Todo juego tiene sus riesgos. Todo viaje incluye sus peligros. Un naipe se rompe inesperadamente y hay que cambiar el mazo entero para empezar una nueva partida. Un tren descarrila y exige la reposición de una máquina nueva para seguir el rumbo.
Así es la vida. Con momentos duros de una apariencia inexplicable y de una realidad inexplicada.
Eso "sucedió" (y como tal con sus trágicos tintes de sensacionalismo pasó a la página de "sucesos" de la prensa y los telediarios del día siguiente) hace ahora seis años.
Tuvo lugar a esta misma hora en la que intento en vano hablar algo sobre la más cruel y triste lección que he recibido en el ya octogenario camino recorrido. Noche del 4 al 5 de octubre del 2009.
Así es la vida. Con momentos duros de una apariencia inexplicable y de una realidad inexplicada.
Eso "sucedió" (y como tal con sus trágicos tintes de sensacionalismo pasó a la página de "sucesos" de la prensa y los telediarios del día siguiente) hace ahora seis años.
Tuvo lugar a esta misma hora en la que intento en vano hablar algo sobre la más cruel y triste lección que he recibido en el ya octogenario camino recorrido. Noche del 4 al 5 de octubre del 2009.
Como la vida, algún día hablaremos de ello, parece ser un "totum continuum" en paralelo con el acontecer universal, me pareció oportuno referirme a esta trágica experiencia, interrumpiendo la descripción que en las entradas precedentes voy hilvanando sobre una infancia medianamente feliz.
Pero como pasaba en las fuentes "reanas" de aquellas montañas palentinas, tan bien glosadas por el ermitaño Teoobaldo, se escamotea el manantial de las ideas. A eso lo llaman la mente en blanco. En tal estado es imposible que surja el ropaje con el que se visten nuestros pensamientos: las palabras.
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