Eran esas otras de las palabras chocantes
cuando entrabas en San Zoilo. El apelativo de "maestrillo" no era
exclusivo del colegio sino un término empleado por todos los jesuitas en
España.
Se
llamaba así a los jóvenes jesuitas que acababan de terminar sus estudios de
Filosofía. Llevaban en consecuencia ocho años dentro de la Orden. Dos de “Noviciado”. Tres de “Juniorado”, destinados al estudio de las Humanidades Clásicas
y a la Oratoria. Y tres más de severos estudios filosóficos. Con este bagaje la
Compañía les enviaba durante otros tres años al “Magisterio” como educadores en sus colegios.
Los
maestrillos ejercían de profesores, inspectores, tutores y raras veces, en el
año final, del complicado cargo de
Prefecto de disciplina. Cargo importante y temible. Requería imponerse con
seriedad a la chiquillería. Era decisivo en la criba de alumnos durante los dos
primeros cursos en los que se daba casi el cincuenta por ciento de las bajas de
los chicos a los que no se les veía aptos -sin “vocación”- para ingresar dos o tres años
más tarde en la ínclita Compañía de Jesús.
Se
trataba pues de docentes muy jóvenes, entusiastas y totalmente entregados a
nuestra formación. Más cercanos a nosotros y más imitables que los padres
mayores. Daban clases y cuidaban directamente a los alumnos. En cualquier
actividad, las veinticuatro horas del día, había un maestrillo pendiente de
nosotros. En los estudios caminaban entre las mesas para solucionar cualquier
duda. En los recreos se remangaban la sotana y participaban en las partidas de
frontón o en el fútbol. Hubo quien vigilaba los recreos en bicicleta o en
patines por los patios. Y otro que, desde la ventana de su habitación que dominaba
todo el campo de recreo, imponía orden con su silbato cuando algo no iba.
Tan
cercanos les sentíamos que a veces se permitían participar de nuestras
travesuras. Uno, que ya llevaba varios años en el colegio, les dijo a varios
alumnos que proyectaban ir a la huerta, hacerse con algunas patatas y
llevárselas para asarlas al fuego en Villamez:
-Yo
no he oído nada. Pero si os descubren os castigaré por ineptos. Las cosas hay
que hacerlas bien. De lo contrario no se hacen.
Tuve
a mi cargo en los últimos cursos el registro de la meteorología. Había un pluviómetro
en la huerta donde acudíamos todas las mañanas para registrar la cantidad de
lluvia, las mínimas y máximas de la temperatura, la presión atmosférica.
Mensualmente se mandaban los resultados al centro meteorológico de Palencia. A
finales de mayo y junio, cuando las cerezas reventonas eran una verdadera
delicia, mi acompañante y yo traíamos a clase entre pecho y camisa unos buenos
puñados que poquito a poco distribuíamos de tapadillo por todo el estudio.
-¿Este soldado no es tropa?, dijo un día,
guiñando un ojo cómplice, el maestrillo que vigilaba desde el estrado.
Y
aceptó tan ricamente unas cuantas mensajeras del exuberante verano que ya
asomaba por todas las esquinas.
Los
jóvenes maestros huían por todos los
medios a su alcance de convertirse en el profesor “tostón” en las aulas. Solían
animar sus enseñanzas con representaciones. Dividir a los chicos en bandos:
romanos y cartagineses, cristianos y moros, indios y conquistadores…para que las
clases fueran más atractivas.
Las
clases de ciencias tenían lugar con frecuencia en plena huerta. Para estudiar,
por ejemplo, la flor de los cerezos. La polinización, con las abejas y sus
melifluas evoluciones en torno a los pistilos. Y la elaboración posterior de la
miel en las colmenas de Villamez. O la evolución de cada una de las hortalizas
que el Hno. Arrieta, responsable de los cultivos, vigilaba implacable para que
no se los zapateáramos.
En
los laboratorios se hacían disecciones para comprobar la anatomía de toda
suerte de animales. Se hizo proverbial la aventura del gato. Lo cazaron unos
alumnos un día de excursión en el pueblo cercano de Villanueva de los Nabos. El
pueblo aquel del que se decía que era una pasmosa mentira geográfica, “pues ni
era villa, ni era nueva, ni tenía nabos”. Llevaron el minino al laboratorio
para ver cómo era un gato por dentro. Lo anestesiaron con cloroformo. El bicho
se quedó más dormido que un lirón. Pero como tardaron mucho en inspeccionar sus
interioridades: aquí el corazón, aquí el estómago, aquí el bazo…, el animal se
despabiló, dio un violento respingo y salió de estampía por la ventana
aterrizando en el cobertizo del patio de entrada. Y dicen que ya no volvió a
despertarse más.
Alrededor
de un maestrillo, clasificador insaciable de plantas y, con el tiempo, célebre
entomólogo, se movía afanoso el grupo conocido por los “bichólogos”,
prestos a cazar al vuelo cualquier insecto y proceder de inmediato a su debida
tipificación.
Tenía
este profesor en su cuarto un divertido zoo en miniatura. Bichitos de todas
clases, muestrarios de plantas e insectos. Sapos, ranas y hasta culebras. Los
bichólogos le ayudaban a cazar moscas para dar de comer a las ranas. Alguna
culebra se le escabullía de vez en cuando de la habitación. La alarma, y hasta
la indignación de sus vecinos, era indescriptible. Hasta que en cualquier
rincón aparecía enroscado el inofensivo reptil.
Este
mismo profesor nos llevaba ciertas noches a un grupo para localizar desde un
claro de la huerta las estrellas y las constelaciones.
Hubo
sin embargo, entre la docena de maestrillos que llegamos a conocer en los años
de estudio en San Zoilo, uno que nos dejó una huella imborrable: nuestra
afición al arte y a la cultura. Era serio. Erudito. Nada deportista. Siempre
con gafas de sol. En los recreos y en los largos paseos de Villamez un grupo de
mayores se colocaba a menudo a su
alrededor hablando de temas de arte, de Historia, de cultura en general. No le
gustaba que en esos corrillos se juntaran chicos de las primeras clases.
-Ya
llegaréis a mayores, y podréis hablar de cosas serias… Ahora, a jugar!
En
sus clases de Historia asignaba a los alumnos el nombre del personaje que
estábamos estudiando: Garibaldi, Bismarck, Victor Manuel, Napoleón, León XIII…Y
cada uno se encargaba de exponer el punto de vista del personaje y sus
consecuencias históricas.
Con
él aprendimos desde jóvenes a hacer “Weltanchaungs”,
empleando la intraducible palabra alemana, que significaba algo así como la
propia visión que cada cual se tenía que
formar sobre el mundo. Sobre ella nos habló una tarde primaveral al volver de un
día de campo.
<<Leer
mucho es imprescindible. El mundo entero es un libro abierto. Las
interpretaciones que de ese mundo se hacen son infinitas. Cada uno tiene que
dar con la suya. Esa concepción personal -mezcla individual de imaginación y
memoria - es la que determina nuestras vidas. Es el motor del cambio y del
espíritu de cada individuo y de las sociedades. No ser masa. Las masas pasan a
todos por el mismo rasero. He conocido a catedráticos de universidad y a
grandes cargos públicos que son masa. Vosotros también los conoceréis. Personas
sin idea del mundo ni de nada. Sin “Weltanchaug”. Porque abrir los ojos al
mundo que les rodea o zambullirse en un libro les cuesta tanto como mover la
rueda de un molino.>>
No
es que entendiéramos mucho. Pero era bonito. Y sugerente. Algo así como una bocanada de aire fresco y
sutil que ondulaba los trigales y se encaramaba hasta la cima de los chopos
entre la neblina de las mañanas o los claroscuros del atardecer, donde los
caminos del futuro de cada uno de nosotros se desdibujaban en la inmensa
llanura castellana.
Este
profesor, Quintín Aldea, fue el gran propulsor del descubrimiento de los
sepulcros de los históricos Condes de Carrión, ignorados durante siglos entre
los muros del fondo de la iglesia del colegio. Aldea con el tiempo llegaría a ser
miembro de la Real Academia de la Historia.
Otros
maestrillos fueron trasladando a los chicos numerosas aficiones: la filatelia, la
fotografía. En un cuartico oscuro del primer piso aprendimos a revelar
negativos en bandejas de esmalte y a satinarlos luego pegándolos en cristales. Todo bajo la tenue luz de una bujía recubierta con una telilla roja.
Día hubo en que la lamparilla empezó a oler a chamusquina amenazando con llevar al traste todo el
tenderete.
Las
actividades musicales tenían especial relevancia. Las clases de solfeo eran
obligatorias. Si tenías buena voz y mejor oído, podías formar parte del coro
colegial.
“De un salón en el ángulo oscuro, soñoliento
y cubierto de polvo”, como el arpa de Becker, descubrimos cierto día un
vetusto piano abandonado. Pedimos permiso varios para resucitarlo. Al levantar
la tapa por primera vez dos ratones melómanos saltaron de entre las telarañas
del teclado.
No
duré mucho en esa actividad. Con el tiempo me arrepentiría. El único que la
llevó adelante fue Eduardo. Un gran experto con los años en piano y armonio.
Millán
y yo, con la complicidad de otro maestrillo, preferíamos en esos ratos hacernos
con el gramófono de las audiciones musicales que el director del coro ofertaba
las mañanas de los sábados a los interesados por la música clásica. “La voz de
su amo”, era la marca del aparato. Con el perrito aquel que husmeaba atento la
bocina dorada.
Nos
instalábamos al pie de la subida a la torre del campanario.
En
un recodo de piedras medievales donde asomaban algunos canecillos románicos que
daban a un ventanal ciego de la fachada de la iglesia, repasábamos la “Eroica”
de Beethoven, “Las Walkirias” de Wagner o “Las cuatro estaciones” de Vivaldi.
Sin que faltaran nunca las beethovianas oberturas de “Las ruinas de Atenas” o del
Conde “Egmont”, nuestra obra preferida. Esta Obertura interpreta la historia del Conde de Egmont,
quien se sublevó contra la invasión española del ejército de Felipe II, y fue
ejecutado en la plaza mayor de Bruselas, cuando España era la potencia más
grande del mundo. Puro romanticismo adolescente.
A la torre del campanario se accedía por una portezuela que estaba al
fondo de una galería superior del claustro. Ahí estaban las habitaciones
de los Padres mayores: Rector, Espiritual, Ministro y Prefecto de disciplina.
En esta galería se formaban las
filas por la mañana para bajar a la capilla. De unos servicios -“lugares”- que había en la pared derecha de la galería
salió cierta mañana un maestrillo. Una carcajada unánime estalló en una parte
de las filas.
La sotana se le había quedado
enganchada en la cintura y descubrimos con gran alborozo que el padrecito
llevaba pantalones cortos.
Antes de haber visto a nuestros
profesores jugar al fútbol con los faldones de la sotana levantados hasta el
cinturón, muchos pensábamos que los curas no usaban pantalones. Y mucho menos
pensábamos que los pudieran llevar
cortos.
El maestrillo sorprendido se dio la
vuelta hacia los que se retorcían de risa. Con lo cual mostró la espalda a la
otra mitad de los alumnos.
El jolgorio alcanzó tonos subidos. Las risotadas iban bajando
incontenibles por los peldaños de las escaleras hasta las puertas de la misma
capilla. Hubo que parar las filas durante un largo cuarto de hora. Hasta que el
Prefecto de disciplina que apareció al darse cuenta de la enorme algarada
amenazó con cuadrar y castigar a todo el mundo en el patio y sin recreos. Se acabó
la bulla. Pero el percance se recordó durante mucho tiempo.
En
la pirámide colegial el vértice era el Rector. Los hermanos coadjutores y aspirantes constituían el núcleo más distante de la organización
del colegio.
A
los alumnos de San Zoilo se les conocía
en los escritos jesuíticos de la época con el nombre de “apostólicos”, apóstoles en ciernes.
Había
al mismo tiempo un exiguo número de muchachos que recibían el nombre de “aspirantes”.
Los
primeros estaban destinados a ser sacerdotes
y, después de largos años –casi veinte- de formación, a profesar como
miembros ya probados en la Orden.
Los aspirantes se preparaban para ingresar
como “coadjutores”, miembros de pleno
derecho de la Compañía, pero sin preparación para el sacerdocio. Se les llamaba
sencillamente Hermanos.
Los chicos aspirantes en
Carrión eran unos doce. Se dedicaban a ayudar a los Hermanos en el
mantenimiento de la casa. Y nos atendían a los estudiantes en la limpieza
general, en el comedor, en la recogida de la ropa y su distribución después de
lavada. Tenían todos los días una clase de cultura general y un Hermano
consagrado a su formación.

Su
presencia cercana en todo momento se nos hizo familiar. No recuerdo que a nadie
se le ocurriera considerar a nuestros compañeros aspirantes como si fueran un
equipo de segunda. Ni a exigirles nada que de lejos pareciera que les
considerábamos como nuestros servidores.
Porque, además de haber
sido llamados por “vocación” a formar parte de la misma Compañía que nosotros,
veíamos que llegarían un día a ser como los admirables Hermanos Coadjutores que
vivían y se afanaban en San Zoilo.
Además
de que, y era éste un detalle de los que más nos convencían de su importancia
como miembros de la misma avanzadilla que nosotros, que podían también ir a las
misiones de China. Fue lo que le ocurrió al Hno. Gárate, un fortachón
coadjutor, con unos kilométricos zapatos, que trabajaba en la vaquería. Le
destinaron a la misión de Anking. Se le tributó una gran despedida con muchas
actuaciones de todas las clases.
Los Hermanos
Coadjutores en San Zoilo eran muy numerosos. La mayoría vascos: Otaegui,
Arrieta, Emparán, Eguía, Elguezábal, Arrizabalaga, Menchaca, Sobremazas…nombres
inconfundibles.
Eran
enfermeros, cocineros, carpinteros, electricistas en la centralita del
cuérnago, agricultores y ganaderos en la vaquería, en la enorme huerta del
convento, en Villamez.
El
Hermano Arrieta, muy celoso de sus tierras y de sus cosechas, se llevó la gran rabieta
cuando trasformaron en campo de fútbol de hierba el gran cuadrilátero que
lindaba con el cuérnago y con el polvoriento y diminuto terreno de patio donde
se disputaban tres o cuatro partidos a la vez.
-¡Bárbaros…campo de patatas van a
transformar en “campo de patadas”! sentenció desdeñoso, herido por el despojo
injusto del mejor patatal de su Huerta
Una
historieta simpática se contaba de dos Hermanos vascos que estaban recogiendo
membrillos en un árbol de la huerta. Uno de ellos resbaló desde lo más alto del
árbol. Tuvo la suerte de topar con una rama. Colgado se quedó de ella evitando
así un gran batacazo. El Hermano que
estaba un poco más arriba le dijo
aterrado:
-¡Uhi! a Dios grasias, hermano…que por poco se nos mata
-¿Grasias a Dios?... -dijo resentido el accidentado- Grasias a Dios, no. Grasias a rama. Intensiones de Dios ya se veían pues…
El
Hermano Sobremazas tenía tres perros en la vaquería. En un carrito llevaban diariamente
los restos de comida para alimentar a los cerdos. Y respondían para arrancar a
toda velocidad a tres curiosos nombres: “Oye”, “Tú”, “Muerde”.
Cuando
estos canes murieron compraron otros dos que tardaron bastante tiempo en llegar
a la vaquería. El día de su presentación alguien dijo:
-Por fin llegó la parejita de perros
Sobremazas
les puso entonces los nombres de “Porfín” y “Llegó”.
De
este Hermano, siempre tan chistoso, cuentan que poco antes de fallecer en
Comillas les decía a los presentes:
-“No se les ocurra
enterrarme en lo más húmedo del camposanto, porque con el asma que tengo me
daría un ataque. Y si me oyen toser cuando me lleven en la caja no se asusten.
Es la fuerza de la costumbre”