, “Llegas con frecuencia tarde a las filas”, “No se ve
mucha aplicación en tus deberes religiosos”…La impresión de estar sujeto a un espionaje continuo por tus "modélicos" compañeros, aunque fuera supuestamente admitida para tu personal mejora, se vivía en el fondo como una situación hiriente y desagradable..
Las prácticas piadosas eran iterativas y, por lo
general, aburridas y monótonas. No era difícil por cierto adaptarse a ellas.
Sin necesidad de sobresalir. Ese creo que fue mi caso. Y eso fue seguramente lo
que me impidió subir peldaños en el escalafón del núcleo cimero de los
congregantes.
Me salvó por otro lado, sin duda, mi comportamiento de niño bueno y de tenaz
trabajador en los estudios.
Rara vez bajé de ocho en una nota de estudio. Tuve
por el contrario bastantes sietes en deberes religiosos. Porque, aun siguiendo
de monaguillo, actividad que me venía de mi más tierna edad en el convento de
las monjitas de Villandrando en Palencia, llegaba con frecuencia tarde o muy
ajustadito a los oficios. Y, además, excepto en las actividades misionales de
los veranos, nunca creo que destaqué por el ardor y cierto misticismo que
muchos hacían patentes en la vida diaria.
Lo dicho. Lo justito en deberes religiosos. De
siete. Pero, en fin, como se dice: “más vale
un siete que un descosido”.
Predominó en aquellos años una acentuada rigidez en
la formación espiritual. No era exclusiva de nuestro centro escolar. Tal rigor,
dada la edad de los alumnos en incipiente maduración, suele arrastrar acusados inconvenientes. Los
escrúpulos y la casuística. La zozobra moral de no pisar en tierra firme. Que
si consentías, que si no. Leve o grave. Venial o mortal. Y la continua tirantez
de la autoexigencia y la responsabilidad.
Porque para entrar en la milicia ignaciana no bastaba con ser buenos, teníamos
que ser los mejores.
Una de las ventajas de nuestro aislamiento en el reducto privilegiado del monasterio carrionés de San Zoilo fue encontrarnos al abrigo de esa especie de mística contaminación.
En nuestro colegio existía es verdad un concepto
severo de la disciplina y del trabajo académico, y un entrenamiento constante,
machacador y por lo general tedioso, en el terreno de la religiosidad.
Pero puedo asegurar que distaba mucho del ambiente
militarista. El colegio de San Zoilo no era un “cuartel de niños”.
Admitir el orden como pauta de comportamiento le
da al adolescente un patrón de seguridad que evita las continuas pulsiones enfrentadas
propias de la edad. Para conseguirlo hay que saber presentar a los alumnos una
serie de obligaciones, sin tenerle miedo a esta palabra, que le tengan
constantemente ocupado.
A los alumnos de San Zoilo no les quedaba tiempo
para el aburrimiento. Las actividades religiosas podían ser en algunos momentos apabullantes. Las
académicas abrumadoras. Pero había otras
muchas, que se imbricaban incluso con las anteriores, compensatorias,
atractivas y gratificantes: deportes, teatro, salidas al campo, filatelia,
fotografía, concertaciones, academias de todo tipo, observación directa de la
naturaleza, música y… tiempo, mucho tiempo, para la lectura que, junto con el
crédito de buenos maestros, es una baza definitoria en el
periplo futuro de cada escolar.
Ora et
Labora. La textura de la formación integral del apostólico carrionés era
simple y al mismo tiempo sólida. Un bastidor de base sobre el que se tensaban
los cabos fundamentales. Luego se iban pasando, al haz y al envés, los hilos
que formarían la trama definitiva, el quehacer diario, aparentemente monótono,
pero moteado en el fondo con una gran variedad de actividades.
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