El último acto de fin de curso, el
de nuestra despedida, tuvo un invitado de lujo. El poeta jesuita Ramón Cué,
antiguo alumno de Carrión.
Acababa de ser ordenado sacerdote y nos dio un recital con la mayor parte de
poemas que luego publicó en su libro “Mi
Primera Misa”, entre ellas el poema dirigido a su madre: “Con Lino Blanco de Bodas”.
Impresionaban sus versos, declamados con cuidada expresividad, y
subrayados por el estudiado y barroco revoloteo de su manteo sobre la escena.
Ramón Cué fue alumno de San Zoilo
durante los años de 1926 a
1930. Alumno brillante. “Meritissimus”,
le describen los Cuadros de Honor de aquellos años.
Cué se quedó varios días en el
colegio, jaula ya vacía y callada, tras
la desbandada estival de todos sus bullangueros moradores.
Yo bajaba algunos ratos
a San Zoilo, sobre todo para darme un buen chapuzón en la piscina y
vagar a mis anchas por la huerta, picar el resto de cerezas o brevas que aún
pendían de los frutales y registrar en el pluviómetro esos últimos días las
temperaturas diarias –máximas y mínimas- la humedad ambiental o las escasas
lluvias de los días veraniegos.
A Ramón Cué le entusiasmaba
descansar deambulando pausadamente por las tranquilas veredas de la huerta, se
acercó varias veces a ver mi faena metereológica. Luego seguíamos paseando por
los viales en sombra entre chopos, negrillos y árboles frutales.
Fue entonces cuando, a una pregunta
mía, me describió las peripecias pasadas por los jóvenes jesuitas exiliados por
la II República Española como consecuencia del fulminante Decreto de Disolución
de la Compañía de Jesús el 31 de enero de 1932.
-
Para que entiendas un poco el tipo de organización en la que te vas a meter.
Nos echaron “legalmente” de España por ser una Orden Religiosa “con obediencia
a un poder extranjero”, dijo el P. Ramón.
-¿Qué
poder era ese? pregunté yo desorientado.
-Un país
descomunal y muy peligroso: el Vaticano
-Sigo sin
entender
-Al terminar su
formación, más o menos a los treinta años, los jesuitas hacen un voto especial
de obediencia al Papa…
-Pero eso no
querrá decir que todos los jesuitas, comenté yo, tengan que enrolarse en la
Guardia Suiza del Vaticano, que, según tengo entendido, no pasa de un centenar
de soldaditos de plomo ataviados con una indumentaria del siglo catapum…
-Nos dieron de
plazo diez días para abandonar el noviciado o abandonar España. Todos los que
entonces estábamos en Salamanca, adonde
tú vas a desembarcar dentro de poco, más
de doscientos, salimos sin dudarlo camino del exilio. Partimos sin rumbo
cierto. Hacia Bélgica. Los jesuitas del Colegio Saint Michel de Bruselas nos
albergaron una temporadita en un anexo del centro escolar sobre colchones
tirados en el suelo. Luego nos instalaron a los novicios en la comuna de
Marquain.
-¿El exilio
duró…?
-Cinco o seis
penosos años de diáspora por toda Europa. En Marquain, un barrio de la ciudad de Turnai, vivimos los
novicios en la escasez y pobreza más austeras. Las palanganas con que nos
lavábamos servían luego de fuentes en la
mesa. Llevábamos de un sitio a otro las sillas. La luz era escasa. Todo era
reducido y estrecho…
Lo dicho confirmaba la información
que Teobaldo me había dado dos veranos antes en mis cortas vacaciones en
Velilla de Guardo. Sentí un vivo deseo de encontrarme de nuevo con el de Peña
Labra. Porque, además, tenía que completar su relato con otros detalles que
seguramente él ignoraba.
No sabría, por ejemplo, que, a
pesar de la expulsión, uno de los pocos colegios de jesuitas en España que
siguieron su actividad, aunque reducida, fue el de Carrión de los Condes. No
fue salvajemente asaltado ni incendiado como otras muchas casas, iglesias y
colegios de jesuitas en el resto de España. Primero porque la propiedad de San
Zoilo no era de ellos. Era una cesión del obispado de Palencia por tiempo
indefinido. Y, lo más importante, porque, ante algunas amenazas, un gran número
de carrioneses bajó del pueblo a defender a los “Padres” y montaron patrullas
permanentes alrededor del monasterio para evitar cualquier expolio. Los
profesores fueron acogidos por diversas familias del pueblo y pudieron
continuar sus trabajos con relativa normalidad.
Fui el último en recoger mis bártulos y abandonar la casona aquel verano. Subí solo el puente del río Carrión. Arrastraba por su empinada cuesta con facilidad aquella maleta que cinco años antes no podía menear, que me la tuvo que llevar mi hermana hasta el portón de entrada de San Zoilo. Los mismos barbos plateados de entonces se deslizaban aún entre las ventanas de la iglesia de Belén reflejadas en el remanso del río Carrión.
Al llegar a casa la encontré de fiesta. Mi hermano Chus, después de casi tres años, acababa al fin de llegar licenciado de la mili. Tres años. Y bien ganados. Por cabezón e insolente. Dos cualidades que en el plato de su personal balanza pesaban lo mismo que su buen corazón y su natural tendencia a echar un capote a todo el que lo necesitara.
-Me he pasado la mili entera
haciendo guardias. Unas por castigo. Otras por ayudar a los compañeros, decía.
Lo que no comentaba era que en
ese cómputo entraban también los frecuentes enfrentamientos, y los bofetones a
veces, a todo sargento, cabo o furriel que le amonestara por cualquier
nadería. Las Semanas de arresto a cada
encontronazo absurdo con los mandos fue lo que alargó tanto su servicio
militar.
Reunió a los amigos. Y pasaron la
noche de bar en bar, empinando el codo y las copas más de lo necesario. Hasta
casi entrada la madrugada. El "Anís
del Mono" fue el protagonista del nocturno desfile. La cogorza que Chus
trajo a casa era pacífica y llorona. Y desternillante. A cada pregunta:
"¿Pero por qué lloras?" se desparramaba en un torrente de lágrimas y
cómicos lamentos. Al fin, entre ayes y
suspiros, cayó dormido sobre la trébede de la cocina.
Despuntaba ya la calurosa mañana de
principios de julio cuando tres autoritarios
aldabonazos nos despertaron a todos. Una pareja de guardias civiles requirió la
presencia de mi hermano. Y, sin más, se lo llevaron esposado al cuartelillo. No
opuso resistencia alguna. Con la cabeza aún envuelta entre los vapores de la
"mona" y alguna que otra anisada lágrima espontánea deslizándose
involuntaria por sus mejillas. Dos horas más tarde entraba en la prisión del
pueblo. El motivo era de lo más chusco.
-"Ya veréis la que va a
pasar cuando la tortilla cambie. Que os juro por ésta -gritaba Chus mientras
chocaba la vigésima copita de anís sobre
el mono de la botella- que va a ser gorda... que si será...ya lo veréis...ya...
Uno de los amigos le tapó la boca
y le arrastró raudo fuera de la
taberna. Ni una hora transcurrió y ya
estaba el chivatazo ante la autoridad. La orden de arresto le llegó en pocos
minutos al capitán de la guardia civil.
Para no perder el ritmo de la
mili, sólo estuvo una semana en la antigua casa que servía en el pueblo de
cárcel provisional para vagabundos y malhechores de poca monta. Estaba solo. Yo
le llevé las tres comidas todos los días. Esperaba hasta que terminara para
llevarme la fiambrera de vuelta y conversábamos mientras tanto sobre su larga
estancia en las milicias. Lo que me contó, restando por supuesto por mi parte
lo que correspondía a sus prontas agresivas reacciones ante los mandos
inmediatos, me quitó las ganas de cumplir con ese deber para con la Patria.
Nunca iré a la mili, me prometí y le aseguré a mi hermano.
- Eso si puedes... Pero así y
todo, no seas tonto, me dijo. Yo sé que si sigues estudiando harás el servicio
de otra manera... a lo señorito. Y de
cura lo tienes aún más fácil. Además de
que ya he hecho yo la mili por los dos. ¿No crees?
Me pidió que le trajera alguna
novelita. De las del Oeste. Eran libros pequeñitos, de un papel que parecía lija y tapas chillonas
de colores. O de historias románticas, de esas, de parecida edición, que Corín Tellado empezaba a producir como
churros. Lo más curioso de mi hermano era que
a penas si llegaba a escribir con
notable dificultad, pero devoraba los libros: historietas cortas y novelas facilonas, con una voracidad pasmosa.
Salió pronto del trullo. En
cuanto se lo dijimos a un familiar que tenía un cargo en la Diputación de
Palencia.
-Venga, fuera muchacho... Y ya lo
sabes... -le dijo el guardia a la puerta de la prisión- la lengua quieta y el culo
"apretao" para que nada suene
-Sí, como los borregos... no
te...
Tuve que tirarle con fuerza de la
manga de la chaqueta para impedir que se volviera y se enzarzara de nuevo con el del
"uniforme", vestimenta por la que, más que seguro, profesaba
verdadero rechazo
Gran parte de aquel mes de Julio del 49 lo pasé en despedidas a la familia. La primera a mi padrino en Saldaña. Tenía ya tres hijos, una incipiente calva y muchas canas. Todavía trajinaba con los aparatos de radio, ahora mucho más modernos que aquellos de los años 30. Una de las cosas de que más ufano aún se sentía era de haberme enseñado en aquellos duros meses de la guerra a leer y escribir con soltura. Y yo le agradecí haber sido mi primero, y único, brillante profesor particular, entre el croar de las ranas de Poza y el estruendo de las poleas de la central eléctrica del Viesgo.
Velilla de Guardo fue una visita obligada. Allí estaba de paso mi primo Camilo, vestido ya de dominico con su túnica, escapulario y esclavina blancas. Le iban muy bien los hábitos. Y lucían mucho agitados por la brisa, mientras paseábamos como antaño entre los hayedos de la transparente montaña palentina. El hábito no hace al monje.
De hecho no estaba obligado a
llevarlo durante sus vacaciones en la familia. Pero a él le encantaba cuando salía vestido de fraile y venía
corriendo la chiquillería del pueblo a besarle la mano o el escapulario.
A saludarle vinieron en uno de los paseos dos mocitas. Rubia la más alta. Morena la otra. Esplendorosas ambas.
A saludarle vinieron en uno de los paseos dos mocitas. Rubia la más alta. Morena la otra. Esplendorosas ambas.
-Son Sole y Clara, mis dos
vecinas y amigas de infancia. Juntos y
como hermanos hemos jugado y crecido por estos pagos, me comentó Camilo
mientras se acercaban
-Hola Camilo. Te van bien. ¿Pero
no pasas calor con esos ropones blancos?, dijo la rubia
-Eh! Un poco de respeto, niña...
Y más ante mi primo, que aquí os presento, y que está de paso, porque dentro de
nada se nos va con los jesuitas de Salamanca
-Con su montura y su lanza de
caballero andante...¿No?...,dijo Sole
-!Y la armadura y el penacho
blanco del príncipe Ivanhoe¡, añadió Clara
Azorado y sorprendido me quedé al
recordar aquel veranito en el que yo les
leía a las dos chiquillas pasajes de la obra de Walter Scott y a continuación,
sobre el verde de la pradera, mimábamos
sus aventuras románticas.
-Yo era Rowena, dijo Sole, la
princesa
-Y a mi me llamaban la judía Rebeca
-Y yo el enamorado caballero que,
como me pasa ahora, no sabe con cuál de las dos quedarse...
-¡Qué galán! Eso ahora...porque
entonces la preferiste... a ella!! dijo Sole con un precioso mohín de niña
despechada.
Las dos me abrazaron efusivamente
ante la atónita mirada de Camilo. Y hablamos largo rato de aquellos inocentes y
felices momentos de un verano ya lejano. No pude evitar el mirarlas con
nostalgia mientras se marchaban cimbreando sus caderas al cruzar el arco de la fuente Reana. Se me
antojaban dos Ninfas esculpidas allí desde el tiempo de los romanos, reflejada
su esbelta silueta entre las flores del manantial.
-Eh...eh! chaval... que te mojas...! Déjalas marchar, y
tú... a lo tuyo
-Mira que sois mal pensados los
de la orden dominicana, le dije un poco
mosca
-Piensa mal, y acertarás. Eso le
va más con el "pragmatismo" jesuítico, ¿a que sí?
Pero a las suaves colinas y
riscos espontáneos de las estribaciones palentinas de los Picos de Europa les
faltaba algo. No estaba Teobaldo, el ermitaño de Peña Labra. Su ausencia privaba
de cierto exotismo a la ordenada floración veraniega de aquellos parajes.
Había desaparecido meses atrás.
En cuanto su amigo, el juez Palacios, le anunció confidencialmente su próxima
sustitución. No se fiaba del sucesor. Así que en dos baulitos apiló sus libros.
Con todo el mimo, me lo imagino, y el respeto que les profesaba,
precisamente por estar la mayor parte de ellos
"proscritos", según decía, en el "Índice de libros
prohibidos" por el magisterio
eclesiástico. Cargó todas sus escasas
pertenencias en una acémila, caló el chambergo, le soltó una de sus clásicas
peroratas a los bosques, veneros y quebradas del contorno y se perdió entre las
sinuosas veredas de la montaña. Así me lo
contó mi tío Santiago. Y me entregó un sobre.
-Esto para el estudiante
carrionés, había dicho al dárselo. Para
el posible jesuita en ciernes. Que no se lo tome como anticipo de mi
testamento...o casi.
Me acomodé a la sombra del
robusto peñasco de Tuercas donde en otro verano tuvimos tantas charlas sobre los problemillas
y contradicciones de la vida que él parecía dosificar, adaptándose a mi edad
con indudable maestría
Abrí el sobre. Me sedujo al instante el título de la misiva escrita en dos planas, con una letra diminuta pero abierta, en renglones apretados y regulares.
IMPRESIONES DE UN BORREGO
-¿Y usted que hace todos los días hombre, digo ovino común?
-Triste es la historia que me habéis contado, amigo
-Y fatalista. Es nuestro sino, caballero. Yo tengo la
lección bien aprendida. Caminar quedo. Cuatro patas más entre los centenares
que huellan las cañadas esquivando a penas la alfombra de redondos excrementos
que deja la manada.. Sestear en el centro de mi grupo para que el pastor no se
fije en mí. Y librarme, por favor, de poner los ojos, ni siquiera de reojo, en
las ovejas casquivanas..Rumiar mis pensamientos con el hocico rozando los
rastrojos. Y esperar...
-¿Y qué se puede esperar con esa vida?
-La espera es para mí la meta, señor mío.. Somos así los de
mi especie. Y así lo van cantando mis validos por las veredas y los vericuetos
en los que discurre, conformista, nuestra existencia "aborregada".
No había más. ¿Qué me quería
decir el ermitaño?. Cosas de Teobaldo. Me prometí no deshacerme de tan
hermético manuscrito hasta encontrar la clave de su interpretación.