sábado, 2 de abril de 2016

ENCOMIO DE LA NOSTALGIA

No podemos cambiar el pasado. Pero sí reconstruirlo.  E incluso podemos contemplarlo de forma diferente, percibirlo y hasta glosarlo de manera sugestiva con el poder que la imaginación nos concede de barajar nuestros recuerdos.
Tomamos el tren de  Palencia a Salamanca a las 7 de la mañana, el 7 de julio de 1949. Me acompañaban la Sra. Feli y mi tía Carmen. Desde la estación se divisaba el cerro del Otero. El Cristo de inmensas proporciones que tantos recuerdos me traía de mi primera infancia nos despedía con sus hieráticas manos abarcando las secas colinas, la ciudad y la vega del Carrión hacia Venta de Baños y Valladolid. El viaje fue de una insistente monotonía. Y feo. Después de Tordesillas el paisaje era cada vez más yermo, casi desértico conforme nos acercábamos a la llanura salmantina.

 A decir verdad no creo que se me notara muy entusiasmado en ese viaje al encuentro  con mi nuevo destino. Tía Carmen iba exultante. Madre pensativa. Yo a ratos dormitaba. Y me despertaba sobresaltado con el lamento de las ruedas al frenar y los resuellos de vapor  que se escapaban de los bajos de la locomotora. El convoy paraba en todas las estaciones. Para subir o bajar viajeros, o para acostarse a las mangueras  que bombeaban el agua a la máquina del tren tan reseca y sedienta como la planicie castellana.



De Palencia a la capital charra tardamos infinitas horas.

 El tren comía la llanura lentamente, a noventa por hora. Como un rumiante soñoliento. 

Luego la soltaba en penachos de una humareda gris que llegaban hasta el furgón de cola.

La vida es esto. Un largo viaje. Con parada y fonda en múltiples estaciones. Sales de una a la que te habías acomodado. Y te diriges a otra con la  comezón  en el estómago de la incógnita curiosa o de la duda  incierta de lo que te vas a encontrar al poner pie a tierra en un nuevo apeadero.

Antes de rendirme a Morfeo en una nueva cabezadita, llamó mi atención  una caprichosa nube blanca segregada de la humareda gris que la chimenea del tren  iba colgando en el horizonte. Cerré los ojos. 

Con inusitada rapidez la nubecilla se  desplazaba en dirección contraria y regresaba a nuestro punto de partida, Carrión de los Condes, hasta enroscarse como una bufanda en la torre del reloj del monasterio de San Zoilo. Yo la seguí, intrigado.

Eran las diez de la mañana del año 1995.

Abajo en el claustro un grupo de unas cien personas, hombres y mujeres de cierta edad conversaban, escanciaban sidrina,  y tomaban un  agradecido aperitivo "bajo el silencio secular, comentaba uno, de los muros y bustos que sostienen este nuestro claustro, pero expresivos, como si nos reconocieran como antesala de los recuerdos más entrañables…"

Y añadía otro:: "Carrión marcó –creemos que para bien- los rasgos de nuestra identidad. Y aquí están nuestras raíces, descubriendo que hoy somos por lo que ayer fuimos en el entorno y las personas con quienes convivimos".

Después del aperitivo entre ojivas, ménsulas y rosetones esculpidos del claustro plateresco, salieron todos hacia el pueblo. Los recuerdos se sucedían al remontar, algunos ya renqueantes, el centenario puente sobre el río Carrión. Ver de nuevo la fortaleza-iglesia de Belén, asomarse al pretil del puente para contemplar la  misma  corriente, rebosante de truchas y barbos, que serpenteaba hacia las choperas del Plantío.
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La parada siguiente tuvo lugar en la venerable iglesia de Santa María., un hito en el Camino de Santiago. Allí habían alojado la imagen de la Virgen del Colegio. cuando los jesuitas se trasladaron de Carrión a León. Ocupaba un discreto espacio en una capilla lateral. Era preciso hacerle una visita. Y cantarle las antiguas canciones de cincuenta años atrás. En especial la Salve Marinera: "Salve, Estrella de los mares..."  Las pilastras románicas se transformaban por un momento en mástiles y los arcos románicos en velas y jarcias surcando, guiados por la misma "Estrella" los mares de   las  dilatadas vidas de los antiguos alumnos de San Zoilo.

Escasos kilómetros separan a la iglesia de Sta. María  de Carrión del pueblo de Villasirga. 
El grupo se dio cita para comer en su famoso "Mesón" donde te ponen un mandil y tienes que apurar a la antigua, con los dedos y sobre un pan de hogaza como plato, los típicos asados y lechazos castellanos.
Todo regado con un buen tinto de Toro servido en copas y vasos de arcilla roja. Muy medieval.  
La sobremesa fue un momento propicio para la nostalgia.

El momento nostálgico de mayor "saudade" se reavivó al anochecer. Instalados todos en la cómoda terraza que  ocupaba el antiguo  campo de fútbol del colegio. 
Estaba claro que el antiguo monasterio se había transformado  en un lujoso hotel. A él  acudían anualmente, convocado por un entusiasta grupo que dirigía una revistilla llamada "Crónicas" ese centenar de antiguos alumnos, venidos de todas las latitudes y acompañados muchos por sus respectivas esposas. La brisa fresca, el susurro de los chopos que bordeaban  el césped del que fue flamante campo de fútbol, arrebatado al reguñón del Hermano Arrieta, y el murmullo lejano del mermado cuérnago, tan recordado por todos desde la distancia, invitaban  a la evocación de antiguas vivencias entre esos "tutelares muros"

Entre otros muchos que habían permanecido en la Compañía de Jesús, que al fin y al cabo era lo que pretendía la Escuela Apostólica de San Zoilo, allí estaba mi profesor preferido, el inolvidable P. Quintín Aldea.

"Nuestro presente –el de cada uno- recordaba Aldea, está hecho con la materia de ese pasado. Un pasado que, además de personal, es también patrimonio común y, por tanto, compartido por todos… volver al aprecio de unos valores que, a pesar del paso acelerado del tiempo, perduran vivamente en nosotros.
Lo que demuestra que nuestros sudores no fueron estériles, que mereció la pena gastarnos en la forja de aquellos jóvenes que fueron y siguen siendo lo mejor que teníamos. Los viejos ideales se han demostrado vigentes".

Luego vino el momento de la auténtica morriña. Como sucedía  en los antiguos tiempos, en los últimos anocheceres de julio, poco antes de irse a la cama,  contemplando el maravilloso cielo estrellado castellano en las vísperas de las vacaciones, alguien inició las canciones de siempre: "Desde Santurce a Bilbao...", "Asturias, patria querida...", "La rianxeira.
.."
Y la coda final. El indeleble himno de despedida, de autor anónimo, que todo carrionés ha llevado como banderín de la nostalgia encajado en el recuerdo de la gran casona.

"Cuatro días tanto sólo me quedan
en San Zuil para gozar
¡Ay! del manso arroyuelo,
reflejo del cielo, morada de paz.

Madre mía, si quieres que cante
llévame a San Zoilo para ver allí
 las corrientes del manso arroyuelo,
reflejo del cielo, morada de paz.

En San Zoilo, vergel castellano,
a la orillita del río,
 ya no hay mariposas
ni flores ni rosas, todo se  acabó...

"Madre mía, si quieres...


Los "Cuatro días" originales de la canción se convertían  para los presentes en: "pocas horas tan sólo nos quedan"... Porque al día siguiente..."cada mochuelo a su olivo" y una  renovada primavera  más en el alma.

Fernando, Domingo y Eduardo se encargarían de plasmar  todo lo sucedido en las convivencias anuales  de los antiguos en la revistilla "Crónica de los Antiguos Alumnos de los Jesuitas de Carrión de los Condes" y de enviarla  a todos los ausentes desperdigados por los cuatro continentes.

Prometieron incluso escribir una obra que describiera  la historia del siglo largo (1854-1959) que duró la estancia de la Compañía de Jesús en Carrión Y así lo hicieron. Valía lo pena.

"Porque hubo posteriormente una época - se comentaba al final del libro- en la que se pusieron de moda alegatos y narraciones sobre la vida en  colegios y seminarios coetáneos con la vida nuestra en San Zoilo. Libros que se dedicaban, no sin motivo por lo general, a ridiculizar los métodos de enseñanza y de disciplina, la moral estrecha y apabullante, el adoctrinamiento político de la época.
Simultáneamente, como telón de fondo, suele haber en todas esas obras un poco de rencor cercano al odio. No fueron niños felices. La infelicidad infantil suele brotar como mala hierba al cabo de los años, amargando el cáliz de la existencia.
Me gustaría en contraposición, al retratar la vida de aquellos años nuestros, indagar las causas, los ingredientes por los que, a pesar de los pesares, vivíamos contentos, y así lo recordamos, encerrados entre las cuatro tétricas paredes de un viejo convento".

La exhaustiva recopilación de documentos, testimonios y recuerdos que recoge esa voluminosa obra, termina, a modo de resumen, con una oda en endecasílabos de rima libre
.
 La nubecilla, ovillada aún en el reloj de la torre  de San Zoilo, me hacía un guiño de  nostálgica complicidad.

  

 Desde la iglesia de Belén contemplo
el sol que languidece entre los chopos,
San Zoilo
recias piedras doradas de poniente.

En el vergel florido castellano
tal vez no vuelen ya las mariposas
ni exhalen su perfume aquellas rosas,
pero cierto yo sé que estoy y están
cientos de niños y de adolescentes
dentro del caserón solemne y quieto.
En ménsulas de claustro plateresco
alguien cifró sus nombres y apellidos
junto a profetas, reyes, patriarcas
y un latín ojival de medallones
que guarda una Sibila desconchada.

Ven, empuja el portón alto y austero,
verás, oirás y palparás aún fresca
la infantil maravilla de sus voces,
los silencios que enmarcan sus plegarias,
la inmensa algarabía deportiva
y el esfuerzo tenaz en sus estudios.
Hablaban latín ¿sabes?, y hasta griego
quizás, y a base de concertaciones
de muchos "pensums" y composiciones
colmaron su baúl de Humanidades.
Dominaban la escena y el teatro,
eran espadachines o rufianes,
misioneros o chinos, da lo mismo,
y grandes oradores defendiendo
a Reyes Inocentes en su día
o a patricios romanos en el foro.

Entra un poquito más, no te detengas.
Siente la bocanada de aire fresco,
es la huerta, los patios, los gorriones.
Hay cerezos en flor. Hay violetas
que acarician con mimo las abejas.
Y hay un grupo de niños que se afanan
en hallar los secretos y la hechura
de "bichos", plantas y frutales.

A veces traspasaban bullangueros
las tapias de la huerta solariega.
Jueves de Villamez en primavera,
mañanitas de abril con sus rebaños,
regatos, lirios. trigos  y pastores
-ancha que era Castilla, la de siempre-
auroras de rosarios en el pueblo,
cadenas contra incendios, y funciones
en la sala Sarabia carrionesa.

Tal era su andadura, con firmeza
llevados de la mano, sin desmayos,
por experimentados profesores
o jóvenes maestros jesuitas
apodados de humildes "maestrillos".
En horas de escasez y de penurias
junto con ellos la vereda hicimos
del remedo de un Oxford castellano.
Y todos juntos la raigambre echamos
de una vida futura, en amalgama
de espíritu y "Humanitas" al tiempo,
forjada en el umbral definitivo
de la niñez y de la adolescencia.

No sé si has visto el cuérnago famoso.
Es el manso arroyuelo aquel de antaño
que ya desde "pipiolos" nos mostraba
 el cielo entero y sus constelaciones:
Orión, Alfa Centauro, Casiopea...
Ahora ya no hay patos, ¡coitadiños!
cómo corrían planeando el agua
cuando les perseguíamos, exhaustos.

Y así es mejor. El agua está más tersa.
Ya hay muchos entrañables compañeros
que han levantado el vuelo al Infinito.
Seguro que han copado con premura
estos cielos serenos de Castilla
-yo así haría-  que sigue reflejando,
 como entonces, el arroyuelo manso,
morada de la PAZ... gratos recuerdos.

Medio adormilado aún en el duro banco de aquel tren camino de Salamanca, no salía de mi asombro. La última reflexión  y los endecasílabos eran de mi autoría y estaban fechados en junio del año 2005 (!).
 
Un brusco frenazo me catapultó del caprichoso encomio de la nostalgia a la bullanguera realidad de una atiborrada estación salmantina

-Coge la maleta, hijo, que ya hemos llegado, dijo madre

 Atardecía. Tuvimos aún tiempo para acercarnos al Colegio de los Jesuitas en el Paseo de San Antonio. Al subir la cuesta de "Santo Espíritu" se admiraba un espléndido paisaje sobre la ciudad antigua. Era verdad.