domingo, 29 de noviembre de 2015

TODOS SOMOS GRIEGOS ( Y DESPUÉS LATINOS )

El armazón que sustentaba la vida diaria en el colegio se llamaba “distribución”, es decir el Horario de cada día. Este horario podía variar los  jueves, sábados, domingos, fiestas religiosas o imprevistos agradables que solía exponer en público el “Brigadier”, la máxima autoridad entre los alumnos.
La distribución de los días ordinarios consistía en: levantarse a las siete. Aseo y orden en dormitorios y camarillas.
Media hora después se bajaba a la capilla. Angelus, ofrecimiento de obras, misa y comunión diarias.
A las ocho y media, primer estudio del día. Desayuno y un corto recreo a las nueve. La primera clase a las nueve y media, seguida de un recreo cortito.
Diez y media, estudio para prepararla  y a continuación la segunda clase. A las doce unos veinte minutos de solfeo y música y luego la comida. Seguía el recreo más largo del día.
La tarde comenzaba a las tres con el rezo del rosario al pie de los pupitres. Un tercer estudio a las tres y veinte, seguido de la tercera clase del día. Había otro recreo largo a las cinco hasta que, a las seis comenzaba el último estudio preparatorio de la cuarta clase.
Las ocho era la hora de la “composición”: las tareas señaladas sobre las tres materias estrella: Latín, Griego y Castellano.
Se cenaba a las nueve. Inmediatamente se subía al coro de la iglesia para el examen de conciencia diario, y a la cama.

La “distribución ordinaria representaba pues ocho o nueve largas horas de trabajo diario. Incluso los sábados y domingos, con su particular distribución, había unas dos horas de composición latina o griega.
No es de extrañar que en los últimos cursos domináramos los clásicos latinos y algunos griegos. Habláramos un incipiente latín. Tradujéramos piezas significativas de la literatura latina.

Desde el principio nos comentaron que el latín y el griego eran dos lenguas muertas, en contraposición a las lenguas vivas actuales. Aunque, por cierto, especialmente el latín esté en el origen de muchas de ellas.

 -Pero, ojito, eh? –alertaba el profesor de esta asignatura- El Latín no es ninguna
momia en descomposición. Aquí muerto  no es sinónimo de cadáver. Me indigna que hayamos tenido que tragarnos tradicionalmente este sapo cuando el latín conserva una hechura mucho más sólida y expresiva que bastantes de los lenguajes actuales. Si, como dicen, el lenguaje es la fábrica del pensamiento, yo le desafío a muchos de los idiomas modernos a que compitan en lógica y en exactitud con la expresión latina.

 -Mucha razón tiene vuestro maestro de latines -nos comentaba luego el profesor de Historia-. No hay que olvidar con todo la evolución de las sociedades. Es verdad que el Latín no ha muerto. Ni está momificado…Llegó a “estancarse” en cierto momento. Ese parón supuso el nacimiento de las lenguas latinas modernas. Pero el quehacer de los clérigos y el saber de muchos hombres cultos han logrado conservarlo con el entramado íntegro y casi geométrico de su tejido lingüístico.

Casi geométrico. Era cierto. Aprender y analizar el latín era como componer y descomponer un inmenso mecano. Sus piezas –declinaciones, conjugaciones, terminaciones, casos…- tenían que encajar en una construcción ajustada, sin gazapo alguno posible. Era un innegable instrumento para el cultivo de la inteligencia lógica. Y además el arma indispensable para entrar en el mundo de los autores clásicos.

Traducir bien textos latinos era más difícil que analizarlos. Analizar era pura mecánica.
La traducción exigía el esfuerzo de la interpretación del autor latino y su elegante traslación a la lengua propia.
Superando este escollo, con apenas quince años cumplidos, yo me animé en una primavera de 1947 a traducir al verso castellano nada menos que la famosa Oda sobre una vida feliz, “Beatus ille…”, del gran poeta latino Horacio. En una Academia pública comparamos esta obra con la famosa Oda a La Vida Retirada de Fray Luis de León.

Aún  conservo la traducción de la pieza horaciana en el cuaderno de composición castellana, meticulosamente corregido por el profesor de la asignatura.

Así fue cómo  empezamos a asomarnos al espléndido ventanal de los Clásicos griegos y latinos.
Nuestros libros ordinarios de aventuras en esa primera etapa eran las Guerras de las Galias y La Anábasis. Los  héroes, César y Jenofonte. De Julio César aprendíamos estrategia. De Jenofonte la resistencia a las tiranías.

<<La Anábasis, que en griego antiguo  significa “Marcha al Interior” es el relato de la expedición de 10.000 soldados griegos que hacia el año 400 a. C. contrató Ciro, pretendiente al trono de Persia. Eran en su mayor parte descendientes de los famosos veteranos de las guerras del Peloponeso. En sus pesados escudos iban grabados nombres de gloriosas batallas como las de Platea, Maratón, Salamina o las Termópilas. Y, como ya había sucedido en esta última,  los diez mil fueron también traicionados por sus aliados que, al caer Ciro, se pasaron al bando contrario. Empezó entonces la retirada, un largo periplo para los griegos, perdidos y sin recursos más allá de Babilonia, en las profundidades del Imperio Persa. Funcionaron como una república errante. A Jenofonte, jefe de la expedición, le seguía una joven llamada Abria. Ella es la narradora de ese  interminable y azaroso viaje de regreso a Grecia durante miles de kilómetros en dirección contraria, hacia el Norte, para evitar atravesar  de nuevo el territorio persa.>>

A ciertos profesores  les gustaba hacer una especie de “Historia Comparada” a propósito de algunos episodios de la historia latina o griega.

-“Thalassa, Thalassa!!” (El Mar, el Mar!!) -fue el famoso grito que, aliviados, lanzaron los que sobrevivieron de los diez mil griegos al divisar a lo lejos la inmensa plataforma azul oscuro del Mar Negro y las naves que posibilitarían su regreso a la patria.

El profesor de Griego, coincidiendo con el grito final de la Anábasis, comentó entusiasmado:

-Ese clamor emocionado en el crepúsculo lejano de las inmediaciones del puerto de Trebisonda, a orillas del Mar Negro: "El Mar, el Mar!!”, tiene una réplica exacta  en aquel amanecer  de la isla Gunahaní, en el que desde la cesta del mástil  de la carabela Pinta, Rodrigo de Triana gritó "Tierra a la vista!!"... a los ya desalentados marinos de Cristóbal Colón.

Su entusiasmo fue no obstante más apasionado cuando terminó de evocar dos grandes gestas de los griegos: Las Termópilas y Salamina.

<<El tirano Jerjes, Rey de Persia, decidió someter a toda Grecia. Reunió una enorme flota y un ejército de más de dos millones de soldados. Montó una pasarela de barcazas para atravesar el Helesponto con sus tropas. Una tormenta destruyó parte del puente. Al muy bruto fanático no se le ocurrió, antes de reconstruirlo de nuevo, más que ponerle grilletes al mar enfurecido, propinarle trescientos azotes con unas cadenas de hierro incandescentes y ejecutar a los constructores.
Su escuadra se dirigió hacia Atenas por el mar Egeo. El ejército de tierra bajaba paralelo al mar cuando se encontró con los más aguerridos combatientes de Grecia, atrincherados en un desfiladero de apenas veinte metros de ancho, llamado “Puertas Calientes”: Las Termópilas. Los resistentes helenos lograron frenar algunos días al gran ejército.  A Leónidas, el mítico jefe griego, le dijeron que las flechas lanzadas por el descomunal ejército de Jerjes podían llegar hasta tapar la luz del sol. Y él respondió: “Pues lucharemos a la sombra”. Y cuando recibió el ultimátum del general persa para que depusiera las armas, le contestó: “Decidle que venga él a buscarlas”
Un traidor, “Eifaltes”, que en griego significa “pesadilla”, enseñó a los invasores el camino para envolver al menguado ejército griego y sitiarlo por la espalda. Murieron todos. Entre ellos, los famosos 300 espartanos conducidos por el rey Leónidas. Posteriormente se erigió en el lugar de la batalla una estela que decía: “Caminante, si vas  a Esparta diles que aquí hemos dado la vida por obedecer sus leyes”.>>

-Morir, antes que rendirse -interrumpió  de improviso el maestrillo su recital ante los fascinados escolares- ¿A quién os recuerdan los trescientos de las Termópilas?

La respuesta pareció muy fácil. En el reciente estudio sobre la invasión romana de España  habíamos estudiado, e incluso escenificado, los heroicos relatos de Sagunto y de Numancia. Alguien recordó también al pastor Viriato. Y la coincidencia en el caso con un traidor, como el de las Termópilas, que le vendió al enemigo.

-Hay una diferencia -comentó un alumno- Cuando el soplón que traicionó a Viriato fue a por su recompensa, el digno senado romano le despachó con  la famosa sentencia: “Roma no paga traidores”

Hubo quien derivó la atención al gesto de Guzmán el Bueno que, en el sitio de Tarifa, dejó que mataran a su hijo antes que entregar la plaza a los moros.
De ahí otro sacó a colación al General Moscardó que hizo algo parecido en el cerco del Alcázar de Toledo durante la pasada guerra civil española. O el asalto al Cuartel de la Montaña en Madrid y el asedio al Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza en Jaén, porque  ambos episodios, narrados en el libro de “La Cruzada Española”, se habían leído recientemente  durante los tiempos de silencio en el refectorio.

-No me refería a hechos puntuales de la pequeña intrahistoria nacional  -puntualizó el maestro- sino a acontecimientos de importancia más relevante en la Historia Universal.

<< Aplastada la resistencia de las Termópilas,  las tropas de Jerjes dominaron sin opsición el Atica entera. Tomaron y arrasaron Atenas. Los atenienses supervivientes se refugiaron en la isla cercana de Salamina. Y allí, por obra del gran estratega griego Temístocles, les ocurrió  a los persas, pero esta vez en el mar, algo parecido a lo sucedido  a los espartanos en el estrecho de las Termópilas.  Temístocles, con engaños y espías falsos, logró encerrar a la flota persa en la estrecha manga de salida de la bahía de Salamina. Los trirremes griegos, mucho más pequeños y ágiles que los pesados navíos persas, hostigaron sin descanso a los sitiados barcos de Jerjes hasta arrancarles los remos y dejarlos paralizados. La flota persa fue totalmente destruida en Salamina. Y la victoria, después de algunas batallas más, significó para los griegos el fin de la amenaza permanente de la invasión  de Grecia por los tiranos persas>>

Una mano se levantó más veloz que los trirremes griegos.

 -Yo sé un hecho histórico comparable a la victoria griega de Salamina –intervino raudo uno de los oyentes al terminar el relato
-Usted dirá, Don Rápido!
 -Fue en Lepanto, la armada que contra los turcos mandaba D.Juan de Austria
 -Sí señor. Así fue. La victoria de Lepanto, como en el caso de Salamina con los persas, cerró el paso a la invasión de Europa por el imperio otomano.
-Pues a mí me recuerda -dijo Andrés- aunque hiera nuestro honor nacional, al vapuleo que los barquitos ingleses, o los elementos como dijo el cabezota del rey Felipe, le metieron a los galeones de nuestra llamada con ironía “Armada Invencible”
-Muy bien los dos -dijo el profesor, aunque se notaba que le daban ganas de responder a la desenfadada interpretación del segundo alumno- Pero quiero llamaros la atención sobre  algo más reciente que entronca  de manera admirable con estos hechos decisivos de la Historia.

Siguió un largo silencio. No llegamos a adivinar la insinuación histórica del profesor. Sacó entonces de un abultado cartapacio un montón de recortes de periódicos. Los extendió pausadamente sobre la mesa. Hicimos corro alrededor de una impresionante exposición de fotos bélicas. Barcazas repletas de soldados, tanques, paracaídas, combatientes tendidos sobre la arena…

 -Son instantáneas de hace apenas dos años. De la segunda Guerra Mundial. Nos han ido llegando con cuentagotas. Yo las conservo porque convencido estoy de que no solo en años sino en siglos venideros se hablará de ellas como de un hito histórico para la Humanidad.

Nosotros no leíamos periódicos, ni oíamos la radio. Así que poco podíamos saber de los derroteros de aquella otra guerra  que siguió, en el intervalo de pocos días, a nuestra malhadada guerra civil. Tuvieron que ser los heroicos griegos de Salamina quienes nos introdujeran en los momentos históricos, que, sin saberlo, acababan de producirse escasos meses antes  a pocos kilómetros, en nuestra vieja Europa.

<<El llamado “Dia D” por los aliados de la segunda gran guerra  del siglo XX
 empezó a las tres de la mañana del pasado 6 de junio de 1944. Fue el Desembarco de Normandía. De hecho estaba planeado para el día 5. Una tempestad lo impidió. -¿Os acordáis que otro temporal retrasó también a Jerjes el traslado de sus tropas en el Helesponto?-
Ha sido la mayor operación marítima de desembarco conocida hasta la fecha. Comparable sólo a la que aquellos Persas montaron en la antigüedad para la invasión de Grecia.
El plan fue diseñado por dos grandes generales norteamericanos: Marshall y Eisenhower.
A lo largo de 80 kilómetros de playa, más de 150.000 soldados, respaldados por cientos de aviones y barcos de guerra, establecieron en menos de veinticuatro horas la primera “Cabeza de Playa”  que permitiría luego transportar de Inglaterra a Francia a más de tres millones de soldados e iniciar así la liberación de la Europa ocupada por otro tirano llamado Hitler.
La táctica que los aliados usaron para esta operación me recuerda también a la estrategia que el mismo Temístocles empleó en la batalla de Salamina: la desorientación del enemigo. Durante largos meses se hizo creer al ejército alemán que el desembarco se haría en el estrecho de Calais, en la reducida franja de mar que separa Inglaterra de Francia. De hecho, para engañar a los aviones espías nazis, el famoso general americano Patton había creado un gran ejército ficticio. Había sembrado enormes extensiones de terreno al sur de Inglaterra con tiendas de campaña vacías, tanques y aviones hinchables  y emisoras piratas falsas.
En las primeras horas del desembarco de Normandía murieron más de diez mil soldados.
Por detrás de las líneas alemanas que bordeaban la costa, no muy numerosas, puesto que el desembarco lo esperaban en otro sitio, se lanzaron varias brigadas paracaidistas.
Cuando se estableció el contacto entre estos paracaidistas y los soldados desembarcados en las diferentes cabezas de puente de la playa se consideró cubierto el objetivo.
El camino  de la liberación estaba abierto. La Resistencia Francesa iba destruyendo puentes y vías férreas para facilitar el avance. Dos meses después, el 25 de agosto de 1944, las tropas aliadas entraban triunfalmente en París>>

El episodio de Normandía no es más que un ejemplo. Tirando del hilo de los clásicos griegos y latinos ahondamos  con frecuencia en el intrincado ovillo no sólo de la Historia sino de muchos otros aspectos de la vida y de la experiencia cotidiana.
Si el Prefecto de Disciplina o un profesor te echaba una“Filípica” era sinónimo de la bronca que te habías ganado por tu mal comportamiento o tu desidia en los estudios.
Los alumnos de la Academia de Declamación nos aclararon en un acto público el sentido de esa palabra. Y recitaron fragmentos de los cuatro discursos, Filípicas de Demóstenes, un apasionado alegato contra la amenazadora ansia de poder de Filipo II de Macedonia sobre Atenas y las demás ciudades-estado griegas.

Demóstenes se convirtió así en un modelo de tesón indomable para los que pretendíamos en el futuro dominar el arte de la Oratoria. De él se contaba las numerosas dificultades que tuvo en su juventud para argumentar sus discursos y, sobre todo, los problemas de dicción y potencia de voz, objeto de burla para Esquines, su adversario en el Ágora de Atenas. Para corregirlos Demóstenes daba largas carreras recitando poemas con piedras en la boca. O se apostaba a orillas del mar embravecido  tratando de superar con su voz el estruendo de las olas.

Fue un gran acierto el iniciarnos desde tan corta edad en el mundo clásico de griegos y romanos.
No sólo porque “in situ” eran apasionantes las páginas y los innumerables episodios capaces de impactar la imaginación de mentes juveniles.
La Ilíada y la Odisea, esas dos obras de un cronista ciego llamado Homero, que son la peana sobre la que se asienta toda la literatura occidental. La Eneida de Virgilio, los poemas de Ovidio, las guerras de las Galias o la ya citada Anábasis, entre muchas otras más, todas eran una fuente inagotable de historias, mágicas intervenciones mitológicas, amistades, odios, intrigas y aventuras sin fin.

-“Todos somos griegos”. Lo dijo un poeta inglés, Percy Shelley. Esa frase es cita obligada cuando se habla de la influencia que ha ejercido la cultura griega en nuestra civilización. Así es. Queramos o no seguimos abrevándonos en manantiales griegos.

Era la reflexión del profesor de arte al culminar el curso del 48. Acabábamos de repasar minuciosamente, de cara al examen final, toda la escultura y la arquitectura de los griegos. Hubo  una encuesta en clase en la última semana  sobre el monumento más fascinante del arte griego. Ganaron “Las Cariátides”, estatuas de mujeres que sostienen como columnas el entablamento del templo Erecteion en la Acrópolis de Atenas.

Como colofón nos resumió el arte griego en dos palabras: proporción y“areté”. Difícil de entender esta última. Era, referida al arte, algo así como “equilibrio y excelencia al expresar la belleza”.
           
-Pero en la historia de los griegos la “areté” no se aplica sólo -continuó diciéndonos- a su arte. Se extiende también a la ciencia, a la filosofía, al teatro,  a la política.  La plataforma sobre la que se asienta la “areté” es la idea de la perfección. Acabar bien todo lo que se comienza. Ser capaz de disertar, razonar y actuar con éxito. Para un militar es la valentía y pericia en los combates. Es la astucia de Ulises e incluso de su mujer Penélope, cuando de noche destejía el pedazo de túnica hilado durante el día, para engañar a los falsos pretendientes al trono de su esposo. La areté permitió el paso de las creencias míticas a la razón y del desorden a la organización y a la democracia de las “polis” griegas.  Por eso destaca el pensamiento filosófico-ético-político de los grandes griegos como Pericles, Sócrates, Aristóteles y Platón. Cuando os llegue el momento, tenéis que estudiar siempre a estos autores bajo esta perspectiva. No lo olvidéis.

Cerró con parsimonia el libro de apuntes que nos había dictado durante largos meses. Parecía meditar, dudar incluso en lo que quería decirnos. Nadie se movía. Porque la costumbre era que los alumnos no se levantaran de su pupitre antes de que el profesor lo hiciera y diera la orden. Se incorporó sobre la tarima. Y dijo brevemente:

            -Los griegos tuvieron sus defectos.-dijo brevemente- A ninguno de vosotros se le ha ocurrido preguntármelo. Desde luego que no eran perfectos. Ahí está su fatalismo dominante durante siglos. El desprecio por los débiles y por los enemigos. La lacra de la esclavitud. La condición de la mujer relegada casi siempre a segundo término. El caso es que tenían el arma para superar esos fallos. Bastaba con sublimar y ampliar a esos campos el básico concepto de la “areté”. Fue lo que luego consiguió la cristiandad en sus primeros siglos. La “areté” griega se transformó desde el primer momento en lo que desde entonces conocemos como la “virtud” cristiana. Registrad también este pensamiento para vuestros futuros estudios de los Clásicos. No es el menor de todos los valores que nos ha aportado la cultura griega.

-Podéis salir.

Y recogimos nuestros apuntes y libros. Felizmente nos esperaba aún en años próximos un largo camino a recorrer por las calzadas romanas y los senderos bordeados de pinos y cipreses que marcaban la ascensión a las acrópolis griegas. Junto con el sentido de la disciplina  y de la responsabilidad fue esta temprana iniciación en las Humanidades Clásicas una impronta que conservaríamos toda la vida.



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