lunes, 3 de octubre de 2016

NO TENGO YA PALABRAS ( 5 octubre 16)







No tengo ya palabras...






Las palabras se las lleva el viento.
Se las llevó
Y no sabemos dónde.

No tienen ya sentido 
Ni las palabras,
Nubes de algodón
Que se autoingieren
En las entrañas de un azul vacío,
Ni el viento que se estancó
Petrificado
Entre cristales rotos
Aquella  noche eterna 
Que el tiempo va engullendo
Como a las lívidas hojas otoñales

Hace ya siete años
A esta hora precisa. 

La cicatriz persiste
En tu recuerdo enternecido
En el repliegue ignoto 
De alguna hormona ya caduca, 
Que pone los grilletes
Y cierra las compuertas
Al manantial de la palabra 


Por eso
 No tengo ya palabras...




4 de octubre de 2016, 1 hora y 30" de la noche









sábado, 2 de abril de 2016

ENCOMIO DE LA NOSTALGIA

No podemos cambiar el pasado. Pero sí reconstruirlo.  E incluso podemos contemplarlo de forma diferente, percibirlo y hasta glosarlo de manera sugestiva con el poder que la imaginación nos concede de barajar nuestros recuerdos.
Tomamos el tren de  Palencia a Salamanca a las 7 de la mañana, el 7 de julio de 1949. Me acompañaban la Sra. Feli y mi tía Carmen. Desde la estación se divisaba el cerro del Otero. El Cristo de inmensas proporciones que tantos recuerdos me traía de mi primera infancia nos despedía con sus hieráticas manos abarcando las secas colinas, la ciudad y la vega del Carrión hacia Venta de Baños y Valladolid. El viaje fue de una insistente monotonía. Y feo. Después de Tordesillas el paisaje era cada vez más yermo, casi desértico conforme nos acercábamos a la llanura salmantina.

 A decir verdad no creo que se me notara muy entusiasmado en ese viaje al encuentro  con mi nuevo destino. Tía Carmen iba exultante. Madre pensativa. Yo a ratos dormitaba. Y me despertaba sobresaltado con el lamento de las ruedas al frenar y los resuellos de vapor  que se escapaban de los bajos de la locomotora. El convoy paraba en todas las estaciones. Para subir o bajar viajeros, o para acostarse a las mangueras  que bombeaban el agua a la máquina del tren tan reseca y sedienta como la planicie castellana.



De Palencia a la capital charra tardamos infinitas horas.

 El tren comía la llanura lentamente, a noventa por hora. Como un rumiante soñoliento. 

Luego la soltaba en penachos de una humareda gris que llegaban hasta el furgón de cola.

La vida es esto. Un largo viaje. Con parada y fonda en múltiples estaciones. Sales de una a la que te habías acomodado. Y te diriges a otra con la  comezón  en el estómago de la incógnita curiosa o de la duda  incierta de lo que te vas a encontrar al poner pie a tierra en un nuevo apeadero.

Antes de rendirme a Morfeo en una nueva cabezadita, llamó mi atención  una caprichosa nube blanca segregada de la humareda gris que la chimenea del tren  iba colgando en el horizonte. Cerré los ojos. 

Con inusitada rapidez la nubecilla se  desplazaba en dirección contraria y regresaba a nuestro punto de partida, Carrión de los Condes, hasta enroscarse como una bufanda en la torre del reloj del monasterio de San Zoilo. Yo la seguí, intrigado.

Eran las diez de la mañana del año 1995.

Abajo en el claustro un grupo de unas cien personas, hombres y mujeres de cierta edad conversaban, escanciaban sidrina,  y tomaban un  agradecido aperitivo "bajo el silencio secular, comentaba uno, de los muros y bustos que sostienen este nuestro claustro, pero expresivos, como si nos reconocieran como antesala de los recuerdos más entrañables…"

Y añadía otro:: "Carrión marcó –creemos que para bien- los rasgos de nuestra identidad. Y aquí están nuestras raíces, descubriendo que hoy somos por lo que ayer fuimos en el entorno y las personas con quienes convivimos".

Después del aperitivo entre ojivas, ménsulas y rosetones esculpidos del claustro plateresco, salieron todos hacia el pueblo. Los recuerdos se sucedían al remontar, algunos ya renqueantes, el centenario puente sobre el río Carrión. Ver de nuevo la fortaleza-iglesia de Belén, asomarse al pretil del puente para contemplar la  misma  corriente, rebosante de truchas y barbos, que serpenteaba hacia las choperas del Plantío.
.
La parada siguiente tuvo lugar en la venerable iglesia de Santa María., un hito en el Camino de Santiago. Allí habían alojado la imagen de la Virgen del Colegio. cuando los jesuitas se trasladaron de Carrión a León. Ocupaba un discreto espacio en una capilla lateral. Era preciso hacerle una visita. Y cantarle las antiguas canciones de cincuenta años atrás. En especial la Salve Marinera: "Salve, Estrella de los mares..."  Las pilastras románicas se transformaban por un momento en mástiles y los arcos románicos en velas y jarcias surcando, guiados por la misma "Estrella" los mares de   las  dilatadas vidas de los antiguos alumnos de San Zoilo.

Escasos kilómetros separan a la iglesia de Sta. María  de Carrión del pueblo de Villasirga. 
El grupo se dio cita para comer en su famoso "Mesón" donde te ponen un mandil y tienes que apurar a la antigua, con los dedos y sobre un pan de hogaza como plato, los típicos asados y lechazos castellanos.
Todo regado con un buen tinto de Toro servido en copas y vasos de arcilla roja. Muy medieval.  
La sobremesa fue un momento propicio para la nostalgia.

El momento nostálgico de mayor "saudade" se reavivó al anochecer. Instalados todos en la cómoda terraza que  ocupaba el antiguo  campo de fútbol del colegio. 
Estaba claro que el antiguo monasterio se había transformado  en un lujoso hotel. A él  acudían anualmente, convocado por un entusiasta grupo que dirigía una revistilla llamada "Crónicas" ese centenar de antiguos alumnos, venidos de todas las latitudes y acompañados muchos por sus respectivas esposas. La brisa fresca, el susurro de los chopos que bordeaban  el césped del que fue flamante campo de fútbol, arrebatado al reguñón del Hermano Arrieta, y el murmullo lejano del mermado cuérnago, tan recordado por todos desde la distancia, invitaban  a la evocación de antiguas vivencias entre esos "tutelares muros"

Entre otros muchos que habían permanecido en la Compañía de Jesús, que al fin y al cabo era lo que pretendía la Escuela Apostólica de San Zoilo, allí estaba mi profesor preferido, el inolvidable P. Quintín Aldea.

"Nuestro presente –el de cada uno- recordaba Aldea, está hecho con la materia de ese pasado. Un pasado que, además de personal, es también patrimonio común y, por tanto, compartido por todos… volver al aprecio de unos valores que, a pesar del paso acelerado del tiempo, perduran vivamente en nosotros.
Lo que demuestra que nuestros sudores no fueron estériles, que mereció la pena gastarnos en la forja de aquellos jóvenes que fueron y siguen siendo lo mejor que teníamos. Los viejos ideales se han demostrado vigentes".

Luego vino el momento de la auténtica morriña. Como sucedía  en los antiguos tiempos, en los últimos anocheceres de julio, poco antes de irse a la cama,  contemplando el maravilloso cielo estrellado castellano en las vísperas de las vacaciones, alguien inició las canciones de siempre: "Desde Santurce a Bilbao...", "Asturias, patria querida...", "La rianxeira.
.."
Y la coda final. El indeleble himno de despedida, de autor anónimo, que todo carrionés ha llevado como banderín de la nostalgia encajado en el recuerdo de la gran casona.

"Cuatro días tanto sólo me quedan
en San Zuil para gozar
¡Ay! del manso arroyuelo,
reflejo del cielo, morada de paz.

Madre mía, si quieres que cante
llévame a San Zoilo para ver allí
 las corrientes del manso arroyuelo,
reflejo del cielo, morada de paz.

En San Zoilo, vergel castellano,
a la orillita del río,
 ya no hay mariposas
ni flores ni rosas, todo se  acabó...

"Madre mía, si quieres...


Los "Cuatro días" originales de la canción se convertían  para los presentes en: "pocas horas tan sólo nos quedan"... Porque al día siguiente..."cada mochuelo a su olivo" y una  renovada primavera  más en el alma.

Fernando, Domingo y Eduardo se encargarían de plasmar  todo lo sucedido en las convivencias anuales  de los antiguos en la revistilla "Crónica de los Antiguos Alumnos de los Jesuitas de Carrión de los Condes" y de enviarla  a todos los ausentes desperdigados por los cuatro continentes.

Prometieron incluso escribir una obra que describiera  la historia del siglo largo (1854-1959) que duró la estancia de la Compañía de Jesús en Carrión Y así lo hicieron. Valía lo pena.

"Porque hubo posteriormente una época - se comentaba al final del libro- en la que se pusieron de moda alegatos y narraciones sobre la vida en  colegios y seminarios coetáneos con la vida nuestra en San Zoilo. Libros que se dedicaban, no sin motivo por lo general, a ridiculizar los métodos de enseñanza y de disciplina, la moral estrecha y apabullante, el adoctrinamiento político de la época.
Simultáneamente, como telón de fondo, suele haber en todas esas obras un poco de rencor cercano al odio. No fueron niños felices. La infelicidad infantil suele brotar como mala hierba al cabo de los años, amargando el cáliz de la existencia.
Me gustaría en contraposición, al retratar la vida de aquellos años nuestros, indagar las causas, los ingredientes por los que, a pesar de los pesares, vivíamos contentos, y así lo recordamos, encerrados entre las cuatro tétricas paredes de un viejo convento".

La exhaustiva recopilación de documentos, testimonios y recuerdos que recoge esa voluminosa obra, termina, a modo de resumen, con una oda en endecasílabos de rima libre
.
 La nubecilla, ovillada aún en el reloj de la torre  de San Zoilo, me hacía un guiño de  nostálgica complicidad.

  

 Desde la iglesia de Belén contemplo
el sol que languidece entre los chopos,
San Zoilo
recias piedras doradas de poniente.

En el vergel florido castellano
tal vez no vuelen ya las mariposas
ni exhalen su perfume aquellas rosas,
pero cierto yo sé que estoy y están
cientos de niños y de adolescentes
dentro del caserón solemne y quieto.
En ménsulas de claustro plateresco
alguien cifró sus nombres y apellidos
junto a profetas, reyes, patriarcas
y un latín ojival de medallones
que guarda una Sibila desconchada.

Ven, empuja el portón alto y austero,
verás, oirás y palparás aún fresca
la infantil maravilla de sus voces,
los silencios que enmarcan sus plegarias,
la inmensa algarabía deportiva
y el esfuerzo tenaz en sus estudios.
Hablaban latín ¿sabes?, y hasta griego
quizás, y a base de concertaciones
de muchos "pensums" y composiciones
colmaron su baúl de Humanidades.
Dominaban la escena y el teatro,
eran espadachines o rufianes,
misioneros o chinos, da lo mismo,
y grandes oradores defendiendo
a Reyes Inocentes en su día
o a patricios romanos en el foro.

Entra un poquito más, no te detengas.
Siente la bocanada de aire fresco,
es la huerta, los patios, los gorriones.
Hay cerezos en flor. Hay violetas
que acarician con mimo las abejas.
Y hay un grupo de niños que se afanan
en hallar los secretos y la hechura
de "bichos", plantas y frutales.

A veces traspasaban bullangueros
las tapias de la huerta solariega.
Jueves de Villamez en primavera,
mañanitas de abril con sus rebaños,
regatos, lirios. trigos  y pastores
-ancha que era Castilla, la de siempre-
auroras de rosarios en el pueblo,
cadenas contra incendios, y funciones
en la sala Sarabia carrionesa.

Tal era su andadura, con firmeza
llevados de la mano, sin desmayos,
por experimentados profesores
o jóvenes maestros jesuitas
apodados de humildes "maestrillos".
En horas de escasez y de penurias
junto con ellos la vereda hicimos
del remedo de un Oxford castellano.
Y todos juntos la raigambre echamos
de una vida futura, en amalgama
de espíritu y "Humanitas" al tiempo,
forjada en el umbral definitivo
de la niñez y de la adolescencia.

No sé si has visto el cuérnago famoso.
Es el manso arroyuelo aquel de antaño
que ya desde "pipiolos" nos mostraba
 el cielo entero y sus constelaciones:
Orión, Alfa Centauro, Casiopea...
Ahora ya no hay patos, ¡coitadiños!
cómo corrían planeando el agua
cuando les perseguíamos, exhaustos.

Y así es mejor. El agua está más tersa.
Ya hay muchos entrañables compañeros
que han levantado el vuelo al Infinito.
Seguro que han copado con premura
estos cielos serenos de Castilla
-yo así haría-  que sigue reflejando,
 como entonces, el arroyuelo manso,
morada de la PAZ... gratos recuerdos.

Medio adormilado aún en el duro banco de aquel tren camino de Salamanca, no salía de mi asombro. La última reflexión  y los endecasílabos eran de mi autoría y estaban fechados en junio del año 2005 (!).
 
Un brusco frenazo me catapultó del caprichoso encomio de la nostalgia a la bullanguera realidad de una atiborrada estación salmantina

-Coge la maleta, hijo, que ya hemos llegado, dijo madre

 Atardecía. Tuvimos aún tiempo para acercarnos al Colegio de los Jesuitas en el Paseo de San Antonio. Al subir la cuesta de "Santo Espíritu" se admiraba un espléndido paisaje sobre la ciudad antigua. Era verdad.
























domingo, 29 de noviembre de 2015

AGUR JAUNAK

Verano del 49. A finales de Junio los que aún se quedaban entre los muros de la gran casona nos dedicaron una despedida emocionante. Cerca de treinta "pipiolos" comenzamos asustados la andadura carrionesa cinco años antes. Sólo quedábamos diecinueve. Firmes y maduros. Baqueteados eso sí y pasados por el cedazo de una meticulosa y férrea formación espiritual y humanística. Con los acordes del "Agur Jaunak" ("adios amigos"),  interpretado por el coro colegial, fueron ascendiendo hacia las ménsulas del claustro plateresco todos los recuerdos y experiencias de aquellos años recios y felices. Y allí quedaron esculpidos para siempre.
         
El último acto de fin de curso, el de nuestra despedida, tuvo un invitado de lujo. El poeta jesuita Ramón Cué, antiguo alumno de Carrión. Acababa de ser ordenado sacerdote y nos dio un recital con la mayor parte de poemas que luego publicó en su libro “Mi Primera Misa”, entre ellas el poema dirigido a su madre: “Con Lino Blanco de Bodas”.  Impresionaban sus versos, declamados con cuidada expresividad, y subrayados por el estudiado y barroco revoloteo de su manteo sobre la escena.

Ramón Cué fue alumno de San Zoilo durante los años de 1926 a 1930. Alumno brillante. “Meritissimus”, le describen  los  Cuadros de Honor de aquellos años. 

Cué se quedó varios días en el colegio, jaula  ya vacía y callada, tras la desbandada estival de todos sus bullangueros moradores.
Yo bajaba  algunos ratos  a San Zoilo, sobre todo para darme un buen chapuzón en la piscina y vagar a mis anchas por la huerta, picar el resto de cerezas o brevas que aún pendían de los frutales y registrar en el pluviómetro esos últimos días las temperaturas diarias –máximas y mínimas- la humedad ambiental o las escasas lluvias de los días veraniegos.
A Ramón Cué le entusiasmaba descansar deambulando pausadamente por las tranquilas veredas de la huerta, se acercó varias veces a ver mi faena metereológica. Luego seguíamos paseando por los viales en sombra entre chopos, negrillos y árboles frutales.
Fue entonces cuando, a una pregunta mía, me describió las peripecias pasadas por los jóvenes jesuitas exiliados por la II República Española como consecuencia del fulminante Decreto de Disolución de la Compañía de Jesús el 31 de enero de 1932.

            - Para que entiendas un poco el tipo de organización en la que te vas a meter. Nos echaron “legalmente” de España por ser una Orden Religiosa “con obediencia a un poder extranjero”, dijo el P. Ramón.
            -¿Qué poder era ese? pregunté yo desorientado.     
-Un país descomunal y muy peligroso: el Vaticano
-Sigo sin entender
-Al terminar su formación, más o menos a los treinta años, los jesuitas hacen un voto especial de obediencia al Papa…
-Pero eso no querrá decir que todos los jesuitas, comenté yo, tengan que enrolarse en la Guardia Suiza del Vaticano, que, según tengo entendido, no pasa de un centenar de soldaditos de plomo ataviados con una indumentaria del siglo catapum…
-Nos dieron de plazo diez días para abandonar el noviciado o abandonar España. Todos los que entonces estábamos en Salamanca,  adonde tú vas a desembarcar  dentro de poco, más de doscientos, salimos sin dudarlo camino del exilio. Partimos sin rumbo cierto. Hacia Bélgica. Los jesuitas del Colegio Saint Michel de Bruselas nos albergaron una temporadita en un anexo del centro escolar sobre colchones tirados en el suelo. Luego nos instalaron a los novicios en la comuna de Marquain.
-¿El exilio duró…?
-Cinco o seis penosos años de diáspora por toda Europa. En Marquain,  un barrio de la ciudad de Turnai, vivimos los novicios en la escasez y pobreza más austeras. Las palanganas con que nos lavábamos servían  luego de fuentes en la mesa. Llevábamos de un sitio a otro las sillas. La luz era escasa. Todo era reducido y estrecho…

Lo dicho confirmaba la información que Teobaldo me había dado dos veranos antes en mis cortas vacaciones en Velilla de Guardo. Sentí un vivo deseo de encontrarme de nuevo con el de Peña Labra. Porque, además, tenía que completar su relato con otros detalles que seguramente él ignoraba.
No sabría, por ejemplo, que, a pesar de la expulsión, uno de los pocos colegios de jesuitas en España que siguieron su actividad, aunque reducida, fue el de Carrión de los Condes. No fue salvajemente asaltado ni incendiado como otras muchas casas, iglesias y colegios de jesuitas en el resto de España. Primero porque la propiedad de San Zoilo no era de ellos. Era una cesión del obispado de Palencia por tiempo indefinido. Y, lo más importante, porque, ante algunas amenazas, un gran número de carrioneses bajó del pueblo a defender a los “Padres” y montaron patrullas permanentes alrededor del monasterio para evitar cualquier expolio. Los profesores fueron acogidos por diversas familias del pueblo y pudieron continuar sus trabajos con relativa normalidad.

Fui el último en recoger mis bártulos y abandonar la casona aquel verano. Subí solo el puente del río Carrión. Arrastraba por su empinada cuesta con facilidad aquella maleta que cinco años antes  no podía menear, que me la tuvo que llevar mi hermana hasta el portón de entrada de San Zoilo. Los mismos barbos plateados de entonces se deslizaban aún entre las ventanas de la iglesia de Belén reflejadas en el remanso del río Carrión.

Al llegar a casa la encontré de fiesta. Mi hermano Chus, después de casi tres años, acababa al fin de llegar licenciado de la mili. Tres años. Y bien ganados. Por cabezón e insolente. Dos cualidades que en el plato de su personal balanza pesaban lo mismo que su buen corazón y su natural  tendencia a echar un capote a todo el que lo necesitara.
-Me he pasado la mili entera haciendo guardias. Unas por castigo. Otras por ayudar a los compañeros, decía.
Lo que no comentaba era que en ese cómputo entraban también los frecuentes enfrentamientos, y los bofetones a veces, a todo sargento, cabo o furriel que le amonestara por cualquier nadería.  Las Semanas de arresto a cada encontronazo absurdo con los mandos fue lo que alargó tanto su servicio militar.
Reunió a los amigos. Y pasaron la noche de bar en bar, empinando el codo y las copas más de lo necesario. Hasta casi entrada la madrugada.  El "Anís del Mono" fue el protagonista del nocturno desfile. La cogorza que Chus trajo a casa era pacífica y llorona. Y desternillante. A cada pregunta: "¿Pero por qué lloras?" se desparramaba en un torrente de lágrimas y cómicos lamentos. Al fin, entre  ayes y suspiros, cayó dormido sobre la trébede de la cocina.
Despuntaba ya la calurosa mañana de principios de julio cuando tres autoritarios aldabonazos nos despertaron a todos. Una pareja de guardias civiles requirió la presencia de mi hermano. Y, sin más, se lo llevaron esposado al cuartelillo. No opuso resistencia alguna. Con la cabeza aún envuelta entre los vapores de la "mona" y alguna que otra anisada lágrima espontánea deslizándose involuntaria por sus mejillas. Dos horas más tarde entraba en la prisión del pueblo. El motivo era de lo más chusco.
-"Ya veréis la que va a pasar cuando la tortilla cambie. Que os juro por ésta -gritaba Chus mientras chocaba la  vigésima copita de anís sobre el mono de la botella- que va a ser gorda... que si será...ya lo veréis...ya...
Uno de los amigos le tapó la boca y le arrastró raudo fuera  de la taberna.  Ni una hora transcurrió y ya estaba el chivatazo ante la autoridad. La orden de arresto le llegó en pocos minutos al capitán de la guardia civil.
Para no perder el ritmo de la mili, sólo estuvo una semana en la antigua casa que servía en el pueblo de cárcel provisional para vagabundos y malhechores de poca monta. Estaba solo. Yo le llevé las tres comidas todos los días. Esperaba hasta que terminara para llevarme la fiambrera de vuelta y conversábamos mientras tanto sobre su larga estancia en las milicias. Lo que me contó, restando por supuesto por mi parte lo que correspondía a sus prontas agresivas reacciones ante los mandos inmediatos, me quitó las ganas de cumplir con ese deber para con la Patria. Nunca iré a la mili, me prometí y le aseguré a mi hermano.
- Eso si puedes... Pero así y todo, no seas tonto, me dijo. Yo sé que si sigues estudiando harás el servicio de otra manera... a lo señorito. Y  de cura lo tienes aún más fácil. Además de  que ya he hecho yo la mili por los dos. ¿No crees?
Me pidió que le trajera alguna novelita. De las del Oeste. Eran libros pequeñitos, de  un papel que parecía lija y tapas chillonas de colores. O de historias románticas, de esas, de parecida edición, que  Corín Tellado empezaba a producir como churros. Lo más curioso de mi hermano era que  a penas si llegaba a  escribir con notable dificultad, pero devoraba los libros: historietas cortas y novelas  facilonas, con una voracidad pasmosa.
Salió pronto del trullo. En cuanto se lo dijimos a un familiar que tenía un cargo en la Diputación de Palencia.
-Venga, fuera muchacho... Y ya lo sabes... -le dijo el guardia a la puerta de la prisión-  la lengua quieta y el culo "apretao" para que nada suene
-Sí, como los borregos... no te...
Tuve que tirarle con fuerza de la manga de la chaqueta para impedir que se volviera y  se enzarzara de nuevo con el del "uniforme", vestimenta por la que, más que seguro, profesaba verdadero rechazo

Gran parte de aquel   mes de Julio del 49 lo pasé en despedidas a la familia. La primera a mi padrino en Saldaña. Tenía ya tres hijos, una incipiente calva y muchas canas. Todavía trajinaba con los aparatos de radio, ahora mucho más modernos que aquellos de los años 30. Una de las cosas de que más ufano aún se sentía era de haberme enseñado en aquellos duros meses de la guerra a leer y escribir con soltura. Y yo le agradecí haber sido mi primero, y único, brillante profesor particular, entre el croar de las ranas de Poza y el estruendo de las poleas de la central eléctrica del Viesgo.

Velilla de Guardo fue una visita obligada. Allí estaba de paso mi primo Camilo, vestido ya de dominico con su túnica, escapulario y esclavina blancas. Le iban muy bien los hábitos. Y lucían mucho agitados por la brisa, mientras paseábamos como antaño entre los hayedos de la transparente montaña palentina. El hábito no hace al monje.
De hecho no estaba obligado a llevarlo durante sus vacaciones en la familia. Pero a él le encantaba  cuando salía vestido de fraile y venía corriendo la chiquillería del pueblo a besarle la mano o el escapulario.
A saludarle vinieron en uno de los paseos dos mocitas. Rubia la más alta. Morena la otra. Esplendorosas ambas.
-Son Sole y Clara, mis dos vecinas y amigas de infancia. Juntos  y como hermanos hemos jugado y crecido por estos pagos, me comentó Camilo mientras se acercaban
-Hola Camilo. Te van bien. ¿Pero no pasas calor con esos ropones blancos?, dijo la rubia
-Eh! Un poco de respeto, niña... Y más ante mi primo, que aquí os presento, y que está de paso, porque dentro de nada se nos va con los jesuitas de Salamanca
-Con su montura y su lanza de caballero andante...¿No?...,dijo Sole
-!Y la armadura y el penacho blanco del príncipe Ivanhoe¡, añadió Clara
Azorado y sorprendido me quedé al recordar aquel veranito en el que yo  les leía a las dos chiquillas pasajes de la obra de Walter Scott y a continuación, sobre el verde de la pradera,  mimábamos sus aventuras románticas.
-Yo era Rowena, dijo Sole, la princesa
-Y a mi me llamaban  la judía Rebeca
-Y yo el enamorado caballero que, como me pasa ahora, no sabe con cuál de las dos quedarse...
-¡Qué galán! Eso ahora...porque entonces la preferiste... a ella!! dijo Sole con un precioso mohín de niña despechada.
Las dos me abrazaron efusivamente ante la atónita mirada de Camilo. Y hablamos largo rato de aquellos inocentes y felices momentos de un verano ya lejano. No pude evitar el mirarlas con nostalgia mientras se marchaban cimbreando sus caderas  al cruzar el arco de la fuente Reana. Se me antojaban dos Ninfas esculpidas allí desde el tiempo de los romanos, reflejada su esbelta silueta entre las flores del manantial.
-Eh...eh!  chaval... que te mojas...! Déjalas marchar, y tú... a lo tuyo
-Mira que sois mal pensados los de  la orden dominicana, le dije un poco mosca
-Piensa mal, y acertarás. Eso le va más con el "pragmatismo" jesuítico, ¿a que sí?

Pero a las suaves colinas y riscos espontáneos de las estribaciones palentinas de los Picos de Europa les faltaba algo. No estaba Teobaldo, el ermitaño de Peña Labra. Su ausencia privaba de cierto exotismo a la ordenada floración veraniega  de aquellos parajes.
Había desaparecido meses atrás. En cuanto su amigo, el juez Palacios, le anunció confidencialmente su próxima sustitución. No se fiaba del sucesor. Así que en dos baulitos apiló sus libros. Con todo el mimo, me lo imagino, y el respeto que les profesaba, precisamente  por  estar la mayor parte de ellos "proscritos", según decía, en el "Índice de libros prohibidos"  por el magisterio eclesiástico.  Cargó todas sus escasas pertenencias en una acémila, caló el chambergo, le soltó una de sus clásicas peroratas a los bosques, veneros y quebradas del contorno y se perdió entre las sinuosas veredas de la montaña. Así me lo contó mi tío Santiago. Y me entregó un sobre. 

-Esto para el estudiante carrionés, había dicho al dárselo. Para  el posible jesuita en ciernes. Que no se lo tome como anticipo de mi testamento...o casi.

Me acomodé a la sombra del robusto peñasco de  Tuercas  donde en otro verano tuvimos tantas  charlas  sobre los problemillas y contradicciones de la vida que él parecía dosificar, adaptándose a mi edad con indudable maestría                                         

Abrí el sobre. Me sedujo al instante el título de la misiva escrita en dos planas, con una letra diminuta pero abierta, en renglones apretados y regulares.



IMPRESIONES DE UN BORREGO


-¿Y usted que hace todos los días hombre, digo ovino común?

-Pues verá. Mi vida transcurre como la de cualquier ejemplar de la especie. Yo no he querido nunca destacar. Porque, como te descuides, te lanza el pastor la dentellada de los perros a las ijadas o, a lo peor, se fija en lo lustroso que estás y te numera para la próxima expedición al matadero. Eso le pasó hace poco a uno de mis mejores compinches. Íbamos los dos de costumbre hacia el final de la manada. Pero a él, desdichado, se le ocurrió un día encandilarse con una oveja zascandil y pizpireta que movía las paletillas que no veas a unos metros de nosotros. El cuitado se fue acercando sigiloso al fondo del abismo, pues en eso terminó su imprudente tarascada. Le propinó a la presa un ligero linguetazo en la orejilla y un tenue mordisquito en la pata derecha. Como la aludida no se dio por enterada, o más bien, a lo que yo deduzco, se hacía la timorata para que la jugada continuara, se aceleró la adrenalina del machito y se lanzó al ataque en toda regla, como si la conquista ya estuviera asegurada. Cabezazo por aquí, restregón por allá y...¡ay que bien huele!, en el arrebato enardecido levantó sus patas delanteras y las colocó sobre la grupa de la ovejita. ¡Para qué lo hiciera!. No tuve tiempo para tirar de sus guedejas  hacia el suelo antes de que la cabeza aventurera de mi amigo sobresaliera sobre la polvareda del rebaño. La zalamera traidora dio un respingo, caracoleó con rápida y elegante displicencia y el conquistador rodó en una ridícula pirueta por el suelo. Hubo una estampida de terror a su alrededor. En pocos segundos el perro del pastor había atenazado ya por la yugular al insurrecto y lo mantenía inmovilizado en medio del extenso círculo que se produjo a la retirada de ovejas y corderos amedrentados. Llegó el hombre. Le soltó un puntapié al chucho para que no abusara de su instinto antiborrego y le propinó un bastonazo de bandera al imprudente enamoradizo. Levantaba ya la estaca para el segundo y rabioso vapuleo, pero... "No -se dijo-,¡hay que ver que ejemplar más rozagante!. No conviene estropearle. Dará un excelente peso en la romana cuando esta tarde se lleven la partida." Y así fue. Se lo llevó al cercado. Cuando enfiló el camión la senda de los matarifes sacó mi amigo su pata por el enrejado trasero del vehículo y me dirigió  una última mirada, nunca mejor dicho, con ojos de cordero degollado.

-Triste es la historia que me habéis contado, amigo
-Y fatalista. Es nuestro sino, caballero. Yo tengo la lección bien aprendida. Caminar quedo. Cuatro patas más entre los centenares que huellan las cañadas esquivando a penas la alfombra de redondos excrementos que deja la manada.. Sestear en el centro de mi grupo para que el pastor no se fije en mí. Y librarme, por favor, de poner los ojos, ni siquiera de reojo, en las ovejas casquivanas..Rumiar mis pensamientos con el hocico rozando los rastrojos. Y esperar...
-¿Y qué se puede esperar con esa vida?
-La espera es para mí la meta, señor mío.. Somos así los de mi especie. Y así lo van cantando mis validos por las veredas y los vericuetos en los que discurre, conformista, nuestra existencia "aborregada".

No había más. ¿Qué me quería decir el ermitaño?. Cosas de Teobaldo. Me prometí no deshacerme de tan hermético manuscrito hasta encontrar la clave de su interpretación.