El armazón que sustentaba la vida diaria en el
colegio se llamaba “distribución”, es
decir el Horario de cada día. Este horario podía variar los jueves, sábados, domingos, fiestas religiosas
o imprevistos agradables que solía exponer en público el “Brigadier”, la máxima
autoridad entre los alumnos.
La distribución de los días ordinarios consistía
en: levantarse a las siete. Aseo y orden en dormitorios y camarillas.
Media hora después se bajaba a la capilla.
Angelus, ofrecimiento de obras, misa y comunión diarias.
A las ocho y media, primer estudio del día.
Desayuno y un corto recreo a las nueve. La primera clase a las nueve y media,
seguida de un recreo cortito.
Diez y media, estudio para prepararla y a continuación la segunda clase. A las doce
unos veinte minutos de solfeo y música y luego la comida. Seguía el recreo más
largo del día.
La tarde comenzaba a las tres con el rezo del
rosario al pie de los pupitres. Un tercer estudio a las tres y veinte, seguido
de la tercera clase del día. Había otro recreo largo a las cinco hasta que, a
las seis comenzaba el último estudio preparatorio de la cuarta clase.
Las ocho era la hora de la “composición”: las
tareas señaladas sobre las tres materias estrella: Latín, Griego y Castellano.
Se cenaba a las nueve. Inmediatamente se subía al
coro de la iglesia para el examen de conciencia diario, y a la cama.
La “distribución ordinaria representaba pues ocho o
nueve largas horas de trabajo diario. Incluso los sábados y domingos, con su
particular distribución, había unas dos horas de composición latina o griega.
No es de extrañar que en los últimos cursos
domináramos los clásicos latinos y algunos griegos. Habláramos un incipiente
latín. Tradujéramos piezas significativas de la literatura latina.
Desde el principio nos comentaron que el latín y
el griego eran dos lenguas muertas, en contraposición a las lenguas vivas
actuales. Aunque, por cierto, especialmente el latín esté en el origen de
muchas de ellas.
-Pero,
ojito, eh? –alertaba el profesor de esta asignatura- El Latín no es ninguna
momia en descomposición. Aquí muerto no es sinónimo de cadáver. Me indigna que
hayamos tenido que tragarnos tradicionalmente este sapo cuando el latín
conserva una hechura mucho más sólida y expresiva que bastantes de los
lenguajes actuales. Si, como dicen, el lenguaje es la fábrica del pensamiento,
yo le desafío a muchos de los idiomas modernos a que compitan en lógica y en
exactitud con la expresión latina.
-Mucha
razón tiene vuestro maestro de latines -nos comentaba luego el profesor de
Historia-. No hay que olvidar con todo la evolución de las sociedades. Es
verdad que el Latín no ha muerto. Ni está momificado…Llegó a “estancarse” en
cierto momento. Ese parón supuso el nacimiento de las lenguas latinas modernas.
Pero el quehacer de los clérigos y el saber de muchos hombres cultos han
logrado conservarlo con el entramado íntegro y casi geométrico de su tejido lingüístico.
Casi geométrico. Era cierto. Aprender y analizar
el latín era como componer y descomponer un inmenso mecano. Sus piezas
–declinaciones, conjugaciones, terminaciones, casos…- tenían que encajar en una
construcción ajustada, sin gazapo alguno posible. Era un innegable instrumento
para el cultivo de la inteligencia lógica. Y además el arma indispensable para
entrar en el mundo de los autores clásicos.
Traducir bien textos latinos era más difícil que
analizarlos. Analizar era pura mecánica.
La traducción exigía el esfuerzo de la
interpretación del autor latino y su elegante traslación a la lengua propia.
Superando este escollo, con apenas quince años
cumplidos, yo me animé en una primavera de 1947 a traducir al verso
castellano nada menos que la famosa Oda sobre una vida feliz, “Beatus ille…”, del gran poeta latino
Horacio. En una Academia pública comparamos esta obra con la famosa Oda a La
Vida Retirada de Fray Luis de León.
Así fue cómo
empezamos a asomarnos al espléndido ventanal de los Clásicos griegos y
latinos.
Nuestros libros ordinarios de aventuras en esa primera
etapa eran las Guerras de las Galias y La Anábasis. Los héroes, César y Jenofonte. De Julio César
aprendíamos estrategia. De Jenofonte la resistencia a las tiranías.
<<La Anábasis,
que en griego antiguo significa “Marcha
al Interior” es el relato de la expedición de 10.000 soldados griegos que hacia
el año 400 a .
C. contrató Ciro, pretendiente al trono de Persia. Eran en su mayor parte descendientes
de los famosos veteranos de las guerras del Peloponeso. En sus pesados escudos
iban grabados nombres de gloriosas batallas como las de Platea, Maratón, Salamina
o las Termópilas. Y, como ya había sucedido en esta última, los diez mil fueron también traicionados por
sus aliados que, al caer Ciro, se pasaron al bando contrario. Empezó entonces la
retirada, un largo periplo para los griegos, perdidos y sin recursos más allá
de Babilonia, en las profundidades del Imperio Persa. Funcionaron como una
república errante. A Jenofonte, jefe de la
expedición, le seguía una joven llamada Abria. Ella es la narradora de ese interminable y azaroso viaje de regreso a
Grecia durante miles de kilómetros en dirección contraria, hacia el Norte, para
evitar atravesar de nuevo el territorio
persa.>>
A ciertos profesores
les gustaba hacer una especie de “Historia Comparada” a propósito de
algunos episodios de la historia latina o griega.
-“Thalassa,
Thalassa!!” (El Mar, el Mar!!) -fue el famoso grito que, aliviados, lanzaron
los que sobrevivieron de los diez mil griegos al divisar a lo lejos la inmensa
plataforma azul oscuro del Mar Negro y las naves que posibilitarían su regreso
a la patria.
El profesor de Griego, coincidiendo con el grito final de
la Anábasis, comentó entusiasmado:
-Ese clamor emocionado en el
crepúsculo lejano de las inmediaciones del puerto de Trebisonda, a orillas del
Mar Negro: "El Mar, el Mar!!”,
tiene una réplica exacta en aquel
amanecer de la isla Gunahaní, en el que
desde la cesta del mástil de la carabela Pinta, Rodrigo de Triana gritó "Tierra a la vista!!"... a los ya desalentados marinos de Cristóbal Colón.
Su
entusiasmo fue no obstante más apasionado cuando terminó de evocar dos grandes
gestas de los griegos: Las Termópilas y Salamina.
<<El tirano Jerjes, Rey de Persia,
decidió someter a toda Grecia. Reunió una enorme flota y un ejército de más de
dos millones de soldados. Montó una pasarela de barcazas para atravesar el
Helesponto con sus tropas. Una tormenta destruyó parte del puente. Al muy bruto
fanático no se le ocurrió, antes de reconstruirlo de nuevo, más que ponerle grilletes
al mar enfurecido, propinarle trescientos azotes con unas cadenas de hierro
incandescentes y ejecutar a los constructores.
Su escuadra se dirigió hacia Atenas por el
mar Egeo. El ejército de tierra bajaba paralelo al mar cuando se encontró con
los más aguerridos combatientes de Grecia, atrincherados en un desfiladero de apenas
veinte metros de ancho, llamado “Puertas
Calientes”: Las Termópilas. Los
resistentes helenos lograron frenar algunos días al gran ejército. A Leónidas, el mítico jefe griego, le dijeron
que las flechas lanzadas por el descomunal ejército de Jerjes podían llegar
hasta tapar la luz del sol. Y él respondió: “Pues
lucharemos a la sombra”. Y cuando recibió
el ultimátum del general persa para que depusiera las armas, le contestó: “Decidle que venga él a buscarlas”
Un traidor, “Eifaltes”, que en griego significa “pesadilla”, enseñó a los invasores el camino para envolver al
menguado ejército griego y sitiarlo por la espalda. Murieron todos. Entre ellos,
los famosos 300 espartanos conducidos por el rey Leónidas. Posteriormente
se erigió en el lugar de la batalla una estela que decía: “Caminante, si vas a Esparta
diles que aquí hemos dado la vida por obedecer sus leyes”.>>
-Morir,
antes que rendirse -interrumpió de
improviso el maestrillo su recital ante los fascinados escolares- ¿A quién os
recuerdan los trescientos de las Termópilas?
La respuesta pareció muy fácil.
En el reciente estudio sobre la invasión romana de España habíamos estudiado, e incluso escenificado, los
heroicos relatos de Sagunto y de Numancia. Alguien recordó también al pastor
Viriato. Y la coincidencia en el caso con un traidor, como el de las
Termópilas, que le vendió al enemigo.
-Hay una
diferencia -comentó un alumno- Cuando el soplón que traicionó a Viriato fue a
por su recompensa, el digno senado romano le despachó con la famosa sentencia: “Roma no paga traidores”
Hubo quien derivó la atención al
gesto de Guzmán el Bueno que, en el sitio de Tarifa, dejó que mataran a su hijo
antes que entregar la plaza a los moros.
De ahí otro sacó a colación al
General Moscardó que hizo algo parecido en el cerco del Alcázar de Toledo
durante la pasada guerra civil española. O el asalto al Cuartel de la Montaña
en Madrid y el asedio al Santuario de Nuestra Señora de la Cabeza en Jaén,
porque ambos episodios, narrados en el
libro de “La Cruzada Española”, se habían leído recientemente durante los tiempos de silencio en el
refectorio.
-No me refería
a hechos puntuales de la pequeña intrahistoria nacional -puntualizó el maestro- sino a
acontecimientos de importancia más relevante en la Historia Universal.
<< Aplastada la resistencia de las Termópilas, las tropas de Jerjes dominaron sin opsición
el Atica entera. Tomaron y arrasaron Atenas. Los atenienses supervivientes se
refugiaron en la isla cercana de Salamina. Y allí, por obra del gran estratega
griego Temístocles, les ocurrió a los
persas, pero esta vez en el mar, algo parecido a lo sucedido a los espartanos en el estrecho de las
Termópilas. Temístocles, con engaños y
espías falsos, logró encerrar a la flota persa en la estrecha manga de salida
de la bahía de Salamina. Los trirremes griegos, mucho más pequeños y ágiles que
los pesados navíos persas, hostigaron sin descanso a los sitiados barcos de
Jerjes hasta arrancarles los remos y dejarlos paralizados. La flota persa fue
totalmente destruida en Salamina. Y la victoria, después de algunas batallas
más, significó para los griegos el fin de la amenaza permanente de la
invasión de Grecia por los tiranos
persas>>
Una mano se levantó más veloz que
los trirremes griegos.
-Yo
sé un hecho histórico comparable a la victoria griega de Salamina –intervino raudo
uno de los oyentes al terminar el relato
-Usted
dirá, Don Rápido!
-Fue
en Lepanto, la armada que contra los turcos mandaba D.Juan de Austria
-Sí
señor. Así fue. La victoria de Lepanto, como en el caso de Salamina con los
persas, cerró el paso a la invasión de Europa por el imperio otomano.
-Pues
a mí me recuerda -dijo Andrés- aunque hiera nuestro honor nacional, al vapuleo
que los barquitos ingleses, o los elementos como dijo el cabezota del rey
Felipe, le metieron a los galeones de nuestra llamada con ironía “Armada
Invencible”
-Muy bien los
dos -dijo el profesor, aunque se notaba que le daban ganas de responder a la
desenfadada interpretación del segundo alumno- Pero quiero llamaros la atención
sobre algo más reciente que
entronca de manera admirable con estos
hechos decisivos de la Historia.
Siguió un largo silencio. No
llegamos a adivinar la insinuación histórica del profesor. Sacó entonces de un
abultado cartapacio un montón de recortes de periódicos. Los extendió pausadamente
sobre la mesa. Hicimos corro alrededor de una impresionante exposición de fotos
bélicas. Barcazas repletas de soldados, tanques, paracaídas, combatientes
tendidos sobre la arena…
-Son
instantáneas de hace apenas dos años. De la segunda Guerra Mundial. Nos han ido
llegando con cuentagotas. Yo las conservo porque convencido estoy de que no
solo en años sino en siglos venideros se hablará de ellas como de un hito
histórico para la Humanidad.
Nosotros no leíamos periódicos,
ni oíamos la radio. Así que poco podíamos saber de los derroteros de aquella otra
guerra que siguió, en el intervalo de
pocos días, a nuestra malhadada guerra civil. Tuvieron que ser los heroicos
griegos de Salamina quienes nos introdujeran en los momentos históricos, que,
sin saberlo, acababan de producirse escasos meses antes a pocos kilómetros, en nuestra vieja Europa.
<<El llamado “Dia D” por los aliados de la segunda gran guerra del siglo XX
empezó a las tres de la mañana del
pasado 6 de junio de 1944. Fue el Desembarco de Normandía. De hecho estaba
planeado para el día 5. Una tempestad lo impidió. -¿Os acordáis que otro
temporal retrasó también a Jerjes el traslado de sus tropas en el Helesponto?-
Ha sido la mayor operación marítima de desembarco conocida hasta la
fecha. Comparable sólo a la que aquellos Persas montaron en la antigüedad para
la invasión de Grecia.
El plan fue diseñado por dos grandes generales norteamericanos:
Marshall y Eisenhower.
A lo largo de 80
kilómetros de playa, más de 150.000 soldados,
respaldados por cientos de aviones y barcos de guerra, establecieron en menos
de veinticuatro horas la primera “Cabeza de Playa” que permitiría luego transportar de Inglaterra
a Francia a más de tres millones de soldados e iniciar así la liberación de la
Europa ocupada por otro tirano llamado Hitler.
La táctica que los aliados usaron para esta operación me recuerda
también a la estrategia que el mismo Temístocles empleó en la batalla de
Salamina: la desorientación del enemigo. Durante largos meses se hizo creer al
ejército alemán que el desembarco se haría en el estrecho de Calais, en la reducida
franja de mar que separa Inglaterra de Francia. De hecho, para engañar a los
aviones espías nazis, el famoso general americano Patton había creado un gran
ejército ficticio. Había sembrado enormes extensiones de terreno al sur de
Inglaterra con tiendas de campaña vacías, tanques y aviones hinchables y emisoras piratas falsas.
En las primeras horas del desembarco de Normandía murieron más de diez
mil soldados.
Por detrás de las líneas alemanas que bordeaban la costa, no muy
numerosas, puesto que el desembarco lo esperaban en otro sitio, se lanzaron
varias brigadas paracaidistas.
Cuando se estableció el contacto entre estos paracaidistas y los
soldados desembarcados en las diferentes cabezas de puente de la playa se
consideró cubierto el objetivo.
El camino de la liberación estaba
abierto. La Resistencia Francesa iba destruyendo puentes y vías férreas para
facilitar el avance. Dos meses después, el 25 de agosto de 1944, las tropas
aliadas entraban triunfalmente en París>>
El episodio de Normandía no es más que un
ejemplo. Tirando del hilo de los clásicos griegos y latinos ahondamos con frecuencia en el intrincado ovillo no
sólo de la Historia sino de muchos otros aspectos de la vida y de la
experiencia cotidiana.
Si el Prefecto de Disciplina o un profesor te
echaba una“Filípica” era sinónimo de
la bronca que te habías ganado por tu mal comportamiento o tu desidia en los estudios.
Los alumnos de la Academia de Declamación nos
aclararon en un acto público el sentido de esa palabra. Y recitaron fragmentos
de los cuatro discursos, Filípicas de
Demóstenes, un apasionado alegato contra la amenazadora ansia de poder de
Filipo II de Macedonia sobre Atenas y las demás ciudades-estado griegas.
Demóstenes se convirtió así en un modelo de tesón
indomable para los que pretendíamos en el futuro dominar el arte de la
Oratoria. De él se contaba las numerosas dificultades que tuvo en su juventud
para argumentar sus discursos y, sobre todo, los problemas de dicción y
potencia de voz, objeto de burla para Esquines, su adversario en el Ágora de
Atenas. Para corregirlos Demóstenes daba largas carreras recitando poemas con
piedras en la boca. O se apostaba a orillas del mar embravecido tratando de superar con su voz el estruendo
de las olas.
Fue un gran acierto
el iniciarnos desde tan corta edad en el mundo clásico de griegos y romanos.
No sólo porque “in
situ” eran apasionantes las páginas y los innumerables episodios capaces de
impactar la imaginación de mentes juveniles.
La Ilíada y la
Odisea, esas dos obras de un cronista ciego llamado Homero, que son la peana
sobre la que se asienta toda la literatura occidental. La Eneida de Virgilio, los
poemas de Ovidio, las guerras de las Galias o la ya citada Anábasis, entre
muchas otras más, todas eran una fuente inagotable de historias, mágicas
intervenciones mitológicas, amistades, odios, intrigas y aventuras sin fin.
-“Todos somos
griegos”. Lo dijo un poeta inglés, Percy Shelley. Esa frase es cita obligada
cuando se habla de la influencia que ha ejercido la cultura griega en nuestra
civilización. Así es. Queramos o no seguimos abrevándonos en manantiales
griegos.
Era la reflexión del
profesor de arte al culminar el curso del 48. Acabábamos de repasar
minuciosamente, de cara al examen final, toda la escultura y la arquitectura de
los griegos. Hubo una encuesta en clase
en la última semana sobre el monumento
más fascinante del arte griego. Ganaron “Las Cariátides”, estatuas de mujeres
que sostienen como columnas el entablamento del templo Erecteion en la
Acrópolis de Atenas.
Como colofón nos
resumió el arte griego en dos palabras: proporción y“areté”. Difícil de entender esta última. Era, referida al arte, algo
así como “equilibrio y excelencia al expresar la belleza”.
-Pero en la historia de los griegos la
“areté” no se aplica sólo -continuó diciéndonos- a su arte. Se extiende también a la ciencia,
a la filosofía, al teatro, a la
política. La plataforma sobre la que se
asienta la “areté” es la idea de la perfección. Acabar bien todo lo que se
comienza. Ser capaz de disertar, razonar y actuar con éxito. Para un militar es
la valentía y pericia en los combates. Es la astucia de Ulises e incluso de su
mujer Penélope, cuando de noche destejía el pedazo de túnica hilado durante el
día, para engañar a los falsos pretendientes al trono de su esposo. La areté
permitió el paso de las creencias míticas a la razón y del desorden a la
organización y a la democracia de las “polis” griegas. Por eso destaca el pensamiento
filosófico-ético-político de los grandes griegos como Pericles, Sócrates,
Aristóteles y Platón. Cuando os llegue el momento, tenéis que estudiar siempre
a estos autores bajo esta perspectiva. No lo olvidéis.
Cerró con parsimonia
el libro de apuntes que nos había dictado durante largos meses. Parecía
meditar, dudar incluso en lo que quería decirnos. Nadie se movía. Porque la
costumbre era que los alumnos no se levantaran de su pupitre antes de que el
profesor lo hiciera y diera la orden. Se incorporó sobre la tarima. Y dijo
brevemente:
-Los
griegos tuvieron sus defectos.-dijo brevemente- A ninguno de vosotros se le ha ocurrido preguntármelo. Desde luego que
no eran perfectos. Ahí está su fatalismo dominante durante siglos. El desprecio
por los débiles y por los enemigos. La lacra de la esclavitud. La condición de
la mujer relegada casi siempre a segundo término. El caso es que tenían el arma
para superar esos fallos. Bastaba con sublimar y ampliar a esos campos el
básico concepto de la “areté”. Fue lo que luego consiguió la cristiandad en sus
primeros siglos. La “areté” griega se transformó desde el primer momento en lo
que desde entonces conocemos como la “virtud” cristiana. Registrad también este
pensamiento para vuestros futuros estudios de los Clásicos. No es el menor de todos los valores que nos
ha aportado la cultura griega.
-Podéis salir.
Y recogimos nuestros
apuntes y libros. Felizmente nos esperaba aún en años próximos un largo camino
a recorrer por las calzadas romanas y los senderos bordeados de pinos y
cipreses que marcaban la ascensión a las acrópolis griegas. Junto con el sentido de la disciplina y de la responsabilidad fue esta temprana iniciación en las Humanidades Clásicas una impronta que conservaríamos toda la vida.
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